domingo, 18 de junio de 2017

Comentario a las lecturas de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo 18 de junio de 2017.

Hoy celebramos los católicos el día del Corpus, el día de la Caridad y del amor fraterno. Durante muchos años, y siglos, la celebración del día del Corpus, fue uno de los tres jueves que relucían más que el sol, tenía su representación más visible en la procesión solemnísima en la que el pueblo cristiano acompañaba, entusiasmado, por calles y plazas, al sacerdote que portaba en alto la custodia con el Santísimo.
Fiesta antigua en la Iglesia, surgió en la Edad Media, cuando en 1208 la religiosa Juliana de Cornillon promueve la idea de celebrar una festividad en honor al Cuerpo y la Sangre de Cristo presente en la Eucaristía. Así, se celebra por primera vez en 1246 en la diócesis de Lieja (Bélgica).
En el año 1263, mientras un sacerdote celebraba la misa en la iglesia de la localidad de Bolsena (Italia), al romper la Hostia consagrada brotó sangre, según la tradición.  Este hecho, muy difundido y celebrado, dio un impulso definitivo al establecimiento como fiesta litúrgica del Corpus Christi. Fue instituida el 8 de septiembre de 1264 por el papa Urbano IV, mediante la bula Transiturus hoc mundo. A Santo Tomás de Aquino se le encargó preparar los textos para el Oficio y Misa propia del día, que incluye himnos y secuencias, como Pange Lingua (y su parte final Tantum Ergo), Lauda Sion, Panis angelicus, Adoro te devote o Verbum Supernum Prodiens.
En el Concilio de Vienne de 1311, Clemente V dará las normas para regular el cortejo procesional en el interior de los templos e incluso indicará el lugar que deberán ocupar las autoridades que quisieran añadirse al desfile.
En el año 1316, Juan XXII introduce la Octava con exposición del Santísimo Sacramento. Pero el gran espaldarazo vendrá dado por el papa Nicolás V, cuando en la festividad del Corpus Christi del año 1447, sale procesionalmente con la Hostia Santa por las calles de Roma.
En muchos lugares es una fiesta de especial relevancia. En España existe el dicho popular: Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión, lo que da idea del arraigo de esta fiesta.
Las celebraciones del Corpus suelen incluir una procesión en la que el mismo Cuerpo de Cristo se exhibe en una custodia.
  En la Iglesia hoy celebramos coincidiendo con el Día del Corpus Christi el Día de Caridad. Hoy, al contemplar la Eucaristía, nuestros ojos se van en dos direcciones: hacia la
calle (necesitada de la presencia del Señor, aunque algunos la rechacen) y hacia las personas (custodias de carne y hueso en donde nos hemos de afanar mediante el obrador de la caridad). Calle y personas son un binomio excepcional e imprescindible para entender el Corpus: sin caridad y sin testimonio público…la fe se queda demasiado empobrecida y vacía de amor y testimonio.

La primera  lectura del libro del Deuteronomio  (Dt 8, 2-3. 14b-16a). Este libro exhorta al pueblo para que cumpla los mandamientos de Dios. Trae a la memoria de todo el pueblo la experiencia fundamental de los 40 años por el desierto, camino de la tierra prometida. Recuerda que fue Dios quien liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto.
Pero estos acontecimientos del pasado histórico de Israel los interpreta el autor, como un proceso educativo bajo la dirección sapientísima de Dios, que liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Por lo tanto, la historia de la liberación coincide con la historia de la educación y de la formación de Israel.
Por eso es importante recordarla en todo momento; pues, si Israel se olvida de la educación recibida en el desierto, caerá de nuevo en las viejas esclavitudes.
La lección del desierto es ésta: que Israel vive de la palabra de Dios. En la abundancia y en la escasez, lo que hace sobrevivir al pueblo es siempre la obediencia al Señor.
Cuando el autor escribe estas palabras -que él atribuye a Moisés- el pueblo de Israel vive ya tranquilamente en la tierra que le había sido prometida, una tierra que mana leche y miel. Pero la fertilidad de la tierra y la tierra misma se pueden perder. La única posibilidad de supervivencia sigue siendo para Israel la confianza en Dios y en el acatamiento de su voluntad. Desde la nueva situación de prosperidad y de abundancia relativa, el desierto es para Israel una realidad terrible, felizmente lejana; sin embargo, la nueva situación es mucho más peligrosa en cuanto favorece el sentimiento de autosuficiencia y lleva al olvido del Señor, que sacó al pueblo de la esclavitud y le dio de comer y beber en el desierto. El autor ve este peligro y avisa la conciencia del pueblo con el recuerdo de sus orígenes.
El desierto es visto por el autor del Deuteronomio, como un lugar de prueba, y el tiempo que el pueblo pasó en él después de la salida de Egipto es visto como un tiempo en el que el Señor educó a su pueblo. La tentación, la prueba es para "conocer tus intenciones".
El maná no sale de la boca de Dios, pero es una señal evidente de la fidelidad eficaz de la palabra que sale de su boca. La referencia a la "palabra de Dios", que da la vida al hombre, la encontramos también en los profetas, y el evangelio de Mateo ha utilizado este texto para hablar de la opción que hace Jesús ante la tentación.
El pueblo debe recordar el camino del desierto, debe recordar que el Señor le liberó de la tierra de esclavitud. Y ahora, cuando el pueblo se ha convertido ya en sedentario, tiene la tentación de olvidar su origen y a Aquél que es su vida. Ahora pueden olvidar al Señor, ya que recogen la cosecha de los campos y tienen agua en las fuentes y los ríos. El recuerdo del pasado les hará presente la mano amorosa del Señor, que continúa actuando, alimentando a su pueblo.

El responsorial es el Salmo 147  (Sal 147, 12-13. 14-15. 19-20 ). Este salmo, en el texto hebreo, es la segunda parte del salmo 146 y  continuación del mismo tema: Himno de alabanza a Dios Señor de todo y cuya bondad se  manifiesta en toda clase de beneficios. Para los pueblos rurales de otros tiempos, la  "ciudad", rodeada de murallas y protegida por sólidas puertas, era el símbolo de la  seguridad. Para los pueblos flagelados por el hambre, el "pan" en abundancia es símbolo  de la felicidad y de la vida. Para los pueblos de países cálidos, los fenómenos  meteorológicos del invierno (nieve, escarcha, hielo) ocurren raras veces y son símbolos de  lo irreal, de lo sobrenatural, de lo admirable... Maravillas que sólo Dios puede realizar.
Israel no olvida nunca que el mayor beneficio es el maravilloso don de la "Ley", de la  "alianza" de Dios con su pueblo: ningún otro pueblo fue tratado de igual manera, ningún  otro pueblo conoció sus voluntades. Estos dos temas, el de la intervención de Dios en la  historia y el de la intervención de Dios en la naturaleza están estrechamente unidos por el  tema de la "Palabra", del "Verbo" de Dios: es el mismo Dios "que se expresa" en los dos  casos... Y las maravillas del cosmos son como la garantía de la verdad de su ley. El hombre  que conoce la voluntad de Dios tiene la posibilidad de saber "la ley de su ser": es una  seguridad de éxito. Lejos de considerar la ley como una sujeción o un peso, Israel la  considera como liberadora. Se la ama, como la luz que permite caminar sin vacilar. Saber lo  que es "bueno para el hombre", saber "lo que lo destruye", ¡qué beneficio!          
Muy grafica de la intención orante del salmo es la estrofa repetida: R. Glorifica al señor, Jerusalén.

La segunda lectura  es de la primera carta del apóstol San Pablo a los corintios (1 Cor 10, 16-17). Este texto es parte de una carta dirigida a una comunidad marcada por las divisiones.
El texto de hoy está en mitad de una argumentación contra la participación en los sacrificios paganos. En él, San Pablo explica el significado de la Eucaristía como en ningún otro texto del NT. El cáliz de la bendición era una expresión judía para designar la cena pascual. Se refería a la tercera copa que se bebía durante la cena, la más importante, ya que era el momento en que el padre de familia pronunciaba la acción de gracias o bendición. Al decir "que nosotros bendecimos", probablemente hace alusión a las palabras de acción de gracias que pronunciamos los cristianos sobre la copa, las mismas de Jesús en la última cena.
El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo. Bebiendo este cáliz, los cristianos entran en comunión con el mismo Cristo, que ha derramado su sangre, realizando así la obra de la reconciliación.
Seguidamente San Pablo pasa a hablar del pan partido (que pronto significó la Eucaristía) como comunión con el cuerpo de Cristo, estableciendo un paralelismo evidente entre cáliz y pan, sangre y cuerpo. Pero enseguida hace un giro sorprendente: ya no habla del cuerpo de Cristo sino de la comunidad.
De hecho, continúa hablando del cuerpo de Cristo, como hará evidente en el capítulo 12 de la carta. Participar del mismo pan implica formar parte del mismo cuerpo, del único cuerpo de Cristo.
Así comenta San Agustín este texto:
" Lo que estáis viendo sobre el altar de Dios, lo visteis también la pasada noche, pero aún no habéis escuchado qué es, qué significa, ni el gran misterio que encierra. Lo que veis es un pan y un cáliz; vuestros ojos así os lo indican. Mas según vuestra fe, que necesita ser instruida, el pan es el cuerpo de Cristo y el cáliz la sangre de Cristo. Esto dicho brevemente, lo que quizá sea suficiente a la fe; pero la fe exige ser documentada. Dice, en efecto el profeta: Si no creéis, no comprenderéis (Is 7,9 LXX). Ahora podéis decirme: «Nos mandas que lo creamos; explícanoslo para que lo entendamos». En efecto, puede surgir en la mente de cualquiera el siguiente pensamiento: «Sabemos de dónde tomó carne nuestro Señor Jesucristo: de la Virgen María. Siendo pequeño, tomó el pecho, fue alimentado, creció, llegó a la edad madura, fue perseguido por los judíos, colgado en un madero, muerto en el madero y bajado del madero; fue sepultado, resucitó al tercer día y cuando quiso subió al cielo, llevándose allí su cuerpo; de allí ha de venir a juzgar a vivos y a muertos, y allí está sentado ahora a la derecha del Padre. ¿Cómo este pan es su cuerpo y cómo este cáliz, o lo que él contiene, es su sangre?».
A estas cosas, hermanos míos, las llamamos sacramentos, porque una cosa es la que se ve y otra la que se entiende. Lo que se ve tiene forma corporal; lo que se entiende, posee fruto espiritual. Por tanto, si quieres entender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol que dice a los fieles: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12,27). En consecuencia, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois. A lo que sois respondéis con el amén, y vuestra respuesta es vuestra rúbrica. Se te dice: «El cuerpo de Cristo», y respondes: «Amén». Sé miembro del cuerpo de Cristo para que sea auténtico el Amén.
¿Por qué precisamente en el pan? No aportemos nada personal al respecto; escuchemos de nuevo al Apóstol, quien, hablando del mismo sacramento dice: Siendo muchos, somos un único pan, un único cuerpo (1 Cor 10,17). Comprendedlo y llenaos de gozo: unidad, verdad, piedad, caridad. Un solo pan. ¿Quién es este único pan? Siendo muchos somos un único cuerpo. Traed a la memoria que el pan no se elabora de un único grano, sino de muchos. Cuando recibíais los exorcismos, erais como molidos; cuando fuisteis bautizados, como aspergeados; cuando recibisteis el fuego del Espíritu Santo fuisteis como cocidos. Sed lo que veis y recibid lo que sois. Esto es lo que dijo el Apóstol a propósito del pan.
Lo que hemos de decir respecto al cáliz, aún sin indicarlo expresamente, lo mostró con suficiencia. Para que exista esta especie visible del pan se han conglutinado muchos granos en una sola masa, como si sucediera aquello mismo que dice la Escritura a propósito de los fieles: Tenían una sola alma y un solo corazón hacia Dios (Hch 4,32). Lo mismo ha de decirse del vino. Recordad, hermanos, cómo se hace el vino. Son muchas las uvas que penden del racimo, pero el zumo de las mismas se mezcla, formando un único vino. Así también nos simbolizó a nosotros Cristo el Señor; quiso que perteneciéramos a él, y consagró en su mesa el misterio de nuestra paz y unidad. El que recibe el misterio de la unidad y no posee el vínculo de la paz, no recibe el misterio para provecho propio, sino un testimonio contra sí." (San Agustín. Sermón 272)

ALELUYA Jn 6, 51-52Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor, quien coma de este pan vivirá para siempre”.

El evangelio es de San Juan  (Jn 6, 51-58) El texto nos sitúa después del relato de la multiplicación de los panes. San Juan continúa con el discurso del pan de vida, que al final se transforma en discurso de la Eucaristía, que es el que leemos hoy. Jesús se presenta como el pan vivo, bajado del cielo, que da vida por siempre. Así hace la transición del discurso del pan al discurso de la Eucaristía.
El término carne designa la realidad humana, con todas sus posibilidades y debilidades. Recordemos que en el prólogo de este evangelio se dice que la Palabra se hizo carne. Observemos que Juan no utiliza el término cuerpo, probablemente porque quiere subrayar la realidad de la encarnación.
La reacción de los judíos, que seguramente manifiesta los equívocos que provoca en ciertos ambientes la Eucaristía, da pie para insistir tenazmente en el realismo eucarístico, que quiere salvaguardar la encarnación.
Carne y sangre expresan la totalidad de la vida. Comer la carne y beber la sangre del Hijo del hombre es participar de la vida divina. Efectivamente, Jesús, enviado del Padre, tiene la vida del Padre; los que comen la carne y beben la sangre de Jesús (su vida) tienen la vida de Jesús, que es la vida del Padre. Por eso la vida recibida es eterna.
Más aún, se afirma que sólo se puede tener vida si se participa de la vida de Jesús. La comparación con el maná ayuda a subrayar este sentido. El pan de la Eucaristía da la vida por siempre: es el pan salvífico.
También habría que tener en cuenta que, así como la carne nos recuerda la encarnación de Jesús, la sangre nos recuerda su muerte en la cruz. Así, participar de la vida de Jesús comporta asumir a fondo la propia humanidad, como hizo Jesús, y, como él, dar la vida por amor.
El cuerpo de Cristo es, en primer lugar, la carne y la sangre que él da "para la vida del mundo", es decir, toda su existencia concreta: su cuerpo muerto para destruir la muerte y su cuerpo resucitado para manifestar la resurrección. En segundo lugar, cuerpo de Cristo significa el "pan que partimos", el "pan de vida": "El que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn/06/52).
Por último, cuerpo de Cristo significa la Iglesia, el pueblo que Dios reúne en JESUCRISTO, el descendiente de Abrahán y el heredero de las promesas. Por nuestra incorporación a Cristo, significada y realizada en la recepción de su cuerpo eucarístico, todos somos en él herederos de las promesas y constituimos el verdadero Pueblo de Dios (Ga 3. 16/28-29) Todos somos cuerpo de Cristo, pues todos comemos de un mismo pan que es el cuerpo de Cristo muerto y resucitado; todos somos un mismo Pueblo de Dios, Iglesia, peregrinos en Cristo hacia el Reino de Dios, alimentados por Cristo con su propia carne: "Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre". Sólo en Cristo y por Cristo constituimos un pueblo, un cuerpo, una Iglesia comprometida con Cristo en su muerte y resurrección para dar vida al mundo.
Para nuestra vida
Conmemoramos hoy la permanencia real de Cristo en la tierra, bajo las especies de pan y vino, en la Eucaristía. Es algo tan grande que sólo es posible explicarlo, partiendo de algo muy íntimo. Y así, en mi experiencia personal arroja un balance de enorme importancia la recepción diaria de la eucaristía. Celebración y comunión, responden a una necesidad que tiene mucho de espiritual, pero que también incide en lo físico.
La presencia  real de Jesús en las formas de pan y vino comunica una corriente espiritual intima. No es solamente un rito sacralizado por la fe. Es una realidad que transforma, y enriquece. Siempre hay un antes y un después en la recepción de la Eucaristía. Muchos días se llega a la misa cotidiana con problemas, tristezas, distracciones o dudas. Gran parte de todos esos problemas van a aclararse. Nuestro cuerpo, alma y pensamiento han cambiado después de la comunión. No es un espejismo, no es una falsa emoción.
No es posible dejar de proclamar tal efecto real de un don espiritual. El mayor bien "terreno" que podemos dar a nuestros hermanos es comunicarles lo que sentimos a la hora de recibir el Cuerpo de Cristo. Y la mejor ayuda es predibujarles con las obras de nuestra vida  tales dones. Porque el alimento espiritual que supone la recepción del Cuerpo y Sangre de Jesucristo es fundamental para construir nuestra identidad total como cristianos, con todo lo que eso significa y debe significar. Por todo ello debemos celebrar esta Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo con especial dedicación, amor y cuidado espiritual.
El hecho de que hoy se celebre el "Día de la Caridad" y que hagamos la colecta a favor de Cáritas, nos ayudará a remarcar el vínculo indisoluble entre la comunión eclesial y la comunión con los pobres: el pan eucarístico, don del amor de Dios, nos mueve a compartir el pan de cada día. El alimento de nuestra fe nos hace ser alimento para los demás, para los pobres; nos hace descubrir la voluntad de Dios: que el pan de cada día sea para todos.

La primera lectura, sacada del Libro de Deuteronomio, nos lleva al desierto, porque el desierto ayuda a vivir con intensidad, ayuda a vivir el momento presente, ayuda a dar sentido a nuestra sed, nos recuerda nuestras carencias y nos encamina a la interminable sorpresa que da la búsqueda de un sustento gratuito capaz de saciar nuestra hambre de lo auténtico.
El camino del desierto quedó como paradigma, como ejemplo que sería recordado muchas veces. Fueron momentos inolvidables en los que Dios estuvo cerca de su pueblo como nunca. El desierto se convertía así en una mística, un vivir en soledad y silencio, en intimidad entrañable con Dios. Por eso, a lo largo de la Historia hubo quienes buscaron, y buscan, el desierto o la montaña como lugar de encuentro con el Señor.
El pueblo de Israel ha cambiado de vida. La etapa del desierto: aflicción, hambre, sed, miedos, zozobras..., han quedado ya en el olvido (vs. 2-6 y 14-17). Si Israel se olvida de la ayuda recibida en el desierto, caerá de nuevo en las viejas esclavitudes. La lección del desierto es ésta: que Israel vive de la palabra de Dios. En la abundancia y en la escasez, lo que hace sobrevivir al pueblo es siempre la obediencia al Señor. La única posibilidad de supervivencia sigue siendo para Israel la confianza en Dios y en el acatamiento de su voluntad.
Desde la nueva situación de prosperidad y de abundancia relativa, el desierto es para Israel una realidad terrible, felizmente lejana; sin embargo, la nueva situación es mucho más peligrosa en cuanto favorece el sentimiento de autosuficiencia y lleva al olvido del Señor, que sacó al pueblo de la esclavitud y le dio de comer y beber en el desierto.
La lectura recuerda la necesidad de alimento que el pueblo tuvo. Necesidad sentida colectivamente. Dios lo alimentó haciéndole ver, al mismo tiempo, que "el hombre no sólo vive de pan". Y el alimento que Dios les dio les hace sentir, aún más, pueblo. También nosotros debemos hacer esta experiencia: sentirnos miembros de un colectivo que es el pueblo de Dios y miembros de otro colectivo: pueblo/barrio, país...; sentir las necesidades que tienen estos colectivos, y no tan sólo las propias individuales; la Palabra de Dios nos ayuda a descubrir estas necesidades, que para muchos son de pan, pero que para todos son de solidaridad.
El mismo peligro tenemos nosotros cuando abandonamos la participación en la Eucaristía. En este día del Corpus Christi se nos recuerda a los cristianos de ahora que, como escribió San Juan Pablo II, la Iglesia vive de la Eucaristía –“Ecclesia de Eucharistia”-

Como responsorial hoy recitamos el salmo 147 que se inicia en el versículo 12 del 147 judío. El texto exalta al Señor, Dios, al Salvador de Israel. Qué manifestó todo su poder en la creación y su amor y ternura al favorecer a los pobres y a los humildes. Ese poder y amor, para nosotros, está representado en el gran milagro que es la permanencia de Cristo en la Iglesia, la cual nos propone este salmo en la "Fiesta del Corpus Christi", la Fiesta del  "Cuerpo y Sangre" del Señor. Este "pan de trigo que nos sacia" no puede menos de  hacernos pensar en este "pan de vida" del que Jesús habló con frecuencia (Juan 6).
El salmo 147 dice que Dios "envía su palabra a la tierra... y que su Verbo la recorre...".  Se trata de una "palabra" casi personificada, que tiende a ser distinta de quien la profiere.  El autor del salmo no podía pensar en una tal perspectiva, pero nosotros no podemos  olvidar las palabras de San Juan: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Juan  1,14). Sí, Jesús fue la mejor "expresión" de Dios. Sus hechos, sus gestos, sus palabras,  nos hablan mejor de Dios que todos los estudios que se han hecho sobre El. El es  "verdaderamente la Palabra" de Dios en el mundo.
Orígenes, en una de sus homilías, traducidas y difundidas en Occidente por san Jerónimo, comentando este salmo, relacionaba precisamente la palabra de Dios y la Eucaristía:  "Leemos las sagradas Escrituras. Pienso que el evangelio es el cuerpo de Cristo; pienso que las sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando dice:  el que no coma mi carne y no beba mi sangre (Jn 6, 53), aunque estas palabras se puedan entender como referidas también al Misterio (eucarístico), sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es verdaderamente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio (eucarístico), si se nos cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando escuchamos la palabra de Dios, y se derrama en nuestros oídos la palabra de Dios, la carne de Cristo y su sangre, y nosotros pensamos en otra cosa, ¿no caemos en un gran peligro?" (74 Homelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 543-544).

El punto de unión de la primera lectura con la segunda, que procede de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios es éste: es "El Cáliz de nuestra acción de gracias". Porque comer el mismo pan y beber el mismo vino en la Eucaristía compromete a una sólida comunión, no sólo superficial durante la liturgia, sino auténtica en nuestra propia vida. El texto es parte del relato que describe lo que ocurrió con la  polémica que se desató en la primera comunidad cristiana sobre la licitud o no de comer carne que hubiera sido "sacrificada" a los dioses.
San Pablo, defiende también en este caso la libertad de los hijos de Dios; pero les advierte que sean considerados respecto a la opinión de los que siguen atados a la opinión antigua y no hieran su sensibilidad. Además les amonesta para que no se pasen  y lleguen por ese camino a una participación personal de los cultos paganos. La razón es que para Pablo no hay componenda posible entre la comunión con Cristo y la Cena del Señor y la comunión con los demonios y el culto pagano. Por eso expone el sentido profundo de la Cena del Señor, que nos une a todos en la comunión con Cristo. Por eso, la Eucaristía es sacramento de unidad y vínculo de caridad.

El Evangelio  procede del Cap. 6° del evangelio de San Juan: Jesús se proclama sin rodeos que es el Pan Vivo bajado del cielo y es lo que produce en nosotros la vida eterna.
El texto de hoy  es el gozne que une con la primera parte de los discursos pronunciados, según refiere San Juan, por el Señor en la sinagoga de Cafarnaúm. Primero ha insistido en la necesidad de la fe para alcanzar la vida eterna.
Luego el Jesús expone la doctrina de la Eucaristía, insistiendo en la necesidad de comer su carne y de beber su sangre para alcanzar esa vida eterna. Sus palabras provocan una reacción de escándalo y rechazo. Tanto que incluso los discípulos le abandonan. Ante esa actitud Jesús no suaviza sus afirmaciones, ni aminora sus exigencias.
Sólo con una fe rendida y firme, podremos aceptar el Misterio de Amor que supone que el Señor se haga pan para que le podamos comer.
El cuerpo de Cristo es, en primer lugar, la carne y la sangre que él da "para la vida del mundo", es decir, toda su existencia concreta: su cuerpo muerto para destruir la muerte y su cuerpo resucitado para manifestar la resurrección. En segundo lugar, cuerpo de Cristo significa el "pan que partimos", el "pan de vida": "El que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn/06/52).
Cuerpo de Cristo significa la Iglesia, el pueblo que Dios reúne en Jesucristo, el descendiente de Abrahán y el heredero de las promesas. Por nuestra incorporación a Cristo, significada y realizada en la recepción de su cuerpo eucarístico, todos somos en él herederos de las promesas y constituimos el verdadero Pueblo de Dios (Ga 3. 16/28-29) Todos somos cuerpo de Cristo, pues todos comemos de un mismo pan que es el cuerpo de Cristo muerto y resucitado; todos somos un mismo Pueblo de Dios, Iglesia, peregrinos en Cristo hacia el Reino de Dios, alimentados por Cristo con su propia carne: "Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre". Sólo en Cristo y por Cristo constituimos un pueblo, un cuerpo, una Iglesia comprometida con Cristo en su muerte y resurrección para dar vida al mundo.
Cuando la comunión se entiende sólo como "mi comunión", asunto privado entre Jesús y mi alma, el cuerpo de Cristo que es la Iglesia se desintegra: cada uno come su propio pan, y éste ya no es el "pan que partimos".
La comunión sólo es auténtica cuando no se privatiza y se apropia, cuando comulgar con Cristo significa también comulgar con los hermanos, más aún, con todos los hombres: recibimos un cuerpo que se entrega por nosotros y por todos los hombres. El que comulga se compromete con Cristo y con los que son de Cristo, como un solo hombre, en el sacrificio de Cristo, en la salvación del mundo.
Los frutos de acercarse piadosamente a recibir la Eucaristía son abundantísimos: se ilumina la inteligencia, se inflama el alma, se fomenta el amor, cobran vida los sentimientos, se acrecientan los dones, se purifica el espíritu, se multiplican las gracias y las virtudes y, en fin, se pone participativamente con él la plenitud de todos los bienes espirituales". (Santo Tomás de Villanueva. Solemnidad del Corpus Christi).
La Eucaristía es la celebración de la vida, y así la comunidad cristiana que se congrega para celebrarla se acerca a un Dios próximo y lleno de amor y recibe la seguridad de sentirse amada, perdonada, purificada y feliz.
La comunión sólo es auténtica cuando no se privatiza y se apropia, cuando comulgar con Cristo significa también comulgar con los hermanos, más aún, con todos los hombres: recibimos un cuerpo que se entrega por nosotros y por todos los hombres. El que comulga se compromete con Cristo y con los que son de Cristo, como un solo hombre, en el sacrificio de Cristo, en la salvación del mundo.
La comunión no es solo  signo de fraternidad. La comunión también es para vivir como hijos de Dios, como él vivió. Que la realidad de nuestra vida esté muy lejos de este ideal, no nos autoriza a desfigurar lo que la Eucaristía es.
Al comulgar, afirmamos nuestra fe y nuestra esperanza en que es posible y queremos seguir el camino de Jesucristo, aunque de hecho nos quedemos a medio camino. Pero lo más importante no es si nosotros lo hacemos y queremos, sino que Dios lo quiere. El hecho fundamental, por tanto, es que Dios se nos da como alimento por Jesucristo. Sólo aceptando que esto es el hecho primero y fundamental, podemos entender qué significa que la Eucaristía es también para nosotros un "compromiso". O dicho de otro modo: que nosotros al comulgar nos comprometemos porque nos incorporamos a una corriente de vida. Comulgar obliga a una opción: la de seguir el camino de amor de Jesucristo. Pero no como una iniciativa nuestra sino como una respuesta al Amor de Dios.
Es  una cuestión de coherencia, de ser consecuentes con lo que hacemos. Es lo que hemos leído en la carta de san Pablo: ¿cómo comulgar con Cristo y no amar? El comulgar con el cuerpo de Cristo juzga nuestra vida, la impulsa a mayor amor.
La mejor acción de gracias que podemos hacer es repetirnos simplemente estas palabras: he comulgado en el Amor de Dios. Y que estas palabras juzguen, iluminen, alimenten, vivifiquen nuestro camino de cada día.


Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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