La
primera lectura (Lv19,1-2.17-18)
presenta un pasaje perteneciente a una
compilación legislativa realizada después del destierro (Lv
17-25) y designada con el nombre de "Ley de santidad" porque se
muestra particularmente sensible a la santidad de Dios y a las exigencias que
esa trascendencia impone al pueblo que ha establecido una alianza con él.
Santidad es la palabra que se repite en el estribillo: "Sed santos, porque
yo, el Señor... soy Santo".
La "ley
de santidad" sección central y la más compacta del Levítico (Lv 17-26), se trata de modelar el orden humano a partir de
la santidad de Dios. Santidad es aquí un concepto que no habla tanto de Dios en
sí, cuanto de Dios como fundamento del mundo. De ahí que sea una exigencia
radical del mundo mismo para ser verdaderamente lo que es o está llamado a ser.
La ley se dirige al pueblo de Dios en el mundo, para enseñarle el camino de
acceso a la santidad de Dios o a la plena realización de sí mismo.
-La pericopa
litúrgica de hoy recoge algunas leyes, y no las más interesantes.
-v.2: antes de
exponer las diversas leyes, el autor nos da la razón o motivo por el que
debemos cumplirlas. Así nuestra obediencia no será ciega, sino razonable. Si
Dios nos exige es porque primero nos ha dado, porque nos ha otorgado el don de
la salida de Egipto, de la tierra de la esclavitud (v.36), por eso puede
ordenar el cumplimiento de unos preceptos.
El Señor santo
de la Alianza exige la santificación de su pueblo, y esto no se obtiene con la
construcción de un santuario y la práctica de un culto (Ex.25-31;35-40), sino
con el cumplimiento de los preceptos morales de este Dios santo, como nos lo
dice el cap. 19. La santidad implica separación, pero no de un lugar o de un
espacio -tan frecuentemente aconsejada por la Iglesia-, sino por la calidad de
nuestras obras, como decía Orígenes. Es el mismo mensaje que nos inculca hoy el
N.T.: "Sed perfectos..." A través de esta fórmula de presentación,
las leyes humanas se insertan en la fe israelítica.
-vs.15-18: en
su contexto primitivo, todo estos versículos se referían a las normas que
debían observarse en todo proceso judicial. Al emitir sentencia, el juez no
debe favorecer al rico para obtener ganancias, ni tampoco al pobre por falso
sentimentalismo, sino que en su juicio debe resplandecer siempre la verdad y la
justicia (v.15). El v.16 se refiere a los testigos y el v. 17 alude a que todo
miembro del pueblo puede recurrir al tribunal en caso de disputa; el hecho de
no acudir a este organismo acarrea el peligro de incubar en el corazón humano
el odio al hermano, y el odio o rencor pueden llevar a la venganza (v.18)
En este código
de preceptos fundamentales de relación humana, la exigencia es no sólo de
obras, sino también de actitudes y sentimientos hacia el otro; de ellos son
hijas las obras. Denomina por su nombre a las actitudes que no pueden llegar a
ningún compromiso con la santidad: el odio, el rencor, la venganza; y a las que
son exigidas por ella: la corrección o reprensión justa, el amor. Los primeros
son sentimientos que niegan al otro, lo destruyen; por supuesto, destruyen
también al sujeto del que emanan. La corrección del culpable y la denuncia del
mal son exigencias radicales en el que busca el bien, y son también justicia
que el hombre le debe al que está en el error. Es la señal de que busca
afirmarlo.
Pero la
suprema afirmación del otro la hace el amor. El amor verdadero no es un superficial
y caprichoso sentimiento, que puede encubrir un solapado amor propio. Se
salvaguarda de cualquier malentendido en un criterio y en una medida que debe
valer para acreditarlo: amor al otro como a sí mismo. Este es el reto más
grande que se puede hacer a la relación del hombre con el hombre. El yo es
llamado a desplazarse hacia el tú que está delante, a considerarlo como un yo y
a comportarse con él como consigo mismo.
Este precepto
compromete al hombre en sus obras y en sus sentimientos y nunca podrá decir que
lo ha cumplido cabalmente; su incumplimiento le estará denunciando siempre.
El
responsorial de hoy, el salmo 102 (Sal 102,1-2.3-4.8.10.12-13) es atribuido a David y tiene un
mensaje casi idéntico al conocido salmo 50, al “Miserere”. Es, un himno
de alabanza que recorre toda la historia de Israel señalando que todos los
bienes proceden del Señor. Para nosotros mismos, hoy, debe ser una oración de
agradecimiento por todo lo que somos y recibimos.
El salmo 102
es el gran salmo de la ternura de Dios. El concepto de amor contiene variados y
múltiples alcances, y uno de ellos es el de la ternura. No obstante, a pesar de
entrar la ternura en el marco general del amor, tiene ella tales matices que la
transforman en algo diferente y especial en el contexto de amor.
La ternura es,
ante todo, un movimiento de todo el ser, un movimiento que oscila entre la
compasión y la entrega, un movimiento cuajado de calor y proximidad, y con una
carga especial de benevolencia. Para expresar este conjunto de matices disponemos
en nuestro idioma de otra palabra: cariño.
Allá, en las
raíces de la ternura, descubrimos siempre la fragilidad; en ésta nace, se apoya
y se alimenta la ternura. Efectivamente, la infancia, la invalidez y la
enfermedad, donde quiera que ellas se encuentren, invocan y provocan la
ternura; cualquier género de debilidad da origen y propicia el sentimiento de
ternura. Por eso, la gran figura en el escenario de la ternura es la figura de
la madre.
Ciertamente,
la Biblia, cuando intenta expresar la ternura de Dios, siempre saca a relucir
la figura paterna, debido sin duda al carácter fuertemente patriarcal de
aquella cultura en que se movieron los hombres de la Biblia. No obstante, si
analizamos el contenido humano de las actividades divinas, llegaremos a la
conclusión de que estamos ante actitudes típicamente maternas: consolación,
comprensión, cariño, perdón, benevolencia. En suma, la ternura.
En el salmo
102 se han condensado todas las manifestaciones de la ternura humana,
transferidas esta vez a los espacios divinos. Desde el versículo primero entra
el salmista en el escenario, conmovido por la benevolencia divina y destacando
la realidad de la gratitud; salta desde el fondo de sí mismo, dirigiendo a sí
mismo la palabra, expresándose en singular que, gramaticalmente, denota un
grado intenso de intimidad, utilizando la expresión «alma mía» y concluyendo
enseguida «con todo mi ser».
En el
versículo segundo continúa todavía en el mismo modo personal, dialogando
consigo mismo, conminándose con un -«no olvides sus beneficios». E
inmediatamente, -y siempre recordándose a sí mismo- despliega una visión
panorámica ante la pantalla de su mente: el Señor perdona las culpas, sana las
enfermedades y te ha librado de las garras de la muerte (v. 3-4). No sólo eso:
y aquí el salmista se deja arrastrar por una impetuosa corriente, llena de
inspiración:
"te colma de gracia y ternura,
sacia de bienes todos tus anhelos
y como un águila se renueva tu juventud" (v. 4-5).
sacia de bienes todos tus anhelos
y como un águila se renueva tu juventud" (v. 4-5).
No hay mejor
palabra, que misericordia, que mejor defina a Dios; ella expresa admirablemente
los rasgos fundamentales del rostro divino. Es, además, hija predilecta del
amor y hermana de la sabiduría; nace y vive entre el perdón y la ternura.
Estas dos
palabras, entrañablemente emparentadas -ternura y misericordia- sintetizan la
riqueza viviente del responsorial de hoy.
Todas las
experiencias vividas por Israel a lo largo de los siglos, y por el salmista a
lo largo de sus años, están expresadas en esa fórmula que parece el artículo
fundamental de la fe de Israel:
«El Señor es
compasivo y misericordioso,
lento a la ira
y rico en clemencia» (v. 8).
Israel -y el
salmista- que ha convivido largos tiempos con el Señor, con todas las
alternativas y altibajos de una prolongada convivencia, sabe por experiencia
que el ser humano es oscilante, capaz Je deserción y de fidelidad pero que el
Señor se mantiene inmutable en su fidelidad, no se cansa de perdonar, comprende
siempre porque sabe de qué barro estamos constituidos.
Para El
perdonar es comprender, y comprender es saber: sabe que el hombre muchas veces
hace lo que no quiere y deja de hacer aquello que le gustaría hacer, que vive
permanentemente en aquella encrucijada entre la razón que ve claro el camino a
seguir y los impulsos que lo arrastran por rumbos contrarios.
Por eso no le
cuesta perdonar, y el perdón va acompañado de ternura, y a esto lo llamamos
misericordia, sentimiento-actitud espléndidamente expresado en este versículo:
«El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad. El
Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 145,8).
Parece una fórmula litúrgico que, con variantes, va apareciendo en los
distintos salmos, y que el pueblo la proclamaba como la verdad fundamental
acerca de Dios.
A partir de
versículo 9 el salmista penetra en las entrañas mismas de Dios, esto es, de la
Misericordia, y, después de desmenuzar todos los tejidos constitutivos, va
sacando a la luz los mecanismos e impulsos que mueven el corazón de Dios.
Le han puesto
la fama de que no hace otra cosa que levantar el índice y acusar, y de que
guarda las cuentas pendientes hasta la tercera o cuarta generación. Pero no
sucede nada de eso, sino todo lo contrario: el pueblo sabe que si el Señor nos
tratara como lo merecen nuestras culpas, ¿quién podría respirar? Si nos pagara
con la fórmula del «ojo por ojo», para este momento todos nosotros estaríamos
aniquilados en el polvo:
«No nos tratan
como merecen nuestros pecados,
ni nos paga
según nuestras culpas» (v. lo).
Mucho más. Si nuestras
demasías, amontonadas unas encima de otras, alcanzaran la cumbre de una
montaña, su ternura alcanza la altura de las estrellas. ¿Hay alguien en el
mundo que pueda escudriñar las profundidades del mar y que logre llegar hasta
aquellas latitudes últimas, hechas de silencio y oscuridad? Mucho más profundo
es el misterio de su amor.
¿Quién
consiguió tocar con sus manos las cumbres de las nieves eternas? ¿Qué ojo
penetró en las inmensidades del espacio para explorar allí sus misterios? Pues
bien; si nuestros desvíos y apostasías tocaran todos los techos del mundo,
lo-largo-y-lo-ancho-y-lo-alto-y-lo profundo de su misericordia alcanza y
sobrepasa todas las fronteras del universo. Bendice, alma mía, al Señor. «Como
se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles;
-como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos» (vv.
11-13).
En los
versículos siguientes, la misericordia y la ternura se dan la mano
explícitamente: «como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor
ternura por sus fieles; porque El conoce nuestra masa, se acuerda de que somos
barro» (vv. 13-14).
Dios, ante la
fragilidad humana, en lugar de sentir rencor y cólera, siente piedad y
compasión. Y no podía ser de otra manera porque nos conoce mejor que nosotros a
nosotros mismos, y por eso nos comprende y perdona más fácilmente que nosotros
a nosotros mismos. De donde deducimos ¡qué sabio y realista es el contenido de
la revelación de Jesús! cuando dice que los últimos serán los primeros, que los
pobres son especialmente amados, que los heridos y pecadores se llevan las
preferencias y cuidados del Padre y que, en fin, el Papá-Dios vuelca todo su
cariño sobre la resaca humana que deja el río de la vida; y que, cuanto más
miseria, mayor ternura, porque, al final, sólo el amor puede sanar la miseria.
En la segunda lectura ( primera Carta a los Corintios 1 Cor 3,16-23)
San Pablo , marca la esencia predicadora
y evangelizadora del cristiano. Y que no es otra cosa que la unidad
de Dios Padre con Jesús y, al mismo tiempo, nuestra unidad total con la
Trinidad Santa mediante el Espíritu.
En el proceso
de la primera carta a los corintios, San Pablo termina el tema de la sabiduría
divina, recapitulando lo ya expuesto en perícopas
anteriores. Pero con matices: uno de ellos es el mostrar cómo el abrirse a
Cristo-sabiduría no es cuestión de pensamiento sólo, sino que implica la
inhabitación del Espíritu en todo el hombre, lo que implica también un modo de
vivir en consonancia con esa realidad.
Esta es la
actitud básica de la que brotará el amor. Y además tiene otra consecuencia, a
primera vista inesperada, que aparece en los últimos versículos: quien se
encuentra de esa forma unido con Dios es libre y está por encima de todo.
"¿No
sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros?":
Pablo
contempla su ministerio evangelizador como una obra de construcción de la que
la comunidad de Corinto es el resultado. También en otros pasajes aplicará la
imagen del templo al cuerpo de los bautizados. Es una aplicación que depende de
esta otra: los bautizados son templo del Espíritu en tanto que comunidad.
- "Porque
la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios": Los corintios han
cometido el error de valorar a sus evangelizadores a partir de los criterios de
este mundo y no a partir del criterio de la sabiduría de la cruz. Pablo les
censura por eso utilizando dos citas del AT: una de Job 5,12, acomodándola
sustituyendo el término "hombres" por "sabios", y otra del
Salmo 93,11.
- "Que
nadie se gloríe en los hombres...": Ningún cristiano ha de poner su
confianza en los hombres, aunque éstos sean los mensajeros del Evangelio, en
perjuicio de la unidad de la comunidad eclesial. El apóstol está al servicio de
la construcción de la Iglesia y no a la inversa.
- "Todo
es vuestro...": toda la obra de difusión del Evangelio y toda la realidad
creada están al servicio de la salvación de los hombres. Cristo es el artífice
de esta salvación y el único Señor, de acuerdo con los planes de Dios. La
comunidad cristiana participa de ese dominio de su Señor en la fe y la
esperanza.
Se trata de
construir el templo de Dios. Este templo es la comunidad cristiana; no es un
grupo cualquiera, y san Pablo la compara con un cuerpo; también la ha comparado
con un edificio. Ahora la ve como un templo sagrado, un templo de Dios. Este
templo está construido en cada cristiano habitado por el Espíritu. Campo de
Dios y edificio de Dios, la comunidad es también templo de Dios. Esta vez hemos
llegado no ya a una imagen, sino a una realidad que coincide exactamente con lo
que es la comunidad. Pues la comunidad es cuerpo de Cristo, y Cristo
crucificado es templo que supera a todo edificio material. Desdichados los que
profanan este templo. Pues bien, se le profana si se da preferencia a la
sabiduría de este mundo: los razonamientos de los sabios no son más que viento.
San Pablo
vuelve al verdadero objeto de su inquietud: no hay que gloriarse en los
hombres. Entonces reanuda el tema de la libertad, que más arriba desarrolló. El
cristiano trabaja y vive ya en este Templo que es eterno, y debe dejar atrás lo
que es secundario: el cristiano es de Cristo, y Cristo es de Dios. A todos se
nos invita a ver en la comunidad una presencia dinámica que supera a todo y
exige que nuestra fe se sitúe por encima de toda sabiduría según el mundo, para
vivir nuestra liberación en Cristo y en Dios.
En el
evangelio de hoy (Mt 5,38-48 ), San Mateo sigue narrándonos las enseñanzas de Jesús de
Nazaret en el Sermón de la Montaña. Hoy expresa la plenitud del amor cristiano que rompe hasta lo razonable: nos
pide que amemos a nuestros enemigos. Pero sucede que para Jesús no puede haber
amores a medias, amores de conveniencia. El amor ha de romperlo todo y
construirlo de nuevo si hubiera desaparecido.
Dios es
el Santo. Nadie como Él es justo y bueno, distinto y singular, trascendente y
diverso. Por eso los que ha elegido para formar parte de su Pueblo, los que
creen el Él, han de ser santos, perfectos, hombres consagrados para servirle.
De hecho,
al ser bautizado el creyente es consagrado, santificado. Todo su ser queda, en
cierto modo, separado del uso meramente profano, su persona queda consagrada a
Dios. De tal forma que cuanto el bautizado haga, si permanece unido al Señor
por la gracia, viene a ser algo grato al Señor, algo también santo. El estar
consagrado implica dedicación a Dios, y por eso mismo supone también
perfección.
En
efecto, cuanto se consagraba a Dios había de ser intachable, sin el menor
menoscabo. Por eso la consagración supone santidad, e implica también
perfección y rectitud en el orden moral. El creyente, mediante el Bautismo, es
un ser sagrado, queda constituido en hijo de Dios, y como tal ha de
comportarse.
Lo dirá
expresamente Jesús: "Sed perfectos, como mi Padre celestial es
perfecto". El lugar paralelo de san Lucas formula de otra forma lo mismo
al decir: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es
misericordioso". Es una aclaración muy provechosa, ya que es en la
misericordia donde está el aspecto divino que podemos imitar. Hay que extirpar
como mala hierba cualquier tendencia que nos incline al rencor o al odio. Más
aún hay que fomentar el deseo de ayudar al prójimo en cuanto podamos, no sólo
en el plano moral sino también en el material. Hay que aprender a ponerse en el
lugar del prójimo, de ese que está junto a nosotros. Hay que amar al otro como
a uno mismo.
En otra
ocasión Jesús nos dará una medida aun mayor para la práctica de la
misericordia, para vivir el amor. Como yo os he amado, nos dice, así habéis de
amaros los unos a los otros. Por tanto, la medida de amor que tiene el Corazón
divino de Jesús, esa ha de ser nuestra propia medida. Sólo así llegaremos a esa
perfección y santidad que el Señor nos exige.
" ojo por ojo, diente por diente".
Este pasaje corresponde a una de las antítesis que Jesús pronuncia en el Sermón
de la Montaña. Aunque es cierto que la Ley sigue en vigor, hay sin embargo un
modo nuevo de vivirla, una exigencia de mayor interiorización y autenticidad en
su cumplimiento. Jesús dirá que el mandamiento de no matar implica también un
respeto hacia el hermano, hasta el punto que quien se enfade contra su prójimo,
o le insulte, es reo de juicio o del fuego de la Gehena.
En el
caso de la ley del Talión, Cristo abre unas perspectivas nuevas. Es cierto que
el ojo por ojo y diente por diente en la ley del Talión era un modo de
atemperar la venganza personal o la represalia. Se intentaba, en efecto, que
quien se tomara la justicia por su mano no se excediera, llevado por su
indignación ante el daño sufrido, y causara un mal desproporcionado.
Sin
embargo, Cristo considera que hay que desechar todo deseo de venganza o de
justa compensación por el daño sufrido. Según la doctrina evangélica, no hay
que enfrentarse a quien nos perjudica, no hay que devolver mal por mal. Aunque
eso sea lo normal, e incluso podemos decir que lo natural.
Jesucristo,
por el contrario, desea que actuemos, no como hijos de los hombres, sino como
hijos de Dios. Es decir, quiere que nos parezcamos más a nuestro Padre Dios. Y
si Él no distingue entre buenos y malos a la hora de mandar la lluvia o de
hacer salir el sol, tampoco quienes somos sus hijos podemos dejarnos llevar de
criterios meramente humanos. Hemos de luchar por ser perfectos como nuestro
Padre celestial es perfecto, o, como dice el paralelo de Lucas, hemos de ser
misericordiosos como nuestro Padre celestial es misericordioso.
Para nuestra vida.
La primera lectura
del Libro del Levítico, nos muestra que ya Dios, encarga a Moisés que enseñe
a cada miembro del pueblo elegido que tiene que amar al prójimo como a sí
mismo.
En realidad la enseñanza de Dios ha sido siempre la misma. Pero el pueblo judío
olvidó la enseñanza divina y tuvo que venir Jesús a dar plenitud al mensaje del
Padre de todos.
El Levítico
advierte al pueblo para que deje a un lado el odio, el rencor y la venganza.
Llega incluso a decir que cada uno debe “amar al prójimo como a uno mismo”.
En el
Levítico, la santidad tiene una relación directa con el amor al prójimo. En el
tiempo en que se escribió este libro, unos 1400 años antes de Cristo, ya regía
la Ley del talión, una ley que prohibía la venganza desproporcionada, sólo
podíamos castigar al que nos ofendía en la misma proporción y medida en la que
habíamos sido ofendidos, nunca más. Y, además, en este tiempo la palabra
prójimo se refería literalmente a la persona cercana, próxima a nosotros, esto
es, a nuestros parientes y personas de nuestra misma etnia o religión. Amar al
prójimo como a nosotros mismos era amar a los nuestros como a nosotros mismos.
En eso consistía fundamentalmente la santidad humana. "
El salmo de hoy (102)
señala que Dios es siempre, compasivo y
misericordioso, no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según
nuestras culpas.
Es un salmo de
alabanza, que nos invita a una actitud de admiración y alegría, sobre todo por
el amor que Dios nos muestra. Empieza y acaba de la misma manera:
"bendice, alma mía, al Señor". Es, pues, una auto invitación a la
alabanza, desde lo más profundo del ser. Cada uno de nosotros -"alma
mía"- está llamado a esta
bendición.
b) El Salmo va
describiendo con entusiasmo un retrato de Dios: "perdona, cura, rescata,
colma de gracia, sacia de bienes, hace justicia, defiende, enseña...".
Pero sobre todo, siguiendo la idea de Moisés (Ex 34,6), llega a la definición:
"el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
clemencia"; y hace suyo el comentario del profeta (Is
57,16): "no está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo"... Es
una imagen entrañable de un Dios que se muestra perdonador, magnánimo,
paciente, Padre. La experiencia la ha tenido el salmista y todo el pueblo de
Israel. La cita de Moisés está en el contexto del perdón que Dios ha concedido
a su pueblo después de su grave pecado: el becerro de oro.
c) El autor
del Salmo, en clave poética, no sabe cómo expresar su admiración ante esta
paciencia y este amor de Dios:
-"como se
levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su
bondad sobre sus fieles",
-"como
dista el oriente del ocaso,
así aleja de
nosotros nuestros delitos",
- "como
un padre siente ternura por sus hijos,
siente el
Señor ternura por sus fieles"...
d) El Salmo
hace un diagnóstico de nuestra naturaleza humana acentuando sus límites y
debilidades. Pero a cada una de estas flaquezas se contrapone el amor de Dios,
que es muy superior a todo lo que nosotros podemos experimentar:
-el pecado:
"él perdona todas tus culpas", "no nos trata como merecen
nuestros pecados" "ni nos paga según nuestras culpas";
-la
enfermedad: "y cura todas tus enfermedades", "él rescata tu vida
de la fosa", y "como un águila se renueva tu juventud";
-la opresión:
"el Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos"; "su
justicia pasa de hijos a nietos";
-la caducidad:
"los días del hombre duran lo que la hierba...", "pero la
misericordia del Señor dura siempre"; "porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro"...
Por encima de
toda nuestra historia, está el amor y la misericordia de Dios. Y esto lo sabe
muy bien el pueblo de Israel, muchas veces reincidente en los mismos pecados y
desgracias, pero siempre objeto de la paciencia amorosa de un Dios que se le ha
mostrado Padre: "enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de
Israel". Dios siempre ha superado el mal con su amor.
e) Aplicación
a nuestra vida de hoy. Este cuadro de flaquezas humanas, y a la vez experiencia
constante del amor de Dios, no es exclusivo de los tiempos del salmista judío:
seguimos débiles, pecadores, caducos (somos de barro), oprimidos por
enfermedades y angustias...
El Salmo, es
una invitación a nosotros a ver la vida
desde esta perspectiva de admiración y de confianza: estamos en las manos de un
Dios que muestra su grandeza no sólo en las obras magnificas de la creación
sino sobre todo en su ternura de Padre que siempre está cerca para ayudar y
perdonar.
San Pablo en la segunda
lectura nos habla del templo de Dios y
señala como tal a la comunidad cristiana de Corinto, a la asamblea reunida en
el nombre de Jesús. No cualquier persona, o cualquier grupo, es templo de
Dios, sino sólo aquellos en los que el Espíritu de Dios habita en ellos. ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en vosotros? .El Espíritu de Dios es el Espíritu de Jesús, del Jesús
crucificado, muerto y resucitado. Es “la sabiduría de la cruz”, frente a la
cual la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios. Según la sabiduría de
este mundo Pablo, Apolo, Cefas, eran distintos, pero
según la sabiduría de Dios, la sabiduría de la cruz, los tres debían ser lo
mismo, porque los tres hablaban no según su propia sabiduría, sino según la
sabiduría de la cruz de Cristo. Que nuestra sabiduría y nuestro amor sean
sabiduría de la cruz y así habitará en cada uno de nosotros y en nuestra propia
comunidad cristiana el Espíritu de Dios. A esta perfección es a la que estamos
llamados cada uno de nosotros.
El texto de San Pablo es un párrafo muy importante que
deberíamos leer varias veces y hacerle sitio en nuestros corazones.
Jesús, como hemos visto en
el evangelio de hoy, amplió el concepto de amor al prójimo, y,
consecuentemente, el concepto de santidad, extendiendo este amor hasta los
mismos enemigos. Para los discípulos de Jesús este texto del Levítico
se queda corto y estrecho: no es que Jesús haya anulado la ley del talión, es
que la ha ampliado y mejorado, como se puede ver con toda claridad en la
parábola del Samaritano. "Seréis
santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo…", No odiarás
de corazón a tu hermano… No te vengarás, ni guardarás rencor a tus parientes,
sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Por tanto, sed perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto". La
perfección de la que aquí habla Jesús es la perfección en el amor. El amor
perfecto es amar a todos, porque Dios, nuestro padre celestial ama a todos y
“hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos”.
Sí, Jesús
nos manda amar a todos, incluidos los enemigos, y a poner la mejilla izquierda
cuando nos abofetean en la derecha. En esto, nos dice Jesús, consiste la
perfección del amor, perfección a la que estamos llamados todos los discípulos
de Jesús. ¿Es realmente posible esta perfección que Jesús nos pide?.
Sí, entendiendo bien lo que significa la
palabra <amor>. No se trata de un amor afectivo y sensible, sino de un
amor religioso, que consiste, en querer hacer siempre el bien a los que nos
ofenden y ultrajan. Es una verdad evidente y comprobable que a quien le han
matado un ser querido no siempre puede amar afectivamente a quien ha matado
injusta y violentamente. No le puede amar afectivamente, pero sí le puede amar
religiosamente, es decir, puede desear de corazón el bien a su enemigo, y rezar
por él para que se convierta y viva. Dios quiere que todas las personas se
salven, que los pecadores se conviertan y vivan. Esto es lo que nosotros
debemos querer para todos, incluidos nuestros enemigos, y esta es la perfección
a la que Jesús nos llama.
Una
persona es moralmente perfecta, acabada y madura, cuando ha alcanzado la
perfección a la que está llamada, la suya, de acuerdo con las posibilidades de
su naturaleza. Nunca podremos alcanzar la perfección de Dios, porque la medida
de Dios es infinita y nosotros somos finitos, pero siempre podremos alcanzar,
con la gracia de Dios, nuestra propia perfección. A esta perfección, a la
nuestra, es a la que debemos aspirar.
¿Por qué
perdonar a nuestros enemigos?. Porque Dios es el primero que nos perdona a
nosotros, porque, como proclamamos en el salmo, “el Señor es compasivo y
misericordioso”. Él no nos trata como merecen nuestros pecados y derrama
raudales de misericordia con nosotros.
Contrasta la
“ternura” de Dios con aquella imagen de Dios “eternamente enojado”, que me
parece muy poco acorde con el Evangelio. ¿Cómo puedo llegar a amar a un
enemigo? Miremos a Jesús en la cruz. Dijo "Perdónalos porque no saben lo
que hacen". Estas palabras sólo se pueden pronunciar cuando se ve algo
distinto de un populacho excitado sádicamente. Sólo lo puede decir cuando en
todos los que rodean su cruz ve hijos pródigos y equivocados. El amor al
prójimo no reside en un acto de la voluntad, con el que intento reprimir todos
mis sentimientos de odio, sino que se basa en una gracia: en que se me dan unos
nuevos ojos para ver al prójimo.
Al rezar hoy
el Padrenuestro no seamos hipócritas. Seamos sinceros al decir “perdona
nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Seamos comprensivos y compasivos como lo es Dios con nosotros. Nos daremos
cuenta que lo imposible es posible.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario