viernes, 20 de enero de 2017

Comentario a las lecturas del III Domingo del Tiempo Ordinario 22 de enero de 2017


Jesús comenzó a predicar diciendo: convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos. Las palabras de Jesús son muy claras; si no nos convertimos, no tendremos acceso al Reino de los cielos. La conversión es una condición necesaria para entrar en el Reino de Dios. Necesitamos convertirnos cada uno de nosotros en particular y necesita conversión la Iglesia entera, en general. Una Iglesia convertida del todo a Cristo sería una Iglesia santa y católica, una Iglesia una y plural. Igualmente, un mundo de personas convertidas a Cristo sería un mundo – Reino de Dios. La conversión es la principal tarea de nuestra vida. Toda nuestra vida debe ser conversión, purificación continua y constante de nuestra mente y de nuestro corazón.
En estos días la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, haciendo nuestro
el deseo del Señor expresado en su oración a Dios Padre en la última cena: «que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea» (Jn 17, 21). El lema de este año 2017 es «Reconciliación. El amor de Cristo nos apremia». Este lema se inspira en un pasaje del capítulo quinto de la segunda carta de san Pablo a los Corintios (2 Cor 5, 14-20). En este texto el Apóstol habla de la obra reconciliadora de Dios por medio de la muerte de Jesucristo y del cambio que se produce en los que viven «en Cristo». El cartel del octavario recoge un instante del encuentro, en la catedral de Lund (Suecia), entre el papa Francisco y el obispo luterano Munib Younan, el 31 de octubre de 2016, en conmemoración de los 500 años de la Reforma luterana.
La conversión a la que nos llama Jesús, pasa necesariamente por la búsqueda de la unidad perdida a todos los niveles de nuestra vida.
Hoy la Palabra proclamada nos ofrece luz para poder ver entre las tinieblas de nuestra sociedad y nuestra vida.

La primera lectura (Is 9,1-4 ) describe una situación local e histórica concreta. Todo el norte del país (los territorios de Zabulón y Neftalí, Transjordania y el "Distrito de las naciones", es decir, Galilea), al caer bajo la dominación asiria, queda sumergido en las tinieblas, antítesis de la luz. El binomio luz-tinieblas no encierra un dualismo puramente antropológico y ético, sino que designa sobre todo la salvación y la perdición. El «norte» es un territorio atravesado de nordeste a sudoeste por la «ruta del mar», la famosa vía comercial y militar que unía Mesopotamia con Egipto. En el texto, Asiria encarna la potencia fortuita y momentánea de este mundo, mientras que las provincias del norte evocan el país de Emanuel, quien con su presencia y asistencia borra las fronteras geográficas. Para el evangelista Mateo, la Galilea, «la humillada», será la gran beneficiaria del «Dios-con-nosotros» porque en ella se establecerá Jesús «luz del mundo» (texto Mt 4,12-16, del evangelio donde se cita este texto).
Isaías recuerda las humillaciones que padeció el pueblo, las derrotas, los momentos difíciles de una guerra perdida de antemano. Los territorios de Zabulón y Neftalí sufrieron frecuentes incursiones de los pueblos del Norte. Fueron desterrados, despojados de sus bienes, condenados a vivir en tierras extrañas, en medio de sus propios enemigos.
Pero Yahvé los volvería a mirar con amor, se olvidaría de sus delitos, les perdonaría sus pecados y los reintegraría a su patria. Y de nuevo amanecieron días llenos de paz, días sin temores, días serenos y tranquilos. Y todo porque Dios no quiere castigarnos sin fin. Y mientras vivimos ensaya mil formas para atraernos, para hacernos caer en la cuenta de su gran amor por nosotros. Cuando le volvemos la espalda, nos hace ver lo triste que es nuestra vida sin Él. Y al vernos llorar nos perdona, nos limpia las lágrimas y nos anima a volver otra vez junto a él, a empezar de nuevo como si nada hubiera ocurrido.

El salmo de hoy  ( Sal 26,1.4.13-14) * Es  un "salmo de confianza"... Compuesto quizá en dos ocasiones, nos presenta en su estado  actual, con un admirable ritmo de sentimientos:
-Afirmación del credo "el Señor es mi salvación". 
-Matiz: esta salvación conlleva una participación del hombre, un combate. 
-Este valor tiene una fuente: la oración. 
-Y la vida con sus combates sigue su curso, ansiosa. 
-Pero todo culmina de nuevo en una certeza, apoyada en Dios. " pon tu esperanza en el Señor".
El  salmista entra en escena, airoso y triunfal, lanzando desafíos en todas direcciones, con  metáforas cada vez más brillantes y audaces:
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El señor es la defensa de mi vida,  ¿quién me hará temblar?... Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla, si me  declaran la guerra, me siento tranquilo.
¿Cómo llamar a esto: libertad, seguridad, gozo, paz, plenitud? ¿Estará aquí el contenido  del saludo eterno de Israel: Shalom? Es un saludo que encierra tales resonancias de vida  que no hay manera de traducirlo a otros idiomas; por ejemplo, nuestra palabra paz no agota  los contenidos vivos de Shalom; quizás podríamos expresarlo con la palabra felicidad,  restándole un cierto eco edonista que este término oculta.
Pero, ¿cuál es, en el fondo, la experiencia que está viviendo el salmista? ¿Cuál es el  contenido vital, la naturaleza última de ese sentimiento que se agita dentro del salmo?  ¿Habrá alguna manera, alguna expresión que pueda sintetizarlo?. Podría  ser ésta: ausencia de miedo. Pero, esta expresión, de cuño negativo, encierra a su vez un significado lleno de ricos y profundos matices positivos: seguridad, libertad, gozo, paz,  alegría. Por sintetizarla con una expresión de signo positivo, hablaremos de libertad interior,  entendiendo, ciertamente, por libertad interior ese cúmulo de vivencias interiores recién  señaladas. En todo caso, después de todo, no se trata de otra cosa que de  ausencia de miedo.
La Biblia repite invariablemente términos parecidos: yo estoy  contigo; no tengas miedo. La causa que  desencadena la certeza es la presencia divina (yo soy contigo); y el hecho, el efecto  producido, es la remoción del temor (no tengas miedo). Hay, pues, una relación de causa a  efecto.
Con la confianza que da poder contemplar el rostro de Dios, el cristiano entra en contacto con su gloria. A este respecto San Agustín completa la oración del salmista al decir: «No buscaré cualquier cosa insignificante, sino tu rostro, oh Señor, para amarte gratuitamente, ya que no encuentro nada más valioso».
Así San Agustín comenta: "¿Creemos que podemos decir: Una sola cosa pedí al Señor? (Sal 26,4). Digámoslo, digámoslo si podemos, como podamos, en cuanto podamos. Mirad cuán feliz es el corazón que usa esa fórmula interiormente, allí donde sólo oye aquel a quien se dice; pues muchos dicen fuera lo que no tienen dentro; se glorían en el rostro y no en el corazón. Vea, pues, cada cual cuán feliz es el corazón que dice interiormente, allí donde sabe lo que dice: Una sola cosa pedí al Señor, esa buscaré, ¿Y cuál es? Dice que es una sola cosa o petición. ¿Cuál es? Habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida y contemplar los deleites del Señor (Sal 26,4). Esta es la única cosa; pero ¡qué buena! Pondérala frente a muchas otras. Si ya la has saboreado algo, si ya te intriga algo, si ya aprendiste a calentarte con un santo deseo, pésala y compárala con muchas otras cosas, instala la balanza de la justicia, pon en un platillo el oro, la plata, las piedras preciosas, honores, dignidades, potestades, noblezas, alabanzas humanas (¿cuándo las mencionaré todas?), coloca todo el mundo; mira si tienes alguna visión, mira si puedes colocar esas dos realidades, aunque sólo sea para el examen: todo el mundo y el Creador del mundo". (S. Agustín Sermón 65 A).

La segunda Lectura (1 Cor 1,10-13.17) presenta las facciones en la Iglesia de Corinto que se constituyen en torno a Pablo, a Apolo, a Pedro y... a Cristo (v. 12). Se trata sin duda de cristianos que han conocido personalmente a uno y otro de estos cuatro personajes, han aceptado su mensaje y quizá han sido bautizados por ellos. A Corinto fueron a parar, en efecto, muchos palestinenses que pudieron haberse encontrado con Jesús o con Pedro. Y cada uno de ellos asimiló con preferencia, dentro del mensaje de su padre en la fe, los matices que más le atrajeron: quién un carácter judaizante (partidarios de Pedro), quién una nota profética y libre (¿adeptos de Jesús?), quién el espíritu misionero y ascético de Pablo y quién el espíritu dialéctico y filosófico de Apolo.
v. 13: Pablo supone que Cristo está unido a su comunidad, la iglesia, como la cabeza a su cuerpo. Por lo tanto, si uno mismo es Cristo, el Señor de la Iglesia, una misma ha de ser la Iglesia y no es legítimo desmembrarla. Lo mismo que la cabeza reúne la pluralidad de miembros y los gobierna dejando a cada uno su función en beneficio de todo el cuerpo, así hace Cristo con su Iglesia.
Hemos sido bautizados en nombre de Cristo y en su nombre nos reunimos. Él es el único que ha muerto por nosotros. Pablo se defiende noblemente de los suyos y no tolera que lo conviertan en cabecilla cuando sólo Cristo es la cabeza y el Señor de todos los fieles.
Para destruir esos grupos en su embrión, Pablo distingue al Maestro de su ministro: solo el primero ha sido crucificado, con lo que mereció el título de Salvador y de Maestro, y el Maestro ha sido el único en instituir el bautismo en su nombre (v. 13). El discípulo no es más que un mensajero y un misionero de la cruz (v. 17). De hecho, la facciones se construyen cuando se da preferencia al ministro sobre el Maestro, al rito sobre el mensaje, Pablo sitúa al ministro en su puesto de simple intendente (1 Cor 4, 1-5) y el rito bautismal en su estrecha dependencia respecto a la Palabra de evangelización.
Pablo se manifiesta un tanto anti ritualista y manifiesta más interés hacia el ministerio de la evangelización que hacia el ministerio litúrgico (v. 17).
A los hombres les gusta oír hablar, y están al acecho de formas nuevas y originales de presentar su fe. En ocasiones, llegan a interesarse más por la forma de la exposición que por el contenido mismo, pudiendo llegar la adhesión a la "vedette" hasta constituir pequeñas células autónomas dentro de la Iglesia.
Esto, en el momento mismo de sentirse tentado a ver en ello un fenómeno de búsqueda de Dios, debe considerarse como una falta de verdadera fe y de sentido de lo que es el cuerpo de Cristo, en el que no todo tiene que ser uniforme pero sí que ha de estar unido para bien de la totalidad.
No debemos perder la pista a la desunión interna que produce en la Iglesia Católica poner en prioridad al grupo particular que a la comunidad total unida por la Comunión de los Santos. Y eso se sigue produciendo. La discrepancia, a veces, es más humana --incluso de matiz político-- que espiritual. Y eso es lo que hay que evitar, porque la mies es mucha y los operarios pocos.


El evangelio de hoy  (Mt 4,12-23), nos recuerda como  Juan Bautista acabó sus días en la cárcel y sigue con el inicio de la vida pública de Jesús.
En el evangelio de hoy podemos distinguir claramente tres partes:
* la presentación de Jesús que predica en Galilea;
* el mensaje que predica;
* l a elección de los discípulos.
La actividad de Jesús empieza cuando Juan fue "arrestado": su misión de precursor termina de modo semejante a la del propio Jesús. San Juan, quedaría como modelo de fidelidad a su propia misión, y ejemplo para todos los que tenemos la  misión de ser testigos de Cristo a lo largo de toda la Historia. Su misión fue, en efecto, cumplida con toda exactitud.
Ante esta noticia Jesús se retira a la región de Galilea, estableciendo en Cafarnaúm el centro de su actividad.
La predicación de Jesús se inicia en la "Galilea de los gentiles", es decir, en una región donde la situación religiosa del pueblo era más precaria, debido a una gran cantidad de población pagana. De forma paulatina, pero inexorable, la claridad gozosa del Evangelio comenzó su avance por los territorios de Galilea, "Galilea de los gentiles", al otro lado del Jordán. Es  el Norte, en el territorio de Neftalí y Zabulón, tribus habitadas por gentes consideradas por los judíos como paganos debido a la "contaminación" con otras religiones e ideas, que desde el siglo VIII antes de Cristo habían sufrido con la invasión de los asirios. Muchos fueron deportados a las ciudades de Asiría y volvieron transformados, allí también se instalaron extranjeros que traían consigo otras vivencias religiosas.
Los primeros destinatarios de la predicación de Jesús van a ser, por tanto, los que están más necesitados de ella, y los que aún no conocen la "luz" de la revelación porque viven en las "sombras" del paganismo. Y, a través de estos paganos, la predicación de Jesús se dirige a todas las naciones.
El mensaje de Jesús es el mismo que Mateo pone en labios del Bautista: "Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos" (Mt 3,2). Aunque las palabras sean las mismas, el evangelista Mateo nos irá mostrando que el contenido no es idéntico. Subrayemos, en primer lugar, que Jesús no vincula la conversión a un bautismo, ni se pone a predicar en el desierto, sino entre la gente de su pueblo. Estas palabras de Jesús no son más que el inicio de su ministerio de la palabra, que los siguientes capítulos de Mt irán desarrollando. El mensaje de Jesús se resume en esta frase: está cerca el Reino de los cielos. El Reino de Dios (o de los cielos), expresión ya existente en el pueblo de Israel, se contrapone a todos los demás reinos o poderes humanos que pretenden un dominio total sobre el pueblo de Israel -también al poder que se ofrecía a Jesús en sus tentaciones-, y expresa el deseo de que sea Yahvé quien reine. Este reinado de Dios, dice Jesús, "está cerca"; de hecho comenzó ya con El: Dios reina ya en Jesús y quiere reinar en cada hombre. Esto tiene una exigencia práctica muy concreta: convertíos.
  En el relato se describe los momentos normales del trabajo de aquel día. Los
Zebedeos estaban repasando redes, como lo siguen haciendo millones de pescadores en las orillas de los mares de todo el mundo. Acompañaban a su padre y ni siquiera la presencia del progenitor, con la enorme autoridad que se le daba el ambiente judío, impide que sus hijos lo dejen todo y marchen en pos de Jesús.
En este contexto  de normalidad se da  la proclamación del mensaje, y el seguimiento de los discípulos. Lo que más nos interesa es el significado de la expresión "seguir a Jesús": en primer lugar se trata de una llamada personal hecha por el propio Jesús que en el evangelio de hoy va seguida por una respuesta inmediata; para los discípulos esto supondrá ser -como Jesús- testigos del Reino de Dios. Venid y seguidme, y yo os haré pescadores de hombres. Jesús llama a los discípulos allí donde se encuentran: en su tarea de cada día, a la orilla del lago. El evangelio es escueto: presenta sólo dos trazos, la llamada y la respuesta. Pero entre una y otra hay un amplio espacio de maduración. Pedro, por ejemplo, dio mil y un rodeos y los evangelios no nos los esconden. Pero incluso así, el seguimiento de Jesús se fue imponiendo en su vida. Venid y seguidme: también a nosotros nos ha llegado, por mil y un caminos, la llamada de Jesús: familia, parroquia, escuela, grupo, compañeros, personas que nos han influido quizá sin saberlo... Y nos esforzamos por responder a ella como Pedro.
¿Qué quiere decir ser pescadores de hombres? No se trata de llenar el cesto, arrancando violentamente ahora a éste, ahora a aquél del agua en donde vive, se mueve y alimenta. Jesús  es sino el agua viva que da la vida.
Predicando el Evangelio del reino y curando las enfermedades y dolencias del pueblo (ev.). Enseñar y curar palabras de misericordia y obras de misericordia. La Iglesia (y nosotros muchas veces) ya ha escuchado el "id y enseñad". Pero quizá no ha prestado suficiente atención a la segunda parte: "Id y curad", abrirnos a las necesidades de los demás, a sus alegrías, esperanzas y temores, a sus enfermedades y deficiencias..., y esforzarnos por remediarlas.
Sólo a partir del amor real, es decir, concreto, de obras, podremos anunciar la buena noticia del amor de Dios. Cristianos, comunidades e iglesias: ¿cómo vamos con Jesús "anunciando el Evangelio de reino y curando 1as enfermedades y dolencias del pueblo"?

Para nuestra vida.
La primera lectura nos habla de alegría,  gozo. Los dones más preciosos que Dios puede hacer al hombre. El sentirse contento, el vivir sin agobios, sin miedo. Vivir alegres, tener ganas de cantar, estar ilusionados con lo que nos rodea, mirar con esperanza y optimismo al futuro, no acobardarse por nada, afrontar con fortaleza y serenidad la vida, por difícil o penosa que sea.
Gozo del que recoge el abundante fruto de su trabajo, alegría del que siega su propia siembra ya granada, júbilo del que se reparte el botín ganado tras una dura batalla... Esta experiencia es muchas veces nuestra propia experiencia, muchas veces estamos tristes, andamos preocupados, agobiados por el peso de la vida. Nuestro mundo se debate también en medio de tinieblas y sombras; la oscuridad es nuestro eterno acompañante. Densa niebla envuelve las relaciones políticas entre el Este y el Oeste. En eterna humillación se encuentran los países subdesarrollados en sus relaciones con los poderosos y los "así llamados" pueblos más avanzados (avanzados, ¿en qué?, ¿en nuestra forma refinada y diplomática de oprimir y esclavizar a los económicamente más débiles?). Oscuridad total en nuestras relaciones, cada vez más interesadas y menos humanas. En noche cerrada, sin claroscuros lunares, caminamos al pensar en el futuro de nuestros hijos, en el pan necesario de los parados, en la ética de nuestros jefes políticos y religiosos, en ... ¿Estaremos condenados a vivir en densa tiniebla? Y nuestro mundo sueña con la paz, con la luz que disipe nuestras tinieblas. La noche, la oscuridad, no pueden ser etapas definitivas, según el mensaje bíblico. Isaías sueña con un niño, pero éste no puede ser ningún ser humano, sino el Mesías, como nos dice el Evangelio de hoy (cfr. Is. 11). La persona de Jesús, su mensaje vivido, pueden disipar nuestras tinieblas.
Le podemos pedir al Señor que repita una vez más el milagro de convertir nuestra tristeza en alegría, que nos ayude a vivir seriamente nuestra fe, a inyectar  fuerza en nuestra debilidad, acrecentando en nosotros la alegría, aumentando el gozo.

En la segunda lectura de la Carta a los Corintios, San Pablo presenta el tema de la división de los cristianos, de sus facciones o de sus "capillitas". Y ese problema ha sido permanente en la historia de la cristiandad. Esta misma semana –y la pasada-- hemos celebrado oraciones por la unidad de los cristianos. Y habría que decir que uno de los puntos que más escándalo produce es esa capacidad para la desunión y, sin duda, lo que nos separa es el pecado. Tal vez, algún día no muy lejano veamos la presencia de Jesús convertido en único Pastor y en único Maestro. "Soy de Pedro, de Pablo, de Apolo..." Y, en realidad, todos somos del mismo maestro.
San Pablo  ve en la división una contradicción fundamental entre la actitud del cristiano y la negación misma de lo que es la Iglesia. Sin duda hay entusiasmos en aquella joven comunidad, pero parece más interesada por la línea doctrinal de los evangelizadores, por su modo de enseñarla y por su persona, que por el contenido mismo y, en definitiva, más que por el Señor, Maestro de todos y en el que fueron bautizados. Para la Iglesia de Corintio, llegar al cisma sería no haber comprendido nada ni de Cristo crucificado ni de lo que constituye el pueblo de Dios. Creer unidos y realizar la unidad por haber nacido en un mismo bautismo y haber sido liberados por el mismo Cristo crucificado: tal es la unanimidad que hay que realizar.
Experimentamos toda la actualidad de una carta así.  Hoy, el problema interno es la falta de unidad. Las tensiones entre ricos y pobres, "fuertes y débiles", y también las tendencias partidistas eclesiales (unos se sienten más ligados a Pedro, otros a Pablo, otros a Apolo), hacen de la comunidad de Corinto un escándalo continuado por su falta de unidad. Pablo reacciona: "os ruego, en nombre de Nuestro S. J.C., poneos de acuerdo...". ¿Cómo puede estar dividida una comunidad en la que todos creen en Cristo, por la que ha muerto Cristo? Eso no pasaba sólo en Corinto. Ahora, ante el mundo, estamos dando un espectáculo escandaloso: cristianos que creen en el mismo Jesús y que sin embargo están desunidos: católicos, protestantes, ortodoxos orientales... Es más lo que nos une que lo que nos separa, y sin embargo no queremos unirnos. Esta semana de oración que del 18 al 25 de este mes estamos viviendo es una llamada a la unidad.
Pero no hace falta que nos extrañemos mucho de la falta de unidad que haya a niveles superiores, porque nosotros mismos seguramente estamos experimentando también la desunión: en nuestras comunidades parroquiales o diocesanas, en el seno de cada familia, en la relación de jóvenes y mayores, de laicos y sacerdotes... ¿No vivimos a veces situaciones de tensión por tendencias, por sensibilidades distintas, por ideologías más o menos adelantadas o tradicionales, por partidismos eclesiales y conflictos de pareceres en todos los órdenes? A todos, la Palabra de Dios nos dice hoy que nos convirtamos al único que puede ser nuestra Luz, nuestra Paz, nuestro Guía: Cristo Jesús. En el nivel de las Iglesias, pero también en el de las personas y los grupos dentro de nuestras comunidades, convertirnos a Cristo es el único camino de la unidad. Cuando experimentamos el dolor de la discordia, una mirada a Cristo debe evitar que perdamos la caridad, el humor, la unidad, la ilusión de seguir creciendo en nuestra vida cristiana.
Lo cual no significa uniformidad: que todos piensen y sientan igual. En un coro no hace falta que todas las voces canten al unísono. En una orquesta no se trata de que todos los instrumentos sigan una misma línea melódica. Lo que sí se pide es que haya armonía y concordia en esa riqueza de matices y personalidades. Que haya unidad de fe, de caridad fraterna, de ilusión por el trabajo común, de empuje misionero.
Con todo lo que hay que hacer para llevar a este mundo la luz y la novedad del evangelio, y estamos divididos entre nosotros mismos. La falta de unidad nos condena a la ineficacia, a la esterilidad.
La Eucaristía, en la que cada uno de nosotros escuchamos la misma Palabra y comulgamos con el mismo Cristo, y en la que nos damos el gesto de la paz, como condición para recibir a Cristo, nos debe ayudar cada vez a crecer en sentimientos y en actitudes de paz y de unidad.

El evangelio nos invita hoy a acompañar al Maestro, para contemplar sus gestos, para escuchar sus palabras, deseosos de empaparnos de su espíritu.
El texto nos recuerda  el contexto sociológico en el que Jesús empieza a predicar su evangelio, un evangelio de conversión y de purificación de la religión judía. Empieza  por la “Galilea de los gentiles”, el país de Zabulón y de Neftalí, una región en sombras, desde el punto de vista religioso. Era una tierra de sincretismo religioso, de relajación de costumbres. Por ahí comenzó Jesús, desde una tierra y unas personas despreciadas por la élite religiosa de Jerusalén. Para esta gente religiosamente despreciada y sospechosa Cristo quiso brillar como una gran luz. Yo creo que nuestra sociedad, y nuestra tierra, hoy es también “Galilea de los gentiles”, una sociedad religiosamente relajada y sin vigor.
Con Jesús, la Luz irrumpió en las regiones ensombrecidas por los errores del paganismo, pueblos que ya  Isaías contemplaba envueltos en las tinieblas de la muerte. El evangelista recoge las palabras del profeta Isaías, al señalar esta tierra como llena de tinieblas y de sombra. Pero una luz grande va a brillar sobre ellos. Allí aparece Jesucristo, luz que ilumina la oscuridad y que elimina las tinieblas. Jesús prefiere empezar su ministerio público precisamente en territorio semipagano. Cafarnaúm, junto al lago, será su pueblo y de allí saldrán sus primeros discípulos que son unos pobres pescadores. El lugar y las personas elegidas desconciertan, pero son un signo de lo que significa el anuncio de la Buena Noticia, que va dirigido en primer lugar a los pobres, a los sencillos y los a los considerados ateos.
 A nosotros, los cristianos del siglo XXI, nos toca hoy brillar como una gran luz y predicar el amor y la conversión. Jesús en los inicios de su predicación -y ahora a cada uno de nosotros, a todos los que buscan- nos llama a la conversión, a la renovación.
Convertirse no  se trata de buscar un Dios lejano, sino descubrir un Dios presente en nuestra vida. Un Dios presente, pero que pide más, ofrece más, espera más. Esta es la Buena Noticia de JC -siempre "buena", siempre "nueva"- para nosotros.
Desde esta conversión de corazón podremos ayudar a nuestra sociedad a acercarse cada día un poco más al Reino de Dios.
El evangelio nos presenta a un Jesús itinerante, siempre en movimiento. Y a su paso, Jesús pone también en movimiento a otras personas. No deja nada ni a nadie en su sitio. "Pasar" es el verbo típico de la encarnación. Es Dios que no está en su sitio, en el cielo. Sino que desciende al nivel del hombre para encontrarlo en su terreno y en sus trabajos. Y frente a este paso de Dios el hombre no puede estar parado, como un simple espectador. Tiene que tomar una decisión, tiene que hacer una elección. Jesús no pasa nunca junto al hombre de una manera neutral. Porque después de este paso la vida de ese hombre ya no puede ser la misma de antes. La llamada de los discípulos no sucede en un marco sagrado, como puede ser el del Templo, sino en un escenario profano: el lago de Galilea.
Allí encuentra a Pedro y Andrés su hermano que pescan cerca de la orilla del lago. Jesús pasa cerca y les dice que le sigan y los hará pescadores de hombres. Ellos no lo dudaron ni un instante. La palabra persuasiva del Maestro encontró eco en el corazón sencillo de aquellos rudos pescadores. Luego serán Juan y Santiago. También ellos estaban trabajando cuando Jesús los llamó y también ellos respondieron con prontitud y generosidad.  Le siguen, dejándolo todo. El seguimiento de Jesús será una de las categorías fundamentales que definen el discipulado. Así llegará a decir posteriormente: "El que no tome su cruz y me siga no es digno de mí" (Mt 10,38). El seguimiento no se limita a gestos superficiales, sino que lleva hasta la entrega de la propia persona. En Israel los discípulos buscan al maestro de la Torá, la Ley. En cambio aquí es Jesús el que elige. La condición del discípulo de los rabinos es transitoria, mientras que para el discípulo de Jesús está marcada por un destino que se realiza en la comunión de vida y de muerte con su Maestro. El seguimiento no se limita a la aceptación histórica de Jesús, sino que supone la entrega a Él y la identificación con El y al mismo tiempo la asunción de su causa: la atención compasiva hacia los pobres y marginados. La adhesión a la persona de Cristo es la base de la moral, del comportamiento del cristiano. Adhieres a su persona, es asumir sus actitudes y valores. La moral cristina no es un mero cumplimiento de normas, sino que se basa en el "seguimiento de Jesús". Pregúntate ¿Qué pide El de ti?, ¿qué espera El de ti? ¿Qué haría El en tu circunstancia?
Jesús ahora también pasa a nuestro lado. Nos ve quizá enfrascados en nuestra tarea diaria, ensimismados en nuestro trabajo. Nos mira como miró a Pedro y nos dice que le sigamos, que quiere hacernos pescadores de hombres, que quiere encendernos para que seamos anunciadores de la Luz, antorchas vivas que alumbran las sombras de muerte en que yace el mundo, iconos de la misericordia del Padre Las barcas y las redes, nuestros pequeños ídolos nos retraen quizá, lo mismo que les ocurriría quizás a los primeros discípulos. Pero como ellos hemos de mirar hacia delante y no hacia atrás, fijarnos en la Luz que está al fin del camino y ser valientes para recorrerlo.
Tengamos muy presente que tanto en la época de Jesús, como ahora, lo que caracteriza al discípulo es sobre todo la postura de fe. Aquí nos referimos a la fe en su aspecto esencial. Los discípulos, en efecto, no están «llamados» a suscribir, esencialmente, una lista de verdades que hay que creer. Están llamados a "fiarse de una persona". Confiarse totalmente a esa persona, establecer un vinculo, una relación personal y vital con Cristo. «Os haré pescadores de hombres». El oficio de pescadores de peces lo conocen. El otro, no. Y, sin embargo, responden a la llamada, si bien no miden, concretamente, todas las consecuencias de este paso. Aceptan vivir una aventura de la que no valoran con precisión las dimensiones y los riesgos. Cristo no exhibe el elenco detallado de las propias exigencias, no dice lo que quiere y adónde llevará esta postura. Pide una adhesión a priori, incondicionada. La fe así, se presenta como antídoto del cálculo, de la prudencia humana, de la irresolución para comprometerse. Ten presente que fe no significa, principalmente, «creer que...». Sino adherirse al «Señor tu Dios». Fiarte de él sin pedir muchas explicaciones.
Que el Señor, por lo menos en este domingo, nos encuentre con un corazón dispuesto a una renovación personal y comunitaria. Que el Señor, en este Día del Señor, encuentre en nuestros labios un “si” como respuesta a todo aquello que nos pide como muestra de nuestra fidelidad y de nuestra fe. ¿Hemos escuchado nuestro nombre?.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org


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