Comentario a
las lecturas
del Domingo de la octava de Navidad Santa María, Madre de Dios 1 de Enero de
2017
Hoy es un día bastante especial. La Iglesia
celebra la fiesta de María, Madre de Dios; no es domingo. Pablo VI instauró
también para hoy la jornada de la Paz; esto ha marcado la elección de la
primera lectura y es bueno que se haga alusión al tema en el acto penitencial,
las plegarias y el gesto de la paz. Se ha de tener todo en cuenta, y colocarlo
en su debido momento; no es posible hablar de todo en profundidad pero tampoco
pasar por alto ninguno de estos aspectos. La dominante es, sin duda, la fiesta
de Santa María.
La definición de María como Theotokos (madre de Dios) en el concilio de Éfeso (433) es como una conclusión casi natural de los
concilios de Nicea (325) y I de Constantinopla (381). El tema crucial de
discusión en estos tiempos era la consideración de Cristo como hombre y Dios y
el conflicto que existía en afirmar, en los términos de la época, la relación
existente entre persona y naturaleza.
Nicea y I Constantinopla se esfuerzan en
afirmar la naturaleza de Cristo como idéntica a la del Padre (homousios), consustancial al Padre; el hombre Jesús, es
también Dios. Y será Éfeso el que afirme ya
explícitamente que, al considerar la unidad inseparable de las dos naturalezas
(divina y humana) en el Verbo, puede considerarse entonces a María como
verdadera Madre de Dios.
La reflexión es una conclusión de una
discusión antropológica y cristológica, que luego terminó derivando en un dogma
mariano. Pero no por eso podemos dejar de considerar que en verdad María ha
engendrado, misteriosamente, al Verbo hecho hombre, del cual afirmamos que es
Uno con el Padre y el Espíritu.
Del Concilio de Éfeso
debemos rescatar su esfuerzo por definir el misterio de la unidad entre las dos
naturalezas, lo cual nos ayudará a pensar en Cristo verdaderamente
hombre, comprometido a tal punto con la humanidad, que asume totalmente la
condición humana desde su nacimiento.
El Verbo, por lo tanto, no es
"aparentemente hombre". Jesús no se "vistió" de carne
humana. Desde el misterio de la encarnación Dios es hombre... y la naturaleza
humana ve en Cristo el proyecto de Dios hacia toda la humanidad. Cristo es,
entonces, el modelo humano hacia el cual tendemos y el cual anhelamos.
En este sentido María se convierte en la
madre del Verbo Encarnado, y en cuanto en él coexisten ambas naturalezas en la
misma Persona Divina, ella es entonces verdaderamente Madre de Dios.
Obviamente, no se trata de afirmar la
maternidad de María respecto de la divinidad en cuanto tal, sino su maternidad
en respecto al Verbo Encarnado, histórico, revelador, mediador y liberador.
¿Podemos aclarar o explicar este
Misterio? Si lo hiciéramos o pretendiéramos hacerlo, ya no sería tal.
Por lo tanto, solo nos queda sentirnos
unidos a la tradición creyente que en su misma oración de los pobres repite
"Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros...". Y esto no es
poco, porque la fe cristiana no puede basarse ni apoyarse únicamente en la
racionalización de los enunciados; es también un creer histórico y una unidad
en la fe de un pueblo que en la historia manifiesta lo que cree.
La primera lectura tomada del libro de los números (Nm 6,22-27): En medio de
una serie de instrucciones para los sacerdotes, el libro de los Números, que
sitúa a los israelitas al pie del monte Sinaí, aún reciente la experiencia de
la Alianza, indica cómo deberá ser bendecido el pueblo: «El Señor te bendiga y
te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije
en ti y te conceda la paz.» La paz, el resumen de todos los bienes que puede
desear un hombre, el conjunto de todos los beneficios que puede el hombre recibir
de Dios, la meta última de todo lo que Dios está haciendo por su pueblo: un
hombre en paz consigo mismo y con sus semejantes; un pueblo en el que reina la
paz entre sus miembros y que vive en paz con sus vecinos.
Esta formula de bendición que Moisés, en el texto, dicta a Aarón
debe ser considerada como lo que es, una fórmula litúrgica. Esa es la razón por
la que Yahvé se la inspira a Moisés y éste a Aarón, para darle toda la
relevancia y solemnidad necesarias. Sabemos que en ella podemos rastrear expresiones
de otros textos bíblicos, de salmos especialmente (cf
121,7-8; 4,7; 31,17; 122,6). Tres veces se repite el nombre de Dios, de Yahvé.
Y se pide la bendición que guarde al pueblo, que ilumine con su rostro. Hay
toda una teología bíblica del “rostro de Dios” que ha influido mucho en la
espiritualidad y en la verdadera actitud cristiana del seguimiento. Buscar el
rostro de Dios, el que Moisés no podía mirar, se convierte así en la fórmula
teológica de un Dios salvador y misericordioso, protector de Israel y dador de
la paz. La paz que era lo que el pueblo podía desear más que otra cosa, sigue
siendo el don maravilloso para el mundo.
El
pueblo de Israel tendrá que completar un largo proceso que empezó con la salida
de Egipto y la liberación de la esclavitud, llegar a la tierra que Dios le va a
entregar, organizar una sociedad en la que nadie sea esclavo de nadie y
establecer unas relaciones de amistad con sus vecinos.
La
paz es, por tanto, la meta; pero en nombre de la paz no se puede eludir el
proceso: para llegar a la meta no hay más remedio que recorrer todo el camino.
El fin último no es la liberación, sino la paz, pero la paz es incompatible con
la opresión y la injusticia.
El responsorial es el salmo 66 (Sal 66,2-3.5.6.8) Salmo
-de tres estrofas con estribillo intercalado- parece un comentario poético a la
bendición sacerdotal de Núm 6,24-27: «Que el Señor te
bendiga y te guarde; que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su
gracia; que vuelva a ti su rostro y te dé la paz» [es la bendición de Aarón).
Es
una acción de gracias por la cosecha que ha sido abundante y, al mismo tiempo,
una plegaria pidiendo a Dios que continúe mostrando su bondad por medio de
nuevos beneficios: La tierra ha
dado su fruto, que el Señor nos bendiga. Además, este salmo -cosa
no frecuente- tiene una fuerte resonancia universal. El salmista, tanto cuando
se refiere a la alabanza divina como a los beneficios de Dios, no piensa
únicamente en su pueblo, sino también en las otras naciones: Que todos los pueblos te alaben, que
todos los pueblos conozcan tu salvación.
El
salmista inicia su poema comentando la bendición sacerdotal de Núm. 6,24-27,
dando una proyección universalista. La benevolencia divina se manifiesta en el
resplandor de la faz de Yahvé sobre los suyos; se dice de Dios que «aparta su
faz» cuando priva a alguno de su protección; y, al contrario, cuando dispensa a
alguno su ayuda y protección se dice que su faz brilla sobre él. El salmista
aquí considera al pueblo elegido como vehículo para dar a conocer los caminos o
modos de proceder de Dios para con los pueblos. La protección dispensada a
Israel será como una lámpara que atraerá la atención de todas las gentes hacia
Dios. La glorificación del pueblo elegido será una prueba de que Dios protege a
los que le son fieles, y en ese sentido es un reclamo
para dar a conocer sus caminos.
(vv. 2-3). Se pide la bendición. Iluminar
o hacer brillar el rostro es mostrarse afable, benévolo. El rostro como
expresión auténtica de la persona.
El camino es la conducta de Dios, su modo
regular de obrar; es, sencillamente, la salvación. Este camino se hace patente
en la bendición para todos los que quieren mirar y aceptar.
(vv.
5-6). La segunda estrofa amplifica el tema del himno, insistiendo en el
horizonte universal del gobierno divino y de la alabanza humana. Todas las
gentes deben sentirse felices y exultantes, porque es el propio Dios quien
lleva las riendas del gobierno en el mundo, y, en consecuencia, sus decisiones
tienen que llevar el sello de la equidad y de la justicia. Ello debe dar
seguridad a sus fieles que se conforman a las exigencias de su Ley. Esto que se
manifiesta en la historia de Israel, debe ser reconocido por todas las
naciones, vinculadas al pueblo elegido en virtud de la bendición de Dios a
Abraham sobre todas las gentes (Gn 12,2). Por eso se
invita a todos los pueblos a unirse en alabanza del Dios omnipotente y justo,
que gobierna el mundo conforme a sus designios salvadores. Así, la reacción de
las naciones, dispuestas a celebrar la guía del Dios universal y su gobierno
justo, ocupa el centro de la segunda parte del Salmo (vv. 5-6).
(vv. 7-8). La benevolencia divina se ha
manifestado concretamente en la abundancia de los frutos de la tierra. El
salmista, agradecido por los beneficios recibidos, vuelve a implorar la
bendición divina para su pueblo. Todos los habitantes de la tierra, desde sus
más remotos confines, deben reconocer reverencialmente este poder superior de
Dios, que gobierna el mundo con equidad (v. 8).
La segunda lectura de la carta a los gálatas (Ga 4,4-7) es,
históricamente, el primero que hace mención de María y se encuentra en su carta
a los Gálatas escrita, probablemente, en Éfeso en el año 54, durante el tercer
viaje de su misión apostólica. Pablo dirige esta carta a
una región, a un conjunto de iglesias, ubicadas en Galacia,
lo que es hoy Turquía, fundado por el un grupo étnico llamado los Celtas, los
Galos, quienes tenían fama de ser volubles y cambiantes, en específico a las
iglesias de Antioquía de Pisidia, Iconio,
Listra, y Derbe, mismas que
fundó en su primer viaje misionero.
Falsos maestros judaizantes estaban
pervirtiendo el Evangelio de la gracia, engañando a unos Gálatas volubles e
inestables, poniendo no peligro no solo la fe de los Gálatas, sino que el
corazón mismo del Evangelio es “la justificación por la fe”, “la salvación por
fe, y no por obras”. Y estos judaizantes estaban enseñando que para ser salvo,
la fe en Cristo no era suficiente, sino que además necesitabas cumplir la ley.
Los Gálatas estaban cayendo en el error
del legalismo, de la religiosidad, del ritualismo, estaban comprando la idea
que regresar a la ley era señal de madurez, de espiritualidad superior, creí
por fe, Dios me encontró cuando yo no le buscaba, pero, ahora, ya he crecido,
he madurado, de tal manera que ya puedo por mí mismo a través de rituales y la
ley sostenerme delante de Dios, le puedo demostrar a Dios que ya no me tiene
que ayudar tanto porque ahora ya crecí y me las puedo arreglar solo,
pretendiendo justificarse delante de Dios cumpliendo la ley
San Pablo intenta mostrarles cómo es todo
lo contrario, regresar a la ley no es avanzar, sino retroceder, abandonar la
gracia y regresar una vez más a la ley o al legalismo, a las obras, no es ganar
mayor espiritualidad, sino regresar a la esclavitud de las obras, al vernos
incapaces de alcanzar el estándar de perfección que Dios demanda.
San Pablo está respondiendo a la
pregunta, ¿qué es lo que salva a una persona? ¿Cómo una persona puede estar en
una relación correcta con Dios? A la cual Pablo tiene una sola respuesta: Es
por fe. El único camino a la salvación que ofrece la Biblia, la Palabra de
Dios, es la fe.
Nos recuerda cómo venimos a Cristo por su
pura gracia, Cristo nos salvó no por nuestras obras, no cuando lo estábamos
buscando, sino, que fue por su pura misericordia que nos alcanzó, a nosotros
solo nos tocó oír con fe, creer en su testimonio.
San Pablo explica como hay una promesa y un pacto con Abraham, y un pacto con
Moisés, cómo son dos pactos diferentes, con diferentes términos y
características, los cuales no se contraponen, sino que más bien se
complementan. Como las promesas de Dios a Abraham son irrevocables e
incondicionales, y fueron cumplidas en Cristo.
La ley de Moisés que vino siglos después
de la ley, no fue traída para reemplazar la promesa a Abraham, sino con
funciones específicas y con una duración temporal, hasta que llegara Cristo, su
función era revelar el pecado y mostrarnos la necesidad de un salvador, fue
cuidarnos hasta que llegar la promesa, la cual era Cristo, y una vez llegado
Cristo, nosotros llegar a Cristo, la ley
no sería necesaria.
Fijémonos
en las referencias que se hacen a María en el texto. María no es nombrada por su nombre propio,
pero la mujer en cuestión, no puede ser otra que ella. San Pablo hace de esta
mujer la garantía más cierta y más segura sobre la humanidad del Señor. María
aquí es insoslayable en cuanto a la encarnación del Hijo. Esta encarnación es
la que, precisamente, nos trae la salvación, y que, de hecho, nos eleva a la
dignidad de hijos. El gran valor de este texto es que se escribió en estilo y
forma “paralelística”. El paralelismo es un
procedimiento literario que toma la forma de U y mantiene dos partes simétricas
en ambas ramas que, recíprocamente, se aclaran. Lo más simple es reproducir
Gálatas 4, 4-7 en la forma paralelística. Se ve
claramente que las diversas partes de cada rama están entrelazadas entre sí y
así lo confirma el texto: cuando nace Jesús de una mujer, es cuando nosotros
nacemos como hijos de Dios. El vínculo es el de causa, el nacimiento de Jesús,
a efecto, nuestro nacimiento como hijos de Dios. Cuando María es escogida para
ser Madre de Dios, también nosotros somos escogidos entonces para ser hijos de
Dios y poseer el mismo Espíritu de Jesús y como Él, ser capaces de poder llamar
a Dios: “¡Abba, Padre!”.
También este
paralelismo tiene dos partes: la primera es descendente y comprende a todos
cuantos intervienen en la salvación: Dios, el Padre, el Hijo, y la mujer que lo
recibe. La segunda parte, o rama, es ascendente y la forman los salvados que
estaban todos bajo la ley y que reciben el Espíritu Santo: Nosotros “para que
se nos conceda la adopción filial”. Vosotros: “prueba de que sois hijos de Dios
es que Dios ha puesto en vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama:
“Abba Padre”. A ti: “ya no eres esclavo sino hijo y por tanto, heredero de
Dios”. Toda esta gran hazaña de la salvación ha sido posible porque el Hijo, en
la plenitud de los tiempos, nació de una mujer y esta mujer es María. Los lazos
con que Jesús nos salva, son tan fuertes, que con razón, podemos proclamar que
formamos con Él una sola familia: “tenemos un mismo Padre, estamos habitados
por el mismo Espíritu que el Hijo; somos llamados hijos y tenemos a Jesús por
hermano y a María por madre”.
“ Y prueba de que sois hijos es que Dios
envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «Abba! ¡Padre!»”.
La adopción filial
constituye el motivo por el que Dios nos comunicó el Espíritu de su Hijo. El
final de los tiempos no sólo trajo consigo la misión del Hijo al mundo; a
aquellos que son hijos de Dios por la fe les trajo también el bien prometido:
han recibido el don escatológico del Espíritu.
Dios envió el Espíritu de su Hijo a
nuestros corazones. No sólo, pues, hemos sido colocados en la situación privilegiada
de hijos de Dios, sino que en lo más íntimo de nuestro ser, en nuestro corazón,
estamos poseídos por el Espíritu de Jesucristo. Y su Espíritu es «Espíritu de
filiación» (Rom 8,14ss); él es quien nos da la
actitud que conviene al hijo frente al padre: la obediencia llena de fe. Este
Espíritu viene en auxilio de nuestra debilidad (Rom
8,26). Transforma nuestro interior, da al hombre un corazón nuevo y un nuevo
espíritu.
“Así que ya no eres esclavo, sino hijo, y
si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios”.
El clamor del Espíritu de Dios que habita
en nuestros corazones hace patente que ya no somos esclavos, sino hijos, pues
el Espíritu testifica «que somos hijos de Dios» (Rom
8,16). Pablo usa la segunda persona del singular para que todos,
individualmente, caigamos en la cuenta. En la filiación de cada individuo ha
alcanzado la misión de Dios su objetivo último. Gracias a la misión de Cristo
todos estamos capacitados fundamentalmente para pasar a ocupar el lugar de
hijos de Dios (4,4s). Por la infusión del Espíritu de Cristo en los corazones
de los fieles, los «bautizados en Cristo», los verdaderos hijos de Dios (cf.
3,26-28), cada individuo en concreto llega a adquirir conciencia de su
filiación divina. Ahora su tarea consiste en vivir lo que es, en mostrarse, a
lo largo de su vida, como hijo de Dios: «los que se rigen por el Espíritu de
Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom 8,14). El niño se
abandona con fe a la guía del padre, le mira con espíritu de filiación, no con
miedo servil. Quien es hijo es también heredero. Quien por Cristo y por su
Espíritu ha llegado a ser hijo de Dios es también heredero de la promesa. Ya no
es esclavo, sino hijo que tiene derecho a la herencia. Ya no es un menor de
edad sometido a un tutor, porque el tiempo se ha cumplido y la herencia está en
su mano.
Es sólo Dios, su inclinación graciosa,
quien nos da la herencia, no el obrar humano realizado como prestación. «En
Cristo» tenemos asegurada la herencia. «Siendo hijos, somos también herederos:
herederos de Dios y coherederos con Cristo, con tal, no obstante, que
padezcamos con él, a fin de que seamos con él glorificados» (Rm 8,17). Al final de los tiempos, Dios revelará la gloria
de su Hijo ante todo el mundo.
El evangelio de San Lucas (Lc 2,16-21) hoy se nos propone la
continuación del relato del nacimiento de Jesús, que se leyó la noche de
Navidad, que se compone de tres partes (1ª vv.1-6; 2ª vv. 7-14; 3ª vv. 15-21). Nos permitimos señalar que esta tercera
parte del relato de Lucas tiene un cierto sentido por sí mismo, en cuanto
muestra la respuesta humana al momento anterior que es todo él mítico,
revelador, divino, angelical y extraordinario. Los pastores ¿qué harán? ¿buscarán al Salvador? ¿dónde? ¿es suficiente el signo que se les ha dado? ¡Desde luego que si!,
lo buscarán y lo encontrarán. Pero lo buscarán y lo encontrarán con el instinto
de los sencillos, de los que no se obsesionan con grandezas; diríamos que lo
encontrarán, más bien, por instinto profético. El narrador no deja lugar a
dudas, porque quiere precisamente mostrar la respuesta humana al anuncio
celeste. Los pastores se dicen entre ellos algo muy importante: «lo que nos ha
revelado el Señor”. Y se van derechos a Belén ¿a Belén? ¿era
esa acaso la ciudad de David? Sí; lo fue, pero ya no lo era de hecho, porque
Jerusalén había ganado la partida. Pero como por medio está el anuncio del
Señor, recuperan el sentido genuino de las cosas. Y van a Belén, de donde
procedía David, para “ver” al Mesías verdadero. Es verdad, todo es demasiado
ajustado al proyecto teológico de Lucas, que quiere poner de manifiesto el
designio salvador de Dios.
El texto nos habla de la vida de María y su fe -su adhesión al
plan de Dios encarnado en Jesús- se acercan más a la de los cristianos de a pie
que se debaten entre dudas y preguntas, entre incertidumbres y contradicciones.
En los dos primeros capítulos de su
Evangelio, Lucas lo pone de relieve: Los pastores ,
acogiendo en su corazón la palabra del ángel, «fueron corriendo y encontraron a
María, a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que
les habían dicho del niño.
Todos
los que lo oyeron se admiraban de lo que les decían los pastores. María, por su
parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándola en su interior» (Lc 2,l6ss). No basta oír, hay que
meditar. Las decisiones personales salen de dentro del corazón. Además, cuando
el corazón deja de escucharse siempre a sí mismo y sale de sí mismo, se da
cuenta de cuántos problemas hay a su alrededor y halla fuerzas para encontrarse
con la novedad del amor de Dios manifestado en Jesús que se nos entrega,
portador de la vida y de la paz.
La
noticia de un Mesías, niño, acostado en el pesebre, coge de sorpresa a todos.
Aquello no entraba en el programa de la teología de entonces. ¡El Mesías, el
Salvador, el heredero del trono de David su padre, acostado en un pesebre! ¡El
hijo del Altísimo sumergido en la debilidad humana: un tierno niño,
compartiendo ya desde el principio la condición de los humildes y pobres de la
tierra!.
Al imponerle al Niño el Nombre, en la
circuncisión, José ejerció el derecho y el deber del padre. "Tú le pondrás
por nombre Jesús" (Mt 1,22). Así se lo había mandado el ángel. En el
lenguaje de la Biblia dar el nombre significa tomar posesión de lo que se
nombra: "Dios llama por su nombre a las estrellas; Jesús llama a Simón,
hijo de Juan, "Cefas". José así, se hace
responsable del Niño, Jesús, en su misión mesiánica de Salvador. "Al
cumplirse los ocho días, cuando tocaba circuncidar al Niño, le pusieron por
nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción" Lucas
2,21.
Jesús significa Dios que salva de todo
mal. A todos los hombres, de todos los males, que en el fondo, son privación de
la plenitud de la vida verdadera, corporal, espiritual, psicológica, moral. Nos
libra del error y la ignorancia, nos fortalece en las tristezas, nos conforta
en el dolor. Y nos sigue librando hoy y ahora, en la Eucaristía, donde
"tiene piedad y nos bendice, e ilumina su rostro sobre nosotros"
(Salmo 66).
Para nuestra vida.
Hoy es un día de bendiciones: comienzo
del año civil en la mayor parte de los países del mundo, el penúltimo año de
este segundo milenio, desde que la humanidad cuenta el tiempo a partir del
nacimiento de Jesús. Comenzamos bendiciéndonos, invocando sobre el mundo y
sobre nosotros mismos la misericordia de Dios encarnada en Jesús, el hijo de
María cuya maternidad divina hoy celebramos; invocando al "príncipe de
Paz" (Is 9, 5).
La
primera lectura es el pasaje conocido como la "bendición araonítica", contenida en el libro de los Números en
medio de prescripciones rituales para los sacerdotes del AT. Así debía ser bendecido el pueblo por
sus sacerdotes, invocando sobre él la presencia protectora, luminosa, favorable
y pacificadora de Dios. No es un simple deseo de buena voluntad; es la
confianza en el poder de la Palabra de Dios confiada a sus intermediarios, los
sacerdotes, servidores del pueblo.
El texto que
se ha escogido del libro de los Números, está orientado, hoy especialmente,
por la bendición que se pide a Dios. Esa bendición es la paz. En las
lenguas semitas, con la raíz shlm —de donde
deriva shalom-paz— se indica una
dimensión elemental de la vida humana, sin la cual ésta pierde gran parte de su
sentido, si no todo. Con la palabra paz se indica “lo completo, íntegro, cabal,
sano, terminado, acabado, colmado”. La paz, así entendida, designa todo aquello
que hace posible una vida sana armónica y ayuda al pleno desarrollo humano. En
los textos, sin embargo, no aparece siempre con este significado tan denso. De
ahí viene la palabra griega eirênê. Desde
luego, desde el punto de vista bíblico, la paz, e incluso la “pax” como término latino, no es solamente el orden
establecido. Es un don mesiánico, implica necesariamente ausencia de guerra.
Pero es, sobre todo, un estado de justicia y fraternidad.
El
salmo responsorial prolonga el tema de la bendición de la primera lectura con
un acento universalista que cae muy bien en este día, primero del año, en el que percibimos fuertemente la
fraternidad universal, sobre todo si pensamos en la Jornada Mundial por la Paz
que la Iglesia viene celebrando cada 1º de Enero desde hace varios años. ¿Qué
mejor bendición para la humanidad, para todos los pueblos, para cada uno de
nosotros, que la instauración de un orden mundial justo y pacífico?
“Dios envió a su Hijo,
nacido de una mujer”
En
estas palabras evoca Pablo, de manera concentrada como es usual en sus
escritos, no solamente la madurez a que ha llegado la historia de la humanidad,
hasta el punto de hacerse Dios presente en ella a través de su Hijo, sino la
plena humanidad de Jesús, hijo de María -una mujer-, cuya maternidad divina hoy
celebramos, y sometido a la ley de su pueblo para liberarnos del yugo de toda
ley inhumana. La plenitud de los tiempos no es un
momento de madurez de la humanidad. La plenitud es obra de Dios.
Después
del Concilio de Éfeso (431) santa María es invocada con el título de Madre de
Dios tanto en Oriente como en Occidente. La liturgia romana le dedicó la fiesta
más antigua de María en la octava de Navidad. La historia olvidó esta fiesta y
Pablo VI la recuperó "para recordar el papel que María tuvo en este
misterio de salvación y alabar la dignidad singular de que goza 'aquella por
cuya maternidad virginal ... hemos recibido ... a
Jesucristo, el autor de la vida' (colecta)" (Marialis
Cultus, 1974). María siempre presente a lo largo de
todo el Adviento y las fiestas de Navidad. La celebramos hoy en el núcleo
central de su misterio: Madre de Dios (Theotokos),
cf. Lumen Gentium 53. La Iglesia siempre ha visto una
unidad llena de delicadeza entre la maternidad divina de María y su santidad
única (Verbum Dei corde et corpore suscepit).
La imagen de la Virgen María sosteniendo a su
Hijo Jesús en sus brazos, repetida de tantas formas en nuestra tradición iconográfica
y en la de los pueblos cristianos, expresa ya todo el misterio que celebramos
hoy. María concibió a Jesús y le amó como nadie le ha amado. Ese amor no
consistió en un simple sentimiento sino que la hizo generosa, activa y fiel al
servicio de Jesús y siempre a su lado incluso en los momentos más difíciles. Y
a la vez, su amor fue Don del Espíritu que la hizo santa e inmaculada. La
comunión íntima de María con Jesús tiene un momento último: ella nos lo ofrece
a todos nosotros, y así es como se manifiesta Madre de la Iglesia.
La
Palabra, nacida en Israel, ha llegado a su plenitud en Jesús, y ha roto todos
los moldes. Se ha anunciado al mundo entero, a judíos y gentiles, libres y
esclavos, y nos ha mostrado quiénes somos: no simples cumplidores de la Ley,
sino hijos y herederos.
Pablo mira desde atrás, con la vista
puesta en el único autor del futuro del hombre: Dios. “Sólo con ojos de
redimido puede llamar plenitud de los tiempos” al momento de la Encarnación. El
proyecto de Dios tiene un objetivo primordial: la liberación del hombre. Dios,
fiel a sí mismo, hace al hombre libre. La primera es su Madre Santísima,
primera entre los salvados y única en la obra de Dios.
Es la
síntesis y la esencia del mensaje de la Navidad.
En el texto San Pablo nos recuerda como la promesa de Dios fue dada
para darnos libertad plena a diferencia de la ley, la cual nos encierra, nos
cuida con un látigo, nos esclaviza, nos cierra la puerta, dejándonos fuera, no
así la fe, la cual nos hace a todos Hijos de Dios por igual, nos reviste de
Cristo, dándonos libertad plena de la condenación de la ley, librándonos del
elitismo y dándonos el mismo nivel de acceso a Dios, a su gracia y bendición a
convirtiéndonos por la fe en hijos legítimos de Abraham.
En el texto vemos este problema
desde una perspectiva diferente, ahora Pablo enfoca el tema en aquel que vive
su cristianismo de acuerdo a la promesa y aquel que lo vive de acuerdo a la
ley, y cómo esto afecta directamente a su relación con Dios, cómo aquel que
vive bajo la ley y aquel que vive bajo la gracia, tiene o la relación de de un
esclavo o la de un hijo respectivamente, cómo los que pretenden relacionarse
con Dios a través de reglas y legalismo están en una situación aún peor que la
de un esclavo.
La libertad de los cristianos no tiene un
fundamento simplemente jurídico; se afianza en el hecho de que somos hijos y,
por lo tanto, herederos, porque así lo ha querido Dios. Y éstas, nuestra
filiación divina y nuestra libertad de hijos y herederos, se fundan en el haber
enviado Dios a su hijo Jesucristo "cuando se cumplió el tiempo... nacido
de una mujer, nacido bajo la Ley para rescatar a los que estaban bajo la
Ley".
Cuando Pablo recuerda esta nueva forma de
existir, hace al mismo tiempo una llamada apremiante a todos los lectores para
que pongan en práctica, en obediencia de fe, esta actitud filial.
El Espíritu
clama al Padre: Abba!, ¡Padre! Se ha apoderado de
nosotros con tanta fuerza que ya no es nuestro yo quien ora al Padre, sino el
Espíritu del Hijo de Dios. Más tarde, Pablo dirá que nosotros clamamos «en» ese
Espíritu: «Abba!, ¡Padre!» Es la fuerza creadora
divina la que nos hace capaces de orar filialmente. Pablo no renuncia a la
forma aramea del nombre de padre, tal como la usó Jesús dirigiéndose a su Padre
(Mc 14,36). Es una fórmula íntima que corresponde más o menos a nuestro «papá».
Así se dirigían los hijos a sus padres. Ningún judío se hubiera atrevido a
dirigirse así a Dios. Sólo Cristo, como Hijo de Dios, pudo atreverse a
dirigirse a Dios sin rodeos, como padre. Al hacerlo, no olvida que Dios es
nuestro padre en los cielos (Mt 6,9). ¡Gran misterio de salvación, celebrado en
esta Navidad!.
El
primer Evangelio del año evoca la figura de los pastores que van a adorar a
Jesús recién nacido. No
son las figuras simpáticas y acarameladas de nuestros pesebres y avisos
publicitarios. Son hombres rudos, con fama de ladrones, de sucios. Considerados
"impuros" entre los judíos del tiempo de Jesús, y peligrosos entre
los demás habitantes del imperio romano. A ellos, en representación de todos
los excluidos de la tierra, les fué comunicada la
buena noticia del nacimiento de Jesús, "un salvador, el mesías, el
Señor", como leímos en días pasados. Ahora escuchamos que ellos van
corriendo a contemplarlo, que cuentan la revelación de que fueron testigos, que
se vuelven a su lugar glorificando y alabando a Dios.
El texto concluye con tres afirmaciones
importantes:
1) Cuando nace el Hijo de Dios, hablan
los ángeles, los pastores, los reyes venidos de Oriente. Hablarán Simeón y Ana
en el templo. Sólo María calla, absorta en el misterio. Sólo la Madre guarda
silencio.«María -comenta Lucas- conservaba el recuerdo
de todo esto, meditándolo en su interior.» Difícil de digerir la escena; por
eso María tendría necesidad de meditar en su interior estos acontecimientos,
que rompían los esquemas que se habían trazado sobre el mesías venidero.
Sólo María calla. Dios habló a Abraham y
a Moisés y envió a los Profetas para que hablaran a nuestros padres. Ahora, en
esta etapa final nos ha hablado por su Hijo (Hb 1,1).
2) Que el niño fue circuncidado al octavo
día de su nacimiento, es decir, que se cumplió en él lo que prescribía la ley
judía, para que algún día nosotros pudiéramos liberarnos de ritualismos
inútiles. Él se sometió a la Ley "para rescatar a los que estaban bajo la
Ley", como dice San Pablo en la segunda lectura.
3) Que le pusieron, ese mismo día de su
circuncisión, como acostumbraban los judíos, el nombre de Jesús, que el ángel
había anunciado que llevaría. Un nombre que significa nada menos que:
"Dios es salvador"; todo un programa de vida para el niño, y para
nosotros sus discípulas y discípulos en este año que hoy comenzamos.
Digamos, finalmente, una palabra sobre la
jornada mundial por la paz que hoy celebra la Iglesia. La paz es, por una
parte, un don de Dios, de su Espíritu. Por eso hay que pedirla fervientemente
en la oración: paz entre las grandes religiones de la tierra, entre las razas y
las naciones, entre los hombres y las mujeres de todo el mundo, de todas las
edades y de todas las lenguas. Paz entre los iglesias cristianas, para que
lleguen a conformar algún día la gran Iglesia, la única Iglesia de Jesucristo,
para que todos crean. Paz como fruto de la justicia, pues mientras permanezcan
las desigualdades abismales entre los pocos ricos del mundo y los millones y
millones de pobres, es muy difícil que haya paz. La paz es, por tanto, tarea
nuestra: se funda en la justicia de nuestras relaciones, en el respeto por cada
uno de los seres humanos, en la defensa de su dignidad y en la plena
realización de sus derechos.
Un programa político, cultural, social,
religioso, familiar.
"Bienaventurados los que trabajan
por la paz porque serán llamados hijos de Dios!"
dijo Jesús, nuestro Señor.
¿No es un programa para nosotros este
año, seguir el ejemplo de los pastores? ¿No somos, como ellos, indignos de
haber sido llamados a la fe en Jesús, pero agraciados porque Dios no ha tenido
en cuenta nuestra indignidad?
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario