miércoles, 12 de octubre de 2016

Comentario a las lecturas Domingo XXIX del Tiempo Ordinario 16 de octubre de 2016

El domingo pasado Jesús nos recordaba que tenemos que dar gracias en nuestra oración por los dones que Dios nos regala, hoy nos recuerda que también es bueno pedir.
¿Sabemos pedir lo que nos conviene?
Ocurre que frecuentemente no sabemos pedir y nos decepcionamos si Dios no nos concede lo que pedimos.
Vamos a profundizar en las lecturas de hoy.
 
La primera lectura del Libro del Exodo  ( Ex 17,8-13). La lectura de hoy recoge un episodio de guerra.
Amalec es el jefe de la tribu de nómadas que habita en el norte del Sinaí. Es enemigo tradicional de Israel, pueblo vagabundo del desierto que se dedicaban a la rapiña. Descendía de la rama de Esaú (Gén. 36,12) y se movía por la región del Sinaí atacando a los habitantes del sur de Palestina. Son hombres avezados a la lucha y están ansiosos de arrebatar a los israelitas sus ganados, sus bienes todos, el botín que traen de Egipto... Ataques por sorpresa, ataques que se ven venir, ataques de gente armada hasta los dientes.
Ante el peligro se organiza el combate. Moisés se siente cansado, sin fuerza para ponerse al frente del ejército. Pero él sabe que su debilidad no es óbice para que la batalla se gane, él está persuadido de que el primera guerrero es Yahvé, que al fin y al cabo es Dios quien da la victoria. Convencido de ello, llama a Josué y le expone su plan de ataque. Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec...
 

 
Josué hará de general y Moisés observará la batalla desde lo alto del monte. Tal vez la lucha tuvo lugar en algún oasis del desierto, el narrador no está interesado en la descripción del combate, sino en presentarnos a Moisés. El éxito o fracaso de la lid dependen de él: la victoria o la derrota guardan relación directa con el gesto de tener levantados o no los brazos. El texto nos muestra como Moisés no rezaba solo. Le acompañaban Aarón y Jur, quienes sujetaban los brazos del profeta para que pudiera continuar con su plegaria.
El texto parece atribuir una fuerza mágica a las manos alzadas de Moisés. Sin embargo, no son las manos de Moisés la causa de la victoria, como no lo son tampoco los carros y los muslos de los guerreros de Josué. La convicción de que sus triunfos no se debían a sus propias fuerzas, sino a la ayuda y al poder del Señor, estaba profundamente arraigada en Israel
 
El responsorial es el salmo 120  (Sal 120,1-8) , salmo  incluido entre los que se llamaban de las “subidas”. Es decir de la llegada de los peregrinos a Jerusalén que, como se sabe, está en lo alto.
Presentamos un comentario del Papa emerito Benedicto XVI: «El Señor te guarda de todo mal». Comentario al Salmo 120, «El guardián del pueblo»
1. Como ya había anunciado el miércoles pasado, he decidido retomar en las catequesis el comentario a los salmos y cánticos que forman parte de las Vísperas, utilizando los textos preparados por mi predecesor, Juan Pablo II.
 El Salmo 120 que hoy meditamos, forma parte de la colección de «cánticos de las ascensiones», es decir, de la peregrinación hacia el encuentro con el Señor en el templo de Sión. Es un Salmo de confianza, pues en él resuena en seis ocasiones el verbo hebreo «shamar», «custodiar», «proteger». Dios, cuyo nombre se evoca repetidamente, aparece como el «guardián» siempre despierto, atento y lleno de atenciones, el centinela que vela por su pueblo para defenderlo de todo riesgo y peligro. El canto comienza con una mirada del orante dirigida hacia lo alto, «a los montes», es decir, las colinas sobre las que se alza Jerusalén: desde allí arriba viene la ayuda, pues allí vive el Señor en su templo santo (Cf. versículos 1-2). Ahora bien, los «montes» pueden hacer referencia también a los lugares en los que surgen los santuarios idólatras, las así llamadas «alturas», condenadas con frecuencia por el Antiguo Testamento (Cf. 1 Reyes 3,2; 2 Reyes 18,4). En este caso, se daría un contraste: mientras el peregrino avanza hacia Sión, sus ojos se fijan en los templos paganos, que constituyen una gran tentación. Pero su fe es firme y tiene una certeza: «El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Salmo 120, 2).
 2. Esta confianza es ilustrada en el Salmo con la imagen del guardián y del centinela que, vigilan y protegen. Se alude también al pie que no resbala (Cf. versículo 3) en el camino de la vida y quizá al pastor que en la pausa nocturna vela por su grey sin dormirse (cfr v. 4). El pastor divino no descansa en el cuidado de su pueblo.
 Aparece después otro símbolo, el de la «sombra», que implica la reanudación del viaje durante el día soleado (Cf. versículo 5). Viene a la mente la histórica marcha en el desierto del Sinaí, donde el Señor camina al frente de Israel «de día en columna de nube para guiarlos por el camino» (Éxodo 13, 21). En el Salterio con frecuencia se reza de este modo: «a la sombra de tus alas escóndeme...» (Salmo 16, 8; Cf. Salmo 90, 1).
 3. Tras la vigilia y la sombra, aparece un tercer símbolo, el del Señor que «está a la derecha» de su fiel (Cf. Salmo 120,5). Es la posición del defensor, tanto militar como en un proceso: es la certeza de no quedar abandonados en el momento de la prueba, del asalto del mal, de la persecución. Al llegar a este punto, el salmista retoma la idea del viaje durante el día caliente en el que Dios nos protege del sol incandescente.
 Pero al día le sigue la noche. En la antigüedad se creía que los rayos lunares también eran nocivos, causa de fiebre o de ceguera, o incluso de locura. Por este motivo, el Señor nos protege también en la noche (Cf. versículo 6).
 El Salmo llega al final con una declaración sintética de confianza: Dios nos custodiará con amor en todo instante, guardando nuestra vida humana de todo mal (Cf. versículo 7). Cada una de nuestras actividades, resumida con los verbos extremos de «entrar» y «salir», se encuentra bajo la mirada vigilante del Señor, cada uno de nuestros actos y todo nuestro tiempo, «ahora y por siempre» (versículo 8).
 4. Queremos comentar ahora esta última declaración de confianza con un testimonio espiritual de la antigua tradición cristiana. De hecho, en el «Epistolario» de Barsanufio de Gaza (fallecido hacia la mitad del siglo VI), asceta de gran fama, al que se dirigían monjes, eclesiásticos y laicos por la sabiduría de su discernimiento, se recuerda en varias ocasiones el versículo del Salmo: «El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma». De este modo, quería consolar a quienes compartían con él sus propias fatigas, las pruebas de la vida, los peligros, las desgracias.
 En una ocasión Barsanufio respondió a un monje que le pedía rezar por él y por sus compañeros incluyendo en su augurio este versículo: «Hijos míos amados, os abrazo en el Señor, suplicándole que os guarde de todo mal y que os dé la fuerza para soportar como a Job, la gracia como a José, la mansedumbre como a Moisés, el valor en los combates como a Josué, el hijo de Nun, el dominio de los pensamientos como a los jueces, el sometimiento de los enemigos como a los reyes David y Salomón, la fertilidad de la tierra como a los israelitas… Que os conceda la remisión de vuestros pecados con la curación del cuerpo como al paralítico. Que os salve de las olas como a Pedro, que os saque de la tribulación como a Pablo y a los demás apóstoles. Que os guarde de todo mal, como a sus verdaderos hijos y os conceda lo que le pide vuestro corazón para el bien del alma y del cuerpo en su nombre. Amén» (Barsanufio y Juan de Gaza Epistolario», 194: «Collana di Testi Patristici», XCIII, Roma 1991, pp. 235-236).”  [Benedicto XVI, Plaza de San Pedro del Vaticano dedicada a comentar el Salmo 120, miércoles, 4 mayo 2005]
 
La segunda lectura es de la Segunda Timoteo ( 2 Tim 3,14–4,2) . En este fragmento San Pablo aconseja a Timoteo que insista siempre en la oración y en la enseñanza de la Palabra. San Pablo da juiciosos e importantes consejos a su discípulo, a quien impuso las manos. Se trata de que respete la tradición oral recibida de sus maestros. Porque la Escritura sola no es la guía del cristiano, sino la Escritura leída por la Iglesia. Por otra parte, él ha frecuentado los textos sagrados, que están inspirados. La enseñanza de un apóstol se apoya ante todo en la Escritura.
A partir de ahí ha de dedicarse Timoteo a la proclamación de la Palabra. Es urgente hacerlo; san Pablo insiste. Conjura a Timoteo por la parusía misma, a que intervenga y que lo haga a tiempo y a destiempo, denunciando el mal, reprochando, exhortando, pero con paciencia y con pedagogía.
Los versículos de hoy, son los más explícitos del N.T. en torno al alcance y al valor de las Escrituras. Pablo empieza recordando a Timoteo que toda su educación se ha desarrollado a la manera judía, a partir de las santas letras (v.15): su formación no se apoya sobre teorías o fórmulas mágicas como las que montan los herejes, sino que se apoya sobre documentos, sobre "escrituras".
Por otra parte, esas Escrituras encierran una eficacia por sí mismas: no sólo proporcionan un conocimiento filosófico o cósmico, sino una "sabiduría" que no es otra que la "fe". Es, pues, normal que quienes hacen profesión de instruir a los demás se apoyen sobre las Escrituras en sus tareas docentes (v.16), ya se trate de la didascalia, de la apologética o de la ética.
El hombre de Dios (v.17) que explicita las múltiples virtualidades de las Escrituras y cuenta con su eficacia es un "hombre completo", realmente equipado para su ministerio. Pablo subraya de paso que las Escrituras están inspiradas (v.16): sus palabras tienen un valor que las distingue de las palabras humanas, puesto que están formuladas con el poder del Espíritu que ha dirigido a los profetas. Las Escrituras son útiles al predicador y es importante que se impregne de ellas.
 
El evangelio de hoy es de San Lucas ( Lc 18,1-8 ) nos presenta la narración de la parábola del juez inicuo. Los evangelios de hoy y del próximo domingo nos presentan cada uno una parábola relacionada con la plegaria: hoy la del juez inicuo y la viuda y el próximo domingo la del fariseo y el publicano. La finalidad principal de la parábola que hoy leemos es la enseñanza sobre cómo debe ser la verdadera oración: perseverante y humilde; la misma introducción a la parábola nos da ya esta orientación: "para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse".
La viuda insistente  pudo ser un personaje concreto que existía en esos años y el juez inicuo también. Y, también, la admirable historia de la perseverancia de esa mujer pudo ser un hecho cierto y conocido. Una de las características de la parábola oriental es tomar como punto de partida algo conocido, ocurrido en esos años.
El protagonista de la parábola es una viuda que acude a un juez para que le haga justicia, seguramente, en cuestiones monetarias o de herencia, contra un adversario mucho más rico, poderoso e influyente que ella, ante el cual no tiene otra arma más que su constancia y tesonería. En el mundo bíblico la viuda equivale a la mujer casada que perdió no sólo al esposo sino también y especialmente el soporte financiero de algún miembro masculino de su familia y necesita, por tanto, protección legal. El acento recae, por tanto, en lo que nosotros llamaríamos secuelas de la viudez. Su condición era considerada incluso como un oprobio. La viuda era la imagen más viva del dolor y de las lágrimas. El juez, finalmente, cede. Lo hace a causa de las molestias que le provocan las continuas quejas de la mujer. Quiere que le deje en paz de una vez.
Si la parábola está centrada sobre todo en la actitud de la viuda, la aplicación que Jesús hace de ella se fija en el juez ("Fijaos en lo que dice el juez injusto"). Los oyentes de Jesús deben dar un salto y trasladar la conclusión del juez a Dios: si este juez injusto, movido puramente por un motivo egoísta, es capaz de escuchar, ¿habrá alguien capaz de imaginar que Dios no escucha siempre a todos y especialmente a sus elegidos, a los pobres y necesitados? De este modo pasamos de las cualidades que debe tener la oración, tema de la parábola en sí misma, a la seguridad y confianza de que esta oración siempre será escuchada, tema principal de la aplicación puesta en labios de Jesús, en la que el juez es presentado como figura contrastante con el modo de actuar de Dios.
El versículo 8b ("Pero cuando venga el Hijo del Hombre...") parece que originariamente no pertenecía a la parábola, sino que enlaza mucho mejor con las palabras de Jesús sobre la segunda venida del Hijo del Hombre en 17, 20-37. Los discípulos de Jesús, ¿serán capaces de mantener la fidelidad a su Señor durante todo este tiempo en que esperan su retorno, tiempo a veces de dudas y oscuridades? Esto debe preocuparles mucho más que el querer saber si su oración es escuchada por Dios, sobre lo cual no deben tener ninguna duda.
 
 
Para nuestra vida.
La primera lectura nos presenta la oración comunitaria de Moisés. No estamos solos en la oración. Nos acompañan siempre los hermanos. Y hemos de tener en cuenta que hemos de rezar siempre. Dios espera nuestra oración, aunque no la necesite.
Ante la figura de Moisés con los brazos en alto mientras que a sus pies transcurre la batalla nos surge una pregunta es: ¿Dios necesita de una actitud visible en la oración para aceptarla, para hacer caso? Cada vez que Moisés bajaba los brazos, en la lucha ganaba Amalec y perdía Josué. Moisés, claro, perdía la actitud orante física por el cansancio y no aguantaba tener los brazos elevados. Y de ahí que le sentaran sobre una piedra mientras Aarón y Juur le sujetaban las manos. ¿Necesitaba Dios esa postura? No, claro que no. Quien la necesitaba eran los combatientes que se esforzaban al máximo al saber que Dios les ayudaba gracias a la oración permanente de Moisés. ¿Y Dios que hacía? Bueno, habrá que pensar que esa victoria de Moisés y de su pueblo estuvo presente en la mente de Dios desde siempre. Pero es obvio que la figura de Moisés con los brazos apuntalados por sus compañeros es un excelente símbolo de la oración constante y continuada, llevada a cabo sin desfallecer. Y Dios, lo sabemos, gusta de esa continua cercanía a Él de sus criaturas, porque ellas le han dado muchas veces la espalda a lo largo de la historia. Dios no quiere que sus hijos se apartemos de él, no quiere “el silencio del hombre”, la falta de actitud orante de su criatura.
 
En el salmo se nos recuerda la actitud de levantar los ojos a los montes, que  es mirar al Templo. Para nosotros, hoy, es un canto de alabanza al Señor que siempre guarda nuestros caminos y nuestros trabajos, dada su continua generosidad para con sus criaturas.
El salmo nos invita a motivar nuestras seguridades: "levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra". Orar es reconocer la grandeza de Dios y nuestra debilidad, y orientar la vida y el trabajo según Dios.
 
La segunda lectura nos recuerda que todos tenemos que estar bien preparados ante la venida de Jesús. Hoy nos interesan, especialmente, la frase última del fragmento proclamado y que se relaciona con la oración continua y persistente: “proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda comprensión y pedagogía”. Es un encargo fuerte, completo, y nada fácil. Pero así es el trabajo de la evangelización. No se puede parar porque parar es retroceder.
Debemos hacer de la Escritura, principalmente de los Evangelios y del Nuevo Testamento, nuestro libro de cabecera. No sólo debemos conocer la letra del evangelio de Jesús, sino, sobre todo, impregnarnos de su espíritu, tratar de vivir según el espíritu de Jesús. Todos los cristianos debemos ser modelos de virtud y de obras buenas para los demás. Hoy día, más que corregir y reprender a los demás con palabras, debemos hacerlo con nuestras obras. Ser humildes, mansos, generosos, estando siempre dispuestos a ayudar a los demás y predicando siempre el evangelio del Reino, evangelio de santidad y de gracia, de vida, de justicia, de amor y de fe.
 
 En la parábola del evangelio,  Jesús también nos enseña la importancia de la oración en nuestra vida. En su parábola, el juez no tiene más remedio que conceder a la buena mujer la justicia que reivindica. No se trata de comparar a Dios con aquel juez, que Jesús describe como corrupto e impío, sino nuestra conducta con la de la viuda, con una oración también de petición y perseverante.
Jesús enseña que orar debe de ser en toda hora y en toda ocasión. Jesús nos pide que oremos con constancia y sin desánimo dando por entendido que Dios puede no “contestarnos” inmediatamente y, por supuesto, no darnos enseguida –o nunca—lo que específicamente nosotros le pedimos. Está definiendo lo que se ha llamado “el silencio de Dios”, que tanto nos inquieta y preocupa. El mismo Jesús –se ha dicho muchas veces—vivió esa situación de desamparo desde el Huerto de los Olivos hasta el momento de su muerte en la Cruz.
Lo importante es que Jesús nos pide orar siempre, aunque el objeto de nuestra oración parezca que no tiene solución. Si lo pensamos bien el juez inocuo podría haber usado de la fuerza para callar a la mujer. O, incluso, haber juzgado en contra de los intereses de la reclamante. Es ahí donde nos muestra la aparición de una idea fundamental para la existencia humana: pedir contra todo pronóstico “realista” de recibir lo demandado porque, Dios, sin duda vendrá en nuestra ayuda.
La intención de Jesús al proponer esta parábola está bien clara: la necesidad de una oración continuada. Tengamos en cuenta, por otra parte, que los ejemplos siempre son imperfectos (decían los romanos: "exempla nunquam currunt quattuor pedibus"). El Padre de Jesús no es este juez inicuo, descreído y fanfarrón, y no hace falta aporrearle la puerta del despacho para que nos escuche. De todas las formas la insistencia machacona de la viuda, figura desvalida y en contraste con el juez prepotente, consigue lo que busca, que se le haga justicia. La figura de la viuda se asemeja más a la nuestra que la del juez a Dios. Tampoco Jesús intenta aplicar a Dios la última razón del juez para hacer justicia: "para que deje de molestarme de una vez".
La oración es el acto de fe por excelencia. Sin la fe la oración no tiene sentido. Jesús, más que nunca en estos tiempos de ruidos y de superficialidad, nos invita a no abandonar la columna de la oración. Con ella podemos unir la tierra y el cielo y al hombre con Dios. ¿Cómo? Siendo constantes, alegres y persistentes en la oración. No está de más el recordar que, también una gota con su goteo permanente, es capaz de romper una gigantesca roca. Y no es menos cierto que, la oración permanente, produce sosiego, seguridad, optimismo y la sensación de que Dios camina codo a codo junto a nosotros.
Termina sus palabras con una frase misteriosa y que, sin duda, es como una pregunta a todos y cada uno de nosotros… a los cristianos y cristianas de todos los tiempos y generaciones: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” ¿Había previsto ya el Señor las tremendas crisis de fe que sus seguidores han ido experimentando a lo largo de la historia?.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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