Las lecturas de este Domingo hablan de una realidad
presente en la historia de la humanidad, presente en nuestra propia historia personal:
el pecado. Insistimos en que es una realidad, aunque en nuestra
sociedad cada vez más olvidada de Dios se busque negar, ignorar, dejar atrás,
diluir, sustituir con otros nombres o explicaciones: «un defecto de
crecimiento, una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de
una estructura social inadecuada, etc.» (Catecismo de la Iglesia Católica,
387).
¿Qué es el pecado? No se puede comprender lo que es el
pecado sin reconocer en primer lugar que existe un vínculo profundo del hombre
con Dios. El pecado «es rechazo y oposición a Dios» (Catecismo
de la Iglesia Católica, 386), «es un abuso de la libertad que Dios
da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente» (Catecismo
de la Iglesia Católica, 387). Es un querer ser dios pero sin Dios,
es querer vivir de espaldas a Él, desvinculado de los preceptos y caminos que
en su amor Él señala al ser humano para su propia realización. El pecado es un
acto de rebeldía, un “no” dado a Dios y al amor que Él le manifiesta. Todo esto
queda retratado en la actitud del hijo que reclama su herencia: quiere
liberarse del padre, salir de su casa para marcharse lejos y poder gozar de su
herencia sin límites ni restricciones.
El pecado, que es ruptura con Dios, tiene graves
repercusiones. Quien peca, aunque crea que está recorriendo un camino que lo
conduce a su propia plenitud y felicidad, entra por una senda de
autodestrucción: «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo
19, 4). Al romper con Dios, fuente de su vida y amor, todo ser humano sufre
inmediatamente una profunda ruptura consigo mismo, con los demás seres humanos
y con la creación toda.
¿Qué hace Dios ante el rechazo de su criatura humana?
Dios, por su inmenso amor y misericordia, no abandona al ser humano, no quiere
que se pierda, que se hunda en la miseria y en la muerte, sino que Él mismo
sale en su busca: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que
todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn
3, 16). «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores» (1 Tim
1, 15). Dios en su inmenso amor ofrece a su criatura humana el don de la
Reconciliación por medio de su Hijo. Es el Señor Jesús quien en la Cruz nos
reconcilia con el Padre (ver 2 Cor 5,
19), es Él quien desde la Cruz ofrece el abrazo reconciliador del Padre
misericordioso a todo “hijo pródigo” que arrepentido anhela volver a la casa
paterna.
La primera lectura tomada del Libro del Éxodo (Ex 32,7-11.13-14 ),
nos
presenta una vez más al pueblo escogido que se ha olvidado de Dios, que le
vuelve la espalda y busca un dios más fácil, más hecho a la corta medida de sus
corazones. Un dios manejable, un dios al que traigan y lleven de un lado para
otro. Por eso se hicieron un becerro de oro, un ídolo semejante al que habían
visto en Egipto.
En un lenguaje
antropomórfico Moisés habla con Dios como quien habla con un
padre lleno de
amor hacia sus hijos. Sabe que Dios ama a su pueblo Israel con un amor
entrañable y que esa es la causa de su enfado y de su ira cuando ve que su
pueblo predilecto, Israel, le ha abandonado y ha preferido adorar al dinero, a
un becerro de oro. Es tanta su ira, al no verse correspondido en el amor, que,
por un momento, piensa abandonarlo y destruirlo. Pero Moisés conoce el corazón
de Dios, un Dios cuyo corazón es puro amor, y se atreve a interceder por el
pueblo que Dios mismo ha puesto bajo su dirección.
Tres ideas en el texto:
Apostasía de Israel.
Intercesión de Moisés-
Perdón de Dios.
*El pecado de Israel
fue contravenir la orden divina de no fabricarse imágenes de Dios. De suyo no
era esto acto de idolatría, sino obediencia y camino para la idolatría. El
Señor muestra a Moisés cuán irritado está por las veleidades y rebeldías de
aquel pueblo. Propone a Moisés el plan de abandonar a aquel pueblo y hacerle a
él caudillo de otro pueblo más dócil, con el que más fácilmente y más
gloriosamente realizaría su obra salvífica.
*Es ejemplarizante la
conducta de Moisés en este momento. La propuesta del Señor no halaga su
vanidad. Moisés es fiel a la misión que el Señor le confió, de “Mediador” de su
pueblo. Y puesto a prueba, demuestra que es el siervo fiel y el intercesor
poderoso. De momento parece que su mediación a favor del pueblo va a fracasar:
“Déjame” (10), le dice Dios: “Déjame que mi cólera se encienda contra ellos.”
Este antropomorfismo indica cómo la oración es eficaz ante Dios. Con la oración
trocamos el castigo en gracia.
* La oración de
Moisés-Mediador. Moisés en este momento está a la altura de su función. Dios le
ha dicho: “Tu pueblo se ha prostituido, se ha desviado del camino que le tenía
Yo trazado”. A este reproche de Dios contra Israel, ¿Qué podrá responder el
Mediador? “Y Moisés, acariciando el rostro de Yahvé su Dios, le decía: ¿Por
qué, Yahvé, se ha de encender tu ira contra tu pueblo que hiciste salir de
Egipto?” (11). La oración es “acariciar” el rostro del Padre. Y Moisés asegura
el éxito de su plegaria cuando con tanta confianza como habilidad le dice a
Dios: “No, Señor, no es “mi” pueblo; no lo saqué yo de Egipto. Es “tu” pueblo;
el que Tú sacaste de Egipto; el que desciende de los Patriarcas por Ti tan
amados; el portador de la Promesa y de las bendiciones mesiánicas” (11). ¿Cómo
no se va a rendir Dios? ¿Qué otra cosa quiere Dios que la conversión del
pecador para poderle perdonar? Moisés gana la partida.
El responsorial es
el salmo 50 (Sal 50,3-4.12-13.17.19) .
El salmo 50 llamado Miserere es el más
famoso de los siete salmos llamados «penitenciales» en la tradición cristiana. Se trata de una
confesión individual de pecado seguida de una plegaria para obtener el perdón. El
salmista sabe que todo pecado tiene como primer referente a Dios mismo; la
culpa llega a su corazón y es sólo él quien, con el perdón, puede recrear.
Aunque, efectivamente, el orante tiene una profunda conciencia de ser pecador
desde su propia concepción, sabe también con certeza que Dios puede intervenir
llevando a cabo una salvación que es una nueva creación.
El orante dirige a
Dios, presente en el templo, una acongojada e implorante oración de perdón,
apelando a la misericordia del Señor y reconociendo sus propias culpas: «Misericordia,
Dios mío; por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa; lava del
todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre
presente mi pecado» (vv. 3-5).
A la confesión sincera
elevada por el orante a Dios, que siempre se muestra compasivo con el pecador,
le sigue la súplica confiada en favor de la liberación de la culpa: «Rocíame
con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme
oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi
pecado tu vista, borra en mí toda culpa. Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme» (vv. 9-12).
Es la oración de un
hombre arrepentido que desea ser liberado del pecado, obtener la alegría de
vivir. Quiere que se realice en su vida una nueva creación, un «corazón puro» y
una renovación interior. Eso le permitirá volver a encontrar la comunión con
Dios, experimentar la salvación, volver al estado de inocencia y estar
disponible al servicio de un culto agradable al Señor (vv. 13ss).
San Agustín nos dice
de los últimos versículos del testo de hoy: " Si te ofreciera un
holocausto -dice-, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a
quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu
quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Este es
el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos
para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu
corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no
temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios,
crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que
quebrantar antes el impuro" (Agustín de Hipona, Sermón XIX, 2s, passim).
La segunda lectura de la Primera
carta a Timoteo (1 Tim 1,12-17)
La segunda lectura es
una densa presentación de la vocación apostólica de Pablo, el que persiguió a
la Iglesia, por ignorancia de que en Cristo Jesús estaba la salvación del
hombre y la suya propia.
San Pablo nos da en
síntesis las tres etapas de su vida:
- Etapa de perseguidor: Recarga las tintas al
hablarnos de aquel período triste. “Fui blasfemo y perseguidor, y ultrajador”.
La sincera humildad de Pablo se trasluce al definirse y clasificarse como “el
primero entre los pecadores”
.- Gracia de
conversión: Cristo ha mostrado su magnanimidad y bondad en el perdón del gran
perseguidor. Pablo será en la Iglesia el monumento viviente de la bondad de
Cristo.
- Elección para el
ministerio del apostolado: Pablo considera esta elección como una predilección
y una especial confianza que deposita en él Cristo: “Considerándome digno de
confianza me estableció en el ministerio”. Por lo cual está sumamente
agradecido a Jesús. Jesús le ha revestido de poder. Este “poder” es la virtud
salvífica de Cristo. Ahora está en manos de los Apóstoles, que prosiguen en
nombre de Cristo su obra salvífica: “Como me enviaste Tú al mundo, Yo también
los envío al mundo” (Jn 17,18). La plenitud de su virtud salvífica la transmite
Jesús a sus Apóstoles, y entre éstos está Pablo, elegido personalmente por el
mismo Jesús.
El
evangelio de san Lucas (Lc 15,1-32 )nos ofrece una de las tres
parábolas de Jesús que son praxis, declaración programática del Reino que
esperamos, y, sobre todo, espejo del amor de Dios por sus criaturas. Es la parábola
del Hijo Pródigo tan meditada y esplendorosamente manifestada en esa magnífica
pintura del maestro Rembrandt que acoge, en un ambiente de una cierta penumbra
al huido y tapa su humanidad arrodillada por la fuerza de sus brazos de padre
amoroso.
Comienza el texto con esa
afirmación: “se acercaba a él todos los publicanos y pecadores”. Es muy propio
de Lucas subrayar el “todos”, como en 14,33 cuando decía que quien no se
distancia (apotássomai) de todos los bienes… Y
también merece la pena tener en cuenta para qué: “para escucharle”. Escuchar a
Jesús, para aquellos que todo lo tienen perdido, debe ser una delicia. También
se acercaban, como es lógico, los escribas de los fariseos, pero para “espiar”.
En esta parábola los fariseos están representados por el hijo mayor que no
comprende la actitud del padre, que reclama para sí un trato mejor y para su
hermano el castigo y rechazo. Aquel hijo, aunque siempre había permanecido en
la casa del padre, se hallaba lejos de él porque su corazón no sintonizaba con
el corazón misericordioso del padre. Cegado por la ira, por el enojo, reclamaba
un trato duro. Su corazón estaba cerrado a la misericordia, por tanto era
incapaz de compartir el gozo que el padre experimenta al recuperar a su hijo.
Así se mostraban aquellos fariseos que pensaban que estaban cerca de Dios
porque cumplían la Ley, cuando en realidad estaban lejos de su corazón por su
falta de misericordia, algo que continuamente les reclama el Señor: «Id, pues,
a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no
sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores»
(Mt 9, 13; ver también: Mt 12, 7; 23, 23; Lc 10, 37).
La salvación y reconciliación que el Señor Jesús vino a traer no es
exclusiva para los fariseos o para los judíos, sino que es un don del amor de
Dios Padre para todos los hombres de todos los pueblos y de todas las
generaciones, incluyendo a quienes menos lo merecen pero más lo necesitan. El
Hijo de Dios ha venido a buscar y salvar también a los gentiles (Lc 7, 1ss), a los samaritanos (Lc 10,
33ss; 17, 16ss), a publicanos y prostitutas que desean volver a la casa del
Padre (Lc 5, 32; 15, 1ss), a los despreciados
por la sociedad (Lc 4, 18; 6, 20; 7, 22; 14, 13;
18, 22; etc.). Para Dios nadie está excluido, absolutamente todo ser
humano es sujeto de redención porque es sujeto de su amor y misericordia.
Para nuestra vida
La historia descrita
en la primera lectura de un modo o de
otro, se repite también hoy día. Todos los hombres somos iguales, pueblo de
dura cerviz, que se empeña en seguir su propio camino, en lugar de recorrer el
que Dios ha señalado... Ojalá que seamos capaces de reconocer nuestro pecado de
idolatría y lo abandonemos. Ojalá volvamos nuestros ojos al Dios verdadero, el
que de veras nos libra y nos salva, en vez de crearnos dioses a nuestra medida
e interés.
En la historia
descrita hay un intercesor Moisés. Como resultado de la intercesión de Moisés Dios
se arrepiente de su amenaza y perdona, una vez más, a su pueblo. También en
este caso, como en las parábolas de la misericordia, vemos que el amor tiene
siempre para Dios la última palabra. Fijémonos también, en este caso, en el
poder de la intercesión. Moisés intercede por amor y Dios, que lo sabe, perdona
también por amor. esa intercesión es la que realiza la Iglesia y tantos
creyentes unos por otros. La gran intercesión la realizó Jesucristo.
El salmo nos sitúa ante la realidad del pecado. El hombre
contemporáneo busca de todos los modos posibles la manera de cancelar todo
sentido de culpa, llamando con frecuencia bien al mal y viviendo en una
pretendida autosuficiencia ética, vive uno de los más grandes tormentos y de
las más profundas soledades precisamente porque le falta la alegría de recibir
el perdón.
Esta experiencia, que
acompaña al ser humano en su historia y que tan bien expresa el Miserere nos conduce, a un horizonte en el
que se puede medir la gravedad de las acciones humanas, porque respecto a todo
pecado debemos decir a Dios: «Contra ti, contra ti, sólo pequé» (v. 6). Pero
pone también de manifiesto la maravillosa novedad que Dios, en su gran amor,
puede llevar a cabo: hace nuevas todas las cosas, o sea, recrea. Por eso la
invocación: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro» (v. 12), expresa al mismo
tiempo arrepentimiento y experiencia de salvación.
¡Cuántas veces, en
efecto, después de una mala acción, tras pronunciar una palabra injusta, nos
sorprendemos pensando: podíamos no haberlo hecho. Pero sólo Dios puede cancelar
nuestro pecado hasta restituirnos una integridad total; es ésta una fuente de
alegría que necesita el corazón humano para recomenzar, para volver a partir
con una vida nueva.
San Agustín nos ayuda
a meditar este salmo. " «Yo reconozco mi culpa», dice el salmista. Si yo
la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción
de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra
vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son
aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los
demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no
poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No
es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues
yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no
atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera
superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona
a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.
¿Quieres aplacar a
Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio.
Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te
ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir
del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación?
¿Qué dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un
holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un
espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios
rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer.
Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los
sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios "
(Agustín de Hipona, Sermón XIX, 2s, passim).
En la segunda lectura (1
Tim. 1, 12-17)tenemos la confesión de San
Pablo a su discípulo Timoteo. Este tipo de testimonios son importantes en
la vida cristiana. La sinceridad de nuestra experiencia religiosa manifestada
de forma sencilla es una forma perfecta de evangelizar.
En esta Carta San
Pablo reconoce haber sido blasfemo y perseguidor de la Iglesia de Cristo. Y
habla de cómo el Señor -a pesar de todo eso- le había tenido confianza para
ponerlo a su servicio. San Pablo le asegura a Timoteo que “Cristo Jesús vino a este mundo a
salvar a los pecadores”. Recordemos eso nosotros: el propósito de
la venida de Cristo al mundo fue para buscar y salvar a los pecadores. Como
hizo con Pablo, quien, en palabras de su Carta, se confiesa el más grande
pecador.
San Lucas en la
llamada "Parábola del Hijo Pródigo" manifiesta la ternura de un Dios que nos invita a estar a
su lado. Dios Padre refleja en su rostro los rasgos de la vida. El da vida a
aquellos que, libremente, deciden seguirle. Dios Padre nos da vida porque es
Amor. Habitar en la casa del Padre es gozar de la misericordia y el cariño de
Dios. El hijo menor representa al discípulo autosuficiente que se ha alejado
del camino. Lejos de la casa del padre no hay vida verdadera, sino desgracia y
muerte. Pero el discípulo decide volver al buen camino y allí goza de la
profundidad de la vida. El Padre lo acoge de nuevo y, de alguna manera, vuelve
a engendrarlo. La acogida paternal y amistosa del Padre devuelve a aquel hombre
la certeza de sentirse querido y lo rehabilita como persona. El hermano mayor
es el paradigma del cristiano que siempre se ha creído en el camino adecuado,
pero le ha faltado lo más importante: el amor que supone el encuentro personal
con el Dios que nos da vida. Había vivido en la misma casa del Padre, ha
pertenecido desde su bautismo a la Iglesia, quizá ha trabajado duramente en
defensa de su fe, pero no ha experimentado el gran gozo del amor del Padre. Por
eso pone dificultades a la misericordia, no entiende a una Dios que perdona
siempre sin límites.
El Padre es el auténtico protagonista de la Parábola. Debería titularse: "Parábola del Padre Pródigo en
amor". El Dios de Jesucristo es el Dios de la vida. Cuando nos alejamos de
El nuestra vida se debilita. Cuanto más estemos lejos del fuego de su amor, más
frío tendremos. Nos sentimos solos y abandonados, como la oveja perdida. Cuando
nos cerramos a su amor, como el hijo mayor, nos invade la rutina, la
desesperación y el desamor. Lo más significativo que nos enseña la parábola no
es ni nuestra huida ni nuestra cerrazón, lo más importante es la misericordia y
la ternura de Dios, que quiere que vivamos de verdad.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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