Comentario a las lecturas del
Domingo XXI del Tiempo Ordinario. 21 de agosto de 2016.
Hoy las
lecturas nos dan luz replantearnos algunas cuestiones en una sociedad que
impone cada vez con más fuerza un estilo de vida marcado por el pragmatismo de
lo inmediato. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Ya no
tenemos certezas firmes ni convicciones profundas. Poco a poco, nos vamos
convirtiendo en seres triviales, cargados de tópicos, sin consistencia interior
ni ideales que alienten nuestro vivir diario, más allá del bienestar y la
seguridad del momento.
La primera lectura nos habla de
los últimos tiempos. Tiempos que serán de gloria manifestada a los hombres.
El salmo de alabanza que surge del corazón de todos los pueblos. Todos
los pueblos cantan la fidelidad de Dios. Fidelidad que es misericordia.
La segunda lectura nos presenta una realidad poco apreciada en el camino
de la perfección, la corrección. Dios corrige mediante la tribulación que al
revés del infortunio tiene un valor educativo. Los acontecimientos dolorosos
educan porque sin dolor no llega uno a la verdadera
sabiduría. Ni el cristiano, al recto conocimiento de Dios y de sí mismo. El
Señor reprende a los que ama.
El evangelio presenta a Jesús, que va de camino y en el camino recorre
aldeas y ciudades predicando, enseñando y anunciando la salvación que se
presenta en el misterio de su vida. Jesús señala el camino. Es su misión. Jesús
va a entrar por la puerta estrecha de la abnegación, de la obediencia y del
sacrificio. Con ello nos marca nuestro camino.
La primera lectura es del libro de Isaías (Is 66,
18-21)nos presenta el final
del libro de Isaías.
Un final clamoroso, abierto, universalista hasta extremos insospechados. Israel
nunca más se sentirá solo. Junto a sí tendrá a todas las naciones (v. 18)
gentiles definitivamente unidas en la paz que procede de la gloria de Yahveh,
de su visible manifestación a todos los hombres, de su Revelación en Jesús.
El libro de Isaías se cierra con un colofón, parte en
prosa (66,18-21) y parte en verso (66,22-24). Primero se anuncia la
proclamación de la gloria del Señor a las naciones, a la que éstas responderán
peregrinando al Templo del Señor.
Los vv. 18-21 forman un pasaje a modo de inclusión
literaria confrontado con 2,2-4: ambos textos vendrían a rubricar, de algún
modo, el principio y el final del libro. En otras palabras: el exilio de
Babilonia viene a ser el castigo divino al pueblo por los pecados de éste, por
haber roto la Alianza.
En el trasfondo quizá está gravitando la expulsión de
los primeros padres del Edén (Gn 1,23): también
Israel es expulsado de su tierra y de Sión, «la casa de Jacob» (2,6). Pero
Dios, por su misericordia hacia su pueblo, le perdonará y lo hará entrar de
nuevo en su «monte santo», en Jerusalén (v. 20), a cuyo retorno estarán
asociadas «todas las naciones y lenguas» (v. 18). Este retorno indica la
remisión completa de la culpa. De alguna manera, el libro de Isaías, de
principio a fin, plantearía en resumen y de manera anticipada e imperfecta la
misma historia de la salvación que recorre toda la Biblia: desde la expulsión
del paraíso (Gn 3,23) hasta la visión de la
«Jerusalén celestial» en los «nuevos cielos y la tierra nueva (v. 22 y Ap 21,1-27), en cuya plaza estará el «árbol de la vida» (Ap 22,14).
Teodoreto de Ciro entiende estas palabras como un anuncio del
alcance soteriológico universal de la Encarnación y comenta que el profeta «ha
mostrado que no sólo a causa de la salvación de los judíos asumió la forma de
siervo, sino ofreciendo la salvación a todas las naciones» (Commentaria
in Isaiam 66,18).
La Carta Segunda a los Corintios atribuida a San
Clemente Romano verá también en el v. 18 el anuncio de la Parusía del Señor:
«Vendré a reunir a todas las naciones y lenguas. Esta expresión preanuncia el
día de su aparición [de Jesús], cuando vuelva a rescatar a todos nosotros, a
cada uno conforme a sus obras» (Epistula II ad Corinthios 17,4).
A modo de
reseña simbólica se citan los pueblos entonces más significativos peregrinando
desde todos los ángulos de la tierra conocida hasta Jerusalén. Put y Lud en África; Tubal junto al mar Negro: Yabán
en las islas jónicas y Grecia; Tarsis o Tartesos, la región del Guadalquivir, símbolo de los
confines de la tierra, del epopéyico Non Plus Ultra.
Como broche de oro ahí está esa tajante afirmación "de entre ellos tomaré
sacerdotes y levitas". ¿Quiénes son "ellos"? ¿Los judíos de la
diáspora? ¿Los gentiles?.
En la Nueva
Jerusalén del Espíritu todos sus hijos en la fe forman ese pueblo santo,
sacerdotal, entre el cual Dios elige a sus ministros, a sus sacerdotes y
levitas. Sacerdocio que ya no será como el de la carne hereditario, sino
vocacional, carismático, profético. Participación del sacerdocio pleno de su
Hijo.
El responsorial es el salmo116 (sal 116, 1. 2 (r.: mc
16, 15). Lo primero que destacamos hoy es el mandato que
repetimos en la estrofa : "Id al mundo entero y
proclamad el Evangelio".
El texto es el himno más breve de todo el salterio, pero, al mismo
tiempo, es un himno completo. Este salmo, pequeña doxología, se compone de 17
significativas palabras que celebran la alianza entre Dios y su pueblo. Su
esquema literario es esencial:
- v. 1: Invitación universal a todos los pueblos a la misma
alabanza;
- v. 2: motivo de la alabanza: la fidelidad y el amor de Dios por Israel
no desaparecerán.
"
V.
1: Aleluya.
Algunos la trasladan del fin del salmo al comienzo del mismo. Este v. ofrece
tres elementos trascendentes: sujeto, acción y objeto sobre el cual la acción
se dirige. El
sujeto son las
naciones y los
pueblos. «Naciones» (gôyim), propiamente, es todo lo que no es
Israel; «pueblos» indica, bajo el mismo aspecto distintivo, más la variedad. La
invitación se dirige, como en los salmos escatológicos, a todos los pueblos
distintos de Israel, no a los hijos de Israel disgregados por las naciones, ni
a los congregados en acto litúrgico. La
acción es la de alabanza: alabad;
aclamad, verbo arameo que indica radicalmente «acariciad
delicadamente», «decid loores». El
objeto es Yahvé, Dios de Israel.
V. 2:
«Firme es su misericordia» se refiere más al pasado. En cambio, «dura por
siempre», mira preferentemente al futuro. La cuestión problemática está en la
frase «con nosotros», que al primer análisis no se ve claro si debe
considerarse pronunciada por las naciones, o por Israel, o por todos a la vez.
La «misericordia y fidelidad» divinas se dicen a favor de la comunidad
israelítica en toda su historia o en general, pues ésas son «las sendas de
Yahvé» (Sal 24,10), y en anuncios proféticos en bien de la comunidad mesiánica,
porque la definitiva «gracia y fidelidad», a la cual confluyen todas las otras,
es el Mesías". (R. Arconada, en La Sagrada Escritura. Texto
y comentario, de la BAC).
Podemos pensar el salmo como celebración de la comunidad israelita, que
alaba a Dios por la obra salvífica que ha llevado a cabo en favor del pueblo de
Israel, que resume la vocación de todos los pueblos a la fe. El himno comienza
con una invitación a la alabanza. Ahora bien, no es sólo Israel el que debe
alabar a Dios, sino que todos los hombres de la tierra debe ensalzar a aquel a
quien debemos buscar y amar con todo el corazón.
Podríamos preguntarnos por qué deben alabar a Dios todos los pueblos. La
respuesta que nos hace intuir el salmo es la siguiente: porque todas las
naciones han sido testigos de cómo se ha comportado el Señor con Israel, es
decir, cómo en un primer tiempo lo castigó con el exilio por su infidelidad y
cómo lo perdonó y lo liberó después de la esclavitud, recordando la promesa de
fidelidad - hecha a sus antepasados. El obrar de Dios, en realidad, pone de
relieve su comportamiento con sus criaturas: quiere que la humanidad viva en
paz y por eso la salva y la ama. Y la misión del pueblo de Israel es manifestar
a todos el extraordinario obrar del Señor. En efecto, Israel debe poner de relieve
respecto a los otros pueblos las dos grandes cualidades de Dios que el pueblo
experimentó a lo largo de su historia, una historia compuesta de alianzas por
parte de Dios y de traiciones por parte de la comunidad israelita.
La primera virtud de Dios es la hesed,
una palabra hebrea rica de significado y que incluye una serie de
actitudes, como el amor, la bondad, la ternura, la misericordia: «Alabad al
Señor [ ..] Firme es su misericordia con nosotros» (vv 1-2a). Entre Dios y su pueblo se instaura una relación
más profunda que la existente entre dos esposos que se aman.
La segunda palabra es `emet, que
significa verdad, fidelidad, estabilidad, lealtad; también expresa una promesa
sincera y duradera: «Su fidelidad dura por siempre» (v 2b). El amor de
Dios es un amor incondicionado: Dios no se cansa nunca de amar, aun cuando no
exista por parte del hombre el correspondiente contracambio, de ahí que la
alabanza al único Señor se deba extender a todos los hombres.
La segunda lectura es de la carta a los hebreos ( Hb
12, 5-7. 11-13). Continuamos hoy el cap. 12 de hebreos. Ya sabemos que la Carta está dirigida a
una comunidad que padece las consecuencias de una persecución religiosa, y aun
siendo así que en otros tiempos ha sido una iglesia dinámica y meritoria por
muchos motivos, se encuentra en un período de decaimiento. Las exhortaciones de
la carta dejan entrever que los miembros de la comunidad han caído en un estado
de tibieza. En esta situación, y ante la coincidencia de los sufrimientos
provocados por la persecución y la presencia de maestros que proclaman nuevas
doctrinas, el autor de la Carta teme que se presente la tentación de la
apostasía. La carta a los Heb tiene el aspecto de una fuerte exhortación a
permanecer fieles en la fe que han recibido de sus primeros evangelizadores.
Nos
encontramos en el último capítulo (el 13º es una exhortación de despedida), que
contiene consejos diversos, en el tono típico de los Libros de Sabiduría. De
hecho, en este texto se alude sin citarlos a Proverbios (3, 6 y 13), y al
Eclesiástico (30). Las últimas líneas son cita literal de Isaías 35,3, que se
refieren a los desterrados de babilonia.
El texto fundamentalmente se centra en la pedagogía divina, 12,4-13 y sus frutos en la carrera a la que está
llamado a correr el cristiano.
Así la perícopa que proclamamos tiene como tema central que Dios
nos corrige como a hijos. Esta exhortación sale al paso de aquellos hermanos,
perseguidos a muerte, que corren el peligro de sentirse abandonados por un Dios
que permite el sufrimiento y la persecución a muerte. Este autor extrae las
consecuencias y reflexiona sobre el tema proyectando una luz nueva, aunque el
pensamiento sapiencial aparece ya en el Antiguo Testamento.
Desde la perspectiva
teológica es evidente que el hombre frente a Dios necesita una rectificación
diaria. La corrección es una pedagogía que pretende eliminar los elementos que
obstaculizan el crecimiento y la maduración. El autor juega con dos planos
diferentes y complementarios. De hecho, recurre al ejemplo de una familia en la
que el padre, solícito del crecimiento y maduración de sus hijos, se ocupa de
corregirlos para que lleguen a la madurez humana. El autor de la carta piensa
en los creyentes que sufren la persecución sangrienta, el despojo violento de
sus bienes y el rechazo social que eso conlleva. En ese plano, insiste que la
corrección y la prueba que Dios permite tienen un valor pedagógico para
conseguir la salvación y la maduración en la fe. El sufrimiento curte los
espíritus. De tal manera que el sufrimiento y el amor son dos valores
correlativos: la capacidad para amar está en relación con la capacidad para
sufrir y a la inversa.
El texto nos sitúa
ante algunas preguntas que los creyentes y no dreyentes
nos hacemos muchas veces en la vida: ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué los
acontecimientos trágicos que no comprendemos? ¿Por qué los desastres naturales
que arrastran tantas vidas y dejan tras de sí tanta angustia, sufrimiento y
desesperación?...
A todas estas
preguntas el autor de la carta a los Hebreos responde que es una pedagogía
utilizada por el mejor de los Padres con sus hijos a los que ama. Esta actitud
del Padre posibilita y anima una actitud coherente en sus hijos para con sus
hermanos a fin de ayudarles a llevar sus cargas.
Se trata de
una interpretación piadosa de las dificultades de la vida entendidas como
"castigos paternales" para corregirnos, como los padres lo hacen con
sus hijos.
Esta
interpretación tiene dos aspectos. Por una parte, entender las dificultades de
la vida como algo de lo que hay que sacar provecho, que nos ayudan a estar
despiertos y andar mejor nuestro camino sin dejarnos engañar por las
seducciones del mundo. Por otro, una interpretación del mal como corrección
necesaria que Dos nos hace. La primera puede ser aprovechable; la segunda entra
dentro de las muchas ingenuidades que se han escrito para abordar el problema
del mal.
Sin
embargo, viendo las terribles tragedias que padecen innumerables personas en la
historia y actualmente, nos urge una explicación menos simple y devota que la
ofrecida en el texto.
El evangelio es de san Lucas (Lc. 13, 22-30). En el texto de hoy proseguimos el viaje
hacia Jerusalén. El interés central de esta sección es describir los rasgos del
verdadero discípulo y, posteriormente, de la verdadera comunidad cristiana.
Jesús, de camino hacia
Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Es una de las siete veces que
el autor recuerda al lector que Jesús va hacia Jerusalén. Tiene especial
interés en que el lector no pierda de vista este telón de fondo que colorea sus
enseñanzas.
En este camino
ascendente, Jesús sigue realizando su misión, que es enseñar y proclamar el
Reino de Dios, y lo hace en todas las ciudades y aldeas por las que atraviesa
en su itinerario.
Jesús invita y, en
cierto modo, urge a que todos puedan participar de la salvación que se va a
consumar en Jerusalén. Lucas quiere mantener un clima de tensión hacia el
centro de la salvación. Es una de sus ideas preferidas y que jalonan y
estructuran su relato.
Un oyente anónimo
dirige a Jesús una pregunta que expresa y recoge una de las más frecuentes
inquietudes que ha experimentado la Iglesia a lo largo de su historia y
posiblemente la misma humanidad " Señor,
¿serán pocos los que se salvan?".
Jesús
responde con una parábola. Esta técnica la emplea Jesús cuando no comparte el
planteamiento del interlocutor. De ahí que su respuesta resulte chocante y
extraña a primera vista. No es, en efecto, una respuesta directa, que se mueva
en el mismo plano de la pregunta. Lo cual no significa que sea una evasiva. Ni
mucho menos. Es una respuesta indirecta que trata de llevar al interlocutor a
un planteamiento diferente del problema. Esto lo consigue Jesús mediante una
parábola. Lo curioso de la parábola de hoy es que sus personajes no son todos
ello imaginarios. Unos de los personajes son los propios oyentes de Jesús,
quienes de esta manera se ven implicados directamente en el problema tal como
lo plantea Jesús, un problema que no va a tener que ver con el número de los
salvados sino con la auto seguridad y exceso de
confianza de los propios oyentes.
¿Serán
pocos los que se salven? El anónimo interlocutor pregunta a Jesús por el número
de los
que irán al cielo. Una imagen del cielo muy extendida entonces era la de
un salón dispuesto para un banquete. Es esta imagen la que Jesús recoge en la
historia que propone a sus oyentes. El salón tiene una puerta de acceso
estrecha, la puerta se cierra y en el interior del salón comienza a celebrarse
el banquete. Contra toda expectativa, los comensales no son todos judíos ni
mucho menos.
Judíos son
sólo los antiguos patriarcas y profetas; el resto son extranjeros que han
tomado asiento en vez de los judíos. La historia termina con una máxima que
resume y explica la situación en el interior del salón: Hay últimos que serán
primeros y primeros que serán últimos. Los últimos son los extranjeros; los
primeros, los judíos. ¿Qué quiere decir Jesús? Al preguntarle su interlocutor
por el número de los que se salvarán, éste parte del presupuesto de que pocos o
muchos, los salvados serán sólo judíos en cualquiera de las hipótesis.
Jesús no responde a esa pregunta,
que es más teórica que práctica. Prefiere insistir en la necesidad y la
urgencia de la conversión al evangelio.
La "puerta estrecha" es
una alusión al esfuerzo que requiere la auténtica conversión. No sólo es
estrecha, sino que además puede cerrarse en cualquier momento; de ahí la
urgencia: la conversión no puede dejarse para mañana. Jesús hace una llamada
apremiante a todos los hijos de Israel, a quienes ha sido enviado por el Padre
y que no acaban de aceptar su mensaje y su persona. Jesús ha venido "a los
suyos", ha plantado la tienda en medio de su pueblo; pero ni los vínculos
de la sangre, ni la aproximación física del Mesías al pueblo de Israel va a
servirles de nada si no se convierten al evangelio. Lo que importa para la
salvación es la fe y la comunión espiritual con la persona de Jesús.
Si los "suyos" le
rechazan, otros ocuparán el puesto que tenían preparado. Hay
"últimos" que pasarán a ser los "primeros". Jesús no se
refiere a los judíos de la diáspora en contraposición a los que habitan en
tierras de Israel, sino a los provenientes de la gentilidad. Porque lo que
cuenta ya no es la descendencia de Abrahán según la carne, sino creer con la fe
de Abrahán e incorporarse a Cristo y al Reino que él anuncia. Lo que salva es
aceptar con fe el evangelio, que se presenta sin limitaciones raciales o
nacionales y como un mensaje universal.
Jesús ofrece una
última recomendación. Lucas, que es el evangelista que más subraya la
misericordia, la bondad y el amor de Dios, insiste, a la vez, en las exigencias
prácticas y concretas del Evangelio para que se pueda conseguir lo que promete.
Para nuestra vida
En la primera lectura (Isaías 66, 18-21) se
destaca, la universalidad de la salvación de Dios. En el texto
de Isaías se anuncia la reunión de todas las naciones, lenguas y razas en un
solo pueblo elegido.
Demasiadas
veces los cristianos tenemos la tentación de «ensimismarnos», de retirarnos de
la batalla y preocuparnos solamente de los asuntos internos de la Iglesia,
asuntos que en algunos casos siendo graves, no deben de ocupar todo nuestro
interés.
Conociendo el plan
salvador de Dios, el salmo 116 nos invita a la
alabanza al Señor junto con todos los pueblos. Ahora bien, para que este himno encuentre resonancia en toda la
humanidad, hace falta que nosotros hagamos algo más que entonar un canto; es
menester que nuestra vida cristiana sea testimonio luminoso del amor que Dios
ha derramado sobre nosotros.
A este respecto, resultan muy edificantes las palabras que San Juan
Pablo II escribió comentando este salmo: «Las
palabras que nos sugiere son como un eco del cántico que resuena en la
Jerusalén celestial, donde una inmensa multitud, de toda lengua, pueblo y
nación, canta la gloria divina ante el trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 7,9). A este cántico la Iglesia peregrinante se une con
infinitas expresiones de alabanza, moduladas frecuentemente por el genio
poético y por el arte musical. Pensamos, por poner un ejemplo, en el Te Deum, que han utilizado generaciones de cristianos a lo
largo de los siglos para alabar y dar gracias a Dios: "Te Deum laudamus, te Dominum confitemur, te aeternum Patrem omnis terra
veneratur", "A ti, oh Dios, te alabamos; a
ti, Señor, te reconocemos; a ti, eterno Padre, te venera toda la
creación". Por su parte, el pequeño salmo que hoy estamos meditando
constituye una síntesis eficaz de la perenne liturgia de alabanza con la que la
Iglesia se hace portavoz del mundo, uniéndose a la alabanza perfecta que Cristo
mismo dirige al Padre.
Así pues, alabemos
al Señor. Alabémoslo sin cesar. Pero nuestra alabanza se ha de expresar con la
vida antes que con las palabras. En efecto, seríamos poco creíbles si con
nuestro salmo invitáramos a las naciones a dar gloria al Señor y no tomáramos
en serio la advertencia de Jesús: "Brille
así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt
5,16). Cantando el salmo 116, como todos los salmos que ensalzan al Señor, la
Iglesia, pueblo de Dios, se esfuerza por llegar a ser ella misma un cántico de
alabanza».(San Juan Pablo II, Audiencia
general del Miércoles 28 de noviembre de 2001).
Toda esta tarea de
aceptación del plan de Dios y de agradecimiento, no es fácil, por ello es importante
lo que nos dice san Pablo hoy: tenemos que aceptar las correcciones y los
sufrimientos como disciplina de un Dios que nos ama. Los
problemas internos y las dificultades externas de la Iglesia, incluso las
dificultades de la evangelización misionera, son correcciones y oportunidades
para crecer en la santidad. Esa santidad es la voluntad de Dios que llegaremos
a ser plenamente los humanos que debemos de ser. La santidad es la gloria de
Dios. Y como dijo un padre de la Iglesia, «la gloria de Dios es el hombre
plenamente vivo».
San Pablo
nos aconseja que tenemos que enfrentar las dificultades y seguir caminando «por
un camino plano, para que el cojo ya no se tropiece, sino más bien se alivie».
Es una frase extraordinaria. La reacción natural de un cojo es retirarse del
camino. Es nuestra reacción natural en frente de dificultades y angustia. Pero
Pablo nos urge al camino y nos instruye que en caminando seremos aliviados y
curados.
El Evangelio es salvación para los que lo
escuchan responsablemente, sean o no descendientes de Abrahán o católicos desde
su nacimiento.
Escuchar responsablemente el Evangelio es vivirlo, practicarlo en la vida de
cada día.
Y esto no es nada fácil. Por eso dice Jesús
que la puerta es estrecha y que sólo los que se esfuerzan entraran por ella en
el Reino de Dios.
En el
Evangelio, Jesús dice a sus paisanos que vendrán extranjeros del norte y del
Sur, de Oriente y Occidente, para sentarse a la mesa del Reino de Dios. Es esta
un recordatorio que no debieras olvidar, quienes estamos de siempre en la
Iglesia, con una cierta conciencia de superioridad
No son las
prácticas piadosas las que nos van a salvar. Todo esto tiene su valor, pero
sólo cuando nos ayuda y anima a vivir nuestra fe en la vida de cada día: en
nuestra vida personal y familiar, nuestra vida social y profesional, nuestra
vida política...
El último
día, el Señor reconocerá solo a aquellos que ahora y aquí lo reconocen en los
hombres. Reconocer a Jesús en los hombres, es reconocer la dignidad de cada ser
humano, respetar sus derechos, tener en cuenta sus necesidades y, sobre todo,
solidarizarse con los pobres, los marginados, los oprimidos. Cualquier cosa que
hagamos a uno de estos, al Señor mismo se lo estamos haciendo.
“Hay últimos que serán primeros y primeros que
serán últimos”. Llegará el gran
Día del juicio, y entonces vendrá la sorpresa implacablemente sobre muchos que
se creyeron los verdaderos cristianos. Y estos, que se tuvieron a sí mismos
por los primeros, dirán: “Señor, ábrenos”. Y el Señor les contestara: “No sé quiénes sois”. Y ellos comenzaran a decir: “Hemos comido tu pan y bebido tu sangre, tu Evangelio se ha predicado
en nuestras iglesias.”
Llegará el
gran Día del juicio, y entonces vendrá felizmente la sorpresa sobre muchos
hombres de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur, que tal vez nunca en su
vida se llamaron cristianos. Pero son los que practicaron en el mundo el
mensaje cristiano del amor.
Los
primeros para Dios son con frecuencia los últimos para los hombres. Porque Dios
no juzga según las apariencias, sino que ve en el corazón.
La verdad
cristiana es eminentemente práctica. Consiste en la conversión del hombre hacia
un orden nuevo, en el que habita la justicia, la paz, la fraternidad y el amor.
Los hombres que trabajan por estos valores, se salvarán y ascenderán a los
primeros puestos.
El Evangelio de Jesús
se presenta como una oferta exigente para todos. Los hombres, en su experiencia
humana, parecen encontrarse ante la imposibilidad de alcanzar la salvación. La respuesta
de Jesús es una parábola, un ejemplo sencillo.
¿Qué impide la
salvación? La repuesta libre del hombre que puede elegir. Lo que se nos ha dado
gratuitamente hemos de conquistarlo para poseerlo. He ahí el secreto de la
salvación. Todos pueden realmente participar en la salvación definitiva.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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