El VII Domingo
de Pascua acoge, desde hace ya bastante tiempo, a la Solemnidad de la
Ascensión. Es obvio que en algunos lugares esta gran fiesta litúrgica sigue
situada en el jueves de la VI Semana. Y es obvio que así fue antiguamente. Pero
parece oportuna su posición en la Asamblea Dominical pues, sin duda, engrandece
al domingo, pero también el domingo –el día del Señor—universaliza la
celebración.
En la fiesta
de la Ascensión celebramos que Jesús ha sido levantado por Dios y rehabilitado
ante los ojos de sus discípulos. Celebramos que Jesús ha vencido la muerte, que
es el último enemigo. El que padeció y murió bajo el poder de Poncio Pilato es
hoy el que vive "por encima de todo principado, potestad, fuerza y
dominación". Celebramos que ha resucitado no para volver a morir o regresar
a un mundo dominado por la muerte, sino para ir "más allá".
Jesús ha llegado a su destino, se da inicio al
camino de nuestra esperanza, como adelantado y cabeza de todos los que se
salvan, como primicia de la nueva humanidad. Si Jesús ha ascendido, también
nosotros ascenderemos hasta llegar a la altura de los ojos de Dios, a cuya
semejanza hemos sido creados. Porque también nosotros le veremos tal cual es,
cara a cara.
Contamos en
los textos de hoy con un principio y un final. Se leen los primeros versículos
del Libro de los Hechos de los Apóstoles y los últimos del Evangelio de Lucas,
autor también de los Hechos.
San Cirilo de
Alejandría reflexiona así acerca de la Ascensión: «El Señor sabía
que muchas de sus moradas ya estaban preparadas y esperaban la llegada de los
amigos de Dios. Por esto, da otro motivo a su partida: preparar el camino para
nuestra ascensión hacia estos lugares del Cielo, abriendo el camino, que antes
era intransitable para nosotros. Porque el Cielo estaba cerrado a los hombres y
nunca ningún ser creado había penetrado en este dominio santísimo de los
ángeles. Es
Cristo quien inaugura para nosotros este sendero hacia las alturas.
Ofreciéndose él mismo a Dios Padre como primicia de los que duermen el sueño de
la muerte, permite a la carne mortal subir al cielo. El fue el primer hombre
que penetra en las moradas celestiales… Así, pues, Nuestro Señor Jesucristo
inaugura para nosotros este camino nuevo y vivo: “ha inaugurado para nosotros
un camino nuevo y vivo a través del velo de su carne” (Heb 10,20)». (San Cirilo de Alejandría).
En la primera
lectura de los Hechos de los apóstoles ( Hch 1,1-11),
se nos va a narrar de manera muy plástica la subida de Jesús a los Cielos .
El libro de
los hechos de los Apóstoles comienza con el relato de la subida (ascensión) de
Jesús junto al Padre .
En el texto aparece un detalle de mucho
interés que expone, por otro lado, cuál era la posición de los discípulos el
mismo día en el que Jesús se marchar, va a ascender al cielo: esperaban todavía
la construcción del reino temporal de Israel. Parecía que la maravilla de la
Resurrección, que ni siquiera la cercanía del Cuerpo Glorioso del Señor, les
inspiraba para entender la verdadera naturaleza del Reino que Jesús predicaba.
Y es que faltaba el Espíritu Santo: "Cuando el Espíritu Santo descienda
sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda
Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo".
Cuando Jesús
subió al cielo, los apóstoles se quedaron pasmados, mirando hacia arriba, hacia
donde Jesús había marchado. Hasta que unos mensajeros del cielo les hicieron
volverse de nuevo a la realidad de la tierra: "galileos, ¿qué hacéis ahí
plantados mirando al cielo?" Y es que el que se marchaba no lo hacía para
desentenderse de los problemas de los hombres. Los que habían tenido la suerte
de conocer a Jesús, de recorrer con él los caminos de Palestina, no podían
guardarse para ellos su experiencia. Lo que ellos sabían, lo que ellos habían
experimentado, no era sólo para su provecho personal. Su amistad con Jesús no
era un patrimonio que pudiera disfrutarse de modo exclusivo. Jesús los había
elegido "para que estuvieran con él y para mandarlos a predicar", y
éste era el momento de emprender la tarea: "Id por el mundo entero
proclamando la Buena Noticia a toda la humanidad". Es toda la humanidad la
destinataria de la Gran Noticia que, en primicia, habían escuchado antes que
nadie los discípulos. Pero no podían quedársela para ellos: perdería todo su
sentido.
El responsorial de hoy es el salmo 46 ( Sal 46,2-3.6-9), en el se aclama a Dios como rey universal; parece oírse
en él el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga
las naciones. En su origen este texto es un himno litúrgico para la
entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende
entre aclamaciones- o bien un canto para alguna de las fiestas reales en
que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca.
Nosotros con
este canto aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección.
El Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su
heredad. Su triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la
humanidad, porque fue «por nosotros los hombres y por nuestra salvación que
«subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre». Por ello, no sólo la
Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar
a Dios con gritos de júbilo.
El salmo 46 tiene
un puesto privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor. Por medio de
él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su
entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la
Tierra Prometida.
El salmo, nos ayuda a asistir al momento
culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y
glorificación.
El texto comienza con una invitación al aplauso y a la alegría, motivada
por la contemplación de la grandeza de Dios: «Aclamad a Dios con gritos de
júbilo, porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra» (vv 2ss). Se exalta la trascendencia de Dios y su primado
sobre todas las criaturas, que pone al hombre en estado de estupor y de
veneración.
Todos los pueblos, puestos delante de Dios en señal
de sumisión, reconocen en Dios al «rey del mundo» (v 8).
La segunda parte del salmo es una nueva invitación a la alabanza y al
canto por la realeza del Señor, que «se sienta en su trono sagrado» (v 9).
En la segunda
lectura (Ef 1,17-23), de hoy, hemos oído como San Pablo es llamado por el Señor a sumarse a aquellos
Apóstoles que cumplen fielmente la misión confiada a ellos por el Señor. El
“Apóstol de los Gentiles” escribe a los efesios de Aquel a quien el Padre,
luego de resucitarlo de entre los muertos, ha «sentado a su diestra en los
Cielos», sometiendo todas las cosas bajo sus pies y constituyéndole «Cabeza
suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo»
San Pablo pide
para los fieles de Éfeso "espíritu de sabiduría y revelación" para
conocer la esperanza a la que hemos sido llamados, la herencia de la que somos
hechos partícipes y el poder de Dios que se manifestó poderosamente en Cristo,
en su Resurrección y Ascensión, y que actúa ahora en nosotros. Es la herencia
de Cristo recibida por la Iglesia. Dice San Pablo: "Y todo lo puso bajo
sus pies, y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo,
plenitud del que lo acaba todo en todos". Es, pues, la herencia de
Jesucristo. Esperemos que la oración de San Pablo alcance también para nosotros
la luz que necesitamos para comprender lo que hoy celebramos. Más aún, como
dice Pablo, los que siguen a Jesús no quedan descolgados, sino que han sido
sentados con él a la diestra del Padre. Porque si Jesús, que es nuestra cabeza,
una vez ascendido al Padre resulta ya inaccesible a la muerte y a los que matan
el cuerpo, así también en cierto modo los que le siguen. La vida y el destino
de los que creen en Jesús está escondida en Dios y nada ni nadie podrá
arrancarlos ahora del amor entrañable que Dios les tiene. Una razón poderosa
para vivir sin desaliento y sin miedo.
contemplamos a los Apóstoles que se encuentran
reunidos en Jerusalén cuando el Señor resucitado se presenta a ellos por última
vez. El Señor encomendó a los Apóstoles la misión de anunciar la salvación y
reconciliación «a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén» (Lc
24,47; ver Mt
28,19-20).
En el Evangelio de Lucas, con las últimas
palabras que el Resucitado dirige a los Apóstoles los instruye sobre el
universalismo de la voluntad salvadora de Dios a partir de su propio testimonio
(24,46-48) y les promete el Espíritu Santo (24,49). Este es el contenido de la
primera y la segunda parte. Luego, antes de irse, eleva sus manos y los bendice
(24,50-51) –tercera parte- a lo que los Discípulos reaccionaron postrándose y
alabando a Dios, con gran alegría (24,52-53), argumentos de la cuarta y última
parte.
En la primera parte (24,46-48) vemos que lo primero que hace Jesús es
recordarles la importancia del kerigma misionero: “el Mesías debía sufrir y
resucitar de entre los muertos al tercer día y comenzando por Jerusalén, en su
Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de
los pecados. Vosotros seréis testigos de todo esto”. Estas son las palabras del
primer anuncio salvador, pero con un añadido.
Se anuncia la salvación para todos los pueblos por la Pasión y
Resurrección de Cristo, este es el objetivo de toda evangelización que
“comenzando desde Jerusalén” no debía descansar hasta abarcar “todas las
naciones”. Se anuncia “conversión para el perdón de los pecados”. La conversión
(decisión de cambiar de vida) aparece como el presupuesto para el perdón de los
pecados.
La salvación comienza a predicarse en Jerusalén porque “la salvación viene
de los judíos” (Jn 4,22b). Sin embargo, en Abraham ya fueron bendecidas todas
las naciones: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn 12,3); así que empezando por Jerusalén debe llegar hasta
el último rincón de “los confines del mundo” (Mt 28,20b) conocido.
Además de los límites, Jesús da el modo. La proclamación debe hacerse “en
su nombre”. Parece querer darles la clave de la eficacia. No ir solos ni con
las solas fuerzas humanas. Sino conscientes de que están cumpliendo un encargo
suyo y todo debe quedar bajo su acción. El nombre de Jesús es su presencia
activa, es el único que tiene poder y fuerza salvadora: “Porque no existe bajo
el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la
salvación” (Hch 4,12). Cuando los apóstoles predican
en nombre de Jesús cuentan con la promesa “Yo estaré siempre con ustedes” (Mt
28,20a).
En la segunda parte (24,49) vemos como inmediatamente después de
decirles que ellos deben ser testigos de la muerte y la resurrección como del
encargo misionero, viene la promesa de la “fuerza de lo alto”: “Y yo os enviaré
lo que mi Padre ha prometido. Permaneced
en la ciudad, hasta que seáis revestidos con la fuerza que viene de lo alto”.
He aquí del texto, centrado en la promesa del Padre que evidentemente prepara
el relato de Hch 2: la venida de Espíritu Santo en
Pentecostés. El “Yo” de Jesús suena como el de quien tiene autoridad y derecho
de libre disposición.
Para recibirlo, los apóstoles tenían que “permanecer en la ciudad” y,
mientras tanto, reflexionar y meditar la Palabra, perseverar unánimes “en la
oración en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y sus
hermanos” (Hch 1,14). La “ciudad” es Jerusalén, el
centro de la obra de Lucas, el lugar de la Pasión del Señor, de la
Resurrección, de la Ascensión y hasta de la venida del Espíritu Santo. Allí,
los apóstoles serán “revestidos con la fuerza que viene de lo alto”. Sólo con
la fuerza del Espíritu se puede continuar la obra de Jesús.
Luego de esta promesa, en la tercera
parte (24,50-51) del texto, se describe propiamente la Ascensión, pero ya
en otro escenario: “Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania”.
Lucas precisa que la Ascensión fue en la cercanía de Betania que, como
especificará en el libro de los Hechos, queda en “el monte de los Olivos… a una
distancia entre ambos sitios que es la que está permitida recorrer en el día
sábado” (1,12).
El que todavía no había bendecido nunca a sus apóstoles, ahora les da una
bendición solemne: “Y elevando sus manos, los bendijo”. El acto de elevar las
manos y bendecir muestra a Jesús como Sacerdote realizando un gesto litúrgico.
Jesús se despide para ir al cielo pero no sin dejar la bendición que se da en
Él mismo: en la descendencia de Abraham -Jesucristo- “serán bendecidos todos
los pueblos de la tierra” (Hch 3,25). El evangelio de
Lucas comienza con un sacerdote -Zacarías- que por dudar no pudo bendecir a su
Pueblo (1,22) pero termina con un nuevo y eterno Sacerdote -Cristo- que acaba
su obra impartiendo su bendición. Aquella liturgia inacabada, a partir de la
Ascensión, verá su pleno cumplimiento.
Antes de separarse de ellos, les imparte toda la fuerza del Crucificado –
Resucitado: “Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo”.
Aunque físicamente se separe, la acción continúa: su bendición queda con ellos
y llega hasta nosotros. Lucas deja claro que estamos frente al momento de la
despedida de Jesús, los días de las apariciones del Resucitado han acabado.
Todo lo que había ocurrido después de su
Resurrección apareciéndose, ya no volvería a suceder. La glorificación de Jesús
se expresa en el símbolo espacial de “ser llevado al cielo”. Con él se cierra
el ciclo de las “apariciones”.
La cuarte parte (24,52-53) empieza describiendo una actitud: “Los
discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con
gran alegría”. Los apóstoles se postran ante el Señor que, con sus manos en
alto y bendiciéndolos, se aleja.
Luego, la comunidad cumple obedientemente el último encargo del Señor:
“volvieron a Jerusalén”. Pero los apóstoles y amigos de Jesús, lejos de quedar
tristes por su partida, regresaron “con gran alegría”. Recibiendo la bendición,
confiando en la fuerza que vendría de lo alto, viendo la gloria que seguro
tendría el Resucitado mientras ascendía e imaginando su entrada triunfal en el
cielo, Lucas da testimonio de la alegría que los inundaba. Este era el sentir
de los apóstoles y discípulos aquel día de la Ascensión.
La alegría también une el comienzo con el final del Evangelio. Cuando el
Ángel del Señor le anunció al sacerdote Zacarías el nacimiento de Juan
Bautista, le dijo: “El será para ti un motivo de gozo y de alegría, y muchos se
alegrarán de su nacimiento” (1,14). El nacimiento de Jesús también fue
acompañado de un mensaje gozoso: el Ángel dijo a los pastores: “No temáis,
porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo”
(2,10). El Evangelio es una noticia feliz desde el principio hasta el fin.
Además, Lucas también quiere finalizar su Evangelio en el mismo escenario
donde lo había empezado. El Templo, como lugar de culto (1,9) era asimismo
“casa de oración” y así lo expresa en su último versículo. Dice que los
discípulos “permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios”. Notemos
que los discípulos en vez de volver a sus casas vuelven al Templo. En el
evangelio de Lucas el tema del Templo es un tema transversal: comienza con
aquella escena en el Templo (la oración de Zacarías y del pueblo: 1,8-10) y
termina en ese mismo Templo con esta oración de alabanza y llena de alegría de
los discípulos (24,52-53). El Templo fue por vario tiempo lugar de oración y de
reunión de la comunidad.
Allí resuena la alabanza a Dios que, hasta la segunda venida del Señor,
deberá ser ininterrumpida. Aquella alabanza que comenzaron los pastores ante la
Encarnación de Jesús: “Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios
por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido” (Lc 2,20), ahora la retoma la comunidad de testigos del
Resucitado que vuelve al Padre y se une a la “multitud del ejército celestial
que alaba a Dios diciendo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz
a los hombres amados por Él»” (2,13-14). También la alabanza es un tema
transversal en este evangelio de Lucas. Desde el comienzo, con el canto de la
Madre del Salvador (1,46-55) y luego de dos hombres mayores: primero Zacarías
(1,64 y 68-79 con el Benedictus) y luego Simeón (2,28-32) hasta la reacción de
la gente después de las grandes acciones de misericordia y de poder por parte
de Jesús, siempre resonó un coro de alabanza que glorificaba a Dios (ver Lc 5,26; 7,16; 13,13; 17,15; 18,43). El desafío para cada
uno de nosotros queda planteado.
Para nuestra vida.
La Ascensión
no es un puro simbolismo. Se trata del final de una etapa y es la que Jesús
quiso pasar en la tierra para construir la Redención y poner en marcha el
camino hacia al Reino. Bajó primero y volvió, luego, al Padre. Y de acuerdo con
su promesa sigue entre nosotros. Su presencia en el Pan y en Vino, en la
Eucaristía, es un acto de amor supremo. Y nadie que reciba con sinceridad el
Sacramento del Altar puede dejar de sentir una fuerza especial que ayude a
seguir junto a Jesús y a consolidar el perdón de los pecados. Hoy debemos
reflexionar sobre cómo ha sido nuestro camino en la Pascua, de cómo hemos
reconocido en el mundo, en la vida, en la naturaleza, el cuerpo de Jesús
Resucitado. Y de cómo, asimismo, nosotros hemos subido un peldaño más en la
escala de la vida espiritual.
Meditando las
lecturas de hoy, descubrimos cuál es nuestro destino, tenemos un camino para
correr, es posible ya el caminar con esperanza; pero ahora es necesario dar
alcance, paso a paso, al Cristo que se fue para que nosotros pudiéramos
caminar. Cristo se va, y así comienza la hora de nuestra responsabilidad, la
hora de escuchar y asimilar las palabras del Señor y recordarlas una a una, de
realizarlas en este mundo, hasta que todo llegue a la plenitud y a la
perfección que ya se ha realizado en Cristo. No pasamos por el mundo, ha de
pasar el mundo con nosotros al Padre. La responsabilidad cristiana no es sólo
responsabilidad ante Dios de nuestros mismos, sino responsabilidad que asumimos
del mundo entero, que Dios ha puesto en nuestras manos para llevarlo a su
perfección.
Cuando
escuchamos hoy la interrogación
“¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?": descubrimos
que no estamos llamados a la evasión de la realidad y al encantamiento. Creer
en la ascensión de Jesús no es quedarse con la boca abierta y los brazos
cruzados. Es entrar en acción, es hacerse cargo de la misión recibida, es poner
a trabajar la esperanza hasta que el Señor vuelva y se manifieste la gloria de
los hijos de Dios. Si la vida de Jesús, de obediencia al Padre hasta la muerte
y de entrega a los hombres sin ninguna reserva, se revela como ascensión a los
cielos, los que nos llamamos cristianos y le seguimos sólo podemos tener la
misma experiencia si vivimos como El. Si le seguimos con la cruz a cuestas: por
la cruz a la luz.
¿Somos capaces de llevar a cabo la ingente y difícil
tarea encomendada por Jesús a sus discípulos y que llega hasta nosotros, la
tarea de predicar el evangelio a todas
las gentes?
Hoy debe
animarnos especialmente la certeza de que el Señor está con nosotros todos los
días hasta el fin del mundo, como leemos en el evangelio. Es el Espíritu de
Jesús de Nazaret, el Espíritu de Dios, el que queremos que nos guíe y guíe a su
Iglesia hoy y siempre, hasta el final de los tiempos.
El salmo de hoy expresa lo propio de la liturgia de la fiesta de la
Ascensión, una atmósfera extática, de júbilo, de exultación casi infantil, pero
contiene una realidad inmensa y un mensaje potente: «Dios reina sobre
las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado». Dios, Dios. Esta
repetida afirmación del nombre de Dios pretende brindar el sentido de su
absoluta superioridad sobre todo y, especialmente, de su inquebrantable
fidelidad: «Dios se sienta». Dios está, en la plenitud de su ser, en su
majestad, en la luz gloriosa de su santidad.
San Agustín nos lo describe espléndidamente: «¿Qué es el júbilo, sino la
alegría que admira y no puede ser expresada con palabras? Los discípulos,
cuando vieron subir al cielo a aquel a quien habían llorado muerto, se quedaron
maravillados y llenos de alegría; como para expresar esta alegría no bastaban
las palabras, no les quedaba más remedio que expresar con el júbilo aquello que
ninguno de ellos podía explicar».
Las palabras " Yo os enviaré lo que mi Padre ha
prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza
de lo alto", nos recuerdan que no tenemos que esperar hasta la segunda
venida del Señor para empezar a disfrutar de la fuerza salvadora del Espíritu.
Dios ya está entre nosotros y es su Espíritu el que nos guía. La fiesta de la
Ascensión es consecuencia directa de la fiesta de la Resurrección y está
íntimamente unida a la fiesta de Pentecostés. Las tres fiestas forman, como una
unidad indisoluble, la Pascua del Señor. Con su resurrección, Cristo nos regaló
la victoria sobre la muerte, con su ascensión nos enseñó a buscar las cosas de
arriba y con el envío de su Espíritu nos infundió fuerza y vigor para no
desfallecer ante las dificultades.
Los cristianos
deberíamos vivir siempre en el espíritu de la Pascua, porque, aunque el Cristo
histórico se fue, nos ha dejado su espíritu por siempre con nosotros y entre
nosotros. La Resurrección nos ha ofrecido el testimonio de la divinidad del
Señor Jesús. Pero, al igual que ocurrió con los Apóstoles, nos falta todavía
algo para entender mejor al Salvador. Sabemos que ha resucitado y "que el
Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de
sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón,
para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama", como dice
San Pablo. Pero este Dios Padre, además, "desplegó en Cristo,
resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por
encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo
nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro".
¿Qué hacéis
ahí plantados, mirando al cielo? Lo que quisieron decir a los
apóstoles los dos hombres vestidos de blanco, y lo que quieren decirnos hoy a
nosotros, es que ahora es el tiempo de la Iglesia, es nuestro turno. Ya no
podemos quedarnos parados, mirando al cielo, esperando que sea Dios, en
persona, el que baje a la tierra a solucionar nuestros problemas de cada día.
Dios quiere que seamos nosotros, en nombre de su Hijo y guiados por su
Espíritu, los que hagamos posible la realización de ese Reino que nuestro
Maestro inició e instauró ya en la tierra.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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