Comentarios a lecturas
del VI Domingo de Pascua 1 de mayo de 2016.
A una semana de la Ascensión del Señor y dos de
Pentecostés, en este domingo VI de Pascua, la liturgia preanuncia la presencia
de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad: El Espíritu Santo como
continuador de la ausencia física de Jesús. Es este Espíritu Santo, que hoy
colabora en la primera lectura con el discernimiento humano de los Apóstoles
reunidos y en el Evangelio es la fuerza que nos permitirá vivir la nueva vida en el Amor. Esta nueva
vida es posible gracias al Espíritu que
es defensor, maestro, abogado, animador e iluminador de la fe de la Comunidad y
de cada uno de nosotros creyentes. El Espíritu nos enseña y recuerda todo lo
dicho por Jesús.
La primera lectura del libro de los Hechos de
los apóstoles ( Hech 15, 1-2. 22-29). El texto nos dice que Pablo,
cuando fue invitado por los atenienses a que hablara en el Areópago para
explicarles lo que afirmaba sobre Cristo, llamándole Dios, les citó a un poeta
estoico, Arato, que ya había afirmado tres siglos antes que en Dios vivimos,
nos movemos y existimos. Si vosotros mismos, como dice vuestro poeta,
argumentaba san Pablo, dice que todos vivimos, nos movemos y existimos en Dios,
no debíais escandalizaros de que yo os diga que el Cristo del que yo os hablo fue
Dios. Hasta ahí, parece que los atenienses escucharon con interés a Pablo, pero
cuando le oyeron hablar de la resurrección de Cristo le abandonaron,
considerándolo un charlatán un poco loco.
Resumiendo el texto bíblico, la primera lectura es una caso temprano de altercado y violenta discusión (Hch 15,2) de la Iglesia naciente, aún en vida de los Apóstoles. Sabemos que los primeros cristianos provenían del pueblo judío y en algunos convertidos dentro de sus comunidades ya cristianas quedaba un rescoldo humano judaizante, que pensaba que el mundo pagano o gentil, es decir, el mundo greco-romano circundante al hacerse cristiano debía aceptar tradiciones judías (circuncisión, caducos legalismos mosaicos de tipo disciplinar, etc.).
Ante esta tensión entre vieja sinagoga judaizante y
nueva Iglesia o evangelio abierto al mundo, es decir, entre AT y NT, Pablo y
Bernabé ya misionando fuera de Palestina, inmersos en la controversia
deciden entrevistarse con los Apóstoles para tomar una decisión (Gal 2,1-10). Y
reunidos Apóstoles y presbíteros (Hch, 15,1-2) en Jerusalén (hacia el año 49), como en un
pequeño concilio, que es como pórtico apostólico de los XXI Concilios
Ecuménicos habidos, invocan a Dios, dialogan, para tomar decisiones, es decir,
oración y reflexión, gracia y estudio, que todo eso significa esa breve, densa
y colaboradora expresión literal y con doble sujeto, así como en familia, como
a 50%: Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros Hch
15,28), elemento divino y humano en colaboración. ¿qué hemos decidido? Sobre
las dudas planteadas, Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no
imponeros más cargas que las indispensable: que os abstengáis de carne
sacrificada a los ídolos, de sangre de animales estrangulados y de uniones
ilegítimas (15,28-29). Es decir, ni idolatrías, ni matrimonios
ilegítimos, que vale tanto como cumplir el primero, sexto y novenos
mandamientos; y un residuo transitorio de norma judía de no comer animales
estrangulados, sin haber extraído antes la sangre por creer erróneamente que el
alma estaba en la sangre.
El responsorial de hoy es el Salmo 66 ( Sal 66, 2-3. 5. 6 y
8)
Salmo de
petición y alabanza agradecida, asi en la
estrofa-estribillo: " Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los
pueblos te alaben".
Este salmo
-de tres estrofas con estribillo intercalado- parece un comentario poético a la
bendición sacerdotal de Núm 6,24-27: «Que el Señor te
bendiga y te guarde; que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su
gracia; que vuelva a ti su rostro y te dé la paz»
El salmista
sabe elevarse de las bendiciones temporales otorgadas a Israel a la bendición
universal sobre todas las gentes, como fue predicho a Abraham (Gn 12,3): todos los pueblos deben alegrarse y felicitarse
por el gobierno justo de Dios sobre todo el universo. Estas alabanzas que ahora
dirige a Yahvé el pueblo escogido, deben repetirse por gentes de todas las
naciones; la perspectiva es universal y mesiánica.
(vv. 1-4).
El salmista inicia su poema comentando la bendición sacerdotal de Núm. 6,24-27,
dando una proyección universalista. La benevolencia divina se manifiesta en el
resplandor de la faz de Yahvé sobre los suyos; se dice de Dios que «aparta su
faz» cuando priva a alguno de su protección; y, al contrario, cuando dispensa a
alguno su ayuda y protección se dice que su faz brilla sobre él. El salmista
aquí considera al pueblo elegido como vehículo para dar a conocer los caminos o
modos de proceder de Dios para con los pueblos. La protección dispensada a
Israel será como una lámpara que atraerá la atención de todas las gentes hacia
Dios. La glorificación del pueblo elegido será una prueba de que Dios protege a
los que le son fieles, y en ese sentido es un reclamo para dar a conocer sus
caminos.
(vv. 5-6).
Todas las gentes deben sentirse felices y exultantes, porque es el propio Dios
quien lleva las riendas del gobierno en el mundo, y, en consecuencia, sus
decisiones tienen que llevar el sello de la equidad y de la justicia. Ello debe
dar seguridad a sus fieles que se conforman a las exigencias de su Ley. Esto
que se manifiesta en la historia de Israel, debe ser reconocido por todas las
naciones, vinculadas al pueblo elegido en virtud de la bendición de Dios a
Abraham sobre todas las gentes (Gn 12,2). Por eso se
invita a todos los pueblos a unirse en alabanza del Dios omnipotente y justo,
que gobierna el mundo conforme a sus designios salvadores.
Todos los
habitantes de la tierra, desde sus más remotos confines, deben reconocer
reverencialmente este poder superior de Dios, que gobierna el mundo con equidad
(v. 8).
San Juan
Pablo II lo comenta así: " La tradición cristiana ha interpretado el salmo
66 en clave cristológica y mariológica. Para los Padres de la Iglesia «la
tierra que ha dado su fruto» es la Virgen María, que da a luz a Cristo nuestro
Señor.
Así, por
ejemplo, san Gregorio Magno en la Exposición
sobre el primer libro de los Reyes comenta este versículo,
apoyándolo con muchos otros pasajes de la Escritura: «A María se la llama con
razón "monte lleno de frutos", porque de ella ha nacido un fruto
óptimo, es decir, un hombre nuevo. Y el profeta, contemplando su hermosura y la
gloria de su fecundidad, exclama: "Brotará un renuevo del tronco de Jesé,
un vástago florecerá de su raíz" (Is 11,1).
David, exultando por el fruto de este monte, dice a Dios: "Oh Dios, que te
alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. (...) La tierra ha dado su
fruto". Sí, la tierra ha dado su fruto, porque aquel que la Virgen
engendró no lo concibió por obra de hombre, sino porque el Espíritu Santo la
cubrió con su sombra. Por eso, el Señor dice al rey y profeta David:
"Pondré sobre tu trono al fruto de tus entrañas" (Sal 131,11). Por
eso, Isaías afirma: "Y el fruto de la tierra será sublime" (Is 4,2). En efecto, aquel que la Virgen engendró no fue
solamente "un hombre santo", sino también "Dios fuerte" (Is 9,5)» (Testi mariani
del primo millennio, III, Roma 1990, p.
625). [San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 17 de noviembre de
2004]
La segunda lectura del libro del
Apocalipsis (Ap. 21, 10-14. 22-23), nos habla de la nueva
Jerusalén. Esta nueva ciudad «baja del cielo». Es decir, entronca con el querer
básico de Dios que no es otro, que la buena relación en la historia, la
fraternidad que anuncia la vida nueva y plena del cielo. Y por eso esta ciudad
refleja «la gloria de Dios» que, como lo dijo acertadamente la patrística, no
es otra cosa sino que la persona viva, sobre todo que la persona pobre, la que
lo tiene difícil para vivir.
Resulta
sorprendente escuchar que es una ciudad sin santuario («santuario no vi
ninguno»), cuando en la mentalidad de todos los tiempos una ciudad sin templo
no es ciudad. Pero aquí, en la ciudad nueva, el santuario es el Cordero, la
entrega generosa, la donación que posibilita la fraternidad. Cabe preguntarse
qué derroteros habría tomado el mensaje de la resurrección en una fe sin
templos, mezclada a la vida y en lugares de encuentro seculares y
comunes.
En la misma
línea se dice que la iluminación de la ciudad no proviene de los astros, sino
de la gloria de Dios y del Cordero. Es decir: una ciudad es luminosa en la
medida en que acoge a gente entregada y generosa, fraterna y bien relacionada.
Entonces hay luz en esa ciudad; de lo contrario, la oscuridad se cierne sobre
ella. Esa luz es la que dimana de la resurrección de Jesús, el entregado y
generoso, lámpara que ilumina la senda de la historia.
Que la
ciudad tenga doce puertas con tres de ellas en cada punto cardinal está
indicando que es una ciudad abierta a toda persona, a toda cultura, totalmente
incluyente. La ciudadanía era limitada a los ciudadanos de cada ciudad. La
nueva ciudad es de todos, toda persona puede participar en su ciudadanía, basta
ser persona, nadie queda excluido. Es el sueño inagotable y nunca logrado de la
fraternidad universal, la certeza de que la casa de la persona es la persona.
Esta es la «ciudad soñada» ya por la profecía (Ezequiel) y que la resurrección
alienta y tipifica.
Que los
nombres de los apóstoles estén en el cimiento de la muralla está indicando que
los valores del Evangelio que los apóstoles difunden son los valores sobre los
que se cimienta la ciudad. Una relación humana asentada en los valores
de Jesús que son valores primordiales, comunes, perfectamente compartibles con
toda persona. La resurrección empuja a construir una ciudadanía de valores y no
solamente de mercados.
El evangelio
continua siendo de San Juan (Jn 14, 23-29), en el capítulo 14, todo el está
envuelto en una atmósfera de despedida. Continuación del domingo pasado, en la
sobremesa, pues, de la cena de Pascua, con Jesús y sus discípulos como
comensales.
Víspera consciente del paso
de este mundo al Padre. Y, en efecto, Padre y discípulos son las referencias
personales de Jesús. Jesús anuncia, promete y revela una nueva presencia que,
sin duda, supone una novedad significativa. Los frutos de la resurrección son
la alegría, la paz y el testimonio de vida. ¿La alegría se nota en nuestra vida
y en nuestras celebraciones?. El Padre como fuente de su vida pasada, los
discípulos como proyección en el futuro de esa su vida pasada. El resultado es
una terna: Padre-Hijo-Discípulos (en el cuarto evangelio sinónimo de
creyentes). A través de ella discurre una misma realidad que se transmite: del
Padre a Jesús: de Jesús a los discípulos; de los discípulos entre sí. Esta
realidad tiene un nombre: amor.
Cuatro veces aparece como
sustantivo y seis como verbo. Constituye el dato central del texto de hoy. Ella
colma las expectativas de gozo de los discípulos (v. 11); ella crea niveles
nuevos de relación (vs. 13-15).
¿Y la paz? Según
el versículo 27 Jesús deja a los suyos la paz como un regalo de despedida. El
hecho en sí indica ya que la palabra ha de entenderse en un sentido pleno y
singularmente importante, como don y como promesa que abarca cuanto Jesús
reserva a la fe. En el lenguaje bíblico el concepto de paz (hebr:
shalom; gr. eirene)
comprende un campo tan amplio y vario, que no puede reducirse a una fórmula
unitaria. El significado básico de la palabra hebrea shalom
"es bienestar y, desde luego, con una clara preponderancia del lado
físico" (G. von Rad). Se trata de un estado de cosas positivo, que no sólo
incluye la ausencia de la guerra y de la enemistad personal -ésta es el
requisito previo, para la shalom-, sino que comprende
además la prosperidad, la alegría, el éxito en la vida, las circunstancias
felices y la salud entendida en sentido religioso. En su palabra de salud los
hombres de Israel y del próximo oriente siguen hasta el día de hoy deseándose
la paz, shalom. En la aclamación al rey se dice:
"Que los montes mantengan la paz (shalom; otros
traducen: salud, bienestar) para el pueblo; las colinas, la justicia. Que él dé
a los humildes sus derechos, libere a los hijos de los pobres, reprima al
opresor. Viva tanto tiempo como duren el sol y la lluvia sobre el césped, como
los chubascos que riegan las tierras. Que en sus días florezca la justicia y la
plenitud de la paz (shalom) hasta que deje de brillar
la luna" (/Sal/071/072/02-07).
La que
Jesús nos regala es lo más grande del mundo, es la plenitud de todos los dones
del Espíritu. Si la paz reina en nuestro corazón seremos capaces de
transmitirla a los demás y de construirla a nuestro alrededor. “La paz os dejo,
mi paz os doy”: la paz la ofrece Jesús como un don precioso. En la Biblia, la
paz es uno de los grandes signos de la presencia de Dios y de la llegada del
Reino, síntesis de todos los deseos de bienestar, de justicia, de abundancia,
de fraternidad.
Para nuestra vida.
La
primera lectura nos da la síntesis de la vida cristiana, cuando el
problema de la circuncisión obligatoria estaba rompiendo la unidad de la
primitiva Iglesia de Jesús. La respuesta de los Apóstoles fue clara: que ni la
circuncisión, ni la ley de Moisés entera podrían salvarles; sólo el amor a Dios
y al prójimo en Dios pueden salvar. Porque el mandamiento nuevo de Jesús era
esencialmente sólo eso: que nos amemos unos a otros como él nos ha amado. No
seamos ahora nosotros tan literalmente legalistas, que olvidemos que el
espíritu de la ley de Jesús es siempre sólo eso: el amor. La famosa frase de
san Agustín, “ama y haz lo que quieras”, bien entendida, quiere decir esto
mismo.
En
este siglo XXI los
cristianos, creemos en la resurrección de Cristo y creemos (a veces con
dificultad practica), como nos dice en el evangelio de hoy san Juan, que si
amamos a Dios existimos en Dios, porque Dios viene al alma del que le ama y
hace en él su mansión. Si amamos a Dios somos personas habitadas por Dios,
espiritualmente llenas de Dios. Lo importante es que nosotros amemos a Dios
como verdad y vida de nuestra vida, porque si lo hacemos así Dios no nos va a
fallar nunca. Si Dios es Amor, Dios vive en toda persona a la que ama. Si
amamos al Dios Amor, no podemos vivir de otra manera que amando, porque, de lo
contrario, no amaríamos al verdadero Dios. Dejémonos amar por Dios, abramos las
puertas de nuestro corazón a Dios, y Dios vivirá en nosotros como amor. Esto,
que es algo gratuito por parte de Dios, exigirá de nuestra parte un gran
esfuerzo, si de verdad nos decidimos a vivir como linaje de Dios, como hijos
amados de Dios. En esta vida no hay nada más difícil que amar a dios y al
prójimo de verdad, como Dios quiere que amemos.
El que ama
de verdad a Dios y al prójimo vive con el alma llena de paz interior, porque
sabe que si Dios está en él y con él nada ni nadie lo podrá derribar
espiritualmente. La paz del mundo es una paz llena de sobresaltos físicos,
sociales y políticos; la paz de Dios es vivir en Dios, con el alma siempre
abierta al bien de los hermanos. Aprendamos a vivir nosotros hoy en paz, en la
paz de Dios, aunque las circunstancias sociales y políticas nos inviten a vivir
en continuo sobresalto. Los grandes santos fueron almas llenas de paz interior,
de la paz de Dios.
La “nueva
Jerusalén” de la que nos habla el Apocalipsis es la ciudad ideal, la ciudad en
la que reinará Dios, el verdadero reino de Dios. Hacia esa Jerusalén ideal,
hacia ese reino de Dios, es adonde debemos aspirar a vivir los cristianos de
hoy. Una ciudad y un reino que aún no están por desgracia en este mundo, pero
al que los cristianos debemos caminar con nuestro comportamiento y con nuestros
deseos, con nuestro amor. Para llegar a ella, nuestra única ley, nuestro único
santuario, es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. Sólo si Dios es el
verdadero rey de nuestros corazones, si de verdad amamos a Dios, podremos decir
también nosotros que vivimos, somos y existimos en Dios, porque Dios nos amará
y vendrá a nosotros y hará en nuestro corazón su morada, como nos dice san
Juan.
El Espíritu prometido por Jesús, nos enseña y recuerda todo lo
dicho por Él . Ésta es la gran tarea que Jesús le encomienda. Es fácil
deducir que el creyente no está solo, no es un huérfano. Primero, porque el
Padre no es Alguien lejano y distante; más bien, somos santuario y morada de
Dios mismo: “vendremos a él y haremos morada en él”. Esto lógicamente supone
unas relaciones nuevas con Dios-Padre: no es posible vivir como si todo fuera
como antes; desde Jesús, todo ha cambiado. La muerte de Jesús ha sido ocasión
para ser llenados por la presencia viva del Espíritu, que vive en nosotros,
está en nosotros y nos enseña el arte de vivir en verdad. El creyente vive
animado por el Espíritu, que hace nacer en nosotros el gozo de la fe.
Esta nueva
vida impregnada del amor de que habla Jesús es mucho más que un mero
sentimiento. Está ratificado con la fidelidad, con el cumplimiento constante de
la voluntad de la persona amada. Es decir, en definitiva, sólo quien cumple con
los mandamientos de la ley divina es quien realmente ama al Señor. Lo demás es
palabrería, una trampa que ni a los mismos hombres engaña, y mucho menos a
Dios. Eso es lo que el Jesús nos enseña: El que me ama guardará mi palabra. Y
por si acaso no lo hemos entendido añade: El que no me ama, no guardará mis
palabras. Examinemos nuestra conducta y veamos si de verdad amamos al Señor. Y
en caso contrario, tratemos de rectificar.
Caminemos
con esta persuasión y avancemos alegres por la vida, desgranando nuestros días
en un ambiente de incesante gozo pascual. Que nada ni nadie nos turbe. Que pase
lo que pase, conservemos la calma, vivamos serenos y optimistas, persuadidos de
que Jesús, con su muerte y con su gloria, nos ha salvado de una vez para
siempre. Y nos libera del poder del pecado y de la muerte.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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