sábado, 6 de febrero de 2016

Comentarios a las lecturas del V Domingo del Tiempo Ordinario 7 de febrero de 2016.

Comentarios a las lecturas del V Domingo del Tiempo Ordinario 7 de febrero de 2016
En las lecturas de este domingo tenemos tres modelos de personas que aceptaron la vocación a la santidad que Dios les dio, reconociendo inicialmente su incapacidad para conseguirlo. Estas tres personas - Isaías, san Pablo y San Pedro - fueron llamadas por Dios a conseguir la santidad mediante la predicación de la palabra de Dios. Las tres respondieron positivamente a la llamada de Dios, a la vocación; cada una desde sus concretas y particulares circunstancias personales.
La primera lectura del Profeta Isaías nos enseña que, si creemos y sabemos que no estamos preparados para cumplir la misión que Dios nos encarga, Él mismo nos ayudará. Pero tenemos que dejar ayudar. El profeta Isaías es un buen ejemplo para nosotros. Reconoció humildemente su impureza y su incapacidad personal, pero ofreció a Dios su disponibilidad para cumplir con la vocación de profeta que el Señor le pedía.
San Pablo pasó de perseguidor a perseguido, de heterodoxo del judaísmo a contrario profundo de la ley hebrea. Tenía que dejarse llevar –también contra todo pronóstico—como un inválido, no como un aguerrido perseguidor , a Damasco y allí esperar. Podría haberse negado y, mejor o peor, seguir su camino y cumplir la otra misión: la de perseguir a los seguidores de Cristo.
San Pedro, atónito y asustado, por el portentoso milagro que acaba de ver, se arrojó a los pies del Señor para reconocer que él no era la persona apropiada, para el encargo que le proponía Jesús y se declara pecador… El Maestro le dice, simplemente, “no temas, yo te haré pescador de hombres”.

En la primera lectura (Is 6,1-2a.3-8), nos encontramos con la vocación del profeta Isaías.  "Él año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo" (Is 6, 1). Isaías contempla, entre extasiado y atónito, el grandioso espectáculo que se despliega ante sus ojos. Los cielos se han abierto, todo ha desaparecido de su vista, las cosas terrenas han quedado bañadas por la brillante policromía del mundo de la luz. Y allá, en lo alto, en lo más excelso, está sentado el Señor, llenando con su esplendor el recinto del templo.
"¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria...! Y temblaban las jambas de las puertas al clamor de sus voces, y el templo estaba lleno de humo". El profeta exclama asustado: " ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo hombre, de labios impuros… Escuché la voz del Señor que decía: ¿a quién mandaré? ¿Quién ira por mí? Contesté: aquí estoy, mándame. El profeta Isaías se siente abrumado ante el enorme contraste entre su insignificancia e indignidad y la dignidad y grandeza de la misión que se le confía: anunciar con sus propios labios la palabra de Dios. Y es que resulta carga excesiva el que la palabra humana sea vehículo de la palabra de Dios. Este mismo es el riesgo y la osadía de todo el pueblo de Dios, a quien se le ha confiado la misión profética: que, siendo pecadores, tenemos que ser mensajeros del evangelio. El profeta se serena y cobra ánimos cuando sabe que es Dios mismo quien le purifica y capacita para la misión. El profeta acepta voluntariamente la misión que se le encomienda: "Aquí estoy, mándame".

El responsorial de hoy es el Salmo 137 (Sal 137,1-8) . Este salmo es atribuido por la tradición judía a David, aunque probablemente surgió en una época posterior, el Salmo 137,  himno de acción de gracias,  comienza con un canto personal del orante. Eleva su voz en la asamblea del templo o teniendo como punto de referencia el Santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de su encuentro con el pueblo de los fieles.
Así confiesa: «me postraré hacia tu santuario» de Jerusalén ( v. 2): allí canta ante Dios que está en los cielos con su corte de ángeles, pero que también está a la escucha en el espacio terreno del templo (v. 1). El  Señor, es decir, su realidad personal viva y operante, y sus virtudes de fidelidad y misericordia, signos de la alianza con su pueblo, son la base de toda confianza y de toda esperanza ( v. 2). La mirada se dirige, entonces, por un instante, al pasado, al día del sufrimiento: entonces la voz divina había respondido al grito del fiel angustiado. Había infundido valentía en el alma turbada (v.3). El Señor «agita la fuerza en el alma» del justo oprimido: es como la irrupción de un viento impetuoso que barre las dudas y miedos, imprime una energía vital nueva, hace florecer fortaleza y confianza.
Después de esta premisa, aparentemente personal, el salmista amplía su mirada personal e imagina que su testimonio abarca a todo el horizonte: «los reyes de la tierra», con una especie de adhesión universal, se expresan unidos en una alabanza común en honor de la grandeza y de la potencia soberana del Señor (vs..4-6). Este contenido tiene como primer tema la «gloria» y los «caminos del Señor» (v.5), es decir, sus proyectos de salvación y su revelación. De este modo, se descubre que Dios  «es grande» y trascendente, «ve al humilde» con afecto, mientras aparta su rostro del soberbio, como signo de rechazo y de juicio (v. 6). Se habla de la «ira de los enemigos» (v 7), una especie de símbolo de todas las hostilidades que puede tener que afrontar el justo durante su camino en la historia. Pero él sabe, y también lo sabemos nosotros, que el Señor no le abandonará nunca y le ofrecerá su mano para socorrerle y guiarle. El final del Salmo es, por tanto, una apasionada profesión de confianza en el Dios de la bondad sempiterna: no abandonará la obra de sus manos, es decir, a su criatura (versículo 8). Expresión de plena confianza en la obra de Dios la que se expresa en el v. 8 «El Señor llevará a cabo sus planes sobre mí. Señor, tu misericordia es eterna; no abandones la obra de tus manos». Palabras consoladoras, si las hay.
La segunda lectura  de hoy continua siendo  de la primera carta a los corintios (1 Cor 15,1-11).
"Yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de llamarme apóstol…, pero por la gracia de Dios soy lo que soy". Sobre la humildad de san Pablo y sobre su disponibilidad para cumplir con la vocación de predicador del evangelio de Jesús, tal como el mismo Jesús le pidió, sabemos bastante. Sus cartas a las distintas comunidades cristianas que él mismo fundó son leídas casi diariamente en nuestras asambleas litúrgicas. En el libro de los Hechos de los Apóstoles también encontramos mucha información sobre la humildad de san Pablo y sobre su impresionante actividad como predicador del evangelio de Jesús. Imitemos a san Pablo en su humildad, en su continua oración y en su múltiple e incansable actividad a favor del evangelio.
San Pablo no quiere terminar su primera carta a los corintios sin recordarles el Evangelio que les predicó y que ellos aceptaron, el Evangelio que es lo único que puede salvarles si es que no lo han olvidado. Porque tiene sus dudas al respecto, ya que algunos niegan la resurrección de los muertos. El Evangelio no es propiamente una doctrina, sino el anuncio de un hecho de salvación. Su contenido es, ante todo, el mensaje apostólico de la resurrección del Señor. El transmite lo que ha recibido. Pero la proclamación del Evangelio no es sólo la difusión de una noticia, sino también la difusión del Espíritu con cuya fuerza se proclama. Por eso es una tradición viva y vivificante. Aunque Pablo no pertenece ya a la generación de los Doce, se considera apóstol por excepción.
El texto proclamado hoy acaba con el testimonio de San Pablo que no quiere olvidar que persiguió a la Iglesia, que fue enemigo y aborreció aquella voluntad de amor y de salvación de Dios, que tenía ya un cuerpo en la tierra, que es su Iglesia. Pero, que lo mereciera o no, que fuera digno o no, ahora es apóstol y sabe que lo debe exclusivamente, y con mayor razón que nadie, a la gracia de Dios. Y porque debe a esta gracia su apostolado, también todos los frutos de su ministerio apostólico. Puede afirmar ya con toda objetividad -aunque se halla todavía en la mitad de su carrera- que ha trabajado y se ha fatigado más que ningún otro. Esta afirmación no anula en nada el carácter de gracia de sus trabajos; y, a la inversa, tampoco la intervención de la gracia anula la fatiga del Apóstol. La gracia no desvaloriza lo personal, las cualidades humanas. Aunque Pablo sabe que todo es gracia, y quiere tributar a esta gracia la gloria, con todo, no debe olvidarse que la gracia ha podido hacer todas estas cosas «con él», con su disposición, con todas aquellas cualidades espirituales que recibió de la naturaleza, que adquirió con el estudio y con el agradecimiento de que se sabe deudor, desde aquel día, a Cristo.
Involuntariamente o de propósito, el Apóstol nos habla aquí con algún mayor detalle de sí mismo. De este modo, restablece, al terminar, el justo equilibrio, tal como había sido planteado en el versículo 3: «Os he transmitido lo que yo mismo recibí.» La fe de los creyentes no se apoya, en última instancia, en personalidades aisladas, sino en el testimonio de la totalidad. Incluso el testimonio más personal debe concordar con la tradición apostólica. En ella se apoya la predicación de los que predican y la fe de los que creen.

El evangelio de hoy  ( Lc. 5,1-11), nos sitúa ante  un Jesús buscado insistentemente por la gente. De esta situación parte precisamente el texto. El marco no es ya la sinagoga, sino el lago Genesaret. La gente escucha la Palabra de Dios.
La expresión es típica de Lucas y define la propia enseñanza de Jesús, aunque no se especifica su contenido. El autor espera probablemente que no perdamos de vista la enseñanza de los domingos anteriores en la sinagoga de Nazaret.
A orillas del lago de Genesaret tuvieron lugar muchos encuentros de Jesús con la muchedumbre. Paisaje sencillo de barcas y pescadores, de montañas, de aguas claras y azules. También allí llamó el Maestro a los primeros apóstoles que eran pescadores y siguieron siéndolo después.
En este contexto genérico resuena explícita la Palabra de Dios a través de Jesús. Sacad la barca lago adentro y echad vuestras redes para la pesca. Pedro replica constatando lo descabellado, absurdo incluso, de la propuesta de Jesús. La pesca tiene sus horas propicias, fuera de las cuales es inútil intentarlo. Pero, puesto que tú lo dices, echaré las redes. Es decir, la Palabra de Jesús adquiere para Pedro rango de valor superior a la lógica de la situación. Pedro acoge, hace suya esa Palabra. Se fia más de ella que de la lógica de la situación. Los dos versículos siguientes, 6-7, reflejan el resultado de la acogida de la Palabra de Jesús. Un resultado imprevisible, impensable incluso, desde la lógica de la situación previa.
El relato marca los  tres momentos psicológicos en el proceso de la vocación de los apóstoles.
*La "señal", o el milagro, refuerza las palabras de Jesús y aumenta su credibilidad ante los que van a ser sus discípulos en adelante.
* La invitación a internarse en alta mar conlleva el riesgo a afrontar los temporales tan frecuentes como inesperados en el lago de Tiberíades.
* El fiarse de la Palabra. La vida del que se ha fiado de la Palabra de Jesús entra en una dinámica nueva.
Lucas agrupa en este pasaje tres acontecimientos distintos, sacrificando un orden cronológico en aras de un orden pedagógico.
La predicación de Jesús, el milagro de la pesca y la decisión de abandonarlo todo para seguir al Maestro, marcan tres momentos psicológicos en el proceso de la vocación de los apóstoles. La "señal" o el milagro refuerza las palabras de Jesús y aumenta su credibilidad ante los que van a ser sus discípulos en adelante.
La invitación a internarse en alta mar conlleva el riesgo a afrontar los temporales tan frecuentes como inesperados en el lago de Tiberiades o de Genesaret.
Toda la tradición exegética se ha recreado, interpretando la barca de Pedro como figura de la iglesia de Cristo. En este sentido resultan plenamente actuales las palabras de Jesús: "Rema mar adentro y echa las redes para pescar". El riesgo de la pesca de altura, en medio del temporal, viene compensado por la abundancia de la pesca.
Después viene el mandato de Jesús y las dudas de Pedro y las palabras de confianza de Jesús.
La pesca milagrosa era la prueba que se necesitaba para convencer a un pescador como Simón Pedro.
Ante la grandeza de Cristo Pedro se siente profundamente débil y pecador. Él, experto pescador, no había conseguido pescar nada en toda la noche, pero cuando actúa en nombre de Cristo consigue llenar las redes de peces. El asombro ante la grandeza de Cristo le lleva a Pedro al reconocimiento humilde de su incapacidad personal. Simón se arroja a los pies de Jesús diciéndole: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Pero Jesús le responde con palabras que representan el culmen del relato y el motivo que hará inolvidable este episodio: “Desde ahora serás pescador de hombres”.

Para nuestra vida
Dios da a todos y cada uno de nosotros una vocación común: la vocación a la santidad.
De la llamada a la santidad nos dice el papa Francisco ".. la santidad no es algo que nos procuramos nosotros, que obtenemos nosotros con nuestras cualidades y nuestras capacidades. La santidad es un don, es el don que nos da el Señor Jesús, cuando nos toma con sí y nos reviste de sí mismo, nos hace como Él. En la Carta a los Efesios, el apóstol Pablo afirma que "Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla (Ef 5,25-26). Por esto, de verdad la santidad es el rostro más bello de la Iglesia, es el rostro más bello: es descubrirse en comunión con Dios, en la plenitud de su vida y de su amor. Se entiende, por lo tanto, que la santidad no es una prerrogativa solamente de algunos: la santidad es un don que es ofrecido a todos, nadie está excluido, por lo cual, constituye el carácter distintivo de todo cristiano." (Papa Francisco. Audiencia general . 19 de Noviembre de 2014 ).
Esta vocación común a todas las personas debe realizarla después cada uno mediante el cumplimiento concreto de las vocaciones temporales que también nos da el Señor. Aceptar o no aceptar esta vocación a la santidad que Dios nos da, supone colaborar o no colaborar con Dios en la edificación de nuestro yo interior, para que se parezca lo más posible al Yo de Cristo.
Colaborar con Dios supone siempre reconocer nuestra imperfección radical y aceptar que sea Dios mismo el verdadero autor de nuestra santidad.
Colaborar con Dios en la construcción de nuestra propia santidad supone, pues, siempre un acto de humildad y  un cuidado exquisito de la oración. La humildad es siempre el primer paso hacia la santidad; sin humildad no avanzaremos nunca hacia la santidad. Pero, a la humildad debe seguir siempre la oración transformadora para que sea Él el autor de una santidad que por nosotros mismos no podríamos conseguir nunca. En la vida interior hay que ser constantes, hay que sembrar y regar, pero sabiendo siempre que es Dios el que da el verdadero inicio y crecimiento.
Nuestra  debilidad es evidente. No estamos a la altura de los encargos que el Señor Dios pide. Pero Él, sí. Cuando elige a alguien ya sabe quién es “desde que estaba en el seno de su madre”. Pero Dios no impone. Dios no obliga. En el salmo ha resonado la fidelidad del Señor.«El Señor llevará a cabo sus planes sobre mí». Se expresa la confianza de  que el Señor tiene planes sobre mí, y que quiere llevar a feliz término lo que ha comenzado. Eso debiera bastarnos. Estoy en buenas manos. El trabajo ha comenzado. No quedará estancado a mitad de camino. La promesa del Señor es que lo acabará.
La primera y la segunda lecturas, nos presentan dos testimonios claros de la llamada de Dios: Isaías y San pablo.
El responsorial nos sitúa ante la obra de Dios en nosotros. Ante la actitud orante y confiada la obra de Dios: "Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos".
El evangelio nos da una magnifica lección del poder de Dios y de nuestra humilde colaboración. También para nosotros resuenan las palabras de Jesús: «Rema mar adentro, y echad las redes para pescar.» Echar las redes tiene para nosotros el sentido de sembrar o de anunciar generosamente la palabra de Dios también en mares turbulentos, confiando en la virtud de esta palabra y en Dios que es el que da el incremento a la cosecha.
Todo el episodio que el evangelista de la misericordia, san Lucas, nos cuenta en este domingo tiene como finalidad infundirnos coraje para el servicio apostólico, no obstante todas las dificultades externas o internas que puedan presentarse.
La valentía (la “parresía” apostólica de que hablarán los Hechos de los Apóstoles) proviene no tanto de nuestras capacidades sino de la Palabra y de la persona de Jesús. El servicio apostólico no se fundamenta ni en la capacidad de los apóstoles ni en la buena voluntad de la gente a la cual ellos son enviados, sino solamente se apoya en el encargo misionero y en el poder del Señor. La misión no se apoya tanto en las cualidades personales de los misioneros por muy grandes que puedan ser, sino ante todo en la “Palabra” del Señor.
El servicio de Pedro (y el de todo apóstol de Jesucristo) permanecerá siempre ligado a estas experiencias fundamentales y no podrá nunca ser independiente o autónomo.
No hay que recordarle a Jesús que el llamado es un pecador, Él ya lo sabe. Lo más importante es que Jesús puso a su servicio a este pecador, que ha orado por él  y al que ha dirigido su mirada misericordiosa . Así, Simón no realizará su servicio con base en sus propias fuerzas sino a partir de la confianza en (y de) Jesús.
En fin, la vocación solamente puede ser asumida “en su Palabra”. “En tu Palabra echaré las redes” (v.5).
Muchas veces, a lo largo de nuestra vida, también nosotros habremos experimentado la grandeza y la santidad de Dios actuando en nosotros. Si sabemos ser humildes y colaboradores de Dios en la construcción de nuestra propia santidad, no fracasaremos, a pesar de las muchas dificultades por las que tengamos que pasar. Pedro, con todos sus defectos y con todas sus virtudes puede y debe ser un buen ejemplo para nosotros. Desde que sintió la llamada del Señor, estuvo siempre dispuesto a dar y hasta perder su vida al servicio del evangelio. Todo el que comprenda la grandeza de Dios y piense en su propia miseria, ha de sentirse indigno de ser amigo del Señor, incapaz de hacer nada bueno y, mucho menos, de entregarse a su servicio y consagrar la propia vida a su inmenso amor. Al mirar nuestra condición de pecadores, nos asustamos de la cercanía de Dios, nos sentimos débiles e inseguros en su presencia. Uno quisiera huir y contemplar de lejos, casi a escondidas, la magnificencia y bondad del Señor.
Como a Pedro y a pesar de nuestra propia condición, el  Señor nos pide confiar plenamente en su palabra y estar animosos e incansables, echando sus redes en todas las aguas del mundo.
No debemos romper los planes que tiene para cada uno de nosotros. Estamos en el Año de la Misericordia. Pidamos al Señor que Él, salga con todo su corazón a socorrer nuestras miserias. Una de ellas la “parálisis evangelizadora” cuando se convierte en realidad viva por el pesimismo o nuestra tristeza por los logros no conseguidos.
Nota. 
El Miércoles,  10 de Febrero es Miércoles de Ceniza  . En esta fecha comenzamos la Cuaresma. Es día de ayuno y abstinencia, y se realiza la imposición de ceniza . La  “Cuaresma” (40 días de preparación para la Pascua),  comienza el Miércoles de Ceniza y termina el Domingo de Ramos.

Las cenizas se elaboran a partir de la quema de ramas de olivo del Domingo de Ramos del año anterior, siendo luego bendecidas. Estas son colocadas sobre la frente de los fieles mientras pronuncian las palabras “recuerda que polvo eres y en polvo te has de convertir” o " conviertete y cree en el evangelio".


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