viernes, 26 de febrero de 2016

Comentario a las lecturas del III Domingo de Cuaresma. 28 de febrero de 2016

Comentario a las lecturas del III Domingo de Cuaresma. 28 de febrero de 2016

Ya queda un poco lejos el miércoles de ceniza. Ese día el Señor, nos invitó a la conversión. Nos recordó que éramos su viña. Pueblo de su propiedad. Nación consagrada. Y que, esa viña (con higuera incluida) ese pueblo o nación, han de ser cuidados con la oración, la penitencia manifestarse en obras de  caridad. ¿Cómo van esos propósitos? ¿Hemos avanzado en algo? ¿Hemos salido del vacío para llenar nuestra vida de contenido? ¿Hemos socorrido alguna necesidad material o espiritual? ¿Nos hemos alejado de algunos aspectos extremadamente opulentos, artificiales o superficiales? ¿Somos conscientes de la variedad de oportunidades que Dios nos da para realizarnos?.
Los textos bíblicos de este Domingo plantean temas importantes para nuestra reflexión: el de la primera lectura (Éxodo 3,1-8a. 13-15) y el salmo responsorial [Salmo 104 (103), 1-2.3-4.6-7.8 y 11]- se refieren al encuentro con Dios que nos libera; en el de la segunda lectura (1 Corintios  10, 1-6.10-12) el apóstol Pablo exhorta a la vigilancia; y en el del Evangelio Jesús nos invita a la conversión, propia de este tiempo de Cuaresma.

La primera lectura  del libro del Éxodo  (Ex 3,1-8a.13-15) nos presenta la relación entre Dios y Moisés, sin duda una de las más asombrosas de toda la Biblia. El propio Señor le enseña a Moisés como ha de comportarse en su presencia. Es, pues, un ejemplo de una insondable belleza y pleno de lógica. Dios anuncia a Moisés que librará a su pueblo de la opresión egipcia y que ha de ser el mismo Moisés quien anuncie a ese pueblo lo que va a hacer el Señor. Y, entonces, la pregunta es sencilla, muy obvia. ¿Y cuál es tu nombre? ¿A quién tengo que anunciar? ¿De parte de quien digo que voy? El texto presenta una grandiosa lección teológica: Dios responde que no tiene nombre, que esta tan grande su realidad que solamente puede ser definido con una frase demasiado obvia y casi oscura: “Soy el que Soy”. Al conjugar ese verbo surge la fórmula del nombre hebreo de Dios “El que es”, Yahvé. Luego, muchos años después, al intentar pasarlo al griego se dio la traducción de una palabra que da una concreción ajena al pueblo hebreo, Teos, Dios.
¿Cómo ocurrieron los hechos?. "En aquellos días, pastoreaba Moisés el rebaño de su suegro Jetró..." (Ex 3, 1). Moisés ha huido de Egipto, se ha refugiado en la tierra de Madián. Él había querido ayudar a su pueblo, se interpuso en aquella pelea de hermanos, entre aquellos hombres que llevaban la misma sangre de los patriarcas en sus venas. Pero no aceptaron su mediación, le echaron en cara el haber defendido con la violencia a un hebreo, tratado con crueldad por un capataz egipcio. Ante aquella actitud desconcertante de repulsa, ante aquel peligro de ser denunciado por la gente de su mismo pueblo, Moisés abandona precipitadamente la corte del faraón y se refugia en la heredad de Jetró.
Ahora su vida ha cambiado, lleva cayado de pastor; su piel curtida por el viento solano del desierto, su vida transcurre por el silencio y la soledad de los campos de Madián. Un día la voz de Yahvé, el Dios de su pueblo, se dejó oír entre el chisporroteo de una zarza que arde: "¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Aquí estoy". La voz de Dios que llama. "El Señor le dijo: He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos" (Ex 3, 7). Israel gime atormentado por la opresión del yugo de su esclavitud. El faraón pretende exterminarlo lentamente, sacándole todo el provecho posible, explotándolo miserablemente. El trabajo aumenta y la ración de comida disminuye. Los hebreos claman en el estrépito del trabajo y en el silencio de las claras noches junto al Nilo. Dios se compadece de aquella situación y decide libertarlos. Ese amor infinito del Señor va a desplegarse en mil prodigios y señales. Él no puede consentir por más tiempo aquella penosa situación. Es como si no sufriera el ver a los suyos maltratados de aquella forma.

Hoy el responsorial es el salmo 102 (Sal 102,1-8.11) Este salmo es el gran salmo de la ternura de Dios. El concepto de amor contiene variados y múltiples alcances, y uno de ellos es el de la ternura. No obstante, a pesar de entrar la ternura en el marco general del amor, tiene ella tales matices que la transforman en algo diferente y especial en el contexto de amor.
La ternura es, ante todo, un movimiento de todo el ser, un movimiento que oscila entre la compasión y la entrega, un movimiento cuajado de calor y proximidad, y con una carga especial de benevolencia. En las raíces de la ternura, descubrimos siempre la fragilidad; en ésta nace, se apoya y se alimenta la ternura. Efectivamente, la infancia, la invalidez y la enfermedad, donde quiera que ellas se encuentren, invocan y provocan la ternura; cualquier género de debilidad da origen y propicia el sentimiento de ternura. Por eso, la gran figura en el escenario de la ternura es la figura de la madre.
La Biblia, cuando intenta expresar el cariño de Dios, siempre saca a relucir la figura paterna, debido sin duda al carácter fuertemente patriarcal de aquella cultura en que se movieron los hombres de la Biblia. No obstante, si analizamos el contenido humano de las actividades divinas, llegaremos a la conclusión de que estamos ante actitudes típicamente maternas: consolación, comprensión, cariño, perdón, benevolencia. En suma, la ternura.
El salmista desde el principio se siente conmovido por la benevolencia divina y levantando en alto el estandarte de la gratitud; salta desde el fondo de sí mismo, dirigiendo a sí mismo la palabra, expresándose en singular que, gramaticalmente, denota un grado intenso de intimidad, utilizando la expresión «alma mía» y concluyendo enseguida «con todo mi ser».
En el versículo segundo continúa todavía en el mismo modo personal, dialogando consigo mismo, conminándose con un -«no olvides sus beneficios». E inmediatamente, -y siempre recordándose a sí mismo- despliega una visión panorámica ante la pantalla de su mente: el Señor perdona las culpas, sana las enfermedades y te ha librado de las garras de la muerte (v. 3-4). No sólo eso: y aquí el salmista se deja arrastrar por una impetuosa corriente, llena de inspiración:
te colma de gracia y ternura,
sacia de bienes todos tus anhelos
y como un águila se renueva tu juventud (v. 4-5).
No importa que digan que somos polvo y humo, y que, incluso, cada uno así lo experimentemos. La gracia y la ternura revestirán nuestros huesos carcomidos de una nueva primavera, y habrá esplendores de vida sobre nuestros valles de muerte. ¿Por qué temer? Una juventud que siempre se renueva, como la del águiia, te visitará cada amanecer; y tus anhelos, aquellos que palpitan en tus estancias más secretas, serán completamente saciados de dicha. Todo será obra del Señor. Miedo ¿a qué? ¿Por qué llorar?
En el versículo 6 el salmista hace una transición: de la experiencia personal pasa a la contemplación de los hechos históricos protagonizados por el Señor a favor del pueblo. Fue una historia prodigiosa. Por su pura iniciativa, enteramente gratuita, el Señor extendió sus alas sobre Israel, que fue tribu nómada primero y pueblo esclavizado después, errante de país en país, y siempre despreciado bajo cielos extraños.
Como protagonista absoluto de la historia, el Señor los defendió contra la prepotencia de los poderosos, oscureció la tierra de los opresores, en vez de lluvia les envió granizo, sus viñas y bosques fueron pasto de las llamas, nubes de insectos asolaron sus campos, y en fin, el terror cayó sobre la tierra entera. Y así, los opresores no tuvieron más remedio que dejar en libertad a Israel que fue conducido amorosamente e instalado en la tierra prometida. Todo esto está sintéticamente descrito en los versículos 6 y 7, y ampliamente narrado en el salmo 105.
Resuena con fuerza la palabra Misericordia.
Desde luego no hay otra palabra que mejor defina a Dios; ella expresa admirablemente los rasgos fundamentales del rostro divino. Es, además, hija predilecta del amor y hermana de la sabiduría; nace y vive entre el perdón y la ternura.
Todas las experiencias vividas por Israel a lo largo de los siglos, y por el salmista a lo largo de sus años, están expresadas en esa fórmula que parece el artículo fundamental de la fe de Israel: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (v. 8).

La segunda lectura tomada de I corintios ( 1 Cor 10,1-6.10-12),  comienza con un aviso para peregrinos. “El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga”, dice el apóstol san Pablo hoy a los cristianos de la ciudad griega de Corinto (1 Corintios 10, 1-6.10-12), a quienes él mismo había evangelizado en uno de sus viajes misioneros.
Esta exhortación a reforzar la vigilancia constante para no caer en la tentación, la hace el apóstol evocando la historia del pueblo de Israel después de haber sido liberado de la esclavitud en Egipto, en su camino por el desierto hacia la tierra prometida. Durante ese camino, fueron muchas las tentaciones que experimentaron los hebreos y muchos los que cayeron descuidándose y dejándose seducir por los apetitos desordenados. Pero también hubo un resto de personas que permanecieron fieles a Dios, poniendo toda su confianza en él y esforzándose para no apartarse del camino del bien.
El plan de Dios se va cumpliendo inexorablemente, siglo tras siglo. San Pablo relata el camino recorrido por Moisés y el pueblo hebreo diseñado por “El que es”. Un camino que es válido para los habitantes de Corinto.
Destaca san pablo como en ese peregrinar por el desierto ya estaba prevista la salvación ejercita por Cristo Jesús. Él era la fuente de agua viva necesaria para subsistir en terreno de zarzas y alimañas y, también, alimento venido del cielo para recorrer el camino hacia la salvación. El hecho de haber sido elegido por Dios no da ya al pueblo ninguna garantía mágica de salvación (1 Cor 10,1-6.10-12). Los israelitas durante el éxodo experimentaron las grandes hazañas realizadas por Dios a su favor: estuvieron protegidos por la nube, atravesaron el mar, comieron el maná, bebieron agua que brotó milagrosamente de la roca. Pero esto no les sirvió de nada a muchos que no agradaron a Dios con su conducta pecadora: codiciaron el mal, protestaron.

El evangelio corresponde al Cap. 13 de san Lucas ( Lc 13,1-9) Unos desconocidos le comunican a Jesús la noticia de la horrible matanza de unos galileos en el recinto sagrado del templo. El autor ha sido, una vez más, Pilato. Lo que más los horroriza es que la sangre de aquellos hombres se haya mezclado con la sangre de los animales que estaban ofreciendo a Dios.
No sabemos por qué acuden a Jesús. ¿Desean que se solidarice con las víctimas? ¿Quieren que les explique qué horrendo pecado han podido cometer para merecer una muerte tan ignominiosa? Y si no han pecado, ¿por qué Dios ha permitido aquella muerte sacrílega en su propio templo?
Jesús responde recordando otro acontecimiento dramático ocurrido en Jerusalén: la muerte de dieciocho personas aplastadas por la caída de un torreón de la muralla cercana a la piscina de Siloé. Pues bien, de ambos sucesos hace Jesús la misma afirmación: las víctimas no eran más pecadores que los demás. Y termina su intervención con la misma advertencia: «si no os convertís, todos pereceréis».
La respuesta de Jesús hace pensar. Antes que nada, rechaza la creencia tradicional de que las desgracias son un castigo de Dios. Jesús no piensa en un Dios "justiciero" que va castigando a sus hijos e hijas repartiendo aquí o allá enfermedades, accidentes o desgracias, como respuesta a sus pecados.
Después, cambia la perspectiva del planteamiento. No se detiene en elucubraciones teóricas sobre el origen último de las desgracias, hablando de la culpa de las víctimas o de la voluntad de Dios. Vuelve su mirada hacia los presentes y los enfrenta consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos la llamada de Dios a la conversión y al cambio de vida.
Jesús toma ocasión de esos hechos en los que algunos han sufrido la muerte, para recordar a sus oyentes. Y a todos nosotros, que es preciso convertirse para no perecer por nuestras culpas, para que si viene el mal nos sirva de salvación y no de condenación. Sí, hemos de arrepentirnos de nuestros pecados, hemos de cambiar a una vida santa, si realmente queremos estar con Dios. Y que nadie diga que él no necesita convertirse. Si alguno piensa de esa forma, es un pobre soberbio que más que nadie corre el peligro de ser castigado por Dios. Recordemos otra vez que el justo peca siete veces al día, pero siete veces se levanta, mientras que el impío cae y permanece en su caída. La diferencia entre uno y otro no está, por tanto, en que uno peca y el otro no, sino en que uno se arrepiente y se convierte, mientras que el otro se obstina en su pecado.
"...y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo” (Lc 13, 3).De ordinario tendemos a juzgar con ligereza a los demás. Nos inclinamos a pensar mal acerca de la conducta de los otros. En el pasaje de este evangelio algunos se acercan a Jesús para contarle que unos galileos han sido ejecutados por Pilato. El Señor les escucha y al mismo tiempo lee sus pensamientos. Por eso les pregunta si se creen que aquellos que murieron eran más pecadores que los que se libraron. Si piensan así, están equivocados. Los males que sobrevienen al hombre no siempre se han de considerar como un castigo de Dios. A veces puede incluso ser un bien inapreciable, una ocasión para purificar el alma, un sacrificio que ofrecer al Señor en reparación de los pecados propios y ajenos, una oportunidad para unirse a Jesús crucificado y cooperar con el propio dolor a la redención de las almas. Por tanto, no seamos ligeros al juzgar, ni pensemos que el mal que nos puede sobrevenir es señal de una culpa, que Dios castiga. Alguna vez puede ser así, pero no siempre lo es.
Termina el pasaje evangélico con la parábola de la higuera que no acaba de dar fruto. Tres años sin echar higos, deciden al dueño a cortarla de una vez. Pero el viñador le pide al amo un año más. Él la cavará y la abonará bien, a ver si así da fruto, y si no, se cortará el árbol.
La higuera a la que se refiere el texto evangélico es el pueblo de Israel, pero nosotros deberemos aplicar esta parábola de la higuera estéril a la actualidad de la Iglesia, a la vida de cada uno de nosotros. Confiar en la misericordia salvadora de nuestro Dios no puede llevarnos a ir retrasando nuestro propósito de conversión hasta el último día de nuestra vida. Dios quiere que nos convirtamos ya hoy, que no lo dejemos para mañana. Si la cuaresma es un tiempo especial de conversión, no dejemos que pase esta cuaresma sin un propósito firme de conversión. Para eso, abonemos todos los días nuestro corazón con obras de misericordia, con amor y con espíritu de sacrificio.

Para nuestra vida.
La primera lectura nos sitúa ante la realidad de la esclavitud. Hoy también hay opresión, hoy también existen injusticias, penas, sinsabores, angustias, miedos, situaciones insostenibles. Hay muchos que gimen y que lloran en mil rincones del mundo. Muchos que pasan hambre, muchos que no tienen fe, muchos que malviven sin ninguna esperanza, muchos que mueren sin un poco de cariño... Una multitud de seres desgraciados que extiende sus brazos escuálidos, pidiendo compasión para tanta miseria. También le pedimos a Dios que vuelva a nuestra tierra, que saque de la esclavitud a quienes están sumidos en ella, condúcenos con mano firme, a través del desierto, hacia la Tierra de Promisión.
Como a Moisés también a nosotros nos llama Dios. Ojalá sepamos responder como Moisés: Ojala digamos "Aquí estoy". El Señor espera disponibilidad, rapidez para secundar los planes que tiene para nuestra  vida. Prontitud para seguir la voz de la conciencia, la voz del Señor que resuena constantemente en nuestra vida de cada día, pidiendo nuestra colaboración, nuestra  lealtad a los compromisos de cristiano, "hijo querido de Dios".

Recordando  el texto de la segunda lectura, nos encontramos que  no es una historia pasada sino que constituye toda una advertencia de lo que nos puede pasar a nosotros si no nos convertimos en serio. De nada nos servirá el decir que somos cristianos, miembros de la Iglesia, si luego nuestra conducta es más bien la de los paganos.
También a nosotros los cristianos, nos parece exagerado o inapropiado a veces el Antiguo Testamento para nuestro concepto de fe y de religión. Y, sin embargo, todo está relacionado. Dios Padre, “El que es”, procura, intenta, a lo largo de toda la descripción veterotestamentaria, que su pueblo no le olvide, que no adore a ídolos, a dioses extranjeros”. Está, como el Padre de la parábola del Hijo Pródigo, esperando en lo alto del promontorio del camino a que aparezca la figura del hijo perdido. En un momento dado, en un tiempo ya de madurez de la existencia humana, ese Dios totalmente enamorado de un pueblo, siempre díscolo y errático, envía a su propio Hijo –se envía a sí mismo—para lograr la reconciliación definitiva. Si la disponibilidad de Dios está siempre presente, ¿hemos, nosotros, de darle la espalda?, ¿no hemos de corresponder a ese amor entregado con un estado de cosas más afín a lo que el Señor quiere?.

El Evangelio vincula la paciencia con el crecimiento, la vida y los frutos de la higuera. La vida crece despacio, tiene sus horas, sus tiempos, nos hace ir por muchos caminos y rodeos, especialmente cuando se refiere a nuestro crecimiento espiritual, muchas veces somos como la higuera del Evangelio. Quien no ama la vida no tiene paciencia con ella. Dios es el gran paciente porque es el amor y fuente de toda vida. Removemos la tierra, quitemos todo aquello que hace infecunda nuestra vida y dejemos que la Gracia de Dios la abone.
Como la higuera estéril chupamos del terreno que hay a nuestro alrededor sin pensar que los demás esperan los frutos. No podemos negar hoy la vigencia de criterios tales como la "utilidad", la "rentabilidad"... a la hora de juzgar, no sólo cuestiones económicas, sino aprecios y valías de las personas, comportamientos sociales y personales. Valoramos lo práctico, lo útil, lo que es rentable. Nos hemos instalado en la mediocridad. ¡Y ni siquiera nos molesta! Hemos acabado acostumbrándonos a ella, como termina uno de acostumbrarse a una vieja prenda o a un vecino desagradable. Se nos ha dado casi todo, pero... ¿Estamos produciendo los frutos que Dios espera de nosotros? Tal vez tu vida esté siendo también estéril... porque estás centrándola en torno tuyo y todo lo  valoras en la medida en que te sirven. Dar fruto significa justamente lo contrario. Es estar pendiente de quien necesita algo de ti: una palabra, un gesto, una parte de tu tiempo... Dar fruto es estar disponible, ser servicial, pensar en los demás, ser capaz de amar al otro sin exigir respuesta... Dios espera que dé frutos. Debes ser capaz de dar frutos si no quieres que tu vida transcurra lánguida y mediocre. Practicar la misericordia y la compasión es dar frutos de amor.
La parábola de «la higuera estéril», dirigida por Jesús a Israel, se convierte hoy en una clara advertencia para la Iglesia actual y para cada uno de nosotros. No hay que perderse en lamentaciones estériles. Lo decisivo es enraizar nuestra vida en Cristo y despertar la creatividad y los frutos del Espíritu.
Miremos nuestra vida, veamos si somos como esa higuera, consideremos que quizá sea este el último año que el Señor nos concede para que demos el fruto debido. Tratemos de rectificar nuestra conducta indolente, nuestra vida vacía de amor a Dios y de buenas obras. Hagamos un esfuerzo para conseguir frutos de penitencia, no sea que el Señor se acerque a buscar nuestro fruto y estemos sin él. Pensemos en aquella otra higuera que sólo tenía hojas y que Jesús maldijo, secándola para siempre.
Si no, la cortas.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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