El
Domingo de la Transfiguración
El
segundo domingo de Cuaresma nos presenta la Transfiguración del Señor. Superada
la prueba del desierto, Jesús asciende a lo alto de una montaña para orar. Es
éste un lugar donde se produce el encuentro con la divinidad: "su rostro
cambió, sus vestidos brillaban de blancos". El rostro iluminado refleja la
presencia de Dios. El Señor Jesús quiso dar fuerza a sus discípulos para que
aguantaran los terribles sucesos que llegarían con el prendimiento del Maestro
y el inicio de Su Pasión. Jesús enseñaba la Gloria de Dios en compañía de
Moisés y Elías. Luego, desde la nube, Dios Padre habló para recomendar a su
Hijo Unigénito. Pero la respuesta atolondrada de Pedro, era, en el fondo, muy
humana y hasta coherente… Deseaba alargar para siempre el momento del Monte
Tabor construyendo tres chozas, tres refugios, para los protagonistas de la
Transfiguración. Lo que no entendió Pedro es, precisamente, lo quería
advertirle Jesús: el inicio de unos tiempos terribles que iban a terminar no
obstante con Gloria, con la Gloria de la Resurrección.
Hoy
en los escenarios de las lecturas de hoy, 1ª y 3ª, hay un denominador común: la
soledad. El desierto la primera, la montaña la segunda. Abraham está en el
desierto, que si imponente es de día, mucho más lo es de noche. Es un inmenso
espacio cuya bóveda jalonan incontables estrellas mudas, que no deslumbran por
muchas que sean, pero que iluminan tenuemente. Las dudas, las cuitas del Patriarca,
corroen su interior. Le duele su esterilidad. Le preocupa la falta de
continuidad de su familia. Tiene atractiva esposa, bien lo sabe, y extenso
ganado, pero le falta descendencia. Se queja en su interior al Dios que en Siquem se le ha confiado y hecho amigo, al Dios que le ha
sido fiel en la empresa que acaba de culminar: la salvación de su sobrino,
secuestrado por gentes enemigas, que habitan en el país.
También en el Tabor, Jesús parece que
deja solos y alejados de las gentes a los discípulos. Esa soledad con un
acompañamiento selectivo gusta a los apóstoles. En el silencio
impresionante de aquella altura, ante el panorama de las llanuras de Galilea
con las aguas del Tiberíades en el horizonte, es comprensible que el Señor
subiera allí para orar. Pedro, Juan y Santiago le acompañaban, lo mismo que le
acompañarán cuando llegue la hora de las angustias en Getsemaní. Los que
participaron de su dolor participaron también en su gloria.
La
primera lectura, nos ha mostrado la acción de Dios para confirmar su alianza
con Abrahán. Abrahán prepara los animales para el sacrificio y los pone sobre
el altar… Y es el poder de Dios quien completa el holocausto. “Un terror intenso y oscuro cayó sobre él…”
Frase inquietante que, sin duda, refleja la soledad tremenda del hombre ante
Dios. Es verdad que Jesús de Nazaret nos muestra la naturaleza de Dios. Desde
que Él llega a la vida de los hombres la imagen de Dios es otra. Dios es un
Padre amoroso y tierno con sus criaturas. Pero eso, a mi juicio, no contradice
con el poder infinito de Dios que, sin duda, al ser humano produce temor por el
poder y la grandeza de Dios al, inevitablemente, compararse con su pequeñez,
pobreza y desvalimiento de criatura. Además, es la antorcha de Dios la que quema
la ofrenda de Abrahán. Dios es el que dirige la historia y actúa en nuestra
vida. Con esta actuación de Dios, se abría, una nueva Alianza en el medio de
una noche difícil, como ocurrió igual es esa otra noche terrorífica en la que
Dios pactó con Abrahán.
"En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrahán
y le dijo: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y añadió: Así será tu
descendencia" (Gn 15, 5). Abrahán era ya mayor, sus días se terminaban.
Y todo ese acabar de las cosas, todo ese sentirse cada vez más torpe, todo ese
presentimiento de la muerte cercana, todo ello le proporcionaba un vago sentimiento
de nostalgia, de honda pena. Pero lo que más le pesaba era el envejecer sin
hijos, el contemplar el gran amor de Sara totalmente baldío, sin un hijo tan
siquiera que perpetuara su nombre.
En
aquella noche serena, tachonada de mil estrellas, resonó la voz de Yahvé. Abrahán se puso a la escucha
con la misma fe de siempre: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y
los ojos cansados del patriarca se perdían entre aquellos puntos luminosos
sobre el oscuro cielo. Pues así será tu descendencia, concluyó el Señor.
Y
Dios actuó, la fe provocó de nuevo el prodigio. Sara, la estéril, y Abrahán, el
anciano, tuvieron un hijo. De él brotaría el frondoso árbol del pueblo de Dios,
renovado y engrandecido por Jesucristo. Y así, todos los que tienen fe en Jesús
son descendientes de Abrahán. Miembros del pueblo santo, hijos de Dios,
herederos de su gloria. Sí, la fe nos incorpora a la familia de Dios, nos
injerta en Cristo, el primogénito. Pero hace falta que la fe sea viva,
vibrante, consecuente, comprometida, amorosa, confiada, constante. Una fe con
obras, que, aún sin quererlo, se note y atraiga. Señor, que nos empeñamos
seriamente por ser coherentes en toda nuestra vida, la pública y la privada.
"Aquel
día, el Señor hizo alianza con Abrahán en estos términos. A tus descendientes
les daré esta tierra...” (Gn 15, 8).
Yahveh le dio una prueba de que su palabra quedaría
cumplida. Hizo un pacto al estilo del que hacían los hombres de aquel tiempo.
Se puso a la altura de Abrahán, con la misma ternura que un padre se agacha
hasta ponerse a la altura de su pequeño… Los animales del sacrificio estaban
descuartizados según el rito usual. Por entre aquellos despojos habían de pasar
los pactantes de la alianza, asumiendo así el serio compromiso de no violarla,
so pena de ser descuartizados al igual que aquellas víctimas...
Abrahán
esperaba, entre ansioso y atemorizado, la conclusión del rito. Y cuando el sol
se ocultó y las tinieblas poblaron la tierra, una llama viva pasó como antorcha
humeante por entre aquellos despojos. Yahvé no había faltado a su palabra.
Nunca faltó Dios a su compromiso. A pesar de no tener ninguna obligación frente
al hombre, de no deberle nada en absoluto, Dios permanecerá siempre fiel a su
compromiso de amor. Seremos nosotros, los descendientes de Abrahán, los que nos
empeñemos en romper el pacto que hicimos con el Señor... Perdónanos una vez más
Señor. Y haz que el recuerdo de tu fidelidad nos ayude a ser siempre fieles,
leales contigo, creyentes de verdad.
Hoy el responsorial es el salmo26
(Sal 26,1.7-9.13-14
Este salmo de confianza en Dios, es rezado por el
orante en el templo en tres situaciones de vida diferentes: momentos bélicos,
abandono familiar, agresiones sociales. El título hebreo lo atribuye a David,
perseguido por Saúl y antes de ser ungido rey en Hebrón, aunque para los
especialistas hay que considerarlo como de la época exílica
o postexílica.
El primer cuadro del salmo traza el rostro de Dios
con dos símbolos, que son la expresión de la fe y de la confianza del orante:
el Señor es luz y salvación. Dios es luz por ser principio de la
creación y revelador de la vida; Dios es salvación por ser defensa y
fuerza del fiel (v 1).
En el segundo cuadro del salmo, el orante, ya en el
templo, desahoga su corazón con una profesión de fe en forma de súplica, en la
que interpela directamente al Omnipotente: «Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme» (v 7).
La conclusión del salmo la lleva a cabo el
sacerdote con un oráculo de confianza dirigido al orante para que no tema, sino
que permanezca firme, esperando en la fidelidad y en la asistencia del Señor (v
14; cf. Sal 30,25).
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
Dichoso el que así hablaba, porque sabía cómo y de dónde procedía su luz
y quién era el que lo iluminaba. El veía la luz; no esa que muere al atardecer,
sino aquella otra que no vieron ojos humanos. Las almas iluminadas por
esta luz no caen en el pecado, no tropiezan en el mal.
Decía el Señor: Caminad mientras tenéis luz. Con
estas palabras se refería a aquella luz que es él mismo, ya que dice: Yo he
venido al mundo como luz, para que los que ven no vean y los ciegos reciban
la luz. El Señor, por tanto, es nuestra luz, es el sol de justicia que irradia
sobre su Iglesia católica, extendida por doquier. A él se refería
proféticamente el salmista cuando decía: El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El hombre interior, así iluminado, no vacila; sigue
recto su camino y todo lo soporta. El que contempla de lejos su patria
definitiva aguanta en las adversidades, y no se entristece por las cosas
temporales, sino que halla en Dios su fuerza; humilla su corazón y es constante,
y su humildad lo hace paciente. Esta luz verdadera que viniendo a este mundo
alumbra a todo hombre, el Hijo, revelándose a sí mismo, la da a los que lo
temen, la infunde a quien quiere y cuando quiere.
En
la segunda lectura (Flp
3,17-4,1 )
vemos a un san Pablo clarividente en el diagnostico que hace. San Pablo consagra
la doctrina de la resurrección gloriosa. La imagen del relato se relaciona bien
con el episodio de la Transfiguración. Y hace pensar que los discípulos, tras
contemplar al Resucitado, y su capacidad para superar tiempo y espacio, lo
relacionaron con la escena del monte. Pablo, sin duda, se inspiró en los
testimonios directos de los primeros discípulos. Recuérdenos como él reproduce las palabras de Jesús del
Jueves Santo, en la Institución de la Eucaristía, durante la Cena, en uno de
los textos más antiguos del evangelio: en el capítulo 11 de la Primera Carta a
los Corintios.
"Nosotros,
por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador:
el Señor Jesucristo". San Pablo les dice a los
primeros cristianos de Filipos que ellos no deben
comportarse como hombres carnales, cuyo Dios es el vientre, sino en personas
espirituales, a imagen de Jesucristo. Era difícil para ellos, los cristianos de
Filipos, renunciar a las exigencias y tentaciones del
cuerpo; también resulta difícil para nosotros. Pero esta es nuestra lucha, una
lucha que durará mientras nuestro espíritu esté sometido a las tentaciones de
la carne. Mientras vivimos en el cuerpo, el vivir como personas espirituales
será siempre una meta a la que debemos aspirar, aunque sabiendo que no
llegaremos a ella definitivamente hasta después de nuestra muerte. Es la virtud
de la esperanza la que debe dar alas a nuestro espíritu, creyendo firmemente que
también nosotros podremos participar definitivamente de la victoria de Cristo
sobre el cuerpo y la muerte. Con esta esperanza vivimos los cristianos.
El evangelio de hoy (Lc 9,28b-36 ), nos presenta uno de los relatos misteriosos,
pero llenos de esperanza escatológica: estamos en el mundo, pero nuestro
destino no es este mundo. El relato de San Lucas sobre la Trasfiguración,
no por conocido, deja de ser, siempre, subyugante. Jesús estaba en oración en
lo alto del monte --es verdad que el Señor elegía sitios apartados y también
altos para mantener su diálogo continuado con el Padre-- pero casi nunca se
llevaba a nadie. Prefería quedar en soledad. En este caso son Pedro, Juan y
Santiago quienes le acompañan. Lo que Jesús , tenía previsto para Pedro, Juan y
Santiago era muy importante, mucho. Tendrían que construir la base para la
transmisión de la Palabra del Reino y dar los primeros pasos catequéticos y
organizativos para que ello tuviera éxito.
Los exegetas no
coinciden al localizar el monte donde Jesús hizo ver a sus discípulos algo de
su gloria. Unos dicen que fue el monte Hermón, pero
la mayoría defienden que fue el monte Tabor.
En el texto
se nos presenta a un Jesús
orante:"
Mientras Jesús
oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.
Es un pasaje único en los evangelios.
Nunca Jesús aparece tan grandioso y magnífico como entonces. Un resquicio de su
inmensa gloria se trasluce por unos momentos, ante los ojos atónitos de los
discípulos preferidos. El rostro de Jesucristo adquiere un aspecto nuevo y sus
vestidos cobran el resplandor de un blanco rutilante. A su lado otros dos
personajes llenos de gloria hablan con Él de su muerte en Jerusalén. Parece una
contradicción el que, precisamente en medio de aquella gloria, hablen de la
pasión de Cristo. Pero en realidad se trata de algo lógico ya que después de
esa pasión y muerte, incluso gracias a eso, Jesús resucitará glorioso y subirá
luego con gran poder y majestad a los cielos.
Los
apóstoles contemplan a Jesús orando en lo alto del monte . En el monte los tres
apóstoles experimentaron la visión de Jesús como el Hijo de Dios, al que hasta
entonces sólo habían visto como el “hijo del hombre”.
Desde
esta experiencia los apóstoles que acompañaban a Jesús le dicen: "Maestro,
qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y
otra para Elías". "No sabía lo que decía", aclara el
evangelista. El deseo de Pedro era un deseo muy humano: si se estaba
tan bien allí, ¿para qué iban a bajar al llano, a luchar contra tantas
adversidades como les esperaban? Pero había que escuchar a Jesús, el amado del
Padre, y Jesús les decía que había que bajar a la llanura y seguir camino hacia
Jerusalén. Jesús sabía muy bien que en Jerusalén le esperaba la pasión y la
muerte, pero también sabía que la pasión era el camino necesario para la
resurrección. Por la cruz a la luz. Pedro y los demás apóstoles todavía no
entendían esto, lo entenderían después.
Pedro y sus
compañeros no comprendieron entonces lo que estaban escuchando. Pedro lo único
que desea es perpetuar ese momento, o al menos que dure lo más posible. Por eso
quiere hacer un refugio para el Señor, Moisés y Elías, con el fin de que sigan
allí ante su mirada extasiada de gozo, ausente de todo lo que le rodea,
olvidado incluso de sí mismo, dispuesto a estar mirando aquella aparición celestial
por toda la eternidad. Este sentimiento nos hace comprender en cierto modo,
mejor quizá que muchas explicaciones, la dicha que supone la contemplación de
la Gloria. Si esto, que no era más que un pálido resplandor de la majestad
divina, fue suficiente para trastornar de dicha a Pedro, qué no será la
contemplación de Dios en todo su esplendor.
Una nube
descendió sobre la cima del Tabor y los apóstoles se vieron de pronto envueltos
por la niebla. La voz del Padre exclamó: "Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle".
Para
nuestra vida.
Luz
y tinieblas son los componentes de nuestra vida. En el salmo responsorial
hemos manifestado en actitud orante y confiada: "El Señor es mi luz y
mi salvación, ¿a quién temeré?"Nos comenta Juan Mediocre: " Grande es, hermanos, la salvación que se
nos ofrece. Ella no teme la enfermedad, no se asusta del cansancio, no tiene en
cuenta el sufrimiento. Por esto, debemos exclamar plenamente convencidos no
sólo con la boca, sino también con el corazón: El Señor es mi luz y mi
salvación, ¿a quién temeré? Si es él quien ilumina y quien salva, ¿a quién
temeré? Vengan las tinieblas del engaño: el Señor es mi luz. Podrán
venir, pero sin ningún resultado, pues, aunque ataquen nuestro corazón, no lo
vencerán. Venga la ceguera de los malos deseos: el Señor es mi luz. El
es, por tanto, nuestra fuerza, el que se da a nosotros, y nosotros a él. Acudid
al médico mientras podéis, no sea que después queráis y no podáis (Juan
Mediocre de Nápoles, «Sermón 7», en PLS 4, cols. 785ss).
Jesús
como ser humano experimenta a Dios con
la oración. La oración es la mejor manera que tenemos los humanos para
comunicarnos con Dios y sin oración no hay propiamente religión, o mejor,
expresión religiosa. La oración debe terminar siendo siempre en la transformación
y transfiguración religiosa. Una oración que no nos cambie por dentro tiene
poco sentido y poco valor. La oración debe ser siempre un acto de comunión y
comunicación con Dios, porque en la oración de alguna manera somos habitados
por Dios. No oramos tanto para que Dios nos escuche a nosotros, sino para que
nosotros escuchemos a Dios. En la oración debemos pedir transformarnos nosotros
en Dios, no que Dios se transforme en nosotros. Oramos para que nosotros seamos
capaces de aceptar y hacer la voluntad de Dios, no para que Dios se adapte y
haga nuestra voluntad. Una persona orante debe, además, manifestar en su vida
ante los demás que es una persona habitada por Dios, imagen de Dios, hijo de
Dios. La oración, además de tener una función transformadora de nuestro yo
personal, debe tener una función evangelizadora ante los demás. La oración,
como venimos diciendo, debe transformarnos por dentro y transfigurarnos por
fuera ante los demás.
Los apóstoles quieren quedarse
allí, es para nosotros una llamada de atención. Aclara como cada uno de
nosotros debemos de aceptar, nuestras pequeñas cruces, nuestro calvario y
pasión, sabiendo que sólo de esta manera podremos escalar el monte de la
resurrección gloriosa.
Resuenan las palabras de Dios-Padre: "Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle".
Palabras que han de resonar también en nuestros oídos y en nuestro corazón.
Para que nuestra fe en Cristo aumente, y también nuestra esperanza. Con la
persuasión de que el gozo de ver a Dios llenará de consuelo y felicidad todo
nuestro ser, preocupémonos por ser fieles al Señor, cueste lo que cueste, hasta el fin de nuestro peregrinar terrenal.
Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías,
representantes de la Ley y los Profetas. Jesús está en continuidad con ellos,
pero superándolos, dándoles la plenitud que ellos mismos desconocen, pues Él es
el Hijo, el escogido. ¿Cuál debe ser nuestra actitud ante esta manifestación de
la divinidad de Jesús? La voz que sale de la nube nos lo dice: ¡Escuchadlo! Abram escuchó la voz de Dios y creyó en su promesa: una
descendencia como las estrellas del cielo y una tierra como posesión suya.
Abrahán escuchó y aceptó la alianza con Dios. Era una costumbre sellar la
alianza pasando entre las carnes sangrientas de los animales cortados en dos.
Dios toma la iniciativa, pues sólo El, con el signo del fuego, pasa por entre
las dos partes de los animales. Pero Abram escucha y
acepta el plan de Dios. Desde ese momento transforma su nombre. Ya no será Abram, sino Abraham -padre de muchedumbres-.
La gran tentación es quedarse quieto,
porque en la montaña "se está muy bien". Hay que bajar al llano, a la
vida diaria, de lo contrario la experiencia de Dios no es auténtica. No podemos
refugiarnos en un mero espiritualismo que se desentiende de la vida concreta.
Somos ciudadanos del cielo, pero ahora vivimos en la tierra y es aquí donde
debemos demostrar que Dios transforma nuestro cuerpo humilde y nos hace vivir
como hombres nuevos y transformados.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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