Comentarios de las Lecturas en la Fiesta del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo 7 de junio de 2015 .
Domingo de la sexagésima (60 días)
pascua.
La
fiesta del Corpus Christi (el Cuerpo de Cristo) surgió en Bélgica en el siglo
XIII, por devoción de un Movimiento Monástico de Adoración Eucarística, y
gracias a un prodigio en el que el Pan Eucarístico sangró en las manos
dubitativas de un sacerdote al norte de Roma.
El
papa Urbano IV, con la bula ‘Transiturus’, fijó su
fecha en el jueves posterior a la octava de Pentecostés.
Con
este motivo, Santo Tomás de Aquino compuso ‘Pange Lingua’, uno de los cantos más hermosos del cristianismo.
Ya
para el siglo XIV era una celebración con mucha fuerza en toda Europa, y el
Concilio de Trento (siglo XVI) fomentó sus procesiones y el culto público del
Cuerpo de Cristo.
La
primera lectura del Libro del Éxodo (Ex
24, 3-8). Nos narra cómo Moisés, mediante la
sangre de unas vacas, fórmula de sacrificio, confirma la alianza del pueblo
judío con Dios. Después, la sangre de Cristo confirmará
la nueva alianza que dura para siempre.
El rito tiene lugar en la
falda del monte; sólo Moisés es el intermediario, pero los protagonistas son
Dios y su pueblo. La ceremonia tiene dos partes: la lectura y aceptación de las
cláusulas de la Alianza (vv. 3-4), es decir, las palabras (Decálogo) y las
normas (el denominado Código de la Alianza); y, por otra parte, el sacrificio
que sella el pacto.
La aceptación de las
cláusulas se hace con toda solemnidad, usando la fórmula ritual: «Haremos todo
lo que ha dicho el Señor». El pueblo, que ya había pronunciado este compromiso
(19,8), lo repite al escuchar el discurso de Moisés (v. 3) y en el momento
previo a ser rociado con la sangre del sacrificio. Queda así asegurado el
carácter vinculante del pacto.
Al distribuir la sangre a
partes iguales entre el altar, que representa a Dios, y el pueblo, se quiere
significar que ambos se comprometen a las exigencias de la Alianza. Hay datos
de que los pueblos nómadas sellaban sus pactos con sangre de animales
sacrificados. Pero en la Biblia no hay vestigios de este uso de la sangre. El
significado de este rito es probablemente más profundo: puesto que la sangre,
que significa la vida (cfr Gn
9,4), pertenece sólo a Dios, únicamente debía derramarse
sobre el altar, o usarse para ungir a las personas consagradas al Señor, como
los sacerdotes (cfr Ex 29,19-22). Cuando Moisés rocía
con la sangre del sacrificio al pueblo entero, lo está consagrando, haciendo de
él «propiedad divina y reino de sacerdotes» (cfr
19,3-6).
La Alianza, por tanto, no es únicamente el
compromiso de cumplir los preceptos, sino, ante todo, el derecho a pertenecer a
la nación santa, posesión de Dios.
Salmo responsorial (Sal 115)
R.- ALZARÉ LA COPA DE SALVACIÓN, INVOCANDO EL NOMBRE
DEL SEÑOR
¿Cómo pagaré
al Señor
todo el bien
que me ha hecho?
Alzaré la copa
de la salvación, invocando su nombre.
Mucho le
cuesta al Señor
la muerte de
sus fieles.
Señor, yo
soy tu siervo, hijo de tu esclava,
rompiste mis
cadenas.
Te ofreceré
un sacrificio de alabanza,
invocando tu
nombre, Señor.
Cumpliré al
Señor mis votos,
en presencia
de todo el pueblo.
El salmista nos brinda la expresión más adecuada, para expesar
nuestro agradecimiento al hecho de la Eucaristía, en la que Jesucristo sigue
ofreciendo la copa santa como gesto de alianza, de perdón, de amistad, “¿Cómo
pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre” (Sal 115).
Quien acepte beber de este cáliz con respeto y dignidad, se lleva la prenda
de la vida futura, porque aquel que come del pan partido en la Mesa del Señor,
y bebe de la Copa de la Salvación, recibe vida eterna.
La Eucaristía es sacramento de la presencia real de Jesucristo y en ella se
prolonga la hospitalidad divina. Con ese gesto, Jesús nos ofrece la señal más
auténtica de su amistad y entrega generosa.
En
la segunda lectura (Hebreos 9, 11-15), escuchamos unas
bellas y certeras palabras. Y es que
nadie como el autor de esta Carta ha reflejado mejor el papel sacerdotal y
sacrificial de Jesús, el Mesías. Y es que la sangre de Cristo, vertida por
nuestros pecados, purificará para siempre a los redimidos y por Él y, asimismo,
purificará las conciencias de quienes –con entrega y sinceridad—siguen su
camino.
Porque la
sangre de Cristo hace lo que la sangre de los animales nunca pudo hacer:
cambiar nuestros corazones y nuestras personalidades. La carta a los hebreos,
de inspiración paulina, lo dice: «Porque
si la sangre de los machos cabríos y de los becerros y las cenizas de una
ternera . . . eran capaces de conferir a los israelitas una pureza
legal, meramente exterior, ¡cuánto más la sangre de Cristo purificará nuestra conciencia de todo
pecado . . . [y] de las obras que conducen a la muerte, para servir al Dios
vivo!».
La sangre
de Cristo nos transforma interiormente para librarnos de las obras de la muerto
para poder servir a Dios. Ya no es cosa de una ley exterior que no podemos cumplir.
Ahora es cosa de un poder vivo que hace verdaderamente posible la vida
abundante.
"No usa
sangre de machos cabríos, ni de becerros, sino la suya propia..." (Hb 9, 12). El Misterio de la Redención alcanza
cotas muy altas en la Eucaristía. Hemos de recordarlo de modo especial hoy, día
en que se celebra la gran fiesta del Corpus Christi, en la que los cristianos
rendimos adoración al Santísimo Sacramento del altar, le tributamos el culto
supremo a Jesús sacramentado. Él quiso derramar su sangre en sacrificio de
expiación por nosotros.
Antes
esta realidad el autor de Hebreos exclama: "Si la sangre de los machos
cabríos... tienen el poder de consagrar a los profanos, ¡cuánto más la sangre
de Cristo que, en virtud del Espíritu eterno se ha ofrecido a Dios como
sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas,
llevándonos al culto del Dios vivo!".
El evangelio hoy de
San Marcos (Mc 14, 12-16.22-26) El
fragmento del Evangelio de San Marcos que se proclama a continuación narra con
precisión y maestría el momento de la Instauración del Sacramento de la
Eucaristía.
"El primer día de los ázimos..." (Mc 14,
12).
Los ázimos es el nombre que recibían los panes preparados sin levadura, para
comerlos durante los días de la Pascua. El pan de días anteriores, confeccionados
con levadura, tenía que haberse consumido ya, o ser destruido, pues se
consideraba que la fermentación de la masa ludiada
era una especie de impureza, incompatible con la fiesta pascual.
Pero
más importante que el pan ázimo, era el cordero inmolado en esa fiesta. Se
recordaba
así la sangre de aquellos corderos con la cual se tiñeron los
dinteles de las casas en Egipto de los hebreos, librándolos así de la
muerte...En la nueva fiesta pascual, en la Pascua cristiana, Jesucristo es el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, como lo recordamos antes de la
comunión de su Cuerpo y su Sangre, Alma y Divinidad. En ese momento se nos
recuerda, con palabras del Apocalipsis, que estamos invitados a la cena nupcial
del Señor.
Las palabras de Jesús
que nos muestra Marcos han sido, desde hace muchos siglos, la fórmula
litúrgica en el momento de la consagración: “Esto es mi cuerpo. Esta es mi
sangre”.
Jesús no nos dijo "pronunciad
estas palabras en memoria mía", sino "haced", es decir
"vivid". No hay de verdad Eucaristía si no tenemos los sentimientos
que tuvo Jesús, si no intentamos entregarnos y amarnos como Él nos ama. La
fracción del pan --nombre con el que los primeros cristianos designaban a la
Eucaristía-- es un gesto que a menudo pasa desapercibido, pero sin embargo
refleja perfectamente lo que Jesús quiso enseñarnos al partirse y repartirse
por nosotros.
Para
nuestra vida.
Centradas las lecturas de este ciclo B
en la sangre de Cristo, aparece con este signo más clara la idea de alimento y
de salvación. Pues sabemos que la sangre transporta el alimento a las células y
como la sangre mediante transfusiones salva vidas. Ya desde antiguo se veía en
este líquido rojo un signo importante como signo de compromiso, como vemos en
la primera lectura. Por otra parte también se suele decir de los hijos, “son
sangre de mi sangre”, o se dice “hermanos de sangre”, para hacer referencia a
una unión más especial. Todos esos signos se vuelven más diáfanos este día;
pues es la sangre de aquel Dios hecho hombre la que nos da la vida que viene
del Padre, la que alimenta a este cuerpo que es su Iglesia, la que nos salvó de
la muerte eterna o la que selló y confirmó una nueva alianza de Dios con los
hombres.
Se sugiere en el texto lo que hemos de hacer del amor a Dios y a los
hermanos nuestra mejor misión. Amemos con más entrega a los que más nos
necesitan: los más pobres, los que nadie quiere.
Para nosotros creyentes del
siglo XXI es importante recordar que Jesucristo, en la Última Cena, al
instituir la Eucaristía, utiliza los mismos términos que Moisés utiliza en la
primera lectura «sangre de la Nueva Alianza», indicando la naturaleza del nuevo
pueblo de Dios, que, habiendo sido redimido, es en plenitud «pueblo santo de
Dios» (cfr Mt 26,27 y par.; 1 Co 11,23-25).
El Concilio Vaticano II
enseña la relación de esta Alianza con la Nueva, precisando el carácter del
verdadero pueblo de Dios que es la Iglesia: «(Dios) eligió como suyo al pueblo
de Israel, pactó con él una Alianza y le instruyó gradualmente revelándose en
Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo
y santificándolo para Sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de
la Alianza nueva y perfecta que había de pactarse con Cristo y de la revelación
completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. (...)
Este pacto nuevo, a saber, el nuevo Testamento en su sangre (cfr 1 Co 11, 25), lo estableció Cristo convocando un pueblo
de judíos y gentiles, que se uniera no según la carne, sino en el Espíritu, y
constituyera el nuevo Pueblo de Dios» (Lumen Gentium, nn. 4 y 9).
Hoy en el dia del Corpus no podemos olvidar que Dios nos encomienda
vivir lo que hemos celebrado. Por eso la Eucaristía celebra la vida y nos da
fuerza para la vida. Cuando el sacerdote nos dice "Podéis ir en paz"
nos está enviando al mundo. Es como si Jesús nos dijera: "Tomad, comed y
vivid el amor". Es esta la segunda procesión del Corpus, la que
emprendemos cada día hacia la calle, hacia el trabajo o hacia la escuela como
mensajeros del amor de Dios. El hombre de hoy tiene hambre de verdad y de
plenitud, tiene hambre de Dios.
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