miércoles, 6 de enero de 2016

Comentarios a lecturas en la Fiesta de la Epifanía del Señor 6 de enero de 2016

Hoy celebramos la Epifanía. Epifanía es una palabra de origen griego que significaba manifestación poderosa, aparición con fuerza y majestad y que siempre hacía referencia a la llegada de un Rey a una ciudad. Luego, en el mundo clásico, se dio a la palabra un sentido divino y así significaba la aparición de Dios o un hecho portentoso –un milagro—relacionado con la divinidad. En las iglesias latinas se dio este nombre a la celebración de la llegada de los Reyes Magos porque era la presentación prodigiosa del Niño Dios a los Magos de Oriente, a unos gentiles ilustrados y sabios, era, en verdad, la manifestación de Dios a personas que no pertenecían al Pueblo Elegido de Israel. En ese acto se abría una nueva dimensión que era la
ampliación de esa pertenencia a Dios, como pueblo elegido a toda la humanidad. San Pablo en la Carta a los Efesios lo va a expresar con precisión. Dice: “que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y participes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio.”
La Epifanía significa pues esa manifestación de Dios –hecho Hombre, hecho Niño—a todos y se anuncia ya en la invitación a los Magos, guiados por la Estrella.
Recordamos la manifestación del Señor a todos los hombres con el relato de los Magos de Oriente que nos narra el Evangelio. Aquellos hombres, que seguían la estrella, simbolizan la sed de felicidad de todos aquellos que todavía no conocen a Jesús.
La Epifanía, además de ser un recuerdo, es sobre todo un misterio actual, que viene a sacudir la conciencia de los cristianos dormidos. Para la Iglesia la Epifanía constituye un reto misional, es el reto de trabajar generosa e inteligentemente para manifestar a Cristo al mundo.

La primera lectura es de Isaías ( Is 60,1-6)
Estamos en la tercera parte del libro de Isaías, la recopilación escrita después del retorno del exilio de Babilonia. Los capítulos 56 -65 de La profecía de Isaías forman un conjunto muy complejo. Probablemente son una colección de oráculos y sentencias, escritas a la vuelta del Destierro (sobre el año 500 aC.) la situación de Israel es difícil. Han vuelto a la tierra, pero la existencia es penosa. Han reedificado el templo, pero tan modestamente que produce añoranza y desánimo. En este momento, la fe de Israel se ve sometida a una prueba muy dura, y los ojos de los creyentes se dirigen al futuro. Se hace un acto de fe en el provenir glorioso de Jerusalén, cuando el Señor la restaure definitivamente, en un lenguaje poético maravilloso, lleno de símbolos y metáforas, parecido al anuncio de la Jerusalén Celestial que leemos en el Apocalipsis. En el texto de hoy predominan las ideas sobre "Jerusalén centro de la peregrinación de todos los pueblos", a donde vuelven sus ojos todas las naciones.
Los exiliados ya han vuelto, la ciudad aún está por reconstruir, pero el profeta ve y anuncia la gloria de esta reconstrucción. En el fondo, es una llamada a los que han vuelto para que vivan la tarea de reconstrucción como una labor gozosa, que Dios guiará y llevará a feliz término.
El oráculo tiene la forma de una llamada a la ciudad de Jerusalén para que se dé cuenta de todo lo que está pasando y lo viva como una gran alegría. La Jerusalén recobrada, dice el profeta, se ha convertido nuevamente en luz entre las tinieblas, porque en ella está el Señor.
Y, a partir de aquí, el profeta imagina como una nueva caravana que se acerca a la ciudad.
Esta nueva caravana está formada, por una parte, por los "hijos e hijas" que aún no están en Jerusalén: tanto los que se han quedado en el exilio como los que están dispersos por otros países. Y, por otra parte, está formada también por los pueblos extranjeros que, atraídos por la luz del Señor, se acercan con sus dones para ayudar en la reconstrucción de la ciudad.
Hermoso el oráculo de Isaías, lleno de gozo y alegría: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora.”
Este oráculo, es un texto de exaltación nacionalista (el país reconstruido, y los extranjeros ayudando a la reconstrucción). Pero apunta a otro sentido nuevo y universalista, entendiendo Jerusalén como símbolo de la presencia de Dios en el mundo: así es comprendido en la liturgia de hoy.

El responsorial de hoy es el salmo 71 ( Sal 71,1-2.7-8.10-13). El salmo (71) probablemente corresponde a la liturgia de coronación de un nuevo rey en Jerusalén. Fundamentándose en las promesas a David, se proclama un doble deseo: una actuación en favor de los pobres y los débiles, y una ampliación de sus dominios. En Jesús se realiza el primer deseo y, en sentido espiritual, el segundo (simbolizado en los obsequios de los magos que leemos en el evangelio).
 Salmo en el que se pide a Dios que asista al rey para que en su gobierno reproduzca los valores que caracteriza, según el salmista, el gobierno divino.
El primero de esos valores es la justicia que se caracteriza por un comportamiento recto respecto a los humildes y por un compromiso activo en favor de los que, en cualquier otro orden social, se encuentran marginados y excluidos en el reparto de los beneficios sociales, hasta el punto de no tener segura ni siquiera la supervivencia (vv. 1-2.12-13).
Esta justicia dará, como fruto, la paz (v. 7) y será el fundamento de un gobierno universal hacia el que serán atraídos «todos los reyes» y al que se someterán «todos los pueblos de la tierra». Aunque se mantiene el papel central y privilegiado de Israel, también este salmo revela el significado de la elección de Israel: realizar el plan de Dios para servir de guía y de modelo al resto de las naciones.

La segunda lectura  es de la carta a los efesios ( Ef 3,2-3a.5-6 )
En este pasaje San Pablo proclama su vocación específica como apóstol, lo esencial de su ministerio: él siente que ha sido elegido por Dios para anunciar el Evangelio a los gentiles, a los que no son del pueblo de Israel. Pablo dice que esto no había sido revelado antes a Israel, sino que es Jesús el que rompe con el pasado y anuncia la salvación a todos los pueblos.
En esta segunda lectura vuelve la Palabra el profeta Isaías: "Vienen todos los de Sabá, trayendo incienso y oro..." (Is 60, 6). El profeta canta lleno de alegría y exhorta a Jerusalén que también se llene de gozo. Contempla como la luz hace retroceder a las tinieblas. Como el Bien vence al Mal y se inicia la salvación de los hombres que sólo Dios puede otorgarnos. Vislumbra extasiado como el Dios de los cielos nace en la tierra. El nuevo y definitivo Rey de Israel, el Hijo de David anunciado como redentor nace y con él la esperanza, la alegría y la paz. Y como a Salomón, el otro hijo de David, vienen desde las tierras del sur y de este, de Sabá y de Madián, a festejar su grandeza, a rendirle pleitesía. Para ello llegan cargados de dones: oro, incienso y mirra. Elementos valiosos y altamente significativos. Expresión de su amor y de su fe. Ratificación de sus sentimientos mediante la entrega de algo de sí mismos, de un don que pruebe la autenticidad de su reconocimiento y admiración.

El evangelio es de San Mateo ( Mt 2,1-12 )
El Evangelio de San Mateo referido al viaje y adoración de los Magos de Oriente al Niño Jesús contiene una de las páginas más bellas y enigmáticas de la Escritura.
Comienza describiendo el lugar del nacimiento de Jesús: la patria de David. Se trata de un dato teológico, no histórico (ya va siendo hora de que los cristianos tengamos claro que los evangelios no son libros históricos, en el sentido moderno de la expresión) y trata de afirmar que la monarquía tradicional de Israel (de nuevo en sentido teológico, en tanto que encarnación de la presencia y del gobierno de Dios en su pueblo) no está representada por Herodes, sino por el recién nacido.
El relato incluye el prodigio en forma de estrella que guía a unos peregrinos muy especiales. Junto a todo eso está el mensaje sencillo de –tras las vicisitudes—gran alegría por haber llegado a la meta. Pero ahí se produce otra de las grandes paradojas del relato evangélico: la adoración a un pequeño que se encuentra en un pesebre y que ni él ni sus padres parecen tener importancia alguna. Esa adoración la realizan personajes notables, que tienen potestad para ser recibidos de inmediato por el Rey Herodes y cuyo mensaje --y presencia—turba a toda la ciudad de Jerusalén.
Aunque a muchos les gusta especular con las circunstancias astronómicas y astrológicas de la estrella y, también, con la propia "magia" de los Magos, el relato tiene una precisión y belleza en su contenido cristológico que merece ser leído y releído para después meditarlo y sacar provecho. Podríamos apostar sobre que el Nacimiento del Hijo de Dios en Belén fue un gran acontecimiento y que, por ello, trascendió a quienes debía trascender.
Los magos (no se dice ni que fueran reyes ni que fueran tres) son sabios, astrólogos posiblemente, que afirman haber conocido el nacimiento de un rey de Israel al que ellos quieren rendir homenaje, considerándolo así rey universal. Que el nacimiento de Jesús haya podido ser conocido fuera de Israel significa que la misión de Jesús se abre a la humanidad entera.
Los magos, hombres privilegiados, fueron los representantes de los pueblos no judíos del mundo.
Por muchos siglos Dios había escogido a Abraham y sus descendientes para preparar, precisamente, el Advenimiento de aquel que tan pobremente había nacido en una cueva de Belén.
Preguntan “en Jerusalén” por un rey recién nacido. No van a palacio por lo que, en palacio se asustan; y el miedo del poder se trasmite al resto del pueblo: «Herodes se sobresaltó, y con él Jerusalén entera».
 La respuesta de los expertos (sumos sacerdotes y letrados) consultados por Herodes combina dos textos del A. T. (Miq 5,1-2; 2 Sm 5,2) mediante los cuales se identifica al niño nacido en Belén con el Mesías que esperaba Israel, se le incluye en la dinastía davídica y se describe su misión con la imagen del pastor (ver Sal 78,70s; Jr 23,5; 30,9; Ez 34,23s).
La respuesta de los letrados no provoca más reacción que la de Herodes, que empieza a planear la muerte del recién nacido; los demás, dirigentes religiosos y pueblo, parecen indiferentes ante la noticia: por eso en Jerusalén la estrella resulta invisible.
La escena en la casa en la que está el niño subraya el carácter real (homenaje, regalos) y la universalidad de la misión de éste (origen de los magos, que no son israelitas).
Dios se apresura a anunciar que la gran fiesta de la salvación es para todos. Como dice Pablo en la segunda lectura, “También los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio”.
Ya lo había anunciado también, siglos antes, el profeta Isaías, como leemos hoy en la primera lectura.
Y se hizo realidad lo que, como un anuncio profético, canta el salmo 71: “Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la tierra”.
Dios se muestra al lado de su enviado descubriendo y frustrando los perversos planes de Herodes.

Para nuestra vida.
La fiesta de la Epifanía del Señor es,  la fiesta de la manifestación del Señor, referida, en este caso, a los reyes Magos, es decir, a los pueblos no judíos, a los pueblos paganos. Referido a nosotros, debemos pensar y sentir que todos los días se nos está manifestando Dios, de un modo o de otro. Todos los días se nos manifiesta el Señor, todos los días Dios amanece sobre nuestras vidas. Lo importante es que seamos capaces de verlo, que lo veamos en el pobre que sufre y en el rico que comparte sus bienes, en nuestros éxitos y en nuestros fracasos, en los días grises del alma y en los días llenos de luz, en la salud y en la enfermedad, en el amor y en desamor. Muchas veces necesitamos que una estrella nos guíe, que la luz de Dios se haga más visible a través de signos especiales.
Discernir y seguir a la estrella es lo importante. Puede ser la lectura de la vida de un santo, o la lectura en el periódico del comportamiento heroico de una persona valiente y generosa, en defensa de los derechos humanos o de alguna víctima inocente, o en la oración, o en el recogimiento, o en la muerte de un ser querido, singularmente bueno. Dios siempre está se nos está manifestando, lo importante es que tengamos los ojos y el corazón limpios, para saber ver a Dios a través de los acontecimientos interiores y exteriores.
Dios quiere valerse, a veces, de cada uno de nosotros para que seamos luz y estrella que oriente el camino de los demás. Con mucha humildad y con mucha generosidad, ofreciendo, no imponiendo, viviendo, más que hablando. La luz de Dios, su estrella, cuando se hace presente, de verdad, en nuestras vidas, nos llena de una alegría interior y profunda. Saber que la luz de nuestra vida orienta por el buen camino a otras personas nos da confianza y alegría.

Las palabras que el profeta Isaías dirige a la ciudad santa de Jerusalén nos invitan  a salir de nosotros mismos, y a reconocer el esplendor de la luz que ilumina nuestras vidas: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (60,1). «Tu luz» es la gloria del Señor. La Iglesia no puede pretender brillar con luz propia. San Ambrosio nos lo recuerda con una hermosa expresión, aplicando a la Iglesia la imagen de la luna: «La Iglesia es verdaderamente como la luna: […] no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”» (Hexameron, IV, 8, 32).
Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja iluminar por él, ilumina también la vida de las personas y de los pueblos. Por eso, los santos Padres veían a la Iglesia como el «mysterium lunae».

Cuando San Pablo escribe esta carta a los Efesios, la Iglesia cristiana ya era católica, ya era universal, ya había roto las barreras judías que le impedían abrirse al mundo de los gentiles. También ahora, en nuestra sociedad actual, los cristianos debemos luchar contra todas las barreras que ponen los más fuertes y los más poderosos, para que los débiles y desprotegidos no se acerquen a ellos y les perturben su riqueza y su paz económica y social. La religión cristiana es una religión universal, de fraternidad y de amor para todos; nuestro compromiso cristiano no puede quedarse encerrado en nuestros templos y en nuestras sacristías. Debemos ser cristianos no sólo en el templo, sino también en la calle, en la cultura y en la sociedad. Ser cristiano debe ser sinónimo de hombre universal, fraterno y solidario, sobre todo con los más pobres y necesitados. Los cristianos debemos regalar en este momento nuestra ayuda a los pueblos y a las personas más pobres y necesitadas del mundo.
En resumen, estas son las principales enseñanzas de la fiesta y de las lecturas de hoy:
Dios no hace distinciones entre los hombres; aunque prefiere a los pobres, todos están invitados, en Jesús, a ser sus hijos: basta con que acepten vivir como buenos hermanos. El proyecto que él propone se dirige a toda la humanidad; tiene, por tanto, un carácter universalista.
Nosotros tenemos la suerte de haber conocido esta noticia. Conocemos el proyecto de Dios y sabemos que es para la humanidad entera. Y debemos poner nuestra sabiduría al servicio no del poder o de nuestros privilegios, sino de toda la humanidad y, en especial, de todos los que necesitan y buscan liberación.
Al menos para los cristianos, la religión no puede ya servir de pretexto para enfrentar a los hombres y a los pueblos.
Independientemente de nuestras creencias, podemos encontrarnos en estas dos ideas: lo importante es la persona y su necesidad de liberación, es decir, la persona y su dignidad, la persona y los derechos inherentes a su dignidad; y, para poder encontrarnos, hay que empezar siendo sinceros.
El evangelio nos facilita acoger esta propuesta diciéndonos expresamente que para Dios no hay valor mayor que el de la persona ni hay derecho superior al bien del hombre, en el mandamiento nuevo (Juan 13,34-35;15,12), la norma que supera y declara cumplidas todas las demás leyes y que caracteriza el modo de vida de los seguidores de Jesús, Dios se retira, no aparece. Ese mandamiento no nos exige amar a Dios -ni mucho menos matar por Él-, sino que acojamos el amor de Dios y, con él, amemos a nuestros hermanos.
Además de proclamar la esperanza que anuncian los Magos, debemos denunciar como blasfemos a todos aquellos, sean de la religión que sean, que pretendan apoyarse en Dios para justificar la opresión, el asesinato y la violencia.

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