sábado, 16 de enero de 2016

Comentario a las lecturasII Domingo del Tiempo Ordinario 17 de enero de 2016

lecturas del II domingo del Tiempo Ordinario. 17 de enero 2016


A lo largo de la próxima semana (18-25), celebramos la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, haciendo nuestro el deseo del Señor expresado en su oración a Dios Padre en la última cena: «que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea» (Jn 17, 21). Esta iniciativa a la que se adhieren la mayoría de las denominaciones cristianas empezó su andadura en 1908 y desde entonces se ha ido constituyendo en una cita anual que nos damos los cristianos para rezar por la plena unidad visible de la Iglesia de Cristo.
 El lema elegido es: «Destinados a proclamar las grandezas del Señor». Este lema se inspira en un pasaje de la Primera Carta de san Pedro (2, 9-10), que es el texto bíblico de referencia para este año. La idea fundamental que se quiere transmitir es que todos los bautizados, aunque formen parte de diferentes Iglesias y comunidades eclesiales, comparten la misma vocación de proclamar las grandezas del Señor.
Tengamos presente en nuestras celebraciones y oraciones litúrgicas esta realidad de la Iglesia.

La primera lectura tomada de Isaías ( Is 62,1-5) es un fragmento del tercer Isaías, en el que se expresa las relaciones entre Jerusalén y Dios como de esposo a esposa. El autor de este relato, el tercer Isaías, habla a un pueblo que ya ha vuelto del destierro en Babilonia y le anima a seguir creyendo y confiando en Yahvé, que sigue amando a su pueblo, como un marido fiel y amante ama a su esposa.
 En Jerusalén brillará la aurora, lugar privilegiado de la manifestación de Dios, por oposición a tinieblas, medio del olvido de Dios. La imposición del nombre a la esposa es característico de la nueva orientación que se da a una persona o a una cosa. El Señor mismo es el que pronuncia el nombre, el que da un nuevo impulso a Israel. Por eso mismo, por la obra del Señor, los pueblos vendrán a Israel. Es el milagro del Señor. Las relaciones que se instauran entre Dios e Israel adquieren los tonos más fuertes del corazón humano, lo más profundo de la persona: el amor. La amargura de la viudez desaparecerá y la irrisión del abandono ya no tendrá lugar, porque el señor toma a su cargo a la esposa infiel y abandonada. En cuatro pinceladas describe el autor las relaciones más cálidas entre los hombres: el amor conyugal. Todo ello en términos de alegría: la alegría de después de la boda, la alegría interna de sentirse amado es lo que Israel va a experimentar. Nunca palabras tan consoladoras han sido dichas al creyente. Son palabras dirigidas también a nosotros. El hombre es levantado hasta el plan de Dios, no hay lugar para la desesperanza porque el amor es sincero y hace vivir.

El responsorial de hoy es el Salmo  95 (Sal 95,1-10). 
San Juan pablo II lo comenta de la siguiente forma. " 1. «Decid a los pueblos: "El Señor es rey"». Esta exhortación del salmo 95 (v. 10), que se acaba de proclamar, en cierto sentido ofrece la tonalidad en que se modula todo el himno. En efecto, se sitúa entre los «salmos del Señor rey», que abarcan los salmos 95-98, así como el 46 y el 92.
Ya hemos tenido anteriormente ocasión de presentar y comentar el salmo 92, y sabemos que en estos cánticos el centro está constituido por la figura grandiosa de Dios, que gobierna todo el universo y dirige la historia de la humanidad.
También el salmo 95 exalta tanto al Creador de los seres como al Salvador de los pueblos: Dios «afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente» (v. 10). El verbo «gobernar» expresa la certeza de que no nos hallamos abandonados a las oscuras fuerzas del caos o de la casualidad, sino que desde siempre estamos en las manos de un Soberano justo y misericordioso.
2. El salmo 95 comienza con una invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre inmediatamente una perspectiva universal: «cantad al Señor, toda la tierra» (v. 1). Se invita a los fieles a «contar la gloria» de Dios «a los pueblos» y, luego, «a todas las naciones» para proclamar «sus maravillas» (v. 3). Es más, el salmista interpela directamente a las «familias de los pueblos» (v. 7) para invitarlas a glorificar al Señor. Por último, pide a los fieles que digan «a los pueblos: el Señor es rey» (v. 10), y precisa que el Señor «gobierna a las naciones» (v. 10), «a los pueblos» (v. 14). Es muy significativa esta apertura universal de parte de un pequeño pueblo aplastado entre grandes imperios. Este pueblo sabe que su Señor es el Dios del universo y que «los dioses de los gentiles son apariencia» (v. 5).
El Salmo se halla sustancialmente constituido por dos cuadros. La primera parte (cf. vv. 1-9) comprende una solemne epifanía del Señor «en su santuario» (v. 6), es decir, en el templo de Sión. La preceden y la siguen cantos y ritos sacrificiales de la asamblea de los fieles. Fluye intensamente la alabanza ante la majestad divina: «Cantad al Señor un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad su victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos (...)» (vv. 1-3, 7-9).
Así pues, el gesto fundamental ante el Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación, es el canto de adoración, alabanza y bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también en nuestra liturgia diaria y en nuestra oración personal.
3. En el centro de este canto coral encontramos una declaración contra los ídolos. Así, la plegaria se manifiesta como un camino para conseguir la pureza de la fe, según la conocida máxima: lex orandi, lex credendi, o sea, la norma de la oración verdadera es también norma de fe, es lección sobre la verdad divina. En efecto, esta se puede descubrir precisamente a través de la íntima comunión con Dios realizada en la oración.
El salmista proclama: «Es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo» (vv. 4-5). A través de la liturgia y la oración la fe se purifica de toda degeneración, se abandonan los ídolos a los que se sacrifica fácilmente algo de nosotros durante la vida diaria, se pasa del miedo ante la justicia trascedente de Dios a la experiencia viva de su amor.
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Aquí quisiéramos dejar espacio a la relectura cristiana de este salmo que hicieron los Padres de la Iglesia, los cuales vieron en él una prefiguración de la Encarnación y de la crucifixión, signo de la paradójica realeza de Cristo.
5. Así, san Gregorio Nacianceno, al inicio del discurso pronunciado en Constantinopla en la Navidad del año 379 o del 380, recoge algunas expresiones del salmo 95: «Cristo nace: glorificadlo. Cristo baja del cielo: salid a su encuentro. Cristo está en la tierra: levantaos. "Cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para unir a la vez los dos conceptos, "alégrese el cielo, goce la tierra" (v. 11) a causa de aquel que es celeste pero que luego se hizo terrestre» (Omelie sulla natività, Discurso 38, 1, Roma 1983, p. 44).
De este modo, el misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Más aún, el que reina «hecho terrestre», reina precisamente en la humillación de la cruz. Es significativo que muchos antiguos leyeran el versículo 10 de este salmo con una sugestiva integración cristológica: «El Señor reina desde el árbol de la cruz».
Por esto, ya la Carta a Bernabé enseñaba que «el reino de Jesús está en el árbol de la cruz» (VIII, 5: I Padri apostolici, Roma 1984, p. 198) y el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a todos los pueblos a alegrarse porque «el Señor reinó desde el árbol de la cruz» (Gli apologeti greci, Roma 1986, p. 121).
En esta tierra floreció el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, Vexilla regis, en el que se exalta a Cristo que reina desde la altura de la cruz, trono de amor y no de dominio: Regnavit a ligno Deus. En efecto, Jesús, ya durante su existencia terrena, había afirmado: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,43-45).
(San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 18 de septiembre de 2002]
La segunda lectura  es de San Pablo en su primera carta a los corintios (1 Cor 12,4-11), en el fragmento propuesto San  Pablo habla de los carismas. El carisma es una gracia singular que Dios concede a cada uno, pero que está destinada al bien de todos y a la edificación de la iglesia. La gran variedad de los carismas no está reñida en modo alguno con la unidad de la Iglesia y la comunión fraterna; antes al contrario: conscientes de que ningún hijo de Dios está desposeído de una gracia especial, todos debemos estar atentos para estimar los carismas ajenos y no retener los nuestros para disfrute individual. Se distingue en este texto entre los dones, los servicios y las funciones. Según el carisma así será el “ministerio” o servicio que se desempeña en la Iglesia. Todos tenemos algún don y estamos llamados a servir de alguna manera. Hoy se habla más que nunca de los “ministerios laicales”. Pero hay que dejar que estos ministerios puedan ser ejercidos, abandonando el “clericalismo” que ha predominado en la Iglesia. Es imposible que el sacerdote, sobre todo ahora que disminuyen las vocaciones, pueda llegar a todo. Es mejor que “muchos hagan poco a que uno haga todo”. Así se ejerce la corresponsabilidad en la Iglesia y sus frutos son mucho mayores. De modo que la unidad abarca la variedad o pluralidad y ésta es el contenido de la unidad de la iglesia. Nada más extraño a esta unidad, que viene de Dios, que la uniformidad a la que se empeñan en someternos los señores de este mundo e incluso de la iglesia.

Hoy el evangelio tomado de San Juan (Jn 2,1-12), nos narra cómo Jesús en una ocasión estuvo presente en unas bodas en Caná de Galilea "Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda" (Jn 2, 2). A ella fueron invitados Jesús con su madre y sus discípulos. De este modo el Señor santificó con su presencia divina ese acontecimiento crucial en la vida del hombre, bendice la unión entre marido y mujer hasta hacer de ella el gran sacramento, el símbolo vivo de su propia unión con la Iglesia, la esposa de Cristo.
Fijémonos como con este milagro, realizado gracias a la intervención de María, se pone de manifiesto: Por un lado la ternura de su corazón materno, el desvelo por las necesidades de sus hijos; y por otra parte aparece su poder de intercesión ante su divino Hijo, que se siente incapaz de no atender la súplica de su Madre santísima. Con razón, por tanto, la
podemos invocar como Madre de misericordia y como la Omnipotente suplicante.
El texto nos ha presentado cómo de la colaboración entre Jesús y María surgió un hecho admirable, el primero de los signos obrados por el Señor. El, que era un invitado, al final los convidó a todos y les dio un vino mucho mejor.
 La conversión del agua en vino fue motivo de alegría para los novios, que veían cómo su fiesta corría el riesgo de "aguarse" por causa de un descuido, y para los invitados, que así podían continuar alegres la fiesta. Y al mismo tiempo, hizo que creciera la fe en Jesús de los discípulos que habían presenciado el hecho. También los esposos están llamados, ejerciendo cada uno su papel propio, a "convertir el agua en vino". De las cosas más habituales y cotidianas, esas que valoramos tan poco —esto es "el agua"—, deben hacer "vino", algo de valor, sabroso y que alegra a quien lo bebe. Siempre que actúan con amor son motivo de que aumente la fe, de la misma manera que creció la fe en los discípulos que acompañaban a Jesús y a su madre en las bodas de Caná.

Para nuestra vida.

Importante el texto de la primera lectura, los hombres nos alejamos por el pecado del Creador, y al estar lejos nos sumergimos en un mundo oscuro y gris. Esa historia colectiva es figura y paradigma de muchas historias individuales, de todas las historias de cada uno de los pecadores, y de una forma u otra todos los somos.
Esta primera lectura nos presenta el amor de Dios a su pueblo, amor de juventud, primer amor. El despertar de los sentidos al amor, ese sentimiento tan hondo, tan humano y tan divino. Las palabras quedan inexpresivas para describir el amor, son un torpe balbuceo que trata inútilmente de expresarse. Es una realidad que sólo cuando se siente, se comprende. Podemos decir que es lo que más se asemeja al ser de Dios. También hoy  podemos aplicarnos este texto, cuando nos encontremos desanimados, o nos sintamos fracasados. Dios nos ama y nos ofrece constantemente su ayuda y protección. Sentirnos amados por Dios puede y debe levantar nuestra moral  tantas veces decaída y reavivar nuestra fe y nuestra esperanza en Dios. La mejor forma que tenemos para agradecer a Dios su ayuda y protección es convertirnos nosotros mismos en ayuda y protección para aquellas personas que nos necesiten. El que se siente amado por Dios está siempre animado a amar al prójimo.

La antífona del  salmo "Contad las maravillas de Dios a todas las naciones", es una llamada a los creyentes  a decir que creemos y que alabamos a Dios por la gran misericordia con que nos ha tratado en muchas ocasiones. Alabemos a Dios por su gran misericordia para con nosotros y no tengamos miedo en decirlo a los que no creen en Dios.

Le segunda  lectura nos recuerda la riqueza de la Iglesia y de la humanidad, cuando leemos nuestras capacidades en clave de dones o carismas, regalos de Dios a través de su Espíritu. El mismo y único Espíritu obra en  todos, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. Estas frases que dice el apóstol san Pablo a los Corintios son una verdad que debemos aplicarnos a nosotros mismos continuamente, dentro de nuestras familias, parroquias y comunidades. Todos tenemos algún don y, en consecuencia, todos podemos poner nuestras cualidades y carismas al servicio de la comunidad en la que trabajamos y vivimos. El bien común siempre debe ser visto como un bien al que deben subordinarse los bienes particulares.

El evangelio de hoy tiene un alto valor simbólico. El agua simboliza la religión vacía; el vino, la alegría y la vida abundante que proceden de Dios. Las bodas son el símbolo de la unión (alianza) de Dios con el pueblo. Las tinajas de piedra (seis es el número de lo imperfecto e incompleto) representan a la Ley, que pretende purificar al ser humano, pero que en realidad es algo vacío.
Jesús vino a salvar y a dar vida, y eso lo hizo predicando y cumpliendo el mandamiento nuevo, el mandamiento del amor. Este es el vino bueno del que Jesús quiso llenar las tinajas de agua de la Ley antigua. Cumplamos nosotros, lo mejor que sepamos y podamos, el mandamiento del amor que Jesús nos predicó, y el vino bueno de su amor embriagará nuestro espíritu de una presencia de Dios renovadora y vivificante, haciéndonos partícipes de su vida divina.
María es la "mujer", el resto fiel de Israel, "desposado" con Dios. El mandato que ella expresa "haced lo que él os diga" es prácticamente idéntica a la que pronunció el pueblo el día de la alianza (pacto, desposorio) del Sinaí: "Nosotros haremos todo lo que el Señor ha dicho". Debemos escuchar el consejo de la Madre si queremos seguir de verdad a Jesús.
Hoy, en el Señor, vemos su semblante más festivo. Acostumbrados a escucharle en el templo, a tenerlo rodeado de leyes y de normas, nos asombra su otra dimensión: viene con nosotros y, cuando hace falta, se suma al espíritu festivo de nuestro caminar.
Como María, también nosotros, debiéramos de estar atentos en esas situaciones que necesitan un poco de paz y de sosiego. María, con los ojos bien abiertos, fue consciente de que algo raro ocurría en aquel convite. Que, de repente, todo podría irse al traste si el vino, elemento importante en una comida, hubiera faltado. Esa puede ser también nuestra misión: ser sensibles a las necesidades de las personas o situaciones que nos rodean. Aquello de “ojos que no ven, corazón que no siente” no es una buena filosofía para aquellos que creemos y esperamos en Jesús. Que el Señor en este Año Santo de la Misericordia nos ayude a poner el buen vino de nuestra fe, de nuestro testimonio, de nuestra alegría cristiana en tantas mesas donde rezuman los vasos de licores que han dejado de ser cristianos para convertirse sólo en exponente de fiesta pagana sin referencia a lo eterno.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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