sábado, 31 de octubre de 2015

Comentarios a lecturas del Domingo XXXI del Tiempo Ordinario Solemnidad de Todos los Santos 1 de noviembre de 2015


Todos los Santos

Patriarcas que fuisteis semillas
del árbol de la fe en siglos remotos,
al vencedor divino de la muerte
rogadle por nosotros.

Profetas que rasgasteis inspirados
del porvenir el velo misterioso,
al que sacó la luz de las tinieblas,
rogadle por nosotros.

Almas cándidas, santos Inocentes,
que aumentáis de los ángeles el coro,
al que llamó a los niños a su lado,
rogadle por nosotros.

Apóstoles que echasteis en el mundo
de la Iglesia el cimiento poderoso,
al que es de verdad depositario,
rogadle por nosotros.

Mártires que ganasteis vuestra palma
en la arena del circo en sangre roja,
al que os dio fortaleza en los combates,
rogadle por nosotros.

Vírgenes bellas cual las azucenas
que el verano vistió de nieve y oro,
al que es fuente de vida y hermosura,
rogadle por nosotros.

Monjes que de la vida en el combate
pedisteis paz al claustro silencioso,
al que es iris de calma en las tormentas,
rogadle por nosotros.

Doctores cuyas plumas nos legaron
de virtud y rico tesoro,
al que es caudal de ciencia inextingible,
rogadle por nosotros.

Soldados del ejército de Cristo,
santas y santos todos,
rogadle que perdone nuestras culpas
a aquel que vive y reina entre nosotros.

(Gustavo Adolfo Bécquer)
Hoy recordamos a todas aquellas personas que gozan de la compañía de Dios en el cielo. Santos no son sólo los que están en los altares con figura hierática o "vestidos de blanco". Dice el Apocalipsis que es "una muchedumbre inmensa" que nadie podría contar. Hoy no es un día de tristeza, aunque muchos acudan a los cementerios a recordar a sus seres queridos y añoren su presencia entre nosotros. Hoy es un día de alegría porque muchos hermanos nuestros han llegado a la meta del encuentro con el Padre. Y son personas normales, que se santificaron en el día a día, son padres y madres de familia que, a pesar de las dificultades, confiaron siempre en el Señor y transmitieron a sus hijos el don de la fe ¿por qué solo se canoniza a los obispos, papas, curas o monjas?, ¿es que es menos santo el que realizó su tarea de padre o madre con un dedicación ejemplar? Hoy es un día para dar gracias a Dios por tantas personas buenas que nos han precedido en la fe.
La Solemnidad de Todos los Santos nos abre así el espíritu y el corazón a las consecuencias de la Resurrección. Lo que sucedió en Jesús se realizó también en sus bien amados, nuestros antepasados en la fe; y nos dice igualmente al respecto: bajo las hojas muertas, bajo la piedra del sepulcro, la vida continúa, misteriosa, para revelarse en el Gran Día, cuando llegue el fin de los tiempos. Para Jesús, fue al tercer día; para sus amigos, eso sucederá más tarde.
Recomendamos como la mejor referencia a la Fiesta de hoy, el capítulo V de la Constitución Dogmática de la Iglesia “Lumen Gentium”, del Vaticano II, sobre el “Universal llamado a la santidad”. Antes del Concilio se solía pensar que había una especie de «profesionales de la santidad», que se dedicaban de un modo especializado a conseguirla, como los monjes y los religiosos/as, que se decía que vivían en el «estado de perfección»; a los demás, los laicos/as o seglares, como que se les consideraba de alguna manera dispensados de tener que tender a la santidad.

La primera lectura tomada del Libro del Apocalipsis (Ap. 7, 2-4.9-14), nos recuerda la realidad de los santos incontables. UNA MUCHEDUMBRE INMENSA. "Estos son los que vienen de la gran tribulación..." (Ap 7, 1-4). El vidente de Patmos, en medio de su destierro en aquella isla, recibe el consuelo de otra visión gloriosa. Para que se consuele de sus pesares, y para que la transmita a cuantos como él también sufrían la persecución injusta y cruel del emperador. Aquí ve al Pueblo de Dios que ha llegado ya a la Tierra prometida, la Iglesia triunfante que canta gozosa por toda la eternidad.
Llama la atención la insistencia en el elevado número de los que forman esa muchedumbre de los santos en el cielo. Son ciento cuarenta y cuatro mil por cada una de las doce tribus de Israel, y luego habla de un gentío inmenso de toda raza, "que nadie puede contar". No podía ser de otra manera, ya que el sacrificio redentor de Cristo tiene valor infinito. Pero al mismo tiempo señala que vienen de la gran tribulación, han pasado primero por el Calvario para así llegar al Tabor, por la Cruz llegaron a la Luz.

Salmo responsorial ( Sal 23)
R.- ESTE ES EL GRUPO QUE VIENE A TU PRESENCIA, SEÑOR
El salmo 23 es, posiblemente, un formulario litúrgico compuesto para los peregrinos que se dirigen al templo con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos. En un primer acercamiento se constata la siguiente composición: una pieza hímnica que alaba al Dios creador, una reflexión sapiencial sobre la integridad del hombre (sólo el justo puede acercarse a Dios) y una nueva composición hímnica cuyo tema es Dios-Rey. Esta división heterogénea adquiere su unidad si consideramos que el Señor del universo y el Dios de la gloria es el Dios que pide integridad a quienes creen en Él.
Nos fijamos en la segunda estrofa que hemos escuchado: «Señor, ¿quién puede acudir a tu templo?»
Si Dios es tan poderoso que pone puertas al océano destructor, ¿no se sentirá el hombre aplastado por una fuerza tan ingente? ¿Quién podrá habitar en el monte de su morada? Sólo quien piensa, habla y obra rectamente con relación a su prójimo pertenece al verdadero Pueblo de Dios. Esto es valedero ante todo para el cristiano que ha de amar a Dios y al prójimo con un mismo e indiviso amor. Quien así ama es auténtico pueblo de Dios y su corazón es tan puro que un día verá a Dios: cuando Dios y el Cordero sean Santuario donde no tienen cabida los «cobardes, los incrédulos, los abominables, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros» (Ap 21,8).
La oración de este salmo nos sitúa ante la   actitud universalista, la amplitud del corazón y de la mente hacia la universalidad, a la acogida de todos sin etiquetas particularistas, siempre nos cuestiona la imagen de Dios. Dios no puede ser sólo nuestro Dios, el nuestro, el que piensa como nosotros e intervendría en la historia siempre según nuestras categorías y de acuerdo con nuestros intereses... Dios, si es verdaderamente Dios, ha de ser el Dios de todos los santos, el Dios de todos los nombres, el Dios de todas las utopías, el Dios de todas las religiones (incluida la religión de los que con sinceridad y sabiendo lo que hacen optan con buena conciencia por dejar a un lado “las religiones”, aunque no «la religión verdadera» de la que por ejemplo habla Santiago en su carta, 1,27). Dios es «católico» pero en el sentido original de la palabra. Está más allá de toda religión concreta. Está «con todo el que ama y practica la justicia, sea de la religión que sea», como dijo Pedro en casa de Cornelio (Hch 10).

La primera Carta del apóstol San Juan (1Jn 3, 1-3), nos recuerda nuestra condición de hijos de Dios. NADA MENOS QUE HIJOS DE DIOS. "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre..." (1 Jn 3, 1).- Sin duda que la grandeza del don entregado es índice de la grandeza del amor que lo entrega. Por eso Jesús le dice a Nicodemo, para que se haga idea del amor divino, que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito... Por otra parte dice San Juan en el evangelio que a los que creyeron en Cristo les dio el poder ser hijos de Dios. Una filiación que no deriva de la sangre ni de la carne, sino que viene de Dios.
Es algo tan grande que llena de asombro a San Juan, quien después de tanto tiempo aún se queda pasmado al considerar la índole de esa filiación que, aunque de forma incoada y parcial, ya disfrutamos en esta vida y cuya plenitud llegará más tarde, cuando veamos a Dios tal cual es...Sin duda que estamos ante una realidad que supera nuestra capacidad de entendimiento. De todos modos, una cosa sí podemos decir: la filiación divina es lo más grande que un hombre puede tener.

El evangelio de hoy está tomado de San Mateo (Mt 5, 1-12a ), "Al ver Jesús al gentío..." (Mt 5, 1). El Sermón de la Montaña, cuyo prólogo o introducción lo forman las bienaventuranzas, que estaba dirigido no sólo a los discípulos y apóstoles que estaban más cerca, sino a todos cuantos seguían a Jesús. Algunos autores dicen que no, sostienen que estas palabras, cargadas de exigencias heroicas, sólo iban destinadas a unos pocos, a los que seguían habitualmente a Jesús. Pero no es así. Al final del discurso, el evangelista dice que la muchedumbre se admiraba de su doctrina. Por tanto, para todos habló Jesús.
La santidad que las bienaventuranzas comporta no es el privilegio de unos cuantos. A todos nos llama Jesús para que seamos perfectos como nuestro Padre Dios lo es. Es cierto que cada uno lo será según sus propias circunstancias, pero en todo discípulo del Señor tiene que darse esa humildad y confianza, esa sencillez y generosidad que comportan las bienaventuranzas. Lo contrario sería reservar la dicha de ser fieles a unos pocos.
Las Bienaventuranzas revelan la realidad misteriosa de la vida en Dios, iniciada en el Bautismo. A los ojos del mundo, lo que los servidores de Dios sufren, son efectivamente formas de muerte: ser pobre, soportar las pruebas (los que lloran) o las privaciones (tener hambre y sed) de justicia, ser perseguido, ser partidario de la paz, de la reconciliación y de la misericordia, en un mundo
de violencia y de lucro, todo eso aparece como algo no rentable, abocado al fracaso y, consecuentemente, a la muerte.
¿Pero qué piensa Cristo? Él, al contrario, proclama dichosos a todos sus amigos, a los que el mundo desprecia y considera como muertos; les consuela, les alimenta, les llama hijos de Dios, les introduce en el Reino y en la Tierra Prometida.
Para nuestra vida
Sólo Dios sabe el número exacto y la calidad precisa de sus santos. Y hay muchos más fuera de la peana de los altares. Pero que muchos más. Por eso una gran mayoría de santos se habrían quedado sin fiesta, sin agasajados. Son personas a las que hemos conocido e, incluso, tratado y que dejaron una huella indeleble en nosotros. Incluso, otros que fueron olvidados totalmente y que, sin embargo, hicieron, desde la modestia y el anonimato, mucho bien a sus hermanos. Y todos ellos, ahora, contemplando el rostro de Dios son importantes intercesores por nosotros aunque no lo sepamos. Hay a veces personas que recuerdan con gran intensidad a sus padres, a sus abuelos, a sus hermanos ya fallecidos. Confiesan sentir una fuerza que viene de arriba. Esto forma parte de una realidad que la Iglesia ha explicado desde siempre. Es la Comunión de los Santos: el permanente contacto de todos los bautizados, vivos o muertos, gracias al infinito poder, generosidad y amor de Dios.
El Vaticano II nos recordó que todos estamos llamados a la santidad. Los santos no son de otras épocas, hoy sigue habiendo santos. Personas que han dedicado todas sus energías al evangelio, héroes anónimos que se desvivieron por los más necesitados, misioneros que dejaron su patria y familia para ayudar a gentes de tierras lejanas. No hace falta que realicen milagros, la madre Teresa de Calcuta no hubiera necesitado hechos extraordinarios para ser proclamada santa, el principal milagro fue su propia vida. El pueblo de Dios testifica la santidad de muchas personas, con eso basta.
¿Cómo santificarnos? A veces da la sensación de que tenemos que hacer lo que hizo éste o aquél santo para llegar al cielo. Por cierto, lo que hicieron algunos -como el Estilita que se pasó la vida subido en una columna- es desaconsejable para la salud y ante los ojos de hoy antievangélico. Tampoco podemos ponernos un listón que todos tenemos que saltar para llegar a ser santos. Cada cual se santifica a su modo, con sus cualidades, con los dones que le ha dado el Señor. Es santo aquél que vive según el espíritu de las bienaventuranzas. Como todo ideal es imposible de cumplir -entonces dejaría de ser ideal- pero la cuestión está en vivir según ese estilo e intentar ser manso, pacífico, misericordioso, pobre de espíritu, sufrido, luchador en favor de la justicia, limpio de corazón. Esta manera de vivir contrasta con lo que dice el mundo, pero es la única manera de seguir a Jesús. Es su principal mensaje, lo que distingue a un cristiano, pues de los que viven a así "es el Reino de los cielos"
Desde el Apocalipsis nos preguntamos: ¿Quiénes son? ¿De dónde vinieron? ¿A dónde van? Ellos, los santos y santas de Dios, sin desfallecer llegaron a una meta que fue la de la perfección cristiana. Lo tuvieron difícil. Vivieron sus años con el Evangelio como código de conducta. Soñaron con un más allá prometido por Cristo. La fiesta de Todos los Santos es una llamada a recuperar el ánimo y el temple cristiano.
Si a propósito de la festividad de Todos los Santos se nos sugiere el texto de las Bienaventuranzas, es porque ellas son en verdad el camino de la santidad universal (y supra-religional, simple y profundamente humana); en y con las Bienaventuranzas como carta de navegación para nuestra vida es posible alcanzar la meta de nuestra santificación, entendida como la lucha constante por lograr en el cada día el máximo de plenitud de la vida según el querer de Dios.
Las bienaventuranzas comparten una visión «macro-ecuménica»: valen para todos los seres humanos. El Dios que en ellas aparece no es «confesional», de una religión, no es «religiosamente tribal». No exige ningún ritual de ninguna religión. Sino el «rito» de la simple religión humana: la pobreza, la opción por los pobres, la transparencia de corazón, el hambre y sed de justicia, el luchar por la paz, la persecución como efecto de la lucha por la Causa del Reino... Esa «religión humana básica fundamental» es la que Jesús proclama como «código de santidad universal», para todos los santos, los de casa y los de fuera, los del mundo «católico»...

Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org


No hay comentarios:

Publicar un comentario