Comentarios a las lecturas del XXIII Domingo del
Tiempo Ordinario 6 de septiembre de 2015
Este
domingo coincide con el comienzo de un
nuevo curso. reuniones, planes, propósitos van siendo realidad en nuestras
parroquias, comunidades.... La crisis económica y de la emigración sigue ahí,
produciendo muchas carencias y problemas. Hay sordos de conveniencia, no
quieren ser molestados; sordos por el miedo, aislados por sus muchas
necesidades. Hay, sin duda, mucho pobre en nuestros recorridos habituales y
muchos más a las puertas de las Iglesias. Nunca como ahora tenemos que luchar
contra todos estos problemas, a favor de la apertura, del final de la sordera,
de tanta gente con problemas. A Jesús le preocupaba que el sordo del relato de
Marcos no escuchara la Palabra de Redención.
Buscamos
en la Palabra del Señor, luz y sanación para nuestra sordera.
La primera
lectura tomada de Isaías (Is. 35, 4-7a). nos presenta el texto de
Isaías, que fue el mismo que leyó Jesús en la sinagoga de su pueblo. Todos los
judíos conocían este texto que anunciaba la liberación de Israel. Estaban ya
cansados de tanta opresión. Se anuncia la vuelta de los desterrados con
imágenes muy palpables: "se
despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un
ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará". Es la victoria sobre
todos los impedimentos físicos y el resurgir de la naturaleza: "han brotado aguas en el desierto, torrentes
en la estepa; el páramo será
un estanque; lo reseco un manantial".
Son
palabras de esperanza: "Decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. Mirad a
vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os
salvará" (Is 35, 4). Y viene en
persona. No quiere valerse de intermediarios, quiere venir Él mismo hasta el
lugar donde te debates, en tremenda lucha quizás.
La segunda lectura tomada de la carta
del Apostol Santiago (Sant
2, 1-5), nos da unos consejos prácticos que son de maxima actualidad por los acontecimientos de emigración de
los países dominados por el EI (Siria, Kibia...).
Entre los cristianos a
quienes se dirige la carta parecía darse un abuso: la acepción o discriminación
de personas por razón de su nivel social (vv. 1-4). Se trataba de una
manifiesta incongruencia entre la fe y la conducta. La Ley de Moisés (Dt 1,17; Lv 19,15; Is 5,23; etc.) condenaba la discriminación de personas (vv.
8-11), opuesta también al Evangelio (vv. 5-7), ya que Jesucristo corrigió las
interpretaciones restringidas de esa Ley. Se señala que ese modo de comportarse
será severamente castigado por Dios en el juicio (vv. 12-13).
La carta recuerda la
predilección de la Iglesia por los pobres (v. 5; cfr
Mt 5,3; Lc 6,20) e invita a luchar decididamente por
la justicia: «Las desigualdades inicuas y las opresiones de todo tipo que afectan
hoy a millones de hombres y mujeres están en abierta contradicción con el
Evangelio de Cristo y no pueden dejar tranquila la conciencia de ningún
cristiano» (Cong. Doctrina de la Fe, Libertatis conscientia,
n. 57). El fundamento se encuentra en la Sagrada Escritura: el amor al prójimo
resume la Ley y los mandamientos. Jesucristo llevó este precepto a la plenitud
(cfr Mt 22,39-40) y formuló el «mandamiento nuevo» (cfr Jn 13,34). Además, tanto en la Antigua Ley (vv. 10-11)
como en la Nueva, «transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros. No
se puede honrar a otro sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a
Dios sin amar a todos los hombres, que son sus creaturas» (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 2069). Y, como comenta San Agustín, «quien guardare
toda la ley, si peca contra un mandamiento, se hace reo de todos, ya que obra
contra la caridad, de la que pende la ley entera. Se hace, pues, reo de todos
los preceptos cuando peca contra aquella de la que derivan todos» (Epistolae 167, 5,16).
Una
fe teórica que no influya decisivamente en la práctica no es fe verdadera. Una
persona corrupta, que practica descaradamente el favoritismo político, o
económico, o social, o de cualquier clase que sea, no puede declararse
cristiana.
EL evangelio
de San Marcos (Mc7,
31-37 nos recuerda a Jesús que recorre las regiones limítrofes
de Palestina. Es cierto que su misión se centraba en Israel, pero también es
verdad que él había venido para salvar a todos los hombres. Por eso en
ocasiones alarga su palabra y sus obras hasta la tierra de los paganos. En esta
ocasión que nos presenta el Evangelio, lo mismo que siempre, por donde quiera
que él pasara iba haciendo el bien. Hoy se trata de un sordomudo al que Jesús
le cura. El silencio y la soledad de aquel pobrecillo se quebró de pronto. Por
sus oídos abiertos ya, penetró el sonido armonioso de la vida. Su corazón,
callado hasta entonces, pudo florecer hacia el exterior y comunicar su alegría
y su gratitud. ¡Effetá! , dijo Jesús, esto es,
ábrete. Son palabras que conservan toda la frescura de la vez primera que
fueron pronunciadas. Palabras que durante mucho tiempo formaron parte de la
liturgia del Bautismo.
Con
ellas el sacerdote abría el oído del catecúmeno a las palabras de Dios, le
capacitaba para escuchar el mensaje de salvación. Así se vencía la sordera
congénita que el hombre tiene para escuchar con fruto el Evangelio. De este
modo se rompía el aislamiento que la criatura humana tenía para lo
sobrenatural, sordera ante esa armonía de la divina palabra portadora del gozo
y la paz, germen de amor y de esperanza, de felicidad y de consuelo.
Con
el tiempo y la malicia del hombre, no curada del todo, los oídos vuelven a
entraparse y se produce otra vez la cerrazón para oír al Señor. Y junto con la
sordera, la incapacidad para hablar. Se levanta entonces un muro más
impenetrable que el anterior, que nos aísla y nos aplasta, nos incomunica y nos
deja tristemente solos.
Es
preciso en esos momentos clamar a Dios con toda el alma, desde lo más hondo de
nuestro ser, sin palabras quizá, con torpeza y balbuceos; pedir a Nuestro Señor
Jesucristo que vuelva a tocar nuestros oídos y nuestros labios para que se
derrumbe el silencio que nos atormenta y nos destruye. Vayamos al sacerdote con
toda humildad y confesemos nuestros pecados, acerquémonos limpios de toda culpa
a la Eucaristía y oiremos la voz del Maestro que, apiadado de nuestro mal, nos
dice: ¡Effetá!
Para nuestra vida.
¡Cuanta necesidad tenemos de que se cumpla la palabra
profética de Isaías!. Recibir luz a
nuestros ojos, sensibilizar nuestros oídos, comunicar agilidad a nuestros
miembros, palabras a nuestra lengua. Mantente firme. No flaquees, resiste.
Basta con que pongas todo el empeño que te sea posible, seguro de que Dios te
ayudará. Él está para llegar, y trae el desquite de tanta miseria. Él te
resarcirá, te salvará. Te dará la valentía necesaria para seguir caminando en
la noche hacia el Señor de la Luz.
"Se despegarán los ojos del ciego, los oídos
del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo
cantará" (Is 35, 5). Que nuestra tierra se llene de gozo: "Porque han brotado aguas en el desierto,
torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial".
El
profeta Isaías: creía y así lo predicaba, que Dios puede hacer lo que nosotros,
con nuestras solas fuerzas, no podemos conseguir: que brote agua en los
desiertos y estanques en los páramos, que los sordos oigan y que hablen los
mudos. La esperanza cristiana puede y debe llegar mucho más allá de donde puede
llegar la sola razón teórica. No se trata de ser ingenuos, sino de confiar en
que si nosotros ponemos de nuestra parte lo que Dios nos pide, podremos llegar
hasta donde los cobardes de corazón y faltos de esperanza no podrán llegar
nunca. La persona cristiana debe ser siempre una persona valiente y esforzada;
los cobardes de corazón deben saber que hay un Dios que siempre está viniendo a
salvarnos. Para eso vino Jesús al mundo, para salvar lo que estaba perdido y
para dar vida a lo que estaba muerto.
El salmo 145: nos presenta la
obra del Señor. "El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los
que ya se doblan, el señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.
Hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, liberta a los
cautivos. El Señor sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de
los malvados". Esta es la Gran Noticia: Dios está a favor de los débiles,
de los pobres y necesitados. En aquella época los pobres eran los huérfanos y
las viudas, que no tenían ninguna pensión para mantenerse. ¿Quiénes son hoy día
los pobres y oprimidos?... Pensemos en los inmigrantes que llegan en cayucos
desde Libia y otros lugares huyendo del yihadismo y después son "repartidos" por diversos
lugares de Europa o devueltos a sus lugares de origen. Pensemos en los 70
muertos en un camión frigorífico tras huir de la guerra en Siria. Pensemos en
las mujeres y niños explotados. Pensemos en los ancianos que viven solos.
Pensemos en las mujeres y los hombres víctimas de la "violencia de
género". Pensemos en los enfermos físicos y mentales. Pensemos en los
niños de familias desestructuradas que tienen de todo menos lo que necesitan de
verdad. ¡Hay tantos pobres y oprimidos a nuestro alrededor! Sin embargo, Dios
ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del
reino que prometió a los que le aman.
En esta obra del Señor nosotros
estamos llamados a ser instrumentos y albar al Señor por lo que hace.
El fragmento de la Carta del
Apóstol Santiago que se nos ha proclamado, es un
clásico de la doctrina de la Iglesia sobre la mala práctica en la acepción de
personas y que
nos pone da de bruces sobre uno de los principales cometidos de
la Iglesia: su opción por los pobres. Desagraciadamente el uso de las
apariencias para juzgar a nuestros semejantes es, como se ve, un tema muy
antiguo en el proceder de la humanidad. Apreciamos a los ricos, que llevan
anillo, a los elegantes que llevan ropas que admiramos; y buscamos estar a bien
con aquellos que en algo nos pueden beneficiar. Por el contrario, huimos de
quienes nada nos pueden dar, de las gentes que parece que nada tienen, de la
pobreza real, que siempre es sucia y deshilachada por el propio efecto de la
carencia de medios y bienes.
El evangelio de Marcos dice que
Jesús, recorrió
el territorio de Tiro y Sidón y atravesó la Decápolis.
Jesús no rehúsa hacer un milagro allí también, pues el anuncio de su salvación
es universal, sin distinciones. Se presenta a Jesús como una especie de
taumaturgo o mago que realiza curaciones. Pero Jesús no es eso: mira al cielo
antes de ayudar a aquel pobre hombre. Realiza la curación en nombre de Dios y
movido por el poder de la oración. Le dice con fuerza: ¡Ábrete! Le pide que se
abra a la fe. También nosotros necesitamos abrir nuestros ojos y nuestro
corazón a Dios y a los hermanos. Necesitamos poner en práctica la compasión y
la misericordia. Ábrete a los que necesitan tu amistad, ábrete al que necesita
tu cariño, ábrete al que necesita que alguien le escuche, ábrete a ese hermano
que te resulta tan pesado, ábrete al enfermo que espera tu visita en el
hospital, ábrete a aquél que no te saluda, ábrete a aquél que está llorando con
lágrimas de desaliento y soledad. También te dice: escucha los gemidos del
triste, escucha los lamentos de aquél que la vida trata injustamente, escucha a
aquél que ya no puede ni hablar, pero te está diciendo todo con sus gestos. No
seas mudo ni sordo, deja que el Señor abra tu boca y tus oídos.
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