En este
domingo las lecturas primera y tercera enseñan a observar la
ley sin glosas y la segunda explica que el verdadero culto se ha de manifestar
en las obras de caridad y en no contaminarse con el mundo.
El ser humano, propenso siempre a la supervaloración
de lo externo y socialmente cotizable en su vida y en su conducta, fácilmente
se inclina el formalismo religioso. Se ha de insistir en la interiorización de
los cultos religiosos, pues la trascendencia de la fe cristiana y del Evangelio
radica, fundamentalmente, en la transformación interior del hombre según el diseño
y la gracia santificadora que nos ha traido la obra
redentora de Jesucristo.
En la primera
lectura tomada del libro del Deuteronomio (Dt,4,1-2.6-8) vemos como la Antigua
Alianza, es fruto de la iniciativa salvífica de Dios. Esta primera Alianza supuso
y exigía un compromiso de fidelidad personal y colectivo,
suficiente para condicionar la vida del pueblo de Dios. No añadáis nada a lo que os mando y así cumpliréis los preceptos del
Señor.
Este
pasaje pertenece al primero de los discursos que conforman el libro de
Deuteronomio y que habrían sido pronunciados por Moisés en el día de su muerte,
en tierra de Moab, al final de los cuarenta años de
vagar por el desierto. (cf. Dt 1,1-5). Se presentan
como sus últimas palabras, como el testamento espiritual en el que recuerda
acontecimientos pasados e insta a los israelitas a permanecer fieles a la ley del Señor, para
vivir una vida feliz en la tierra donde van a entrar.
La
atribución a Moisés, sin embargo, es un recurso literario utilizado por el autor
sagrado para dar autoridad a sus palabras; el libro, de hecho, ha recibido su
forma definitiva hacia el siglo V a.C.
El texto
de hoy fue compuesto en Babilonia, probablemente por un sacerdote del templo de
Jerusalén, y se dirige a los israelitas decepcionados y resignados a su triste
suerte. El autor les invita a no dar todo por
perdido, puesto que a pesar de
que fueron derrotados y humillados y de que están lejos de su tierra y ya no
tienen un templo donde ofrecer las primicias y holocaustos al Señor, todavía
poseen su tesoro más grande, la Torá por la
que son famosos entre todos los pueblos de la tierra.
En la
primera parte del texto (vv. 1-2), se insiste en el valor absoluto e inviolable
de esta ley que no se puede cambiar porque no es obra de hombres, sino de Dios.
Dos tentaciones deben evitarse: la de reducirla mediante la supresión de las
disposiciones más exigentes y difíciles y la tentación opuesta: añadir nuevas
prescripciones dictadas por la “sabiduría” humana.
Esta
segunda tentación es particularmente insidiosa, ya que induce a considerar
“voluntad de Dios” lo que solamente son disposiciones humanas. A partir de este
equívoco, surge la idolatría de la ley y la falta de respeto por el hombre y
por su conciencia. Los que introducen estas normas, fácilmente se
auto-convencen de estar interpretando el pensamiento de Dios, equiparando su
mente a la de Dios (cf. Ez 28,1) e imponen sus propios preceptos en nombre del
cielo, olvidándose de que éstos son sólo obra suya.
En el
Deuteronomio –segunda ley- están escritos los mandatos y decretos que Dios, por
medio de Moisés, dio a su pueblo, para que fuera un pueblo sabio e inteligente.
No hay duda que este texto bíblico tiene una clara intención apologética de la
historia del pueblo de Israel, como pueblo elegido especialmente por Dios como
pueblo predilecto suyo.
Revelación del amor de
Dios, la ley es también revelación y don de sabiduría.
La posterior tradición bíblica sapiencial mantuvo este concepto: la sabiduría
divina se manifestará a Israel en el don divino de la ley (Prov
1,7; 9,10). Sabiduría práctica y vivida que difunde existencialmente en la vida
del fiel la visión que Dios mismo tiene de la historia y del destino del
hombre. La Sabiduría de Dios se proyecta sobre los otros pueblos, con unión universalística de la salvación.
El Salmo 14 nos
ayuda a meditar en la sinceridad de nuestras acciones y en lo que realmente es
importante a los ojos de Dios. «SEÑOR, ¿QUIÉN PUEDE HOSPEDARSE EN TU
TIENDA?
El que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones legales
y no calumnia con su lengua.
El que no
hace mal a su prójimo
ni difama al vecino,
el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor. -
El que no
retracta lo que juró
aun en daño propio,
el que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.
El que así
obra nunca fallará.
En la segunda lectura del libro de Santiago (San 1,17-18.21.23-279, el apóstol Santiago nos dice que la mejor manera
de aceptar la palabra de Dios y llevarla a la práctica es atender a las
personas necesitadas. Llevad la palabra a la
práctica. La fe cristiana es un don de Dios; sus exigencias son siempre de
iniciativa divina. La única postura coherente por parte del hombre elegido e
iluminado es la de convertirse, de hecho y por sus obras, en una nueva
criatura.
«El bienaventurado
Apóstol Santiago amonesta a los oyentes asiduos de la Palabra de Dios,
diciéndole: “Sed cumplidores de la palabra y no solo oyentes, engañándoos
contra vosotros mismos” (Sant 1,22). A vosotros
mismos os engañáis, no al autor de la palabra ni al ministro de la misma.
Partiendo de una frase que da la fuente misma de la Verdad a través de la veracísima boca del Apóstol; también yo me atrevo a
exhortaros, y mientras os exhorto a vosotros, pongo la mirada en mi mismo.
Pierde el tiempo predicando exteriormente la palabra de Dios, quien no es
oyente de ella en su interior. Quienes predicamos la
palabra de Dios a los pueblos no estamos tan alejados de la condición humana y
de la reflexión apoyada en la fe que no advirtamos nuestros peligros.
«Pero nos consuela el
que donde está nuestro peligro por causa del ministerio, allí tenemos la ayuda
de vuestras oraciones... Debéis orar y levantar a quienes obligáis a ponerse en
peligro... Yo que tan frecuentemente os hablo por mandato de mi señor y
hermano, vuestro obispo, y porque vosotros me lo pedís, solo disfruto
verdaderamente cuando escucho, no cuando predico. Entonces mi gozo carece de
temor, pues tal placer no lleva consigo la hinchazón. No hay lugar para temer
el precipicio de la soberbia, allí donde está la piedra sólida de la verdad» (San Agustín:Sermón 179,1-2).
Para aquellos que confunden
la religión del corazón con el formalismo y la ejecución meticulosa de
los ritos, Santiago ofrece el criterio para saber si se está practicando la
verdadera religión, la auténtica: “cuidar de huérfanos y de viudas en su
necesidad y no dejarse contaminar por el mundo” (v. 27).
En la
Biblia, las viudas y los huérfanos representan cualquier persona en necesidad.
La escucha de la Palabra de Dios lleva a asimilar los sentimientos y la premura
del Señor para con los más débiles. Para practicar esta religión es necesario
–continúa Santiago– mantenerse puros, es decir, despegado de los
bienes de este mundo. El egoísta, el que acumula bienes para sí mismo y no
los comparte con los necesitados no es todavía un verdadero discípulo.
Retomamos
la lectura del evangelio de Marcos (Mc 7,1-8.14-15.21-23), como
en el resto del Ciclo B, tras haber meditado durante cuatro domingos anteriores
de agosto el discurso del pan de vida del evangelio de Juan. El episodio
que narra Marcos ofrece uno de los muchos enfrentamientos de Jesucristo con los
fariseos. El encontronazo de Jesús de Nazaret contra la religión oficial de su
tiempo es constante.
A
pesar de que Marcos se dirige a los cristianos de Roma, el discurso del
capítulo 7 es una catequesis que trata de costumbres judías. Después de
multiplicar los panes y los peces y demostrar su dominio sobre las fuerzas
naturales y la enfermedad, los fariseos y escribas, celosos cumplidores, se
acercan a Él para ponerlo en aprietos. Le acusan de que sus discípulos comen
con manos impuras. Pero Jesús denuncia su actitud, pues le honran a Dios con
los labios y no con el corazón, tal como denuncia el profeta Isaías, pues la
doctrina que enseñan son preceptos humanos. Hacen las cosas para "cumplir
y parecer buenos".
Perder de vista
lo fundamental, lo que Dios quiere, para centrarse en cosas de menor
importancia, las tradiciones de los hombres. Jesús confirma la doctrina de los
profetas contra el "formalismo" en la práctica de la religión. Pone
en evidencia la deformación que lleva al hombre a "parecer bueno" más
que "a serlo de verdad"; a preferir el cumplimiento
"externo" de la ley al cambio real del corazón; a poner más atención
en practicar con cuidado los "ritos" que en procurar la unión de
corazón con Dios. Lo que sale del interior del hombre es lo que cuenta,
no lo externo. Porque del interior del hombre salen las obras buenas y las
malas. Jesús da un catálogo de las maldades que salen del corazón:
fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes,
desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. ¡Qué retrato de una
sociedad corrompida! ¿No se parece esta descripción a lo que está ocurriendo en
muchos ambientes de nuestro mundo? Quizá también nosotros estamos un poco
contaminados de estas maldades…
Para nuestra
vida.
Nosotros, los cristianos, podemos
sustituir pueblo de Israel por Jesús de Nazaret. No sólo la cercanía, sino la
comunión perfecta de Jesús con su padre Dios, deben servirnos a nosotros, los
cristianos, discípulos de Jesús, para considerar siempre a Dios como un Dios
cercano a nosotros, que nos ama y nos escucha siempre que le invocamos. Debemos
vivir nuestro cristianismo como una relación de amor íntimo y cordial con Jesús
y con Dios nuestro Padre.
La carta de Santiago propone
claramente la religión que Dios quiere: "visitar huérfanos y viudas en sus
tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo". Los cristianos de
verdad son aquellos que demuestran con sus obras lo que creen. Ya el salmo 14
nos recuerda quienes son los que habitan en la tienda junto al Señor: los que
proceden honradamente y practican la justicia, los que tienen intenciones
leales y no calumnian, el que no hace mal a su prójimo, el que no abusa del
inocente. La palabra hay que llevarla a la práctica, pues la fe sin obras está
muerta.
El evangelio nos sitúa
ante una problemática muy actual entre los cristianos en la actualidad. Lo
fundamental y lo secundario. “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición
de los hombres”. Sustituir la fe por ritos convencionales, aun
legítimos, la moral por una ética convencional humana, la santidad por una mera
educación sociopolítica... es tan antievangélico como lo fuera en tiempo de
Cristo el farisaísmo judaico.
Es interesante la reflexión de Jesús en el Evangelio de
Marcos de hoy. No es impuro lo de fuera, sino lo de dentro. Del corazón del
hombre salen los malos propósitos. Fuertes y duras palabras de Jesús. Pero si
ya es muy duro que Jesús arremeta contra un sector muy determinado de la
sociedad de su época, lo es mucho más cuando indica que la maldad está en el
corazón del hombre y no plantea exclusiones. Hay mucho de malo en nosotros y, a
veces, esa maldad evidente nos deja asustados. Hay que purificarse para ir
dejando una maldad intrínseca que tal vez sea una constante genética, como
diría un científico, pero que puede proceder de esa herencia de maldad
mantenida al nivel de la conciencia colectiva de la humanidad y que no es otra
cosa que lo que se llama pecado original. Pero, tal vez, Jesús --que siempre
enseñaba-- quiso dar un argumento eficaz contra la soberbia: los buenos están
fuera, nosotros no lo somos. Necesitamos de una purificación interior antes de
presumir de nada.
La observancia de la pureza legal se sobreponía con
rigorismo a la más general y benigna ley mosaica. Los
signos externos religiosos son buenos si manifiestan la religiosidad interior
del corazón. Cristo no cree en un moralismo que mira superficialmente a algunos
resultados sin pasar a través del corazón del hombre para transformarlo
radicalmente. A esto tiende todo el mensaje evangélico.
En el cristianismo, toda
religiosidad no avalada por una auténtica formación de la conciencia personal
degenera normal-mente en farisaísmo, en pietismo subjetivo irresponsable. Esto
es lo que condenó el Señor en su tiempo y se hace en nuestros días por el
magisterio constante de la Iglesia. Seamos consecuentes con nuestra
participación en las acciones litúrgicas, que exigen una voluntad decidida de
fe vivida, de caridad afectiva y efectiva, de verdadera santidad en toda
nuestra vida.
Tenemos que
esforzarnos para no ser hipócritas y fariseos. Hay mucha complacencia en los
católicos en sentirse buenos y despreciar a los "malos". Lo peor de
esa complacencia es cuando se auto-justifica un cristianismo inoperante, de
solo devociones, y que no se esfuerza por servir al prójimo. Lo básico en el
cristiano es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.
En el amor por Dios está la cercanía personal e intransferible a su mensaje y,
por tanto, el seguimiento de la Iglesia, de la que él es cabeza, reúne una
serie de comportamientos positivos que nos acercan a lo que llamaríamos mundo
de piedad, que, en realidad, es un mundo de oración. Pero junto a eso está el
amor al prójimo. Y con el amor a ese prójimo su cumple el principio de la fe
con obras. Las conductas en superioridad son intolerables. Sirve de ejemplo esa
fórmula ideal para llamar al Papa: "el siervo de los siervos de
Dios".
Rafael Pla Calatayud
rafael@sacravirginitas.org
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