El 15 de agosto la Iglesia celebra la
glorificación en cuerpo y alma al cielo de la Virgen. Según la doctrina de la
Iglesia católica, que se basa en una tradición acogida también por la Iglesia
ortodoxa (si bien por ésta no definida dogmáticamente), María entró en la
gloria no sólo con su espíritu, sino íntegramente con toda su persona, como
primicia –detrás de Cristo- de la resurrección futura..
Fue establecido como dogma por el Papa Pío XII, el día 1 de noviembre de 1950.
¿En qué se diferencia la Asunción de
María de la Ascensión de Cristo? La misma palabra <Asunción> lo sugiere:
el verbo asumir significa “hacerse cargo de algo, tomar para sí”. La Virgen fue
asunta, fue tomada por Dios, fue atraída por Dios, la Asunción fue obra de
Dios, no de la Virgen María; en cambio, Cristo ascendió a los cielos por su
propia fuerza y virtud. En definitiva, más allá de frases y metáforas, en esta
fiesta de la Asunción de la Virgen, los cristianos debemos alabar a Dios y de
darle gracias porque hizo posible que una criatura humana como nosotros –María-
fuera directamente a vivir con Él, nada más terminada su vida terrena. Esta es
la aspiración de cada uno de nosotros, los cristianos.
Hoy las lecturas nos situan ante la batalla entre dos fuerzas antagónicas. San
Agustín en su obra «La ciudad de Dios», dice en una ocasión que toda la
historia humana, la historia del mundo, es una lucha entre dos amores: el amor
de Dios hasta la pérdida de sí mismo, hasta la entrega de sí mismo, y el amor
de sí mismo hasta el desprecio de Dios, hasta el odio de los demás. Esta misma
interpretación de la historia, como lucha entre dos amores, entre el amor y el
egoísmo, aparece también en la lectura tomada del Apocalipsis, que acabamos de
escuchar. Aquí, estos dos amores, aparecen en dos grandes figuras. Ante todo,
está el dragón rojo, fortísimo, con una manifestación impresionante e
inquietante de poder sin gracia, sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de
la violencia.
La primera lectura del libro del Apocalipsis (Ap.
11, 19; 12, 1-6. 10), nos sitúa ante una de las revelaciones de la grandeza y
el poder de Dios. En la isla de Patmos,
en medio a su destierro, San Juan contempla visiones grandiosas, que luego
trasmite a los cristianos de su comunidad, perseguidos por la crueldad del
emperador romano y sus secuaces. Como él, también ellos necesitaban el consuelo
de aquellas revelaciones que anunciaban la grandeza y el poder del Señor. Era
necesario recordarles que sus sufrimientos de entonces eran el precio de la
gloria.
En
esta ocasión el cielo se abre para mostrar una gran aparición, "una señal
grande": Una mujer vestida de sol y coronada de estrellas con la luna bajo
sus pies. Es, sin duda, uno de esos numerosos signos en los que tanto abundan
los escritos de S. Juan. Por otra parte, como los demás signos, su significado
es polivalente. Pero el que hoy nos sugiere la Iglesia es que contemplemos la
figura rutilante de Santa María, enfrentada al dragón rojo, segura de su
victoria. Para que confiemos en su protección y su ayuda.
Salmo
responsorial
(Sal
44, 10. 11-12. 16)
R/
De pie a tu derecha está la reina enjoyada con oro de Ofir.
El salmo, en esta segunda parte,
glorifica a la reina. En la liturgia de hoy estos versículos son aplicados a
María y celebran su belleza y grandeza.
Entre tus predilectas hay hijas de
reyes,
la reina a tu derecha, con oro de Ofir.
la reina a tu derecha, con oro de Ofir.
Escucha, hija, mira, presta oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna,
que prendado está el rey de tu belleza.
El es tu señor, ¡póstrate ante él!
olvida tu pueblo y la casa paterna,
que prendado está el rey de tu belleza.
El es tu señor, ¡póstrate ante él!
La siguen las doncellas, sus amigas,
que avanzan entre risas y alborozo
al entrar en el palacio real.
que avanzan entre risas y alborozo
al entrar en el palacio real.
María
nos precedió en el cielo y nos precederá siempre, como madre del rey que se
sienta al lado del trono.
La segunda lectura de la primera
carta del apóstol san Pablo a los Corintios. (1ª Cor.15, 20-27), nos habla de
la certeza de la Resurrección. Entre los corintios
había algunos que negaban la resurrección de los muertos. Las antiguas
costumbres e ideas pesaban aún en ellos. No es fácil extirpar del todo el error
y los vicios. Pero el Apóstol San Pablo les rebate con claridad y vigor. La
resurrección es posible pues Cristo ha resucitado, hecho verificado por cuantos
les vieron vivo después de haberlo visto muerto en la Cruz. En una ocasión
fueron más de quinientos hermanos los que pudieron verle y escucharle. Puesta
estas premisas, la conclusión es que también nosotros podemos resucitar,
también nosotros resucitaremos. Acude S. Pablo a otro argumento y les recuerda
que si por Adán entró la muerte en el mundo, de la misma manera por Cristo ha
entrado la vida... Es cierto que la muerte aún no ha sido vencida pues será el
último enemigo en caer. Sin embargo, aunque pasemos por la muerte, como Cristo,
pasó, el final será la resurrección, la vida eterna-
El
pasaje del Evangelio de san
Lucas elegido para esta fiesta (Lc.1,
39-56).es
el episodio de la Visitación de María a Santa Isabel, que se cierra con el
sublime canto del Magnificat.
El Magnificat
puede definirse como un nuevo modo de contemplar a Dios y un nuevo modo de
contemplar el mundo y la historia. Dios es visto como Señor, omnipotente,
santo, y al mismo tiempo como «mi Salvador»; como excelso, trascendente, y al
mismo tiempo como lleno de premura y de amor por sus criaturas. Del mundo se
pone en evidencia la triste división en poderosos y humildes, ricos y pobres,
saciados y hambrientos, pero se anuncia también el derrocamiento que Dios ha
decidido obrar en Cristo entre estas categorías: «Ha derribado a los
poderosos...». El cántico de María es una especie de preludio al Evangelio.
Como en el preludio de ciertas obras líricas, en él se apuntan los motivos y
las arias importantes cuyo destino es su desarrollo, después, en el curso de la
ópera. Las bienaventuranzas evangélicas se contienen ahí como en un germen y en
un primer esbozo: «Bienaventurados los pobres, bienaventurados los que tienen
hambre...».
En este
canto María se considera parte de los anawim, de
los “pobres de Dios”, de aquéllos que ”temen a Dios”,
poniendo en Él toda su confianza y esperanza y que en el plano humano no gozan
de ningún derecho o prestigio. La espiritualidad de los anawinpuede ser sintetizada por las palabras del salmo
37,79: “Está delante de Dios en silencio y espera en Él”, porque “aquéllos que
esperan en el Señor poseerán la tierra”.
En el Salmo 86,6, el orante, dirigiéndose a
Dios, dice: “Da a tu siervo tu fuerza”: aquí el término “siervo” expresa el
estar sometido, como también el sentimiento de pertenencia a Dios, de sentirse
seguro junto a Él.
Los pobres, en el sentido estrictamente
bíblico, son aquéllos que ponen en Dios una confianza incondicionada; por esto
han de ser considerados como la parte mejor, cualitativa, del pueblo de Israel.
Los orgullosos, por el contrario, son los que
ponen toda su confianza en sí mismos.
Ahora, según el Magnificat,
los pobres tienen muchísimos motivos para alegrarse, porque Dios glorifica a
los anawim (Sal 149,4) y desprecia a los
orgullosos. Una imagen del N. T. que traduce muy bien el comportamiento del
pobre del A. T. , es la del publicano que con humildad
se golpea el pecho, mientras el fariseo complaciéndose de sus méritos se
consuma en el orgullo (Lc 18,9-14). En definitiva
María celebra todo lo que Dios ha obrado en ella y cuanto obra en el creyente.
Gozo y gratitud caracterizan este himno de salvación, que reconoce grande a
Dios, pero que también hace grande a quien lo canta.
En el Magnificat
María nos habla también de sí, de su glorificación ante todas las generaciones
futuras:
«Ha
puesto sus ojos en la humildad de su sierva. Por eso desde ahora todas las
generaciones me llamarán bienaventurada. Porque el Poderoso ha hecho obras
grandes en mí».
De esta glorificación de María nosotros mismos
somos testigos «oculares». ¿Qué criatura humana ha sido más amada e invocada,
en la alegría, en el dolor y en el llanto, qué nombre ha aflorado con más
frecuencia que el suyo en labios de los hombres? ¿Y esto no es gloria? ¿A qué
criatura, después de Cristo, han elevado los hombres más oraciones, más himnos,
más catedrales? ¿Qué rostro, más que el suyo, han buscado reproducir en el
arte? «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada», dijo de sí María en
el Magnificat (o mejor, había dicho de ella el Espíritu
Santo); y ahí están veinte siglos para demostrar que no se ha equivocado.
Para
nuestra vida.
En
la fiesta de la Asunción de la Virgen María celebramos lo que aguarda al que
cree y espera por la fe: la gloria de Dios. El mayor gozo, por el cual salta
también María, es el vernos a nosotros sus hijos por la dirección adecuada:
recordando las maravillas del Señor, viviendo según su voluntad, proclamando su
santo nombre y abriendo las ventanas de nuestro vivir para que Dios entre por
ellas y sea un gran vecino en nuestros corazones.
Las
Iglesias Orientales hablan de la Dormición de María como titularidad de la
presente fiesta. Es, tal vez, más completa la nomenclatura eclesial de
Occidente que habla de asunción: de subida al cielo. Sin embargo, existen lugares
en España donde la Dormición se celebra e, incluso, hay bellas imágenes de la
Señora muy bella en su sueño… y que, además, procesionan
por calles y plazas. La Dormición --el plácido sueño-- como tránsito de esta
vida a su presencia eterna en la Gloria de Dios es algo muy bello. En la
Liturgia de las Horas, en las Completas, todas las noches, antes de rezar la
última antífona que está dedicada a la Virgen, se repite: "El Señor
todopoderoso nos conceda una noche tranquila y una muerte santa". El sueño
parece una antesala de la muerte cuando los cristianos despegamos del hecho de
morir todo lo truculento o desagradable que culturalmente hemos añadido y la fe
nos lleva a considerarlo como una Dormición.
La vida María, desde Nazaret es un canto a la
bondad del Señor. Su “sí” fue desde el principio un ponerse manos a la obra y a
lo que Dios mandase. Al colocarse al lado de Jesús lo
hizo desde la humildad y
con el silencio. Bien sabía, María, quién era Dios, qué esperaba Dios y qué
tenía que hacer para que Dios cumpliera en Cristo lo profetizado desde antiguo.
Para nosotros habitantes de Europa
esta fiesta entraña una expresión de nuestras raíces cristianas y mariologicas. Un fragmento de la preciosidad de la
descripción del Apocalipsis, “coronada de doce estrellas” dice el texto, fue
captado en 1955 por Arsène Heitz,
pintor de Estrasburgo, y aprobada el 8 de diciembre. El piadoso artista
consiguió que su proyecto fuera aceptado como bandera emblemática de Europa,
precisamente un día muy vinculado con la Virgen. Algunos años me he permitido
poner la bandera de la Unión Europea, junto al altar, en el celebraba la misa,
es un homenaje a ella. La Fe de la Europa de Puy en Velay, Chartres,
La Salette, Lourdes, Fátima y del Pilar, queda
reflejada en ella.
El misterio de la Asunción de la
Santísima Virgen María al Cielo nos invita a hacer una pausa en la agitada vida
que llevamos para reflexionar sobre el sentido de nuestra vida aquí en la
tierra, sobre nuestro fin último: la Vida Eterna, junto con la Santísima
Trinidad, la Santísima Virgen María y los Angeles y
Santos del Cielo. El saber que María ya está en el Cielo gloriosa en cuerpo y
alma, como se nos ha prometido a aquéllos que hagamos la Voluntad de Dios, nos
renueva la esperanza en nuestra futura inmortalidad y felicidad perfecta para
siempre.
Rafael Pla Calatayud
rafael@sacravirginitas.org
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