Comentarios a las lecturas del XI Domingo del Tiempo Ordinario 14 de junio de 2015
Hoy retomamos de nuevo el Tiempo Ordinario (domingo XI T.O.), y en este día
escucharemos la esperanza del reino mesiánico anunciado por el profeta Ezequiel
con la imagen del tallo que, con los cuidados del Señor, se convierte en su
cedro noble, se hace realidad en el Reino de Dios que crece incontenible, a
pesar de comienzos tan modestos como los de un diminuto grano de mostaza.
El símbolo utilizado hoy es el árbol. Vayamos descubriendo los diversos
matices teológicos y espirituales que este símbolo nos aporta cuando es
aplicado al Reino de Dios, como se hace hoy.
Ezequiel anuncia en la primera lectura ( Ez 17,22-24), el
restablecimiento de la dinastía de David. Yahvé mismo trasplantará un retoño y
éste crecerá en el más alto monte de Israel, en Sion, hasta convertirse en un
cedro frondoso en el que anidarán toda clase de aves. Se trata, pues, de una
profecía mesiánica, alusión a un señorío universal a cuyo amparo acudirán todos
los pueblos. El profeta Ezequiel anuncia que el Señor
– se entiende que en los tiempos mesiánicos- arrancará una rama del “alto
cedro” (que no puede ser otro que Israel) y la plantará en la cima de un alto
monte (el monte alto simboliza a Dios mismo). Por lo tanto, se habla de la
elección de uno proveniente de Israel pero que al mismo tiempo tiene su arraigo
fuera de las estructuras israelitas, en Dios mismo. Precisamente por esto, esta
“rama” se convertirá en un cedro
noble cuyas ramas albergarán a toda clase de
aves (las aves simbolizan en las tradiciones rabínicas a los pueblos paganos).
Se está hablando entonces de que en este personaje encontrarán acogida todos
los pueblos, en él se hará realidad la universalidad de la salvación y se
romperán todas las fronteras religiosas e ideológicas para formar un solo
pueblo.
Por otro lado, conviene recordar que los cedros del Líbano eran árboles
fuertes, frondosos, con una madera aromática inigualable. Eran tan apreciados
que Salomón importaba la madera de estos cedros para revestir las paredes del
Templo y su aroma llegó a ser considerado como símbolo del perfume/amor divino
que llenaba su casa.
Esta imagen del
árbol grande, la encontramos de nuevo en la parábola evangélica del grano de
mostaza del evangelio de hoy. El soberbio árbol del imperio de Babilonia será
humillado por Yahvé, que ensalzará al humilde árbol de la casa de David. De un
renuevo suyo nacerá el liberador de Israel.
Precisamente
el Salmo 91 apunta en esta dirección al llamar al justo “cedro del
Líbano”. Se refiere, claro está, a ese “resto fiel de Israel” que supo
mantenerse firme en la confianza absoluta en Yahvé, en la esperanza del
cumplimiento de las promesas y en el amor a pesar de la decadencia de las estructuras
religiosas de Israel. Empieza a perfilarse una identificación entre el Mesías
anunciado por Ezequiel y el resto fiel.
La segunda lectura ( 2 Co 5, 6-10), nos recuerda que nuestra patria
definitiva es el cielo. La tierra es un lugar de paso. Dios quiere que seamos
felices también aquí, pero solo son felices aquellos que ponen su mirada en el
Señor. Si nos dejamos llevar por el egoísmo y solo dirigimos nuestros ojos a lo
material, nos olvidamos de Dios y de los demás y nos encaminamos a la
perdición. Este camino no puede llevarnos a la felicidad. Nos lo recuerda San
Agustín en su comentario a esta lectura de la segunda carta a los corintios: “Estamos en camino: corramos
con el amor y la caridad, olvidando las cosas temporales. Este camino requiere
gente fuerte; no quiere perezosos. Abundan los asaltos de las tentaciones; el
diablo acecha en todas las gargantas del mismo, por doquier intenta entrar y
hacerse dueño. Y a aquel de quien se adueña, o bien le aparta del camino, o
bien le retarda; le vuelve atrás y hace que no avance, o le saca del camino
mismo para sujetarle con los lazos del error y de las herejías o cismas y
llevarle a otros tipos de supersticiones. Permaneced, pues, fuertes en la fe;
que nadie os induzca al engaño mediante ningún tipo de promesa; que nadie os
fuerce a engañar mediante ninguna amenaza. Cualquier cosa que sea la que te ha
prometido el mundo, mayor es el reino de los cielos; cualquiera que sea la
amenaza del mundo, mayor es la amenaza del infierno”.
También San Pablo hace hincapié en la realidad corporal del cristiano. Nada
de espiritualismos facilones que invitarían al escapismo, a la “fuga mundi”, al descompromiso con el aquí y el ahora.
Vale la pena recordar, para comprender cabalmente este texto, que en la
antropología semita (bíblica), el concepto “cuerpo” señala la dimensión
de manifestación sensible de la interioridad humana. Es cuerpo el hombre entero
en tanto se manifiesta e impacta a los demás, en tanto entabla relaciones. Se
puede ser “cuerpo carnal” si se vive de cara a uno mismo, sin referencia
dialogal positiva a los otros (sobre todo al Otro) y se puede ser “cuerpo
espiritual” si se viven relaciones de apertura y respeto, de entrega y servicio
al Otro y a los otros.
Es verdad que el apóstol utiliza formas de expresión con claros acentos
dualistas ( " desterrados del Señor mientras permanecemos en el cuerpo"),
pero su intención no es avalar el dualismo platónico sino simplemente mostrar
que en el plano histórico corpóreo es imposible la plena comunión con Dios (le
vemos sólo en la fe) y que sin embargo, eso debe ser el aliciente para
manifestarnos en el mundo como auténticos hijos de Dios (se nos tomarán cuentas
de lo que hicimos mientras éramos cuerpo histórico.)
El evangelio de hoy (Mc 4, 26-34), nos muestra la
“siembra mesiánica” en la que la semilla que producirá fruto (cedros del
Líbano/árboles de mostaza) es Cristo mismo que se entrega, que se derrama sin
medida en todas las tierras posibles. Nos presenta dos parábolas, dos mensajes
sobre el Reino de Dios. Jesús habla a la gente de una experiencia muy cercana a
sus vidas. En la primera parábola un hombre echa el grano en la tierra; el
grano brota y crece. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego
espiga, después trigo abundante en la espiga. Con estas palabras se refiere al
Reino de Dios, que
consiste en la santidad y la gracia, la verdad y la vida, la
justicia, el amor y la paz. La semilla de la que habla el evangelio tiene una
fuerza que no depende del sembrador. El evangelizador debe ser consciente de
que es un colaborador de Dios y no el dueño que pueda manipular a su arbitrio
la salvación. Aprendamos a trabajar por el Evangelio sin querer violentar los
caminos de Dios. Aprendamos a escuchar al Señor y a llevar su mensaje de
salvación orando para que el Señor haga que su Palabra rinda abundantes frutos
de salvación en aquellos que son evangelizados. En la segunda parábola del
grano de mostaza lo importante es la desproporción entre la pequeñez del
principio (grano de mostaza) y la magnitud del final (el arbusto). Así ocurre
con el Reino de Dios: escondido ahora e insignificante, ha de llegar un día (el
"día del Señor"), cuando vuelva con "poder y majestad", en
que se manifieste según toda su dimensión.
Para tu vida.
El profeta Ezequiel compara la acción de Dios con la
de un campesino que reforesta las cumbres áridas con cedros que se caracterizan
por su tamaño excepcional, por la duración de su madera y por su singular
belleza. El nuevo Israel será un rebrote joven plantado en lo alto de los
montes de Judá; atrás quedaría la soberbia de la monarquía y todos los peligros
de su desmesurada avidez de poder. El profeta tiene la esperanza de que su
pueblo renazca luego del exilio y su estirpe perdure como lo hacen los cedros
que pueden llegar a durar dos mil años. Nosotros somos parte de ese pueblo y
como parte tambien recibimos los efectos de la obra
de Dios.
San Pablo , en
su carta a los Corintios nos recuerda “todos tendremos que comparecer
ante el tribunal de Cristo, para recibir el premio o el castigo por lo que
hayamos hecho en esta vida”. No se trata de estar con la amenaza
del castigo, pero Pablo sabía perfectamente lo que se decía. La misericordia
del Señor es infinita y su justicia también. Y, asimismo, muchos de nuestros
actos no comportan la aceptación del crecimiento de la “pequeña semilla” en
nuestro interior y eso es complejo y grave. Dejemos que Dios actúe que sus
semillas crezcan de acuerdo con su ley y que nosotros, un día, descubramos con
júbilo que la semilla de Dios echa brotes en nuestro corazón y nuestra
conciencia.
Del evangelio pocas parábolas pueden
provocar mayor rechazo en nuestra cultura del rendimiento, la productividad y
la eficacia, que esta pequeña parábola en la que Jesús compara el Reino de Dios
con ese misterioso crecimiento de la semilla, que se produce sin la intervención
del sembrador.
Esta parábola, tan olvidada hoy,
resalta el contraste entre la espera paciente del sembrador y el crecimiento
irresistible de la semilla. Mientras el sembrador duerme, la semilla va
germinando y creciendo «ella sola», sin la intervención del agricultor y
«sin que él sepa cómo».
Acostumbrados a valorar casi
exclusivamente la eficacia del trabajo y el rendimiento de las personas, hemos
olvidado que el evangelio habla de fecundidad, no de esfuerzo, pues Jesús
entiende que la ley fundamental del crecimiento humano no es el trabajo, sino
la acogida de la gracia que vamos recibiendo de Dios.
Al escuchar el
evangelio de este domingo se nos presenta ante nosotros un gran reto: ¿estamos
sembrando en la dirección adecuada? ¿Hemos estudiado a fondo la tierra en la
que caen nuestros esfuerzos evangelizadores? ¿No estaremos desgastando
inútilmente nuestras fuerzas cuando, la realidad de las personas, de la iglesia
local, de las personas o de la sociedad es muy diferente a la de hace unos
años?
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