" Esta Trinidad de la fe Católica es presentada y
creída de una manera inseparable... que todo lo que por ella se realiza debe
considerarse realizada por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo.
Nada hace el Padre que no lo haga también el Hijo y el Espíritu Santo, ni nada hace el Espíritu Santo que no lo hagan el Padre y el Hijo,
y nada hace el Hijo que no
lo hagan también el Padre y el Espíritu Santo... " (San Agustín).
Hoy
celebramos la Fiesta de la Santísima Trinidad y en ella la
Iglesia celebra la Jornada “Pro orantibus”. En este
día se nos invita a orar por aquellos que oran continuamente por nosotros;
invitación más significativa en este año de la Vida Consagrada; orar para que
los llamados a esta vocación singular vivan su vocación de contemplación en
total fidelidad al Espíritu. El lema de este año, “Sólo Dios basta””, es un
conocido verso de un poema de Santa Teresa de Jesús y nos recuerda que seguimos
celebrando el Año Jubilar Teresiano. En una fase tan corta se resume lo
esencial de la vida contemplativa: entender la vida únicamente desde Dios,
relativizando todo aquello que tanto nos ocupa y así recordarnos a todos que
estamos llamados a vivir deseando el mundo futuro.
La
fiesta de la Santísima Trinidad, que guarda una clara relación con la de
Pentecostés, celebrada el domingo pasado, es el principio del Tiempo Ordinario.
Generalmente nos ha preocupado con exceso querer desentrañar cerebralmente el
misterio, que no es lo importante. Intelectualmente no se conseguirá nunca.
Ahora bien, el corazón es capaz de gozar de la relación personal con Dios, y
esto sí que importa y convence.
Hoy la primera lectura tomada del libro del deuteronomio
(Dt
. 4, 32-34.39-40) nos presenta a Dios a
partir del
recuerdo y la meditación de sus grandes manifestaciones salvadoras en la
historia.
Atribuidas
a Moisés, las exhortaciones contenidas en este pasaje, pertenecen en realidad a
un autor anónimo que vivió en Babilonia en el siglo VI a.C. entre los
israelitas conscientes de ser responsables de la condición de la esclavitud en
la que se encontraban, y convencidos de haber comprometido definitivamente su
historia con los pecados que habían cometido. Están tristes, desalentados y
necesitan escuchar palabras de consuelo y esperanza.
El profeta
se dirige a estos deportados y les invita a repensar el pasado. Les pide
recordar las obras de salvación realizadas por el Señor en Egipto y compararlas
con las gestas que los otros pueblos atribuyen a sus dioses. La conclusión es
obvia: en todo mundo nadie ha oído hablar nunca de un Dios que haya intervenido
con tanto poder para liberar a su pueblo, como el Señor ha hecho con Israel.
Ningún Dios ha hablado jamás como Él hizo con Abraham, con los patriarcas y con
Moisés en la zarza ardiente; nunca se ha escuchado que ningún Dios haya obrado
maravillas extraordinarias, como ha hecho el Señor para salvar a su pueblo (vv.
32-34).
El recuerdo de la liberación de la
esclavitud en Egipto (vv. 34.37), de la alianza en el Sinaí (vv. 33.35), y del
don gratuito de la tierra prometida (v. 38), hace concluir al autor deuteronomista: "Reconoce, pues, y graba hoy en tu
corazón que el Señor es el Dios del cielo y de la tierra y que no hay
otro" (v. 39). De esta afirmación teológica fundamental para la fe de
Israel, se deriva la exigencia ética esencial de la alianza: "Cumple sus
leyes y mandamientos, que yo te prescribo hoy" (v. 40). La fe en el único
Dios verdadero, que lo ha liberado y elegido como propiedad suya, exige a
Israel la obediencia radical a su voluntad, condición para vivir felizmente a
través de todas las generaciones en la tierra que el Señor le ha dado.
Los dioses
de otros pueblos viven en el cielo y no están interesados en lo que
sucede en la tierra, moran en templos donde esperan a ser atendidos y recibir
los sacrificios de sus devotos; el Dios de Israel, por el contrario, está
implicado en la historia de su pueblo.
Si los
deportados a Babilonia confían en este Dios atento a las vicisitudes del
hombre, no pueden permanecer de brazos caídos: Él ciertamente acudirá a
liberarlos, como hizo en tiempos pasados.
Esta
revelación de Dios amigo y protector, dirigida por el profeta a los
israelitas que están en Mesopotamia, se dirige también hoy a todos los hombres
para que, en todas las circunstancias de la vida, se sientan acompañados por el
Señor y sepan que Él se alegra de sus éxitos y participa en sus desilusiones.
Quienes creen en este Dios, no pierden nunca el ánimo, incluso si existen
errores en sus vidas, pues el Señor les comprende y les muestra siempre cómo
remediarlos.
Lejos de
inducir a cometer pecados, la fe en el Dios de Israel, que es sólo amor y
ternura y está siempre dispuesto a rescatar a su pueblo, es un incentivo para
cultivar la confianza y acoger sus preceptos como palabras de vida. Por eso la
lectura termina con la exhortación: “Guarda los mandamientos y preceptos;
así les irá bien a ti y a los hijos que te sucedan” (v. 40).
En el salmo
de hoy se nos recuerda la condición de bienaventuranza que supone pertenecer al
pueblo escogido. ( SALMO 42)
R.- EL
DICHOSO EL PUEBLO QUE EL SEÑOR SE ESCOGIÓ EN HEREDAD.
La palabra
del señor es sincera,
y todas sus
acciones leales;
El ama la
justicia y el derecho,
y su
misericordia llena la tierra.
La palabra
del Señor hizo el cielo,
el aliento
de su boca, sus ejércitos,
porque El lo
dijo y existió,
Él lo mandó
y surgió.
Los ojos del
Señor están puestos en sus fieles,
en los que
esperan su misericordia,
para librar
sus vidas de la muerte
y
reanimarlos en tiempo de hambre.
Nosotros
aguardamos al Señor:
Él es
nuestro auxilio y escudo;
Señor, que
tu misiricordia
venga sobre
nosotros,
como lo
esperamos de ti.
En la segunda lectura de la Carta de
san Pablo a los romanos (Rom 8, 14,17), nos
recuerda el don del Espíritu y nuestra
constatación de condición de hijos.
El Espíritu guía al cristiano en el
camino de la historia, como Yahvé guiaba a Israel en el desierto (Deut. 1,33): "Los que se dejan guiar por el Espíritu
de Dios, ésos son hijos de Dios" (v. 14) . Mientras caminamos, el Espíritu
nos hace partícipes de la vida del Hijo, a tal punto que podemos dirigirnos al
Padre con la familiaridad con que lo hacía Jesús, no como esclavos llenos de
temor, sino como verdaderos hijos: "Padre" (Abbá)
(v. 15). El Espíritu, en lo profundo de nuestro espíritu, continuamente da
testimonio de que somos hijos de Dios (v. 16). El gran testigo de la filiación
divina es el Espíritu. Al final del camino, después de los sufrimientos y
pruebas de la historia, el mismo Espíritu nos introducirá en la gloria de
Cristo, como "coherederos", "puesto que sufrimos con él para ser
glorificados junto con él" (v. 17).
MATEO
28, 16-20
Un monte es de nuevo el escenario
propicio para el encuentro del hombre con Dios... En el silencio de las alturas
es más fácil escuchar la palabra inefable del Señor, en la luz de las cumbres
es más asequible contemplar la grandeza divina, sentir su grandiosa majestad.
En esta ocasión que nos relata el evangelio, Jesús se despide de los suyos y
antes de marchar les recuerda que le ha sido dado todo poder en el cielo y en
la tierra. Esto supuesto los envía a todo el mundo para que hagan discípulos de
entre todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo.
El
texto narra la aparición pascual de Jesús en Galilea con la que concluye el
evangelio de Mateo, estructurada en tres partes: la presentación de Cristo, la
misión y la promesa de la presencia del Señor hasta el final de los tiempos. El
escenario es un "monte", símbolo bíblico que representa un espacio
privilegiado de revelación divina .
Jesús declara solemnemente su
señorío absoluto sobre el cielo y la tierra: "Me ha sido dado todo poder
en el cielo y en la tierra" (v. 18). La palabra "poder" traduce
el término griego exousía, que indica el "poder",
el "derecho" y la "capacidad" que caracterizan la palabra y
la obra de Jesús para llevar a cabo el proyecto del reino (Mt 7,29:
"enseñaba con exousía"; 9,6:
"el Hijo del Hombre tiene en la tierra exousía
para perdonar pecados"; 21,27: "tampoco yo les digo con qué exousía hago lo que hago"). Jesús Resucitado es
Señor de cielo y tierra, con el poder mesiánico para transformar la historia
humana y llevarla a la plenitud de Dios.
Jesús ordena a los discípulos:
"Id, pues, y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo
les he mandado" (vv. 19-20). La misión de la Iglesia aparece sin ningún
tipo de límites ni restricciones, destinada a alcanzar a todos los hombres de
la tierra. La fórmula bautismal, de origen post-pascual, representa la
cristalización doctrinal de una larga reflexión de la comunidad de Mateo sobre
el rito más importante de la Iglesia primitiva. El "nombre", en
sentido bíblico, representa la persona. Bautizar "en el nombre" del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es introducir al bautizado a una comunión
vital con la Trinidad.
La última palabra de Jesús en
el evangelio de Mateo es una promesa: "Yo estaré con vosotros". En el
Antiguo Testamento, la frase: "yo estaré contigo", o "yo estaré
con vosotros", expresa la garantía de una presencia salvadora y activa de
Dios . Jesús, constituido como Señor universal mediante la resurrección, lleva
a plenitud esta presencia salvadora de Dios. El es
"Dios-con-nosotros". La eficacia de la misión y la autoridad de la
enseñanza de los apóstoles se fundamenta en esta presencia de Jesús.
Para
nuestra vida
Para la mayoría de nosotros la
Trinidad se presenta como una realidad obscura, como un misterio ante el cual
tenemos que suspender nuestros razonamientos y no tratar de penetrarlo o
comprenderlo. Pero la palabra "misterio" no significa propiamente una
realidad obscura e incomprensible, sino algo que no puede ser comprendido de
manera inmediata y definitiva, pero que está siempre abierto a una mayor
comprensión y penetración. Jamás podremos 'poseer' a Dios, encerrándolo en la
racionalidad de nuestro pensamiento; pues Él es "El que Es", y
está siempre por encima de nuestra capacidad de comprensión.
No podemos, pues, reducir el
misterio de la Trinidad a un concepto, a una idea; pero debemos tratar de
descubrir su infinita riqueza, fijándonos en las dimensiones con que se nos
manifiesta en la historia humana. De hecho, la Biblia, para revelarnos la realidad
de Dios no nos presenta una serie de conceptos abstractos; nos presenta la
historia de su actuar con nosotros y en favor nuestro.
Eso sucede en el Antiguo Testamento
(primera lectura). Recordando lo que ha sucedido a Israel, desde la
liberación de Egipto, la manifestación de Dios en el Sinaí y otras grandes
acciones salvadoras suyas, la tradición del Deuteronomio llega a subrayar el
tema fundamental: «El Señor es nuestro Dios». La fe tiene su fundamento
en una historia precedente, de la que no podemos prescindir, sino que se nos
hace presente y nos interpela directamente; que pide de nosotros no una
respuesta abstracta y teórica, sino una adhesión que pone en juego toda nuestra
existencia.
Por esa adhesión de fe, se
desarrolla en nosotros la vida misma de Dios; don que la benevolencia del Padre
promete a todos los seres humanos por medio de Cristo. Esa vida -como nos dice
hoy San Pablo en la segunda lectura- es actuada en nosotros por el
Espíritu, el cual nos hace participar de tal manera en la vida del Hijo, que
podemos dirigirnos al Padre con la misma familiaridad de Jesús. No nos
dirigimos ya a Dios como esclavos a su señor, sino como hijos, dándole el
nombre de "Abbá Padre".
El Espíritu que recibimos no es
un espíritu que lleva a la esclavitud y al temor, como sucedía con la ley
antigua. Este Espíritu nos hace participar de la herencia misma de Cristo, de
la naturaleza misma de Dios (Cfr. 2 Pe 1,4), y hace que estemos destinados a la
gloria.
En el pasaje del evangelio de
hoy, aparecen las tres personas de la Santísima Trinidad, en la 'fórmula' con
que los discípulos han de bautizar "a todas las gentes" (Mt 28,19).
La tarea de esta Iglesia, formada por creyentes que participan del Espíritu de
Cristo, es la misma misión con la que el Hijo vino a este mundo: llevar a todos
hacia el Padre. El creyente, injertado en la vida de Dios por medio del
bautismo, debe disponerse a cumplir, como Cristo, la voluntad del Padre.
Resumiendo comprobamos lo difícil que nos
resulta a veces contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. Y, sin
embargo, podríamos centrar esa contemplación en una frase tan sencilla como
cercana: «Dios es una comunidad de amor». Contemplamos a Dios como Padre; en
Jesús como el Hijo, y en el Espíritu Santo. El Dios en el que creemos es ante
todo Padre, que no se impone por su poder sino por su bondad amorosa. Este
Padre se ha dado a conocer en su Hijo, Jesús, quien nos revela un Padre
profundamente humano y cercano a todos los seres humanos. Este Dios actúa en la
historia por la fuerza del Espíritu Santo. Tres Personas distintas y un solo
Dios verdadero. Una comunidad de amor que se derrama continuamente,
eternamente, sobre la humanidad. No son tres dioses: Dios es como la madre,
Dios es como la Palabra, Dios es como el viento... Dios es como muchas cosas más:
como el pastor, como el médico, como el agua, como el pan. Y todo eso lo
sabemos por Jesús, el Hijo, el que conocía muy bien el corazón de Dios.
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