Comentarios a las Lecturas del II Domingo de Pascua 12 de abril de 2015
Hoy es el domingo de la Divina
Misericordia.
San Juan Pablo II, instituyó esta
fiesta, ahora el Papa, Francisco, ha convocado el "Jubileo de la
Misericordia". Misericordia tiene dos significados: perdón y solidaridad.
En el evangelio de hoy Jesús envía a sus discípulos: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados”. El perdón de Dios se derrama en plenitud en la humanidad. Celebrar
la misericordia de Dios es algo más que venerar una imagen, es celebrar que
Dios es un Padre con entrañas que quiere a sus hijos. "La misericordia es
un camino que comienza con una conversión espiritual, y todos estamos
llamados
a recorrer este camino", ha dicho el Papa Francisco.
El "Jubileo de la
Misericordia" comenzará el próximo 8 de diciembre con la apertura de la
Puerta Santa de la Basílica de San Pedro del Vaticano y concluirá el 20 de
noviembre de 2016. Para el próximo Año Santo extraordinario, la elección de la
fecha en que se ha publicado la bula,
justo en la víspera del Segundo Domingo de Pascua, manifiesta claramente la
atención especial del Papa hacia el tema de la misericordia. Su apertura
significa que, durante el tiempo jubilar, la Iglesia ofrece a los fieles una
"vía extraordinaria" hacia la salvación. La Iglesia quiere
recordarnos que Dios tiene compasión, que siempre hay un camino de vuelta a
casa.
En la primera lectura
de hoy de los Hechos de los Apóstoles (Act . 4, 32-35), se nos narra el modo de vida que llevaban los primeros
cristianos lo que animaba a los no creyentes a seguirles. No era tanto lo que
oían decir a los apóstoles, sino lo que veían que los apóstoles hacían. Era el
ver, más que el oír, lo que animaba a la gente a seguir a los apóstoles.
El Salmo de
hoy (salmo 117) era un himno que los judíos contemporáneos de
Jesús utilizaban en la fiesta de las tiendas o tabernáculos, una de las más
importantes del calendario litúrgico hebreo. Y se cantaba en la procesión de
entrada al Templo en dicha fiesta. Según algunos tratadistas fueron los éxitos
militares de Judas Macabeo contra los sirios los que,
originariamente, debieron inspirar el Salmo. Para nosotros, hoy, representa un
canto de alegría pascual: la victoria de Cristo sobre la muerte.
" Das
gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia".
En
la segunda lectura de hoy (1ª carta de San Juan 5, 1-6) se nos explica que quien ha nacido de Dios
vence al mundo. Y creer en Jesús como Mesías, es lo que nos hace Hijos
predilectos de Dios. Dice también Juan que el auténtico amor a Dios se
demuestra cumpliendo sus mandamientos. Es, en cierto modo, una aplicación
teológica del antiguo refrán castellano: “Obras son amores, y no buenas
razones”.
San
Agustín en su comentario a la Primera carta de San Juan y concretamente en los versículos
de hoy nos dice: " Veamos, pues, qué significa creer en Cristo,
creer que el mismo Jesús es Cristo. Así sigue la carta: «El que cree que Jesús
es el Cristo, ha nacido de Dios». ¿Pero qué significa creer eso? «Todo el que
ama al que le da el ser, debe amar también al que lo recibe de él». Une
inmediatamente el amor a la fe, porque la fe sin amor no sirve para nada. La fe
con amor es la del cristiano; la fe sin amor es la del demonio. Y los que no
creen son peores y más tardíos que los demonios. No conozco a nadie que no
quiera creer en Cristo, pero si hay alguien, ni siquiera ese está en la misma situación
que los demonios. Ya cree en Cristo, pero le odia. Confiesa la fe, pero por
temor al castigo, no por amor a la corona. Los demonios también temían recibir
un castigo. Añade a esta fe el amor para que sea la fe de la que habla el
apóstol Pablo: «La fe que actúa por medio del amor» (Gál
5, 6). Has encontrado al cristiano, has hallado al ciudadano de Jerusalén, al ciudadano
de los ángeles, te has cruzado en el camino con un viajero que suspira por el
final del camino. únete a él, pues es tu compañero, y corre con él, si es que
tú eres lo mismo que él. «Y todo el que ama al que le da el ser, ama también al
que lo recibe de él». ¿Quién es el que engendró? El Padre. ¿Y quién es el
engendrado? El Hijo. ¿Qué quiere, pues, decir? Que todo el que ama al Padre,
ama al Hijo.
«En esto conocernos que amamos a los hijos de
Dios». ¿De qué se trata, hermanos? Hace un momento Juan hablaba del Hijo de
Dios, no de los hijos de Dios. Cristo era el único que se ofrecía a nuestra contemplación
cuando decía: «El que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios, pues todo
el que ama al que le da el ser —es decir, al Padre— ama a quien lo recibe de
él», o sea, al Hijo y Señor nuestro Jesucristo. Y continúa: «En esto conocemos
que amamos al Hijo de Dios», como si dijera: en esto sabemos que amamos al Hijo
de Dios. El que poco antes decía «Hijo de Dios», dice ahora «hijos de Dios»,
porque los hijos de Dios son el cuerpo del Hijo único de Dios. Y como él es la
Cabeza y nosotros los miembros, no hay más que un único Hijo de Dios. Luego el
que ama a los hijos de Dios ama al Hijo de Dios. Y el que ama al Hijo de Dios
ama al Padre. Porque es imposible amar al Padre si no se ama al Hijo. Y si se
ama al Hijo, se ama también a los hijos de Dios.
¿A qué hijos de Dios? A los miembros del Hijo de
Dios. Y, al amar, él mismo pasa a ser miembro y, por el amor, se incorpora a la
unidad del cuerpo de Cristo. Pues si se ama a los miembros, se ama también al cuerpo.
«¿Que un miembro sufre? Todos los miembros sufren con él. ¿Que un miembro es
agasajado? Todos los miembros comparten su alegría».
¿Qué es lo que dice a continuación?: «Ahora bien,
vosotros formáis el cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es un miembro» (1 Cor 12, 26.27).
Al hablar un poco antes del amor fraterno, Juan
decía: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no
ve». Si amas a tu hermano, ¿cómo es posible que le ames a él y no ames a
Cristo? Por tanto, si amas a los miembros de Cristo, amas también a Cristo. Si
amas a Cristo, amas al Hijo de Dios. Y si amas al Hijo de Dios, amas también al
Padre. El amor no se puede dividir. Elige qué vas a amar, porque, una vez que
lo eliges, lo demás viene por sí mismo. Si dices: «Sólo amo a Dios, a Dios Padre»,
estás mintiendo. Porque si amas, no le amas sólo a él. Si amas al Padre, amas
también al Hijo. O si dices: «Amo al Padre y al Hijo, pero sólo a Dios Padre y
a Dios Hijo y Señor nuestro Jesucristo, que subió a los cielos y está sentado a
la derecha del Padre, al Verbo por el que todo fue hecho, al Verbo que se hizo
carne y habitó entre nosotros», vuelves a mentir. Porque si amas a la Cabeza,
amas también a los miembros; y si no amas a los miembros, tampoco amas a la
Cabeza. ¿Es que no te estremece la voz de la Cabeza que grita por los miembros:
«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4).
Dijo que el que perseguía a los miembros le perseguía también a él, y que el
que amaba a sus miembros le amaba también a él. Pues bien, hermanos, ya sabéis
cuáles son sus miembros: la Iglesia de Dios.
«Por tanto, si amamos a los hijos de Dios, es
señal de que amamos a Dios». ¿Cómo es posible?, ¿es que no son una cosa los
hijos de Dios y otra muy distinta Dios? Pero el que ama a Dios, ama sus
mandamientos. ¿Y cuáles son sus mandamientos?: «Os doy un mandamiento nuevo:
Amaos los unos a los otros» (Jn 13, 34). Que nadie se excuse de un amor en
virtud del otro amor, porque este amor es absolutamente coherente. Y del mismo modo
que está perfectamente ensamblado, a todos los que dependen de él los convierte
en una sola cosa, como si el fuego los hubiera fundido. He aquí el oro, la masa
se ha fundido, no hay más que una sola cosa. Pero si no la calienta el fervor
del amor, es imposible que la multitud se convierta en una sola cosa. «Por
tanto, si amamos a los hijos de Dios, es señal de que amamos a Dios».
¿Y en qué conoceremos que amamos a los hijos de
Dios? «En que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos». Y ahora suspiramos porque
es difícil cumplir el mandamiento de Dios. Escucha con atención lo que sigue.
Hombre, ¿por qué te cuesta tanto amar? Porque amas la avaricia. Lo que amas
cuesta mucho amarlo, pero amar a Dios no cuesta nada. La avaricia te va a traer
problemas, trabajos, peligros, tormentos y preocupaciones, y sin embargo la
obedeces. ¿Para qué la obedeces? A cambio de tener con qué llenar tu arca,
pierdes la tranquilidad. No cabe duda de que estabas más tranquilo cuando no
tenías nada que cuando has empezado a tener. Fíjate bien qué te trae la
avaricia: has llenado tu casa, pero tienes miedo a los ladrones; ahora tienes
oro, pero has perdido el sueño. La avaricia te dijo: «Haz esto», y lo hiciste.
¿Qué es lo que Dios te manda?: «Ámame. Si amas el oro, lo buscarás y puede que
no lo encuentres; en cambio, si alguien me busca a mí, estoy con él. Si amas el
honor, es posible que no lo consigas. Pero, ¿hay alguien que me haya amado a mí
y no me haya conseguido?». Dios te dice: «Quieres tener un protector o un amigo
poderoso, y tratas de conseguirlo por medio de otro inferior. Ámame —te dice
Dios—; para llegar a mí no necesitas de ningún intermediario, porque el amor me
hace presente en ti». Hermanos, ¿hay algo más dulce que este amor? «Los
pecadores me han contado sus placeres, pero no hay nada como tu ley, Señor»
(Sal 118, 85). ¿Y cuál es la ley de Dios? Su mandamiento. Y este mandamiento,
¿cuál es? El mandamiento nuevo, que se llama nuevo porque renueva: «Os doy un mandamiento
nuevo: Amaos los unos a los otros». Esta es realmente la ley de Dios, pues dice
el apóstol: «Ayudaos mutuamente a llevar las cargas, y así cumpliréis la ley de
Cristo» (Gál 6, 2). El amor es, pues, el culmen de todas
nuestras obras. Ahí está el fin. Por él corremos, hacia él nos dirigimos. Y
cuando lleguemos a él, descansaremos".
En el evangelio de hoy (Juan 20, 19- 31 ) vemos como Jesús
se apresura a volver junto a sus discípulos y apóstoles después de resucitar.
Él sabía lo tristes y decaídos que se
encontraban después de su crucifixión y
muerte. Él comprendía que los de Emaús iniciaran una dispersión que, de haber
tardado un día más, hubiera sido general. "Al
anochecer de aquel día, el primero de la semana...". Aquellos
hombres no podían ni imaginar que Jesús atravesara ileso las barreras de la
muerte. A pesar de que el Maestro lo había predicho, ellos ni le habían
entendido, ni habían aceptado como posible tal realidad; lo mismo que no
aceptaron entonces, ni comprendieron luego cómo era posible que el Mesías, el
Rey de Israel, terminase sus días en una cruz.
Entre ellos algunos que no estaban no creyeron lo ocurrido: ·"Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando
vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
--Hemos
visto al Señor.
Pero él les
contestó:
-- Si no veo
en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los
clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo".
Jesús volvió de nuevo, dándoles otra
vez su paz, pasando por alto su incredulidad. "Trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente".
Tomás cae rendido ante la evidencia y confiesa con humildad el señorío y la
divinidad de Jesús. El Señor piensa entonces en nosotros, en los que vendríamos
después y también quisiéramos, como Tomás, ver y tocar para creer. En aquella
ocasión, para animarnos a creer, enuncia la última de sus bienaventuranzas, la
felicidad bienaventurada de quienes no necesitan verle para creer en él y para
amarle sobre todas las cosas.
Para
nuestra vida
Se nos invita a reflexionar desde la
primera lectura con el modo como vivían
los primeros discípulos de Jesús, sin tener nada propio, sino poniéndolo todo
en común: “no consideréis nada como propio,
sino tenedlo todo en común", no con criterios de igualdad, porque no
todos tenemos idéntica salud, sino
conforme a la necesidad de cada cual.
En el relato de los Hechos de los
Apóstoles, vemos como tenían todas las cosas en común y se distribuía a cada
uno según su necesidad”. La Iglesia cristiana, nuestro Iglesia, debe tener esto
siempre muy en cuenta: que la gente vea que vivimos como verdaderos hermanos.
En la primera carta de San Juan se
habla de nuestra realidad como Hijos de Dios. Lo somos, si creemos que Jesús es
el Señor y si cumplimos sus mandamientos. Es una forma muy sencilla y precisa
de definirnos. Sería absurdo que nos quisiéramos hacer Hijos de Dios, cuando ni
siquiera creemos en el Él. Y es que cuando, verdaderamente se cree en Él se
cumplen, automáticamente, sus mandamientos, si apenas esfuerzo.
El encuentro con Jesús es siempre
en la comunidad. Tomás volvió a la comunidad y allí es
donde tuvo su experiencia pascual. Es un error retirarse a la soledad como hizo Tomás al principio. Sólo en la
comunidad podemos compartir, celebrar, madurar y testimoniar nuestra fe.
Valoremos más que nunca lo privilegiados que somos por haber visto a Jesús y
por tener una comunidad en la que compartimos nuestra fe. Sólo si permanecemos
unidos haremos signos y prodigios, ayudaremos a los que sufren y seremos
capaces de dar un sentido auténtico a nuestro mundo demasiadas veces perdido y desorientado en sus soledades.
Contemplando la actitud de Tomás,
vemos que él no cree en el prodigio de la Resurrección. Y aunque Jesús había
anunciado muchas veces que resucitaría, el tema era tan inconcebible que, o no
lo recordaban, o no querían recordarlo. Tomás, asimismo, pone muy alto el
listón de su apuesta, quiere tocar con sus propias manos esa Resurrección para
creer. Nosotros, muchas veces, tenemos posiciones parecidas a las de Tomás. No
valoramos la fuerza espiritual de los sacramentos, ni nos terminamos de creer
las grandes realidades de nuestra fe. También a nosotros, Jesús nos podría
llamar descreídos.
La increencia hoy más que nunca, es un
problema añadido para la Nueva Evangelización a la que se nos convoca. Y no
porque encontremos resistencias en los nuevos cristianos sino porque, en muchos
casos, las mayores dificultades nos vienen de los que en teoría han sido
bautizados en el nombre de Cristo pero han olvidado su procedencia: ni tan
siquiera se preocupan por acercar los dedos de su vida en el Cuerpo de Cristo,
en la familia de la Iglesia o en la gracia de los sacramentos. ¿Resultado?
Incrédulos y ateos prácticos. En nada, o en poco se diferencian, con el resto
que nunca escucharon nada sobre Dios o ni tan siquiera fueron bautizados. Son
los nuevos Tomás de los tiempos de hoy.
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