Ron Rolheiser (Trad. Carmelo Astiz)
“Sólo hay una manera de acabar con el mal, y es hacer bien por mal”. Esta frase enigmática de León Tolstoy puede servir como clave para ayudar a comprender el drama real que Jesús experimentó en Getsemaní.
La sangre que sudó allí Jesús, como amante, no fue sólo la sangre de un amante romántico, el dolor obsesivo de un amor elusivo, la amarga pena de un amor que se agrió o el dolor aplastante de tener que renunciar a un romance por fidelidad. Jesús sufrió todo eso en Getsemaní, pero había algo más todavía. También tenía que sudar la sangre del amante que está dispuesto a absorber la tensión dentro de una comunidad en orden a transformarla y eliminarla. En el huerto de Getsemaní Jesús suda la sangre del cordero que quita los pecados del mundo.
Jesús es el cordero que quita los pecados del mundo. Ésa es la pieza central en la noción cristiana de salvación, y es también el icono fundamental al interior de nuestra fe. Y tiene variedad de expresiones, pero siempre el mismo significado: “El sufrimiento de Cristo elimina nuestros pecados”. “Nos hemos lavado en la sangre del cordero”. “Por sus heridas somos sanados”. “Los sufrimientos de Jesús nos reconcilian con Dios”. Pero, ¿cómo nos lavamos y quedamos limpios y reconciliados por la sangre de Jesús?
La Escritura expresa esto en metáforas y tenemos que tener cuidado, con precisión, para no transformar aquí la metáfora y entenderla sólo literalmente. Jesús no murió para aplacar a un Dios cuya ira contra la humanidad no podía calmarse por nada que pudieran hacer los seres humanos. Para perdonarnos por el pecado, Dios no necesitaba ver a Jesús sufrir un dolor y humillación tan horribles. Dios no tiene que ser aplacado; aunque, hay que concederlo, eso es lo que las metáforas e iconos del “Cordero de Dios” pueden sugerir.
Jesús quitó el pecado del mundo, no aplacando una cierta ira en Dios, sino absorbiendo y transformando el pecado. ¿De qué modo?
En la antigüedad, existían lo rituales del “chivo expiatorio”, liturgias dirigidas a eliminar la tensión de una comunidad. Cuando las tensiones alcanzaban un grado muy elevado dentro de la comunidad, sus miembros habían de juntarse para depositar simbólicamente esas tensiones en un macho cabrío al que conducirían al desierto para dejarlo morir allí. La idea era que este animal, el “chivo expiatorio”, se llevara la tensión y el pecado fuera, dejando atrás la comunidad y muriendo en el desierto.
Jesús hace eso, pero de un modo radicalmente diferente. Saca el pecado y la tensión fuera de la comunidad no alejándose y muriendo, sino absorbiéndola y transformándola en otra cosa. ¿Cómo lo realiza?
Quizás podría ser útil una comparación (aunque, lástima, es más mecánica que orgánica): Jesús nos quitó nuestros pecados de la misma manera que un filtro purifica el agua. Un filtro recibe agua impura, guarda dentro de sí las impurezas y devuelve sólo el agua purificada. Más que transmitir, transforma.
Observamos esto en Jesús: Como filtro-purificador supremo y fundamental, él purifica la vida misma: Recibe el odio, lo retiene, lo transforma y devuelve amor; recibe amargura, la retiene, la transforma y devuelve bondad y amabilidad; recibe maldiciones, las retiene, las transforma y devuelve bendición; recibe caos y confusión, los retiene, los transforma y devuelve orden; recibe temor, lo retiene, lo transforma y devuelve libertad; recibe celos y envidia, los retiene, los transforma y devuelve generosidad y afirmación; y recibe a satán y asesinato, los retiene, los transforma y entrega sólo Dios y perdón. Jesús quita los pecados del mundo del mismo modo que un filtro quita las impurezas del agua, absorbiendo y reteniendo todo lo que no es limpio y devolviendo solamente lo que lo es.
Esto no es fácil. Hacer esto, sin resentimiento, significa sudar sangre, sangre de verdadero amante. Jesús se adentró en el Huerto de los Olivos de Getsemaní como amante ideal, pero también como amante tentado, justamente como nosotros, hacia la amargura, el miedo, el resentimiento y la autodefensa. Se sintió obsesionado por todas y las mismas tendencias que nos acosan a nosotros. Pero, y aquí está el meollo de la cuestión, en Getsemaní Jesús, en vez de transmitir esas tentaciones, las transformó.
No devolvió simplemente en especie lo recibido, dejando que la energía simplemente fluyera a través de él. Él purificó la energía y quitó la tensión y el pecado absorbiéndolos. Le costó su sangre, su vida y su reputación. Tuvo que sudar sangre, pero emergió del Huerto de los Olivos como el amante verdaderamente regenerador que, al precio de entregarlo todo, devuelve paz por tensión y perdón por pecado, absorbiendo en su propia persona la tensión y el pecado con el fin de eliminarlos de la comunidad. La entrega de ese tipo de sangre realmente elimina y se lleva por delante el pecado.
Y, al hacer esto, Jesús no quiere admiradores, sino seguidores. El Huerto de Getsemaní nos invita, a cada uno de nosotros, a intervenir y a crecer e intensificar nuestra entrega. Nos invita a sudar sangre de amante para ayudar a absorber, purificar y transformar tensión y pecado de la comunidad, en vez simplemente de transmitirlos.
La sangre que sudó allí Jesús, como amante, no fue sólo la sangre de un amante romántico, el dolor obsesivo de un amor elusivo, la amarga pena de un amor que se agrió o el dolor aplastante de tener que renunciar a un romance por fidelidad. Jesús sufrió todo eso en Getsemaní, pero había algo más todavía. También tenía que sudar la sangre del amante que está dispuesto a absorber la tensión dentro de una comunidad en orden a transformarla y eliminarla. En el huerto de Getsemaní Jesús suda la sangre del cordero que quita los pecados del mundo.
Jesús es el cordero que quita los pecados del mundo. Ésa es la pieza central en la noción cristiana de salvación, y es también el icono fundamental al interior de nuestra fe. Y tiene variedad de expresiones, pero siempre el mismo significado: “El sufrimiento de Cristo elimina nuestros pecados”. “Nos hemos lavado en la sangre del cordero”. “Por sus heridas somos sanados”. “Los sufrimientos de Jesús nos reconcilian con Dios”. Pero, ¿cómo nos lavamos y quedamos limpios y reconciliados por la sangre de Jesús?
La Escritura expresa esto en metáforas y tenemos que tener cuidado, con precisión, para no transformar aquí la metáfora y entenderla sólo literalmente. Jesús no murió para aplacar a un Dios cuya ira contra la humanidad no podía calmarse por nada que pudieran hacer los seres humanos. Para perdonarnos por el pecado, Dios no necesitaba ver a Jesús sufrir un dolor y humillación tan horribles. Dios no tiene que ser aplacado; aunque, hay que concederlo, eso es lo que las metáforas e iconos del “Cordero de Dios” pueden sugerir.
Jesús quitó el pecado del mundo, no aplacando una cierta ira en Dios, sino absorbiendo y transformando el pecado. ¿De qué modo?
En la antigüedad, existían lo rituales del “chivo expiatorio”, liturgias dirigidas a eliminar la tensión de una comunidad. Cuando las tensiones alcanzaban un grado muy elevado dentro de la comunidad, sus miembros habían de juntarse para depositar simbólicamente esas tensiones en un macho cabrío al que conducirían al desierto para dejarlo morir allí. La idea era que este animal, el “chivo expiatorio”, se llevara la tensión y el pecado fuera, dejando atrás la comunidad y muriendo en el desierto.
Jesús hace eso, pero de un modo radicalmente diferente. Saca el pecado y la tensión fuera de la comunidad no alejándose y muriendo, sino absorbiéndola y transformándola en otra cosa. ¿Cómo lo realiza?
Quizás podría ser útil una comparación (aunque, lástima, es más mecánica que orgánica): Jesús nos quitó nuestros pecados de la misma manera que un filtro purifica el agua. Un filtro recibe agua impura, guarda dentro de sí las impurezas y devuelve sólo el agua purificada. Más que transmitir, transforma.
Observamos esto en Jesús: Como filtro-purificador supremo y fundamental, él purifica la vida misma: Recibe el odio, lo retiene, lo transforma y devuelve amor; recibe amargura, la retiene, la transforma y devuelve bondad y amabilidad; recibe maldiciones, las retiene, las transforma y devuelve bendición; recibe caos y confusión, los retiene, los transforma y devuelve orden; recibe temor, lo retiene, lo transforma y devuelve libertad; recibe celos y envidia, los retiene, los transforma y devuelve generosidad y afirmación; y recibe a satán y asesinato, los retiene, los transforma y entrega sólo Dios y perdón. Jesús quita los pecados del mundo del mismo modo que un filtro quita las impurezas del agua, absorbiendo y reteniendo todo lo que no es limpio y devolviendo solamente lo que lo es.
Esto no es fácil. Hacer esto, sin resentimiento, significa sudar sangre, sangre de verdadero amante. Jesús se adentró en el Huerto de los Olivos de Getsemaní como amante ideal, pero también como amante tentado, justamente como nosotros, hacia la amargura, el miedo, el resentimiento y la autodefensa. Se sintió obsesionado por todas y las mismas tendencias que nos acosan a nosotros. Pero, y aquí está el meollo de la cuestión, en Getsemaní Jesús, en vez de transmitir esas tentaciones, las transformó.
No devolvió simplemente en especie lo recibido, dejando que la energía simplemente fluyera a través de él. Él purificó la energía y quitó la tensión y el pecado absorbiéndolos. Le costó su sangre, su vida y su reputación. Tuvo que sudar sangre, pero emergió del Huerto de los Olivos como el amante verdaderamente regenerador que, al precio de entregarlo todo, devuelve paz por tensión y perdón por pecado, absorbiendo en su propia persona la tensión y el pecado con el fin de eliminarlos de la comunidad. La entrega de ese tipo de sangre realmente elimina y se lleva por delante el pecado.
Y, al hacer esto, Jesús no quiere admiradores, sino seguidores. El Huerto de Getsemaní nos invita, a cada uno de nosotros, a intervenir y a crecer e intensificar nuestra entrega. Nos invita a sudar sangre de amante para ayudar a absorber, purificar y transformar tensión y pecado de la comunidad, en vez simplemente de transmitirlos.
Columna tomada del Archivo
Publicada inicialmente el 04/04/2004 (Ciudadredonda).
Publicada inicialmente el 04/04/2004 (Ciudadredonda).
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