Hay un rasgo que llama la atención en la cultura occidental contemporánea: considerar a Dios como enemigo del hombre. En muchos casos no se afirma expresamente. Pero existe la idea difusa de que Dios limita la libertad y las posibilidades de realización del hombre.
Por otra parte, en los mismos creyentes se da una reacción sorprendente: una especie de resistencia sorda a Dios, inconsciente unas veces, consciente otras. Con frecuencia surge un cierto miedo a Dios, a sus planes, a lo que pueda pedirnos...
En la Biblia nos ha quedado el relato misterioso de un hombre que luchó con Dios (Gen 32,23-32). Jacob es testigo singular de este combate que todo hombre, antes o después, libra con Dios.
Jacob lucha en la soledad. El combate tiene lugar cuando ha hecho pasar a sus dos mujeres, a sus dos siervas y a sus once hijos. Siempre hay un momento en que el hombre se queda solo. Los demás pueden ayudarnos en algunas cosas y hasta cierto punto. Pero hay momentos en que uno se encuentra solo ante Dios. Suele ser la hora de la verdad, cuando de nada sirve la buena fama, ni los aplausos, ni el afecto, ni la estima de los demás. Hay batallas que nadie puede librar por nosotros. Nuestra libertad depende de nosotros en exclusiva, y a nosotros toca decidir a quién la entregamos.
Más aún, la lucha acontece cuando Jacob se encuentra despojado de todo: «hizo pasar todo lo que tenía». Muchas veces las cosas, las tareas, nos entretienen y nos distraen de lo esencial. Pero antes o después llega el momento en que todo desencanta, en que descubrimos el aspecto decepcionante de todo: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad» (Qo 1,2). Entonces surge la lucha. Pero sólo en esa dolorosa soledad y decepción podemos descubrir la verdad de nosotros mismos, de las cosas y tareas, y de Dios.
Todo el combate tiene lugar de noche. Lo queramos o no, mientras estamos en este mundo permanecemos en la noche de la fe. Una fe que a veces se hará luminosa, pero otras se tornará terriblemente oscura. Es el hecho de no saber, de no controlar, de no tener pleno dominio sobre nuestra vida. Y nuestra razón se rebela, porque quiere ver, quiere saber, quiere controlar.
Se pelea con Dios, pero su rostro no se ve. Y cuando Jacob le pide que le diga su nombre, que le manifieste quién es, Dios se niega. El misterio de Dios nos sobrepasa. El misterio de Dios es inviolable. No podemos controlar a Dios. Y esto nos molesta.
El combate dura hasta rayar el alba. Hay momentos más intensos de esta lucha, pero en cierto sentido dura toda nuestra vida. Sólo cuando raya el alba de la eternidad el combate cesa. Mientras permanecemos en la noche de este mundo hay combate. Ignorarlo es engañarnos a nosotros mismos. Sólo en el cara a cara del cielo no habrá lucha. Dios nos poseerá y nosotros le poseeremos. Y en eso residirá nuestro gozo.
Jacob se resiste. No se entrega. Y el relato nos dice que «el otro» tuvo que recurrir a una estrategia: «le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob». Dios está dispuesto a vencer a toda costa. «Descoloca» al hombre hasta que se rinde del todo. Derrumba nuestras falsas seguridades, nos abaja de nuestras vanidades, para ponernos en verdad.
Esto se ve también cuando Dios le pregunta su nombre. En cierto modo le fuerza a reconocer su nombre, es decir, su identidad: Jacob quiere decir «el suplantador» (Gen 25,26; 27,36). Con ello, Dios provoca la confesión de su pecado. Así le pone en verdad.
Sólo cuando ha reconocido su pecado, Dios le dice: «ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado contra Dios y contra los hombres, y has vencido». Dios le cambia el nombre. Israel significa: «Dios se muestra fuerte». En el valle de Yabboq ha quedado enterrado el «estafador embustero» y ha surgido un hombre nuevo marcado por el signo del poder de Dios.
¿Quién ha vencido en este combate? El texto es paradójico. Nos dice que Jacob ha vencido a Dios. Y eso precisamente cuando queda cojeando y se ha puesto al desnudo su pecado. En realidad, Jacob vence cuando se deja vencer por Dios. La victoria de Dios es en realidad en nuestro favor. Parece que lucha contra nosotros, que es nuestro enemigo, que nos avasalla y nos coarta la libertad. Pero la verdad es muy distinta: Dios lucha en nuestro favor. Y cuando nos rendimos libremente a su amor experimentamos la libertad y la plenitud.
Sí, Dios se ha mostrado fuerte haciendo vencer a Jacob su mentira, su oscuridad, sus falsas pretensiones. Cuando Jacob ha aceptado a Dios, cuando ha dejado a Dios ser Dios en su vida, entonces la lucha termina. Y Jacob continúa su camino convertido en un hombre nuevo. Prosigue su peregrinación transformado por el poder de Dios. Ha terminado la lucha y sigue adelante mientras sale el sol…
Entendemos ahora el sentido de este combate. Desde que Adán y Eva pretendieron «ser como Dios» (Gen 3,5), el hombre siente a Dios como su rival. Tiene la impresión de que le impide ser él mismo y alcanzar su propia plenitud. Por eso lucha contra Dios. Se rebela contra sus planes.
También Dios lucha contra el hombre. Precisamente porque le ama, está empeñado en derribarle de su mentira, de su absurda pretensión de ser como Dios. Y se sirve de cualquier medio o circunstancia para que el hombre baje de su pedestal. Un fracaso, una enfermedad, cualquier experiencia de debilidad es buena para situarle en la verdad.
Y entonces ocurre el milagro. Dios se deja vencer por aquel que a su vez se rinde ante Dios. «Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes» (1Pe 5,5). Nos derriba para levantarnos, nos humilla para enaltecernos (Lc 1,52; 18,14). Sólo el humilde vence a Dios. Sólo de los pobres es el Reino de los cielos (Mt 5,3; Lc 6,24). Sólo cuando Jacob se deja vencer por Dios, Dios le bendice. Y continúa su camino cojeando, pues ha quedado situado en humildad. Pero ya no le importan sus heridas, ni que se descubra su debilidad. Ahora proclama dichoso: «He visto a Dios cara a cara y tengo la vida salva».
(Texto bíblico: Gen 32,23-32)
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