sábado, 14 de abril de 2018

Comentario a las Lecturas del III Domingo de Pascua 15 de abril de 2018

Se llama a este domingo tercero de Pascua el de las apariciones. Y es que en los tres ciclos –A, B, y C—se narran las apariciones primeras de Jesús poco después de la Resurrección.
Las tres lecturas de hoy contienen alusiones directas al perdón de los pecados: "arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados" (I lectura); "El es víctima de propiciación por nuestros pecados" (II lectura); "en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén" (Evangelio). A primera vista, quizá parezca rara esta insistencia en el perdón de los pecados -un tema tradicionalmente cuaresmal- en pleno tiempo de Pascua. En el fondo, sin embargo, es perfectamente lógica esta insistencia, puesto que, si el pecado conduce a la muerte, la resurrección a la nueva vida destruye el pecado. El fruto directo del misterio pascual es la remisión de los pecados, y uno de los signos más claros de la presencia del Resucitado en la Iglesia es el anuncio del perdón de todas nuestras culpas.
El hombre tiende a negar su propio pecado o, si lo reconoce, intenta apaciguar su ansiedad mediante ritos purificatorios. El cristianismo propone una norma de conducta: reconocer el propio pecado y aceptar ser aceptado por alguien en esta situación de pecado. Reconocernos pecadores y aceptar depender, no de nuestro orgullo ni de ningún rito tranquilizante, sino de alguien que nos pueda ayudar a descubrir el camino de superación del pecado.
La  liturgia de estos domingos nos presenta los textos de los Hechos de los Apóstoles. Con ello  nos presenta ya unos creyentes que han recibido el Espíritu Santo. Narran los primeros momentos de la vida de la Iglesia en Jerusalén. Ya se había producido la Ascensión y Pentecostés. Y la doctrina de la Iglesia en torno a la salvación, a la encarnación y a la resurrección es expuesta por Pedro ante el pueblo de Jerusalén –y sus autoridades—con unos argumentos idénticos a los que la Iglesia ha ido ofreciendo desde entonces hasta ahora. Ya había nacido la Iglesia e iniciaba su andadura. Es importante no olvidarlo.

La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (Act 3, 13-15.17.19) nos sitúa siguiendo a Pedro que  acaba de curar al paralítico que estaba pidiendo limosna a la entrada del Templo. El discurso de Pedro, 3, 12-26, está motivado por la actitud del pueblo ante la curación del cojo en la puerta del templo.
Pedro comienza dando gloria a Dios y a Jesucristo en cuyo nombre ha realizado el milagro (v. 6). Pues no ha sido el poder de Pedro el que ha hecho andar al tullido, sino la fuerza de Dios que ha resucitado a Jesucristo; y tampoco ha de ser la fe en Pedro, sino la fe en Jesucristo, la que puede borrar los pecados del pueblo.
A los curiosos y admiradores Pedro les dice que la curación no es fruto de fuerzas ocultas que ellos posean. Con este hecho Dios glorifica a su Siervo Jesús. Al atribuir el hecho al Dios de Abraham establece una contraposición entre los judíos=hijos de Abraham, que han negado y muerto a Jesús, y Dios que lo ha glorificado. Al referirse a la glorificación del "Siervo Jesús" alude al siervo de Isaías, que a través de su sacrificio ha realizado el plan de Dios: salvar a los pecadores de todos los pueblos.
Con sus palabras valientes, Pedro realiza a la vez y en el momento preciso el anuncio y la denuncia del evangelio.
Esta segunda presentación del mensaje es muy semejante a la de Hech. 2, 22 sig. Es también composición de Lucas a base de tradiciones del kerygma primitivo y los elementos son también muy semejantes: cumplimiento de la promesa que Dios obra en y por Jesús; rechazo humano de este mismo Jesús y glorificación por parte del Padre. En este punto contrasta fuertemente la actividad humana: "entregasteis", "negasteis al Santo", "matasteis al autor de la vida (vv. 13, 14-15) y la divina: Dios le ha resucitado (v. 15). Los apóstoles son testigos de esta acción de Dios. Cada uno ha de sacar las consecuencias de esta proclamación, sabiendo que en los judíos actores estábamos representados todos. Cada mujer, cada hombre, está confrontado con esos acontecimientos para aceptarlos o no, para apuntarse a lo que significan o para dejarlos.
En esta lectura, más que ponerse del lado de Pedro que predica y anuncia que son
culpables de la muerte de Cristo, hay que ponerse entre los que escuchan para sentirse responsables de la muerte de Cristo. Y si todos son culpables de la muerte también todos participan de la salvación si voluntariamente no se excluyen.
Hay una cierta excusa en el comportamiento de los ejecutores de Jesús. Lo hicieron por ignorancia. Muy típico de Lucas, que ha aprendido la lección del Maestro. No ha lugar para vg. el antisemitismo. Se ve que Pedro habla a unos que, probablemente, no eran los actores materiales de la muerte de Jesús pero los considera englobados en ella, de la misma manera también todos los demás.
Un romano-pagano, en última instancia, se ha hecho responsable de la gran injusticia. Todos son culpables. Si hay solidaridad en la culpa debe haberla en la penitencia. Pedro ofrece a todos, incluidos los judíos, la posibilidad de ser justificados. Sin negar la culpa quiere facilitarles las condiciones de la conversión. Admite atenuantes. Todos han contribuido a la muerte. La clase dirigente judía ha rechazado al Mesías. Uno del grupo de los Doce lo ha traicionado.
Arrepentíos, cambiad de vida y os serán perdonados los pecados. Esta invitación suena diferente en el tiempo de Pascua y en tiempo de Cuaresma, pero la actitud de conversión debe ser permanente.


En el salmo responsorial de hoy Salmo 4 (Sal 4, 2. 7.9), pedimos que el Señor obre en nosotros, desde la humildad sabemos que necesitamos que el esté ahí junto a nosotros y actuando en nuestra vida, personal y social.
Este salmo es la oración de un "fiel", un hombre religioso de Israel consciente de ser amado por Dios. Tal es el sentido de la palabra "Hassid": el fiel, objeto de la Alianza Divina. Ahora bien, este hombre lleno de fe, no está preservado: su oración al comienzo es jadeante...
Para decir que ora, se atreve a decir que "grita" hacia Dios. Su gran angustia, es estar literalmente sofocado por los paganos que lo rodean: este paganismo, este ambiente materialista, diríamos hoy, es atrayente, aun para un fiel. Recurre entonces a una antiquísima costumbre religiosa usada en muchas de las religiones antiguas: "pasará una noche en el Templo", haciéndose el "huésped de Dios", esperando el favor de un "sueño profético" en que Dios le hablará.
De hecho, en el fondo de sí mismo, en su fe, escucha decir a Dios que la vida "sin Dios" es "nada", una "carrera hacia la mentira", una vida engañosa. La verdadera felicidad no está en la abundancia de bienes materiales, sino en "la intimidad con Dios": "alza sobre nosotros la lumbrc de tu rostro... Diste a mi corazón más alegría que cuando abundan el trigo y d vino".
"Tú que en el aprieto me diste anchura" (v. 2).
La impresión de estar perdido. Caminar por una estrecha vereda entre dos precipicios. Por una parte están los demás que se encargan de excavarme un abismo bajo los pies., Mezquindad, incomprensión, orgullo. Un ambiente que me asfixia, me desilusiona, me desgasta, me oprime. Los intentos de hacerme entender, de elevarme sobre mares de miedo, de rebelarme contra la gigantesca comedia general, son anulados por la desconfianza y la indiferencia. Las fuerzas de los distintos fariseísmos, de la pereza, de los privilegios, de la defensa del statu quo, se alían para quitarme terreno, excavar abismos de sospechas y envenenar el aire de prejuicios.
Por otra parte me encuentro frente a mi vacío, mis cansancios y mis innumerables desilusiones. Voy por una vereda entre dos precipicios. De repente me empieza a doler la cabeza, siento vértigo, las piernas me tiemblan, el sendero se hace cada vez más estrecho, como un hilo, me falta tierra para pisar. Ante mi grito desesperado alguien me coge por la espalda, me empuja y me precipita... en la anchura. En una zona de serenidad, con vastos horizontes, abiertos a las más audaces exploraciones. Lejos de todas las pequeñeces e intentos de servilismo.
Dios es el que me da anchura.
"Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha?" (v. 7).
Esta exigencia ya no se puede eludir. Se trata de «ver algo». Las palabras deben dejar el puesto a los hechos. El cristianismo «de boca» debe dar paso a un cristianismo «de compromiso», de hechos. Después podremos continuar hablando. O quizá no será necesario ni hablar. Nos explicaremos perfectamente de este modo.
Nos hemos creído que bastaban las declaraciones precisas, las tomas de posición teóricas, los programas, las instancias, los «exámenes profundos» de la situación, los buenos sentimientos, la indignación, la comprensión. Pero la gente espera otra cosa. Espera la realización práctica de nuestras palabras.
"En paz me acuesto y enseguida me duermo porque tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo" (v. 9).
Termina el día con todo su bullicio, su aburrimiento, los riesgos, las desilusiones, las pesadillas, las preocupaciones. He sido capaz de encontrar un sitio donde reposar mi cabeza. «En ti reposaré mi cabeza y dormiré» (P. Claudel). No conoceré ya la inquietud ni la desesperación porque todas las demás cosas han perdido su poder de seducción sobre mí. Marcada con el sello de su rostro he encontrado la unidad de mi vida e incluso el sueño puede convertirse en un «sacrificio legítimo» (v. 6).
Porque tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo (v. 9).
No dice «me das un poco de seguridad», sino algo con mucha más fuerza: «me haces vivir tranquilo». Y nadie más me moverá. Incluso si perturbo la paz pública con mi grito.

La segunda lectura de la primera carta de San Juan (1 Jn 2, 1-5a) ,   está dentro del contexto general que es desenmascarar a unos herejes a los que llama anticristos 2, 19; pseudoprofetas 4, 1. Estos defendían falsas doctrinas sobre la persona de Cristo y sobre la redención. De su doctrina hacían aplicaciones morales contrarias a la enseñanza de los apóstoles. Negaban la posibilidad de pecar y defendían que no tenían necesidad de ser redimidos por la sangre de Cristo. No se sentían ligados a los mandamientos pero creían estar en comunión con Dios. No se preocupaban de su manera de actuar porque ninguna acción, del que está unido y en comunión con Dios, puede ser pecado.
El autor afirma la posibilidad del pecado y contra los herejes enseña que la fe en Dios y la observancia de los mandamientos son dos realidades que no se pueden separar, que la realidad del pecado es cierta pero que en la vida del cristiano el perdón del pecado está siempre al alcance de todos. Su conclusión es que ni la afirmación de los herejes ni la facilidad del perdón han de dar una falsa seguridad. Dios perdona en virtud de la intercesión de Cristo que es víctima de propiciación por nuestros pecados.
Contra las "frases" de los falsos maestros, Juan establece el único criterio válido para discernir entre el verdadero y el falso conocimiento de Dios. Sólo conoce a Dios el que hace lo que Dios manda. Pues conocer a Dios es para Juan siempre "reconocer" a Dios, esto es, tenerlo en consideración y aceptarlo prácticamente como el que es. Es una afirmación característica de Juan ésta de que sólo se conoce la verdad cuando se hace. En consecuencia, conocer a Dios es imposible sin cumplir los mandamientos de Dios (cfr. 3, 22 y 24; Jn 14, 15 y 23; 15, 10).
Aplicando el criterio anterior a los falsos maestros que dicen y no practican, se descubre que son unos mentirosos. La "mentira" es para Juan una oposición, a ciencia y conciencia, a la verdad, y la Verdad es Cristo. Los que se oponen a la Verdad no la conocen, pues no está en ellos, sino contra ellos. Por más que digan que conocen a Cristo, a la Verdad, si no cumplen lo que Cristo dice, están ciegos y caminan en las tinieblas. Su pretensión es el peor de los pecados, es obstinación y ceguera, es tinieblas e incredulidad. Pues no hay ortodoxia sin ortopraxis, y nadie está en la verdad si no hace la verdad.
Hay que estar siempre en guardia contra el pecado para no ser excluido de la comunión con Dios pero se puede vivir en paz porque hay un intercesor ante el Padre en caso de pecar.
El criterio para saber si el conocimiento que tienen de Dios es verdadero o falso es la observancia de los mandamientos. Cumplir la palabra (v. 5) puede ser una alusión a la Palabra=Cristo.
Quien sigue a Cristo tiene el auténtico amor de Dios.
Así comenta San Agustín este texto: " Hijos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Pero quizá se cuela el pecado en la vida humana. ¿Qué hacer? ¿Dejar paso a la desesperación? Escucha: Si alguien peca -dice- tenemos un abogado ante el Padre, a Jesucristo el Justo; él es propiciador por nuestros pecados. Él es nuestro abogado. Pon empeño en no pecar; mas si la flaqueza de tu espíritu te indujo al pecado, ponte en guardia al instante, desapruébalo, condénalo enseguida; una vez que le hayas condenado, podrás acercarte seguro al juez. Allí tienes tu abogado; no temas perder la causa de tu confesión. Si a veces se confía el hombre en esta vida a una lengua elocuente, y así evita el perecer, ¿vas a perecer tú, si te confías a la Palabra? Grita: Tenemos un abogado ante el Padre.
Contemplad al mismo Juan revestido de humildad. No cabe duda de que era un hombre justo y excelso, que libaba los secretos de los misterios en el pecho del Señor; él, en efecto, es quien bebiendo del pecho del Señor, eructó la divinidad: En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba en Dios (Jn 1,1). Tan gran varón no dijo: «Tenéis un abogado ante el Padre», sino: Si alguien peca, tenemos un abogado. No dijo: «Tenéis», ni «me tenéis», ni «tenéis a Cristo», sino que presentó a Cristo, no a sí mismo; dijo: «Tenemos», no: «Tenéis». Prefirió contarse en el número de los pecadores para tener por abogado a Cristo, antes que constituirse personalmente como abogado en lugar de él y hallarse entre los soberbios merecedores de condenación. Hermanos, es a Jesucristo, el Justo, a quien tenemos por abogado ante el Padre; él es propiación por nuestros pecados. Quien retiene esto, no es hereje; quien lo defiende, no es cismático. ¿De dónde se originan los cismas? De decir los hombres: «Somos justos»; de afirmar: «Nosotros santificamos a los impuros, justificamos a los impíos, nosotros pedimos y nosotros alcanzamos lo pedido». Pero ¿qué dijo Juan? Si alguien peca, tenemos un abogado ante el Padre, a Jesucristo, el Justo.
Entonces dirá alguien: « ¿Luego los santos no interceden por nosotros? ¿No piden por el pueblo los obispos y prelados? Atended a la Escritura y veréis que ellos mismos se encomiendan al pueblo. El Apóstol dice a los fieles: Orad unánimes, orad por mí (Col 4,3). Ora el pueblo por el Apóstol y ora el Apóstol por el pueblo. Rogamos por vosotros, hermanos; rogad vosotros por mí. Rueguen los miembros unos por otros, interceda por todos la Cabeza. Por lo tanto, no es de admirar lo que sigue, y que al mismo tiempo tapa la boca a los que dividen la Iglesia de Dios. El que dijo: Tenemos por abogado a Jesucristo, el Justo, que es propiciación por nuestros pecados puso su mirada en los que habían de apartarse de él y decir: He aquí al Cristo, hele aquí (Mt 24,23), con la intención de mostrar que quien compró el mundo entero y posee todo lo creado se halla sólo en una parte. Por eso añadió a continuación: No sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo." ( San Agustín. Comentario a la I Carta de San Juan 1,7-8.).

El evangelio o de hoy de San Lucas (Lc.  23, 35-48) nos recuerda el núcleo de la fe y predicación cristiana: "Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto".
Este mensaje  es la continuación de la aparición a los discípulos de Emaús y las dudas correspondientes de los discípulos, de las cuales nosotros no estamos exentos.
El texto parte de una situación idéntica a la del domingo pasado en Jn. 20, 19-31. Caída de la tarde del domingo, discípulos reunidos en un local de Jerusalén, llegada inesperada de Jesús. Lo mismo que a Juan, tampoco a Lucas le interesan el cómo y el modo de esta llegada. Lo importante es el hecho: Jesús está ahí, expresando deseos de paz. Es ahora, en el tratamiento del hecho, cuando comienzan las diferencias entre Lucas y Juan. Y es precisamente este diverso tratamiento de un mismo hecho lo que da la medida exacta de la diversidad de problemática, intereses y objetivos existentes en ambos evangelistas, lo cual equivale a decir que nos hallamos ante autores y obras diferentes.
Como había desaparecido repentinamente de la vista de los discípulos de Emaús, también ahora se presenta Jesús repentinamente en medio de los once y de los que están con ellos.
Jesús no está ya sometido a las leyes del espacio y del movimiento en el espacio. El modo de existir del resucitado no es ya el modo de existir del Jesús terrestre. La aparición repentina, inesperada e inexplicable del Resucitado causa miedo y terror.
La resurrección de Jesús y su aparición en figura corporal es cosa que sobrepasa la capacidad de comprensión humana. Ni siquiera viendo y oyendo su saludo de paz logran los discípulos convencerse de que es él.
San Lucas no habla de miedo al exterior como hace Juan, sino de miedo ante la presencia de Jesús. A San Lucas le interesa la problemática de identidad del Resucitado. ¿Quién es el Resucitado? ¿Es el mismo Jesús de antes de morir? ¿Resucitado y Jesús son la misma persona? Desde el prólogo de su Evangelio sabemos que LC. es un escritor crítico. El dice que al escribir su evangelio buscó testigos oculares de las cosas ocurridas, que investigó cuidadosamente los hechos, que precisa trasmitir la solidez de lo recibido". En la segunda de sus obras, Hechos de los Apóstoles, la condición indispensable para cubrir la vacante de Judas dentro de los doce es el haber convivido con Jesús desde el principio, hasta el final, es decir, el haber sido testigo ocular de su vida.
Sólo bajo esta condición se puede ser testigo de la resurrección de Jesús, es decir, se puede garantizar críticamente que Resucitado y Jesús son la misma persona.(Hech 1, 21-22).
Si Lucas hace hincapié en los once (doce en los Hechos) es porque sólo ellos cumplen esta condición y son, por lo tanto, los únicos que ofrecen la garantía crítica incuestionable para poder creer que el Resucitado y Jesús son la misma persona. Gracias a ellos, podemos hoy, veinte siglos después, creer tranquilos. A Lucas, el autor que se planteó y abordó esta problemática, debemos la certeza inconmovible de nuestra fe en el Resucitado. Con su tratamiento del problema, Lucas echó la base sobre la que se apoya nuestra fe. Los discípulos ven la aparición, pero la interpretan como la de un espíritu sin cuerpo, como un fantasma. Una aparición puede constituir un fenómeno psicológico y por eso necesita el evangelista resaltar la corporalidad del Jesús aparecido y la realidad física de su encuentro con los apóstoles. Por eso les deja que palpen su carne y por eso come con ellos.
La predicación de la primera comunidad cristiana aludía a estas comidas con el Resucitado precisamente para alejar el peligro de volatizar el cuerpo de Jesús y dejarlo reducido a algo puramente espiritual. "A éste, Dios le resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con el después que resucitó de entre los muertos" (Hch/10,40-41), predica Pedro en casa de Cornelio.
"Entonces les abrió el entendimiento para comprender las escrituras". Este es el don pascual que Jesús hace en el relato de ayer a los discípulos de Emaús; hoy, a los doce reunidos".
En el texto San  Lucas comenta la llegada de Jesús destacando lo siguiente: Llenos de miedo por la sorpresa, los once y sus acompañantes creían ver un fantasma. A diferencia de Juan, Lucas distingue entre los once y el resto de los discípulos. Lucas hace hincapié en los once (cfr. Lc. 24, 33). Por otra parte, Lucas no habla de miedo al exterior como hacía Juan, sino de miedo ante la presencia de Jesús. A Lucas, pues, le interesa la problemática de identidad del Resucitado. ¿Quién es el Resucitado? ¿Es el mismo Jesús de antes de morir? ¿Resucitado y Jesús son la misma persona? Desde el prólogo de su evangelio sabemos que Lucas es un escritor crítico. Vale la pena leer ahora Lc. 1, 1-4, que por razones de espacio no transcribo. Allí se habla de testigos oculares, de investigación cuidadosa, de solidez de lo recibido. En la segunda de sus obras, Hechos de los Apóstoles, la condición indispensable para cubrir la vacante de Judas dentro de los doce es el haber convivido con Jesús desde el principio hasta el final, es decir, el haber sido testigo ocular de su vida. Sólo bajo esta condición se puede ser testigo de la resurrección de Jesús, es decir, se puede garantizar críticamente que Resucitado y Jesús son la misma persona (cfr. Hech. 1, 21-22).Si Lucas hace hincapié en los once (doce en Hechos) es porque sólo ellos cumplen esta condición y son, por lo tanto, los únicos que ofrecen la garantía crítica incuestionable para poder creer que el Resucitado y Jesús son la misma persona. Gracias a ellos podemos hoy, veinte siglos después, creer tranquilos. A Lucas, el autor que se planteó y abordó esta problemática, debemos la certeza inconmovible de nuestra fe en el Resucitado. Con su tratamiento del problema, Lucas echó la base sobre la que se apoya nuestra fe.
El texto de hoy da todavía un paso más. "Todo lo escrito acerca de mí tenía que cumplirse". Este "todo" queda especificado un poco más adelante: pasión, resurrección, proclamación universal de la conversión y del perdón de los pecados. A la problemática de identidad Resucitado-Jesús, Lucas añade ahora la problemática hermenéutica. ¿Cómo leer el Antiguo Testamento? El "tener-que" no es del orden de la predeterminación mental ni de la necesidad física. Es del orden de la captación y de la profundización en el sentido de los acontecimientos y de la historia. Lucas introduce un sentido de finalidad en la historia.
Y esta finalidad la formula con la expresión "tener que". Toda la historia anterior al resucitado la concibe como un proceso que culmina en este Resucitado y a partir de El se expande al mundo entero (no sólo a los judíos) en términos de novedad (conversión) y de gracia (perdón de los pecados).
El relato marca pues, lo especifico del tiempo pascual.

Para nuestra vida
Hoy las lecturas nos ayudan a centramos en Cristo muerto y resucitado. Los textos bíblicos y litúrgicos nos hablan de Él. Esto nos ayuda a tomar conciencia de los frutos de conversión santificadora que en nuestras vidas debió producir la Cuaresma. Esto es lo que nos ayuda a vivir la vida del Resucitado, una vida nueva de constante renovación espiritual. Esto no deben experimentarlo solamente los recién bautizados, sino también todos los demás, porque la renovación pascual ha de revivir en todos nosotros la responsabilidad de elegidos en Cristo y para Cristo por la santidad pascual.
La resurrección de Jesús no es una vuelta a su vida anterior para volver de nuevo a morir un día de manera ya definitiva. No es una simple reanimación de su cadáver, como pudo ser el caso de Lázaro. Jesús no regresa a esta vida, sino que entra en la Vida definitiva de Dios. Por eso, los primeros predicadores dicen que Jesús ha sido "exaltado" por Dios (Hech. 2, 33), y los relatos evangélicos presentan a Jesús viviendo ya una vida que no es la nuestra.
Los cristianos no han entendido nunca la resurrección de Jesús como una supervivencia misteriosa de su alma inmortal. Jesús resucitado no es "un alma inmortal" ni un fantasma. Es un hombre completo, vivo, concreto, que ha sido liberado de la muerte con todo lo que constituye su personalidad. Para los primeros creyentes, a este Jesús resucitado que ha alcanzado ahora toda la plenitud de la vida no le puede faltar cuerpo.
Los primeros cristianos no describen nunca la resurrección de Jesús como una operación prodigiosa en la que el cuerpo y el alma de Jesús han vuelto a unirse para siempre. Su atención se centra en el gesto creador de Dios que ha levantado al muerto Jesús a la vida. La resurrección de Jesús no es un nuevo prodigio, sino una intervención creadora de Dios. La resurrección es algo que le ha sucedido a Jesús y no a los discípulos. Es algo que ha acontecido en el muerto Jesús y no en la mente o en la imaginación de los discípulos. No es que "ha resucitado" la fe de los discípulos a pesar de haber visto a Jesús muerto en la cruz. El que ha resucitado es Jesús mismo. No es que Jesús permanece ahora vivo en el recuerdo de los suyos. Es que Jesús realmente ha sido liberado de la muerte y ha alcanzado la vida definitiva de Dios.
A los primeros cristianos no les gusta decir: "Jesús ha resucitado." Prefieren emplear otra expresión: "Jesús ha sido resucitado por Dios" (Hech. 2, 24; 3, 15...) Para ellos, la resurrección es una actuación del Padre que con su fuerza creadora y poderosa ha levantado al muerto Jesús a la Vida definitiva y plena de Dios. Para decirlo de alguna manera, Dios le espera a Jesús al otro lado de la muerte para liberarlo de la destrucción, vivificarlo con la fuerza creadora, levantarlo de entre los muertos e introducirlo en la vida indestructible de Dios.

En la primera lectura Pedro que  acaba de curar al paralítico que estaba pidiendo limosna a la entrada del Templo,  dirige unas palabras a los que han presenciado este hecho. La fe en Jesús resucitado tiene que ser testimoniada siempre con los hechos y, cuando sea oportuno, con la palabra. El signo y la palabra van siempre inseparablemente unidos en la actividad misionera de los apóstoles. El milagro ha sido realizado porque el enfermo tenía fe en el "nombre de Jesús".
Vemos un Pedro fuerte y seguro en la fe." Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos". La fe en la resurrección ha operado en Pedro un cambio radical: no sólo cree él en la resurrección de Jesús, sino que lo predica, lleno de valor, a todo el pueblo judío. Lo que Pedro busca ahora es ganarse la confianza de los judíos, para que también ellos se conviertan y crean. Sabe, por propia experiencia, lo que es negar a Jesús, pero también sabe lo que es arrepentirse de su pecado y convertirse al Señor.
Anunciar los hechos ocurridos  es lo que quiere ahora que hagan todos los que le escuchan y para conseguir esto trabaja y trabajará durante toda su vida, hasta el mismo momento de su muerte. Esta es también la misión de los cristianos de ahora y de siempre: buscar la conversión de los que no creen en Jesús. Debemos hacerlo con convicción y con firmeza, pero, al mismo tiempo, con amabilidad y cercanía. Sabiendo que siempre la gracia de Dios es más fuerte y más eficaz que nuestras torpes palabras.

Con el Salmo 4 proclamamos: «Haz brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro. Escúchame cuando te invoco, Dios mío, tú que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi oración. Sabedlo: El Señor hizo milagros en mi favor, y el Señor me escuchará cuando lo invoque. Hay muchos que dicen: “¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros”. En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque Tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo».
La búsqueda de la dicha, de la felicidad. la humanidad actual, igual que el hombre de todos los tiempos, está ávido de felicidad, busca con ansia la dicha. Hay algo profundamente melancólico en este problema: "¿Quién nos dará la felicidad?".
Esta especie de pesimismo cunde en nuestras civilizaciones occidentales, pese a apariencias contrarias. La "sociedad de consumo" produce una especie de desencanto. Bien pagado, bien alimentado, bien instruido, bien abrigado, bien alojado... El hombre sigue preguntando: "¿Quién nos dará la felicidad?". ¡Qué valiosa es la profesión de fe del salmista, que se atreve simplemente a afirmar que él es feliz, que es más feliz que todos aquellos que superabundan en bienes materiales! "¡Diste a mi corazón más alegría que cuando abundan el trigo y el vino!".
Engañarse de felicidad: la "carrera hacia la mentira". Los bienes terrenos son necesarios. Pero quien va al extremo se engaña sobre la felicidad. Estamos seguros de una cosa: ¡que esos bienes son frágiles, fútiles, engañosos, decepcionantes! El autor de este salmo opone un rechazo total a la ambición que llevamos dentro hacia esos bienes engañosos. Estigmatiza esta búsqueda desenfrenada de la "carrera hacia la mentira, el amor de la nada": corréis hacia el "vacío" cuando os dejáis absorber por los negocios... Os equivocáis sobre la verdadera felicidad. "No sólo de pan vive el hombre" (Mateo 4,4). La invitación tanto de Jesús como del salmo, es no tanto de reducir nuestros deseos, cuanto de colocarlos más alto.
Para un verdadero sueño reparador. La fórmula del salmista es pintoresca y de una elocuencia nada banal. "En paz me acuesto y me duermo"... ¡Hace de este equilibrio un signo de su "fe"! No está turbado, no está tenso, aun en medio de sus cuidados... Su secreto, es poner su confianza en Dios. Confiesa que se duerme tranquilo y que se despierta bien dispuesto, la mañana siguiente, pasada una buena noche: "me acuesto, me duermo, luego me despierto; el Señor me protege, no temo a los muchos millares que en derredor mío acampan contra mí" (Salmo 3,6), cantaba el salmo anterior, casi con las mismas palabras. Jesús, era alguien que sabía dormir, aun en medio de las fuertes tempestades, y decía que Dios cuida del trigo que crece aun cuando el agricultor duerma (Marcos 4,27).
Este salmo es tradicionalmente utilizado como oración de Completas. Es una bella oración vespertina. Decir a Dios que El es nuestro "único necesario". Hacer "silencio" haciendo callar las preocupaciones. ("Yo os digo, no os inquietéis", decía Jesús a sus discípulos. Lucas 12,22). Promover en nosotros mismos los valores de "paz", de "tranquilidad", de "felicidad". Luego entregarnos al sueño confiando que la acción misteriosa de Dios continúa en nosotros mientras dormimos. Tener "confianza" en Dios (la palabra se repite dos veces en el salmo) y sepultarse en esta muerte aparente que es el sueño, con la certeza del "despertar".
Reflexionemos en lo secreto, hagamos silencio, no pequemos más. Al caer la tarde, es hora del balance, de la "revisión de vida". Han ocurrido quizá cosas desagradables o malas en esta jornada. Es el momento de "reflexionar" en ellas, y de "convertirse". Señor, rectifica en nuestra vida lo que no corresponde a tu amor. Perdona nuestros pecados.

La segunda lectura de la carta de san Juan,  continua el mensaje del domingo anterior, se nos proclama la invitación inexcusable al  amor. "Quien dice: “yo le conozco” y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Predicar a los demás el amor, la humildad, la pobreza evangélica, la justicia, la paz… y comportarnos de manera distinta a lo que predicamos, es la mejor manera de desprestigiar la fe en la que decimos creer. Cada uno de nosotros, y nuestra Iglesia en general, deberá tener esto siempre en cuenta: ser nosotros los primeros en cumplir lo que predicamos..La Fe cristiana es comunión con Dios y con los hermanos y la comunión se expresa sensorialmente mediante la comunicación. Los hombres, cada hombre, cada cristiano, no es una isla incomunicada, protegida y solitaria.
San Juan lo tiene muy claro: las palabras que no se traducen en obras, son palabras estériles. Decir que amamos a Dios y no intentar cumplir la voluntad de Dios es decir una mentira. El mandamiento de Cristo es el amor a Dios y al prójimo: “en esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros”. Los cristianos debemos ser testigos del amor de Dios, no solo evangelizadores. La gente nos creerá si ven que nosotros somos los primeros en practicar lo que predicamos.

El evangelio nos sitúa en la continuación del encuentro de Emaús.
El texto de Lucas que se ha proclamado hoy es como un resumen de las apariciones al hacer referencia, primero, al episodio de los que caminaban hacia Emaús y luego describir su presencia en medio de los discípulos en el cenáculo. Hay en todos los relatos características comunes de ese nuevo aspecto físico de Jesús: no se le conoce en el primer momento. A veces su aspecto produce inquietud o alarma. Incluso, el mismo Jesús resucitado reprocha a los discípulos que tengan esas dudas interiores. Y al pedirles de comer –y comerse el pescado asado—pues demostraba que no era un fantasma, ni siquiera un “espíritu puro”: lo contrario de un cuerpo humano, según algunos.
 Los discípulos de Emaús, le reconocieron y volvieron a Jerusalén a contárselo a todos. Reconocieron que "era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón". Después del encuentro del con aquellos discípulos que decepcionados, huían de Jerusalén, camino de Emaús, que nos cuenta Lucas, la narración continúa diciéndonos que presurosos ellos, volvieron a la capital para encontrarse con los demás. Los dos caminantes no quieren quedarse el gozo de su experiencia para sí y los suyos exclusivamente. Los de Emaús son, pues, los primeros misioneros de entre los seguidores del Maestro. María, la de Mágdala, la apóstol de los apóstoles.
Como los de Emaús, cierta parte de nuestra sociedad, - nosotros mismos bastantes veces- nos encontramos agobiados y decepcionados. Los discípulos de Emaús estaban un poco de aquella manera; se encontraban cabizbajos y desconcertados. Vuelven desazonados y sin muchas perspectivas de una experiencia idílica con Jesús hacia una “nada” que les hace sentir su fragilidad, orfandad y desesperanza.
Surge una pregunta: ¿Dónde está el Señor? ¿Ya le dejamos avanzar y transitar a nuestro lado? ¿No estaremos dibujando un mundo a nuestra medida sin trazo alguno de su resurrección? ¿Se dirige nuestro mundo hacia un bienestar permanente y duradero o sólo a corto plazo?  Regresamos decepcionados de muchas realidades de nuestra vida, incluso de nuestra vida de fe. No llegamos a lo que el Señor espera de nosotros.
Necesitamos volver hacia el encuentro con el Señor. No para que nos resuelva de un plumazo nuestras dudas o inquietudes. En principio es necesario regresar de la desesperanza. Cristo salió fiador por nosotros, por nuestra salvación, por nuestra felicidad eterna y seguimos huyendo cabizbajos concluyendo que, el Señor, se ha desentendido de nosotros. Así recorremos los caminos de la vida, según nuestros proyectos, olvidando demasiadas veces la voluntad de Dios. Que seamos capaces de reconocer al Señor allá donde nos encontremos. No olvidemos que sólo quien vive con la percepción de que el Señor nos acompaña es capaza de vivirlo intensamente.
Jesús se hace presente en medio de sus discípulos y les invita "a comprender" las Escrituras y así entenderán su Pascua, su muerte y resurrección gloriosas. Todas las comunidades cristianas de todos los tiempos hemos de "comprender" las Escrituras con amor y con fe, y así experimentaremos la presencia real de Jesucristo resucitado que nos abre la mente y el corazón con la fuerza de su Espíritu, y podremos ser testigos delante de todos los pueblos.
La Palabra de Dios nos lleva al sacramento. Sin la Palabra no sabríamos nada de Dios, los signos y gestos sacramentales no tendrían ningún sentido. Por eso la reforma litúrgica del concilio Vaticano II en todas las celebraciones de los sacramentos manda que se lea y proclame alguna o algunas lecturas de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios anuncia aquello que el sacramento realiza. Por eso en la Eucaristía, en la Misa, la mesa de la Palabra de Dios y la mesa de la Eucaristía, las dos partes de que consta, están "tan íntimamente unidas que forman un sólo acto de culto" (SC 56).

Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com


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