Comentario
a las Lecturas
del Domingo de Pascua de la Resurrección 1 de Abril 2018
La Vigilia es,
siempre, una gran fiesta de luz y de oración. Hoy, sin embargo, esta “Misa del
Día” nos ha podido parecer la celebración más como las otras misas de otros
días. Las lecturas son menos –muchas menos—que en la Vigilia, y aunque destaca
poderosísimamente el bello texto de la Secuencia, pues parece como si quedaran
atrás esos relatos completos de la Pasión, como el Domingo de Ramos o el Jueves
Santo, a las diez lecturas con sus correspondientes salmos de esta noche.
La
celebración de hoy tiene la importancia
de abrir un tiempo lleno de gracia en nuestro quehacer de cristianos: el Tiempo
Pascual. Este tiempo no refleja otra cosa que aquel periodo de cincuenta días
en los que Jesús dio sus últimas enseñanzas a los discípulos. Les preparaba
para algo más definitivo que era la llegada del Espíritu Santo.
Presentamos el
himno propio de Laudes y que también es
la secuencia de hoy entre la segunda
lectura y el evangelio. En este tiempo de pascua, es un buen marco de la actitud orante del cristiano.
Actitud en la que nos ayudará la palabra de Dios proclamada en este tiempo
litúrgico.
"Ofrezcan
los cristianos
ofrendas de
alabanza
a gloria de la
Víctima
propicia de la
Pascua.
Cordero sin
pecado
que a las
ovejas salva,
a Dios y a los
culpables
unió con nueva
alianza.
Lucharon vida
y muerte
en singular
batalla,
y, muerto el
que es la Vida,
triunfante se
levanta.
«¿Qué has
visto de camino,
María, en la
mañana?»
«A mi Señor
glorioso,
la tumba
abandonada,
los ángeles
testigos,
sudarios y
mortaja.
¡Resucitó de
veras
mi amor y mi
esperanza!
Venid a
Galilea,
allí el Señor
aguarda;
allí veréis
los suyos
la gloria de
la Pascua.»
Primicia de
los muertos,
sabemos por tu
gracia
que estás
resucitado;
la muerte en
ti no manda.
Rey vencedor,
apiádate
de la miseria
humana
y da a tus
fieles parte
en tu victoria
santa. Amén. Aleluya".
Himno de
Laudes. Propio del tiempo de Pascua.
La primera lectura del Libro de los Hechos de los
apóstoles (Act, 10,
34 a.37-43). Este texto presenta el quinto discurso de Pedro en
Hechos. Es, en sus detalles, estructura y estilo una composición de Lucas, pero
presenta los temas básicos de la predicación cristiana primitiva, del
"kerigma" como suele decirse.
En este
anuncio lo esencial es el acontecimiento pascual, aunque "la cosa haya
empezado en Galilea". La referencia rápida a la vida de Jesús sirve para
introducir y razonar el acontecimiento central. No se puede separar la muerte
de Jesús de toda su vida anterior, como si fuera algo mágico o inesperado, sino
provocado por la misión de Jesús contra los poderes del mal encarnados en los
personajes concretos de su tiempo. Los oprimidos que Jesús ayuda no son sólo
victimas del "diablo", sino del mal producido por los hombres,
simbolizado en esa figura, pero que no ha de despistar al lector.
A Jesús lo
matan los hombres (nótese el "lo mataron" del v. 39) y, en
contraposición Dios lo resucita. Es decir, le da la razón y se la quita a los
poderosos que lo han ejecutado. La resurrección es el Sí de Dios a la forma de
vivir de Jesús en favor de los oprimidos y contra los opresores. No conviene
ideologizar ese suceso quitándole su fuerza polémica y su significado de
condena del mal en el mundo. La resurrección es la proclamación de la
liberación.
En
este texto tenemos
un compendio de la predicación de Pedro. Vemos en sus palabras cómo describe la
actividad de Jesús siguiendo el esquema que hallamos en el evangelio de San
Marcos, subrayando que la cosa comenzó en Galilea. Destaca igualmente los
rasgos característicos del segundo evangelio: Jesús, ungido por Dios con la
fuerza del Espíritu, pasa haciendo bien, esto es, curando a los enfermos y
liberando a los oprimidos por el diablo. Sabemos que Mc recogió en su evangelio
la catequesis de Pedro. Así lo atestigua, ya en el año 130, Papías
de Hierápolis.
Pedro está
convencido de lo que dice. No habla de lo que le han contado, sino de lo que él
mismo ha visto con sus propios ojos.
Nos
narra los acontecimientos más significativos de la vida de Jesús, lo hace en
clave desde la experiencia de la resurrección: "... a
Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo..." (Hch 10, 38) La unción y el poder son propios del
Rey de Israel. Jesús es por ello el nuevo Rey de la casa de David. En Jesús la
unción ha sido diversa a los reyes anteriores y el final muy distinto. Cuando
todo parecía haber terminado, entonces era cuando todo empezaba. Los apóstoles
pensaron la muerte vergonzosa en la cruz, era el final. Les parecía que este
final del crucificado había sido el final del proyecto mesiánico de quien se
presentó como Hijo y enviado de Dios. Pero no era así, El crucificado es el
vencedor de la muerte, exaltado sobre
toda la creación, dueño y Señor del universo. Rey de reyes, alfa y omega,
principio y fin. Jesucristo ayer y hoy y para siempre, como recordábamos anoche
en la vigilia.
¿Qué hizo
Jesús?. "...que
pasó haciendo el bien..." (Hch 10, 38).
Jesús pasó por los caminos terrenales llenando de paz y de alegría. Una nueva
realidad eterna se inicia con Él. La muerte y el pecado habían ensombrecido el
horizonte del hombre, sembrando en su corazón la angustia y el temor, la
incertidumbre ante el más allá. Nos llenaba de zozobra la idea de un final
definitivo, el hundirnos en las sombras y el silencio para siempre. Una
realidad que ilumina la separación de
nuestros seres queridos. Pasamos del temor pensar que todo terminaba en una
fosa, quedando sólo la espera muda y fría de un cuerpo muerto a la esperanza de
sentirnos involucrados en la nueva realidad del Resucitado.
El salmo
responsorial de hoy (Sal 117,1-2.16ab-17.22-23 )nos invita a
reconocer el tiempo de gracia en el que estamos sumergidos .
Este salmo fue
utilizado por primera vez el año 444 Antes de Jesucristo, en la fiesta de los
Tabernáculos (Nehemías 8,13-18). Hace parte del ritual actual de esta fiesta.
La fiesta de los Tabernáculos era la más popular: el "patio de las
mujeres" en la explanada del Templo, permanecía iluminado toda la noche...
Procesionalmente
se iba a buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante
siete días consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años
de la larga peregrinación liberadora en el desierto... En el Templo la alegría
se expresaba mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se
agitaba un ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una especie
de ronda... se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y cantando
"¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!"
Según testimonio de los tres evangelistas
sinópticos, Jesús se aplicó explícitamente este salmo (Mateo 21,42; Marcos
12,10; Lucas 20,17), para concluir la parábola de los "viñadores
homicidas": "la piedra que desecharon los constructores, se convirtió
en la ¡piedra angular!".
Jesús, se
consideraba como esta "piedra" rechazada por los jefes de su pueblo
(anuncio de su muerte), y que llegaría a ser la base misma del edificio
espiritual del pueblo de Dios. El día de los ramos, los mismos evangelistas
señalan cuidadosamente que la muchedumbre aclamó a Jesús con las palabras del
salmo: "¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor!".
No olvidemos
que el "rey" que habla en este salmo, es el rey vencedor de todos sus
enemigos, es el Rey Mesiánico. Y la victoria que se celebra aquí, es la
victoria escatológica, la victoria completa y definitiva de Dios sobre todas las
potencias del "mal". La obra de Dios, es la obra salvífica, la
salvación del pecado y de la muerte. "Y el día que hizo el Señor, es el
famoso día de Yahveh", en que su reino brillará a plena luz.
Resulta
extraño pues poner este salmo en labios de Jesús: este Rey que habla y que
arrastra a toda la multitud en su "acción de gracias", es ¡El!
Releámoslo en esta perspectiva. Hacer de este salmo la oración de Jesús de
Nazaret no es nada artificial. Sabemos que El, efectivamente, cantó este salmo
después de la comida de Pascua, cada año de su vida terrena, y particularmente
la tarde del Jueves Santo, ya que hacía parte del Hallel
al finalizar la comida Pascual.
"Dad
gracias al Señor...” Demos gracias al Señor porque es bueno, porque es
eterna su mise-discordia. Gracias al Padre bueno que tan a menudo perdona
nuestras infidelidades, nuestras faltas y pecados. Tanto hemos recibido, tanta
comprensión y tanto cariño nos ha mostrado que bien podemos afirmar sin la
menor duda que es bueno, que eterna es su misericordia hacia esta nuestra
"eterna" debilidad y malicia.
"La diestra
del Señor es poderosa , la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré
para cantar las hazañas del Señor...". Esta exclamación esperanzadora
hemos de hacerla nuestra y afirmar gozosos que también nosotros viviremos para
proclamar el poder imponente del Altísimo, su amor inefable. Y así, aunque el
peso de nuestros pecados nos llene de pesar y de temor, tengamos una gran fe en
Jesús que ha triunfado, y nos hace triunfar a nosotros, sobre la muerte y sobre
el pecado.
"Este es
el día en que actuó el Señor" Han pasado los días tristes de la
Pasión, están lejos ya los momentos amargos del Getsemaní y de la flagelación..
Este es el día en que actuó el Señor, el día en que rompió para siempre las
cadenas de la muerte, cuando removió la losa de granito que tapaba la tumba,
cuando arrancó de las garras de Satanás a su víctima -el hombre-, el pecado y
la muerte ya no tendrán poder sobre el ser humano, criatura preferida del
creador: "Y creó Dios al hombre a
su imagen y semejanza. Hombre y mujer los creó".
ESTE ES EL DÍA QUE ACTUÓ EL SEÑOR:
SEA NUESTRA ALEGRÍA Y NUESTRO GOZO (O, ALELUYA)
La segunda lectura de Colosenses (Col, 3,1-4), Estos cuatro
versículos de la carta a los colosenses están entre la parte de la carta en
polémica con las falsas doctrinas -de la que sería al final- y la exhortación a
lo que debe ser realmente la vida cristiana.
Este texto es
una catequesis bautismal. Todo bautizado muere y resucita con Cristo. Por eso,
debe empezar a vivir una vida nueva, una vida resucitada. Hay que buscar
"los bienes de arriba", no los de la tierra; los valores auténticos,
no los del consumo. Hay que alzar la puntería, porque Cristo está arriba.
En primer
lugar san Pablo revela que el bautismo no consiste en una piadosa ceremonia,
sino que es un gran misterio y, como anteriormente ha indicado, lo más
importante que puede acontecer en la vida del creyente (2,11-13). El motivo
reside en que en el bautismo participamos plenamente del misterio pascual, de modo
que un hombre viejo muere y es resucitado un hombre nuevo "juntamente con
Cristo". De esta realidad acontecida en el bautismo, deriva la
consecuencia inmediata del cambio de mirada interna que debe caracterizar la
vida del cristiano. Ya no puede tenerla fija en las cosas de abajo, sino que
tiene que dirigirla resueltamente hacia "arriba" (v.1). Allá está el
nuevo centro donde deben converger los deseos de la comunidad cristiana y de
cada uno de los cristianos: Cristo, que desde su ascensión a los cielos está
enaltecido a la derecha de Dios. El que busca a Cristo allí le encuentra.
Juntamente con
este nuevo horizonte que dirige nuestro caminar por esta tierra y hacia donde
debemos elevar nuestra mirada, san Pablo recomienda encarecidamente a
"aspirar" a las cosas de arriba (v.2). De este modo su exhortación se
especifica aún más invitándonos a elevar nuestros juicios, pensamientos y
anhelos al "cielo" (es decir, a nuestro Señor Jesucristo glorificado,
en quien ya se ha renovado toda la creación), no a las cosas terrenas. Esto
significa, sin duda, una radical transmutación de todos los valores y exige del
cristiano un desprendimiento creciente de las cosas terrenas. Pero esto no
quiere decir que el cristiano pueda descuidar sus obligaciones y tareas terrenas
(cf. también 1Tes 4,11s), mas no debe extraviarse en ellas, como si tuvieran un
valor definitivo y supremo. El cristiano cumple sus obligaciones terrenas
dirigiendo sin ruido su mirada a Cristo, su Señor y su esperanza.
Como refiere
el v.3: "habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en
Dios", san Pablo apoya su exigencia precedente de dirigir resueltamente la
mirada hacia arriba, en la indicación de que ya hemos "muerto" en el
bautismo (cf. 2,12). Pero también se nos ha dado en Él la nueva vida, la
participación en la vida de Cristo resucitado (2,13), que ahora está sentado en
el trono de la gloria celestial. Esta vida se sustrae por ahora a la mirada
terrena, como el Señor glorificado, está "oculta, juntamente con Cristo,
en Dios". Con estas palabras, el Apóstol no quiere decir que el cristiano
tenga una doble existencia, una impropia en la tierra y otra propia en el
cielo. Lo que se sustrae a la mirada terrena es la misteriosa conexión vital
del bautizado con Cristo, manantial de su vida oculta: porque ésta es el mismo
Cristo (3,4). El cristiano vive del misterio que se llama Cristo. Por eso, su
mirada también tiene que estar dirigida a Él.
San Pablo
concluye este pasaje de la carta señalando el último fin de la vida del
creyente y de la historia: "Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces
también vosotros apareceréis gloriosos con él" (v.4). Cristo se
manifestará al fin del mundo. Entonces saldrá de su retiro celestial y se
mostrará como el verdadero Señor del mundo, con miras al cual todas las cosas
fueron creadas (1,16), y en quien están "recapituladas" todas las
cosas de los cielos y de la tierra (Ef 1,10). Aquél
será el momento en que también cesará de ser invisible y oculta la
"vida", de la que Dios nos ha hecho donación en el bautismo. Esta
vida aparecerá gloriosa, y entonces también abarcará el cuerpo, para reproducir
en nosotros "la imagen de su Hijo" (Rom 8,29).
El Evangelio de hoy (Juan, 20, 1-9 ) es un
esplendido relato en el conjunto de los relatos evangélicos. El evangelio de hoy
es una alegoría de Juan que nos hace descubrir qué necesitamos para «ver» a
Jesús en su nuevo dimensión de Hombre Nuevo.
El apóstol
Juan, protagonista del relato de hoy, lo guardaba en su memoria, ya que sería
escrito muchos años, muchos años después, por él mismo, según la tradición.
Después de la
muerte de Jesús en el «último día», el evangelio de Juan presenta el «primer
día», tiempo de la nueva Pascua y de la nueva Creación. De este modo culminan
la obra de Jesús y el proyecto creador de Dios. Comienza el día por un
«amanecer», aunque todavía «oscuro», porque el pensamiento de María Magdalena
está en el sepulcro, en el cadáver de Jesús.
El evangelio
del Domingo de Resurrección descubre la búsqueda de Jesús por parte de los
discípulos: una mujer (la Magdalena) y dos hombres (Pedro y Juan). La mujer se
adelantó, y por su testimonio corrieron «juntos» los dos hombres. Los
discípulos reconocen los signos: la losa retirada (roto el sello mortal), los
lienzos aparte (el cuerpo desatado) y el sudario enrollado en otro sitio (la
muerte superada). La muerte no tiene la última palabra: ha sido vencida por la
vida.
María
Magdalena, encontrando la tumba vacía, es la mujer privilegiada destinataria de
los signos de la Resurrección de Cristo. La experiencia de Cristo resucitado la
convierte en unos de los primeros testigos de este gran acontecimiento. Llena
de admiración y de gozo por lo sucedido se dirige a los apóstoles para
comunicarles la buena noticia. Entonces toca a san Pedro y a san Juan constatar
la tumba vacía donde antes habían colocado el cuerpo del Maestro. Ahí están las
primeras pruebas que ratifican las predicciones que Cristo les había hecho:
"que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos"
(v.9).
En las
palabras de María Magdalena resuena probablemente la controversia con la
sinagoga judía, que acusaban a los discípulos de haber robado el cuerpo de
Jesús para así poder afirmar su resurrección. Los discípulos no se han llevado
el cuerpo de Jesús. Más aún, al encontrar doblados y en su sitio la sábana y el
sudario, queda claro que no ha habido robo.
Es este primer
día de la semana, aún de madrugada, casi a oscuras, cuando la fe aún no ha
iluminado nuestro día. Pedro y Juan han escuchado a María Magdalena y salen
corriendo hacia el sepulcro. Llega Juan antes. Corría más, era más joven. Pero
no entra, tal vez por algún tipo de temor, o más probablemente por respeto a la
jerarquía ya declarada y admitida de Pedro. Describe el evangelista la escena y
la posición –vendas y sudario—de los elementos que había en la gruta.
“Y vio
y creyó”. Esa es la cuestión nuclear : la Resurrección como ingrediente
total del afianzamiento de la fe en Cristo, como Hijo de Dios es lo que nos
expresa Juan en su evangelio de hoy.
Para nuestra vida.
Como se dice,
"la vida continua". Y podemos comprobar que después del triunfo de
Jesucristo, la vida de un cristiano no siempre esta
marcada por la experiencia del
resucitado. Pero para el que cree en Cristo la muerte no es más que un
mal sueño, una pesadilla, unas lágrimas y suspiros, quizás, que dan paso a la
esperanza y a la paz.
La primera
lectura sitúa la escena de los discípulos
mucho tiempo después de la Resurrección. El Espíritu ya ha llegado y
Pedro sale a predicar. Eso todavía no
era posible en la mañana del primer día de la Semana, del Domingo en que
resucitó el Señor, la primera lectura de hoy marca el final importante de este
Tiempo Pascual que iniciamos hoy. La muerte en Cruz de Jesús, sirvió, por
supuesto, para la redención de nuestras culpas, pero sin la Resurrección la
fuerza de la Redención no se hubiera visto. Guardemos una alegre reverencia
ante estos grandes misterios que se nos han presentado en estos días. Se nos
invita a contemplar las escenas narradas
con los ojos del corazón, y abrirnos más de par en par a la fe en el Señor
Jesús.
La primera lectura es un fragmento del c.10 que
narra la predicación de Pedro ante un prosélito romano: el centurión Cornelio
en Cesarea. Es la primera vez que el mensaje
cristiano sale del círculo estrictamente judío en sus diferentes grupos
religiosos. Pedro se centra en el anuncio kerigmático
típico de los múltiples discursos del libro de los Hechos: 1 / Cristo ha muerto
y ha resucitado; 2 / la Escritura, los profetas en este caso, ya lo anunciaban;
3/ nosotros somos testigos de todo lo sucedido; 4 / cambiad de vida, aceptad la
fe en Cristo y bautizaos.
Dios es
protagonista absoluto: ha guiado a Jesús con su Espíritu, lo ha resucitado, ha
dejado que lo vieran aquellos que él ha querido, y ha encargado a los discípulos
la predicación de su mensaje. La resurrección de Cristo es, pues, don de Dios
para el pueblo, empezando por los judíos e incluyendo a los paganos.
Es la hora del
testimonio. Es la hora de los testigos. Para empezar, nadie mejor que Pedro, el
que siguió a Jesús paso a paso desde el principio, desde lo de Galilea y el
bautismo de Juan. Lo siguió paso a paso, menos en uno. Pero este fallo también
formará parte de su testimonio. Pedro conoce bien a Jesús y toda su historia,
que ahora cuenta a la familia de Cornelio.
" Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo
hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a
nosotros, que hemos comidos y bebido con él después de la resurrección. Nos
encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado
juez de vivos y muertos."
Este
testimonio de Pedro es un modelo de predicación kerigmática,
centrada en el anuncio de la salvación que nos viene de Cristo, el que encarnó
entre nosotros la presencia de Dios, el que estaba ungido por el Espíritu, el
que pasó como un meteoro de luz y alegría, el que fue apagado por los hombres,
pero Dios lo devolvió a la luz y se ha convertido en la estrella viva de la
mañana.
Mensaje
testimonial para todos los hombres. Es esperanza, juicio sobre la situación del mundo. Del
mundo de entonces y de la sociedad de
ahora. Una forma de "quitarle hierro" a la resurrección es referirla
sólo a los judíos, contra los que se yergue el Resucitado. En realidad es
condena de toda opresión y mal humanos. Y un grito de esperanza liberadora para
todos los que ahora vivimos.
El salmo responsorial nos presenta la
contraposición entre la piedra desechada y la piedra escogida como angular. La muerte
aparente es vida en realidad. Y por eso mismo, es obra de Dios. "Es el
Señor quien lo ha hecho..." En la línea de la lectura anterior, Dios es el
único protagonista.
El salmo 117
es el salmo pascual por excelencia, el texto sálmico más expresivo de la acción
de gracias por la victoria pascual del Señor.
"Nada más
grande -comenta ·Agustín-SAN que esta pequeña alabanza: porque es bueno.
Ciertamente, el ser bueno es tan propio de Dios que, cuando su mismo Hijo oye
decir 'Maestro bueno' a cierto joven que, contemplando su Carne y no viendo su
Divinidad, pensaba que El era tan sólo un hombre, le respondió: '¿Por qué me
llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios'. Con esta contestación quería
decir: Si quieres llamarme bueno, comprende, entonces, que Yo soy Dios." <![if !supportFootnotes]>[1]<![endif]>
"Las avispas y el fuego son imágenes que
evocan la Pasión de Cristo y los sufrimientos de la Iglesia. El rechazo que
logra Jesús consiste en el arrepentimiento y la conversión de todos aquellos
que, extinguida la malicia con la que perseguían a los justos, son asociados al
pueblo cristiano. Pero quienes desprecian la misericordia de Dios,
experimentarán, al fin, la severidad del Juez."<![if !supportFootnotes]>[2]<![endif]> La
Liturgia mozárabe nos brinda esta oración sálmica que, en la celebración de
este Domingo, traduce admirablemente el contenido del salmo en oración
cristológica al Padre:
"Señor,
Padre santo, danos tu salvación, da prosperidad a cuantos esperamos en ti; Tú
que iluminaste al mundo que yacía en tinieblas, concede a nuestra asamblea
celebrar dignamente la solemnidad de este día, de modo que Cristo, el Señor,
por quien se concede acceso a los justos y entrada a los que se salvan, sea
nuestra puerta y nuestra patria. Él que vive y reina por los siglos de los
siglos. Amén." <![if !supportFootnotes]>[3]<![endif]>
En la segunda lectura se nos ofrece un mensaje de
esperanza. San
Pablo nos define primeramente al cristiano como aquel que, al bajar a las aguas
bautismales "murió", y salió de ellas "resucitado con
Cristo" a una nueva vida. Si ésta es la realidad fundamental del creyente,
todo su modo de pensar y de actuar debe acomodarse a ello: "buscad los
bienes de allá arriba". El bautismo, la unión con Cristo resucitado, marca
para el cristiano la orientación fundamental de su vida. Y se trata de una vida
que camina hacia una plenitud y que está llamada a crecer continuamente.
"Ya que habéis
resucitado con Cristo...” Cristo ha resucitado. Un hecho
histórico que se mantiene en vigencia en su autenticidad, a pesar de los
múltiples ataques que ha venido recibiendo a lo largo de todos los siglos. Ya
desde el principio, cuando apenas si se había realizado el prodigio inefable de
la victoria de Cristo sobre la muerte. Cuando los soldados comunican la
noticia, surge pronto la mentira y la falsificación de la noticia.
Cristo ha
resucitado. Y nosotros, los que creemos en Él y le amamos, también hemos
resucitado. Hemos despertado del sueño de la muerte que es la vida humana
dominada por el pecado, hemos comenzado, aunque parcialmente aún, la grandiosa
aventura de vivir la vida misma de Dios, la vida que dura siempre. Y por eso
hemos de vivir proyectados hacia lo alto, peregrinos en la tierra, pero
aspirando a las cumbres del cielo.
"Porque
habéis muerto…" La tierra ha de ser para nosotros, el lugar donde
estamos llamados a vivir la realidad de los cielos nuevos... Parece una
paradoja, una contradicción, un absurdo. San Pablo nos habla de haber
resucitado y a renglón seguido nos dice que hemos muerto. Y añade que nuestra
vida está en Cristo escondida en Dios. Y cuando aparezca Cristo, vida nuestra,
entonces también nosotros apareceremos, juntamente con Él, en la gloria.
La
resurrección no es sólo lo que sucedió una vez en Cristo, sino lo que ha de
suceder en nosotros por Cristo y en Cristo. Más aún: en cierto sentido, es lo
que ya ha sucedido por el bautismo. Ha sucedido radicalmente, en la raíz, pero
ha de manifestarse aún en sus consecuencias, en los frutos.
Porque ya ha
sucedido en nosotros, es posible la nueva vida; porque todavía no se ha
manifestado, es necesario dar frutos de vida eterna. Nuestra vida se mueve
entre el "ya" y el "todavía-no".
Hay, por lo
tanto, un camino que recorrer y un deber que cumplir. Estamos en ello, en el
paso o trance de la decisión. Hay que elegir, y nuestra elección no puede ser
otra que "los bienes de arriba". Lo cual no significa que el
cristiano se desentienda de los "bienes de la tierra", si ello implica
desentenderse del amor al prójimo. Pues los "bienes de arriba", es
decir, lo que esperamos, es también la transformación por el amor del mundo en
que habitamos.
Lo que ha
sucedido visiblemente, es decir, en la expresividad del símbolo bautismal, y en
la interioridad del espíritu, no ha cambiado aparentemente la vida de los
bautizados, pues la auténtica vida está escondida con Cristo en Dios. Cristo,
ascendido al cielo, es "nuestra vida" (sólo participando de la manera
de ser de Cristo resucitado, podemos vivir de verdad).
Cuando Cristo
aparezca, se mostrará en él nuestra vida y entonces veremos lo que ahora somos
ya radicalmente, misteriosamente.
Entonces
aparecerá la gloria de los hijos de Dios y la nueva tierra. Mientras tanto, la
creación entera está ya en dolores de parto esperando la manifestación de los
hijos de Dios (Rom 8,19-22). Buscar las cosas de arriba es también llevar a
plenitud las cosas de abajo.
El evangelista san Juan nos presenta, en el pasaje
del Evangelio de este domingo de Pascua, las primeras experiencias y los
primeros testimonios de la Resurrección (Jn 20,1-9).
Ninguno de los
discípulos se esperaba la resurrección de Jesús.
La carrera de
los dos discípulos puede hacer pensar en un cierto enfrentamiento, en un
problema de competencia entre ambos. De hecho, se nota un cierto tira y afloja:
"El otro discípulo" llega antes que Pedro al sepulcro, pero le cede
la prioridad de entrar. Pedro entra y ve la situación, pero es el otro
discípulo quien "ve y cree".
Seguramente
que "el otro discípulo" es "aquel que Jesús amaba", que el
evangelio de Juan presenta como modelo del verdadero creyente. De hecho, este
discípulo, contrariamente a lo que hará Tomás, cree sin haber visto a Jesús.
Sólo lo poco que ha visto en el sepulcro le permite entender lo que anunciaban
las Escrituras: que Jesús no sería vencido por la muerte.
Cuantas veces
nosotros al constatar que las cosas no son razonables, sobreviene la crisis,
cae ese mundo, que creíamos controlado y Cristo desaparece... Entonces pedimos
ayuda, y Pedro y Juan comienzan a correr... ¿Será posible que Jesús no esté
allí donde lo habíamos dejado debajo de una pesada piedra para que no
escapara?.
La lección del
Evangelio es clara: sólo el amor puede hacernos ver a Jesús en su nueva
dimensión; sólo quien primero acepta su camino de renuncia y de entrega, puede
compartir su vida nueva.
Inútil es,
como Pedro, investigar, hurgar entre los lienzos, buscar explicaciones. La fe
en la Pascua es una experiencia sólo accesible a quienes escuchan el Evangelio
del amor y lo llevan a la práctica.
San Juan, el
discípulo «a quien Jesús amaba», el que había estado a los pies de la cruz en
el momento en que todos abandonaron al maestro, el que vio cómo de su corazón
salía sangre y agua, el que recibió a María como madre..., el Juan que
compartió el dolor de Cristo, «vio y creyó». Intuyó lo que había pasado porque
el amor lo había abierto más al pensamiento de Jesús. Pedro siempre había
resistido a la cruz y al camino de la humillación; el orgullo lo había obcecado
y no se decidía a romper sus esquemas galileos. Pero tiempo más tarde, cuando
junto al lago de Genesaret Jesús le exija el triple testimonio de amor:
"¿Me amas más que éstos?", y le proponga seguirlo por el mismo
derrotero que conduce a la cruz, entonces Pedro será recuperado y no solamente
creerá, sino que -como hemos leído en la primera lectura- dará testimonio de
ese Cristo resucitado que "había comido y bebido con él después de la
resurrección".
Estamos, como
la Magdalena, confusos y llorosos, mirando con miedo el vacío de una tumba. Ese
vacío interior que a veces nos invade: cansancio de vivir, acciones sin
sentido, rutina. El vacío que se nos produce cuando estamos en crisis y los
esquemas antiguos ya no tienen respuesta; cuando sentimos que tal acontecimiento
o nueva doctrina nos quita eso seguro a lo que estábamos aferrados.
Miremos
nuestra, en ella que predomina ¿las actitudes de Juan? o ¿ las actitudes de
Pedro?
Creer en la
resurrección de Cristo es mucho más que afirmar que él fue sacado por Dios de
la tumba; es reconocer que el proyecto de Dios se realiza en cada hombre, ahora
sólo entre luchas y como primicias, mañana como total realidad. Por esto, la
resurrección es la garantía de nuestro sentido de trascendencia. Los cristianos
creemos --o debiéramos creer, por lo menos- que si hoy reina en el mundo la
opresión bajo variadas formas, si nuestra historia se rige por la ley del más
fuerte o astuto, si el odio y la ambición funcionan como motores de muchas
gestas humanas, también estamos convencidos de que esa triste realidad puede
cambiar y debe cambiar, no sólo relativamente sino absolutamente.
En síntesis:
la palabra o el concepto de «resurrección» pretende significar que el Reino
triunfa sobre el mundo tenebroso. El triunfo del Reino es la victoria de la
vida en cuanto tal, la victoria sobre las limitaciones humanas, sobre los
conflictos que prostituyen al hombre, sobre los obstáculos que se oponen a una
liberación plena. Subrayamos la palabra «plena» porque el Reino de por sí, por
ser de Dios, es plenitud de vida. En Cristo está esa plenitud, por eso él es
nuestra plenitud, y en él vemos como anticipadamente cuál es la última
intención de Dios sobre el hombre.
Aunque en los
domingos del tiempo pascual vamos a tener la oportunidad de reflexionar más detenidamente
sobre este tema-, es importante que hoy tomemos conciencia de que una Pascua
que no suponga la renovación de la comunidad es una pascua vacía. Es cierto que
el empuje de una comunidad no puede ser constante y supone sus altibajos; por
eso cada año surge la Pascua, cíclicamente, como una llamada a despertar y
revitalizar lo que se ha transformado con el tiempo en rutina, tedio,
cansancio, aburrimiento e indiferencia.
Vivir esta
Pascua supone, por ejemplo, el esfuerzo por cambiar, por pensar de nuevo las
cosas como si hoy mismo comenzáramos a hacerlas, como si todo lo ya hecho fuese
sólo un peldaño en el ascenso hacia el Reino, plenitud de la vida.
La Pascua nos
urge a profundizar en el significado de los textos bíblicos -tal como hace
Jesús con los discípulos de Emaús- para aprender a ver con nuevos ojos cosas
que antes no veíamos o veíamos de un modo imperfecto.
La Pascua no
exige hoy preguntarnos por la marcha de esta comunidad, para ver si todo lo que
se hace en ella está orientado al proyecto de Cristo, para encontrar los
motivos de ciertos fracasos o para revisar por qué cierto esfuerzo no logra sus
objetivos. Es inútil que hoy digamos celebrar la Pascua si la vida de nuestra
comunidad no acusa cambio positivo alguno, si todo sigue con el mismo ritmo de
inercia. Cierta quietud y perezosa estabilidad de nuestras comunidades suenan
más a sábado que a domingo de Pascua.
El mejor
testimonio de la resurrección de Jesús no son los textos bíblicos sino la
renovación de la Iglesia, su constante rejuvenecimiento, su permanente
búsqueda, su incansable acción.
Meditemos
sobre estas lecturas y esperemos la gloria de Jesús que un día llegará a
nosotros mismos, a nuestros cuerpos el día de la Resurrección de todos, pero
mientras tanto la vida de resucitados esta llamada a hacerse presente en
nuestro caminar y además a dar testimonio de la misma.
Un anuncio
inunda este tiempo pascual: "Jesús
ha resucitado, y con Él resucitaremos todos". Así lo creemos y así es. Si no lo fuera, nuestra
fe sería algo vacío, nuestra vida tremendamente desgraciada, algo sin sentido.
Pero no, Cristo ha resucitado y ha sido ensalzado hasta la diestra del Padre,
donde está para interceder por nosotros. Por eso hay que alegrarse hasta cantar
de gozo en este tiempo pascual, dejar cauce libre a la alegría.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
<![if !supportFootnotes]>
<![endif]>
<![endif]>
<![if !supportFootnotes]>[3]<![endif]> F.
Arocena, Orationes super psalmos e ritu Hispano-Mozarabico, Toleti 1993, pp. 96 y 198: 'O Domine, salvos nos fac, et bona in te sperantibus
prosperare; ut qui iacenti
mundo in tenebris illuxisti,
diem solemnem hunc frequentatione nostra tribuas peragi; quo et oculi nostri firmentur
in luce tua, et possideat
nos a te claritas patefacta. Per Christum
Dominum nostrum. Amen',
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