sábado, 9 de diciembre de 2017

Comentario a las Lecturas del II Domingo de Adviento 10 de diciembre de 2017.

El adviento es espera y búsqueda. Esperamos a un Gran Señor y buscamos la Salvación. Hemos de estar preparados en todo lo que ese Señor espera de nosotros. Y la necesaria adecuación de cuerpos y almas a lo que se nos pide, porque nos va a traer, sin duda, la apertura de un tiempo de salvación. Jesús dijo una vez que si éramos capaces de adivinar los cambios en el clima, en el tiempo físico, también deberíamos intuir que llegaban otros cambios de gran importancia. La Iglesia prepara este tiempo de Adviento como camino de encuentro con Jesús y nos recomienda que nos convirtamos. La conversión no termina nunca. Siempre hemos de estar procurando completarla. Es posible que recordemos con emoción los primeros momentos de ella, cuando volvimos, como el Hijo Pródigo, a los brazos del Padre. O, cuando, también, pudimos ver por primera vez al Señor Jesús tras –casi— ser durante años ciegos de nacimiento curados por El mismo.
El hilo argumental de las lecturas de este domingo se resume bien las siguientes palabras de
Isaías: "En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos". Luego el Evangelio de Marcos se referirá a la profecía de Isaías igualmente y hará referencia al Precursor, a San Juan Bautista. Pero el hilo argumental es el mismo. Se trata de abrir un camino posible para que todos caminemos al encuentro del Señor.

La primera lectura es del Libro de Isaías (Is 40, 1-5.9-11) Del segundo Isaías, para ser más exacto. Un poema. Y como poema, un canto. Y como canto, una explosión gozosa del espíritu.
Con este capítulo comienza el llamado "Libro de la Consolación" (cc. 40-55). La lectura de los cc. 1-39 de Isaías durante el exilio influye en la aparición de un gran discípulo que cantará la liberación. Este discípulo anónimo recibe el nombre convencional de Segundo Isaías, y está separado del Primero por una distancia de casi doscientos años y por un vocabulario, un estilo y una visión teológica peculiares. La palabra de este gran profeta se deja oír en el momento en que aparece Ciro como una figura dominante de la historia del mundo de entonces. Presenta al rey persa como la figura suscitada por Dios para la restauración de Israel, de la misma manera que Babilonia lo había sido para su purificación. El «Libro de la Consolación» abre los horizontes de una esperanza con rasgos mesiánico-escatológicos a un pueblo paralizado por el desánimo e insensibilizado por la indiferencia .
Nuestro texto es una invitación épica a dejarse invadir por la alegría ante la inminencia de la salida de Babilonia. Para expresarlo con más eficacia se sirve de la más antigua e importante de las tradiciones de la elección: el éxodo. El imperativo "consolaos, consolaos" repetido en tono de urgencia condensa uno de los más sentidos dones mesiánicos. Israel puede descubrir finalmente que el auténtico consolador es Dios. La catequesis novotestamentaria recoge con fuerza esta misma idea. El consuelo es la respuesta de Dios al pueblo abandonado: "Bienaventurados los que lloran porque serán consolados" (Mt 5, 5). En términos de encarnación, Dios mismo abre la marcha de la caravana que avanza hacia la tierra de las promesas. La naturaleza es personificada para que se compenetre con la historia, porque ambas son escenarios de la obra de Dios.
El texto constituye una «Buena nueva», un oráculo de salvación. La «Buena nueva» que necesitaba el pueblo en aquellos momentos. El profeta, llamado y consagrado por la voz de lo alto, es enviado a proclamar la «disposición»: ¡La vuelta del destierro y la construcción de Jerusalén!. Dios habla al corazón de su pueblo. Y efecto es tal que cambia radicalmente el rumbo de su historia. Los desterrados, en el límite ya de la desesperación, oyen de nuevo, la voz de su Señor. La voz del Dios de los Pa­dres rompe el silencio, borra las distancias y olvida el olvido de tantos años. La voz de Dios envuelve de nuevo a su pueblo y lo transporta de alegría. Se han enternecido las entrañas de Dios: «Consolad, consolad a mi pueblo». Dios habla la salvación. son palabras de promesa y de consuelo. Por ellas recibe esta parte del libro el título de «libro de la consolación».
El pueblo elegido estaba desterrado y gemía a las orillas de los ríos de Babilonia, colgadas las cítaras en los sauces de la orilla, mudas las viejas y alegres canciones patrias. Años de exilio después de una terrible derrota e invasión que asoló la tierra, el venerado templo de la Ciudad Santa convertida en un montón de escombros y cenizas. El rey y los nobles fueron torturados y ejecutados en su mayoría, mientras que la gente sencilla era conducida, como animales en manadas, hacia nuevas tierras que labrar en provecho de los vencedores.
Pero Dios no se había olvidado de su pueblo, a pesar de aquel tremendo castigo infligido a sus maldades. En medio del doloroso destierro resonaría otra vez un canto de la consolación, con el que se vislumbra y promete un nuevo éxodo hacia la tierra prometida, un retorno gozoso en el que el Señor, más directamente aún que antes, se pondría al frente de su pueblo para guiarlo lo mismo que el buen pastor guía a su rebaño, para conducirlo seguro y alegre a la tierra soñada de la leche v la miel.
"Súbete a lo alto de un monte -dice el poema sagrado-, levanta la voz, heraldo de Sión, grita sin miedo a las ciudades de Judá que Dios se acerca". Que preparen los caminos, que enderecen lo torcido, que allanen lo abrupto, que cada uno limpie su alma con un arrepentimiento sincero y una penitencia purificadora.
Los cuatro gritos (vv. 2/3/6/9) dan unidad al relato y la repetición del "consolad" (v. 1; es un rasgo estilístico de Is II, cf 51. 9/17...) denota prisa, casi urgencia. Dios insiste en consolar a un pueblo que se halla al borde de la desesperación. Ante la inminencia de una pérdida de fe se requiere un "SOS" de aliento; un momento después puede ser demasiado tarde.
vv. 1-2: Consolar es compadecerse del desamparado (59. 13), es hacer que el gozo y la alegría triunfen sobre la tristeza (51. 3/12). Dios ordena consolar a su pueblo, hablarle tiernamente como lo hace el amado con su amada y reconquistarla si ésta ha sido infiel (Gn 34. 3; 50. 21; Os 2. 16...). Israel, esposa de Dios, debe alegrarse porque su fortuna ha cambiado, su servicio o esclavitud a extraños ha terminado. El crimen que la llevó al destierro ha sido saldado con creces.
Y estas palabras de consuelo no son baldías. Con la preparación del camino en el desierto (vv. 3-5) se pone en marcha la orden de partida del v. 1. Camino, desierto... son términos más teológicos que geográficos e indican el final del sufrimiento y el retorno gozoso a la tierra (Éxodo).
En Babilonia, sus dioses y reyes eran llevados en procesión por el camino o calzada preparada para tal acontecimiento.
Estas procesiones constituían y eran manifestación visible del poder de sus dioses y reyes sobre dioses y reyes de los pueblos sometidos. También el Dios de Israel con su pueblo (aunque de éste nada se diga) van a recorrer procesionalmente el camino que lleva hacia la libertad. El Dios vencido va a cumplir su palabra de dar la tierra prometida; liberando a su pueblo, revela su gloria y todos los demás pueblos se dan cuenta de ese actuar suyo en la historia. En la ruta hacia la libertad surgirán obstáculos, pero todos ellos deben ser superados. El desaliento no debe cundir porque la palabra de Dios, por contraposición a las humanas siempre se cumple (vv. 6-8; cf. 55. 10ss).
El poeta habla como si la liberación ya hubiera acaecido. El pueblo debe ser consolado porque la salvación es ya una realidad (vv. 9-11). El heraldo es el vigía o evangelista que comunica la buena nueva de lo que ve: llega el Señor con su salario, con su pueblo rescatado. Este Señor es poderoso, pero a la vez es el pastor condescendiente con su rebaño. Cada uno recibe el cuidado que necesita y todos comparten el gozo del retorno.

El responsorial es el salmo 84 (Sal 84, 9-14). Salmo profético, salmo eclesial y, como decíamos, escatológico, que nos hace ver cuál será la maravillosa realidad del amor, de la amistad perfecta entre Dios y su pueblo.
El salmo presenta una gran riqueza de temas y acentos, siendo su misma estructura difícil de encontrar. Con todo hemos de decir que el salmo 84 es un salmo muy hermoso, de los más hermosos de la Biblia, obra de los hijos de Coré, aquella familia de levitas que, estando al servicio de la liturgia del templo, supieron componer algunos de los salmos más bellos de todo el salterio. Nuestro salmo es una prueba.
Canta el favor de Dios, suplica su protección y, finalmente, entona una estrofa que exalta la correspondencia a la fidelidad de Dios.
Podríamos hablar de este salmo como de un canto eclesial y escatológico: Dios y su pueblo, Cristo y su Iglesia, realidades futuras que empiezan a tener cuerpo. Es como un resumen del Cantar de los Cantares y de los últimos capítulos del Apocalipsis que nos muestran esta comunión, esta unión y amor entre Dios y su pueblo, entre Cristo y la Iglesia.
Su estructura la podríamos ver en estos puntos:
—Presentación: Dios ama a su pueblo (vv. 2-4).
—Súplica y confianza (vv. 5-10).
—Alianza cumplida (vv. 11-14)
Se expresa como Dios ama a su pueblo "Señor, has sido bueno con tu tierra, has restaurado la suerte de Jacob..."
Nos quiere mostrar la actitud fundamental, eterna, de Dios, que es el amor, y ahora, concretamente, su amor hacia el pueblo escogido, hacia Israel.
Por lo que dice en su inicio y en su final este salmo ha sido llamado también el "salmo de la Encarnación", ya que esta realidad de amor no es sino la culminación de la dinámica del salmo: "La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra, la misericordia y la fidelidad se encuentran..."
Lo mismo que Dios Padre se complació en su Hijo (cfr. bautismo de Jesús, transfiguración), así Yahvé encuentra sus complacencias en su pueblo, en sus elegidos.
El salmista canta esta actitud amorosa de Dios, esta benevolencia manifestada en la bendición y en la restauración de Israel, perdonando sus pecados, olvidando sus errores, conduciendo su vida y llevandola hacia aquella amistad que preconiza la Alianza y que será un día patrimonio de la eternidad feliz.
Se expresa súplica y confianza: "Restáuranos...¿Vas a estar siempre enojado contra nosotros o a prolongar tu ira?"
Si Dios ama a su pueblo, ¿por qué esta petición de ayuda o de restauración, la mención del enojo y de la ira de Dios?
Los verbos de los primeros versículos, no expresan de por sí acciones pasadas terminadas,  son verbos que hablan de la actitud interna de Dios hacia su pueblo. Esta actitud no es algo que sucede y se termina; es algo permanente, atemporal, que pertenece al mismo ser de Dios. Esta actitud o estos sentimientos parecen estar al presente ocultos, aparentemente inoperantes. De ahí que el salmista suplique, recuerde a Dios su modo de proceder habitual con su pueblo. Esta es la relación que hay entre las dos estrofas. La lógica de la oración es la siguiente:
"Oh Dios, de quien es propio amar y perdonar, restaura y perdona a tu pueblo..."
Se constata una realidad feliz del amor de Dios y la petición para que esta realidad continúe siempre, que Dios nunca más pueda verse ofendido y lejano de su pueblo. Y así, a la súplica sigue en la tercera estrofa la expresión de la certeza absoluta en el socorro demandado:
"La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra".
La Alianza cumplida es la conclusión del salmo, la restauración de Dios. El salmista, como el profeta, ve realizada esta unión maravillosa. Ahora se recobra el tono hímnico de la primera parte. Canta la mutua correspondencia entre Dios y su pueblo. Israel ha sido muchas veces infiel, pero arrepentido, ha obtenido el perdón generoso de Dios. Ahora se dispone a vivir auténticamente según el designio de Dios.
Y hace una hermosa enumeración de realidades, de actitudes de Dios, de virtudes del pueblo: el amor que proviene de Dios, con su iniciativa salvífica, se encontrará con la fidelidad del pueblo que corresponderá también con amor.
La justicia de Dios, es decir, su modo de actuar para con Israel, besará la paz que el pueblo poseerá, fruto de la bendición divina.
De la tierra, de la gente, brotará la fidelidad: entonces la tierra será fiel, no defraudará más a Yahvé. Entonces las cosas serán "verdaderas", no apariencias ni realidades momentáneas.
Si de la tierra brota la fidelidad, la justicia mirará desde el cielo, pues desde allí el Señor dará sus bendiciones, sus lluvias, sus bienes, y entonces nuestra tierra, nuestro pueblo, dará sus frutos: frutos de fe, de fidelidad, de alegría y de confianza cumpliendo felizmente la voluntad, la Alianza de Yahvé.
Un verbo se repite: "regresar". Este salmo está marcado en su totalidad por el tema del "retorno". La situación que dio origen a este salmo no es otra que el regreso de los deportados de Babilonia. Con base en este acontecimiento histórico, considerado como un acto de perdón de Dios, se le pide una nueva gracia. Luego del entusiasmo por el retorno de las primeras caravanas de prisioneros liberados, se encuentra uno súbitamente ante la decepción de lo "cotidiano": la reconstrucción del Templo tomaba tiempo y los enemigos hostigaban sin cesar a los nuevos repatriados (Esdras 4,4).
El plan del salmo es claro:
La primera estrofa recuerda las intervenciones de Dios en el pasado: seis verbos en pasado que tienen a Dios como autor. Luego dos estrofas que expresan la oración actual, y que se resume en dos peticiones: "Haznos volver". "¿No volverás?".
Finalmente el salmista se recoge para "escuchar" la respuesta de Dios en forma de oráculo: Sí, Dios promete que va a volver, trayendo sus beneficios.
Desde el punto de vista literario, admiremos el juego danzante de repetición de palabras. Once palabras se repiten: regresar, salvación, amor, verdad, justicia, cólera, dar, tierra, pueblo, decir... paz...

La segunda lectura es de San (2 Pe 3, 8-14) Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva.
La segunda carta de Pedro parece que la debemos, según coinciden la mayoría de los comentaristas, a un autor de época posterior, y es quizás el último escrito de la Escritura. En todo caso, nuestro texto responde a la preocupación de bastantes grupos cristianos por el hecho de que la parusía, inicialmente esperada como algo inminente, parecía que no tuviera que realizarse. La respuesta del autor de la carta consiste en atribuir el retraso a la paciencia de Dios, que quiere dar a todos tiempo para la conversión. Pero al mismo tiempo contiene la afirmación de que el día del Señor y el fin del mundo tendrán lugar, y lo explica poniendo en juego todas las expresiones, símbolos y creencias de la apocalíptica de la época, con un vocabulario que recuerda el del discurso escatológico del evangelio. Y la finalidad de la desintegración del mundo es clara: Dios instaurará un mundo nuevo, que no puede describirse, sino afirmarse solamente: "Un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia".
Ante este hecho, el autor recuerda lo mismo que recordaba Jesús: hay que vivir de modo que cuando aquel día llegue, nos encontremos a punto. "Hacer todo lo posible para que venga pronto" significa esto: aproximar la vida en el mundo a lo que será el Reino.
v. 9:El autor responde a los incrédulos que se burlan de la venida del Señor, tantas veces anunciada y que no acaba de llegar; pero esa demora es también un problema para los fieles. No debemos olvidar que Dios es eterno y que su grandeza trasciende todas las medidas humanas, que para él un día es como mil años, y mil años como un solo día; esto es, que Dios no siente la premura, él, que puede hacerlo todo en un instante. Si Dios tarda, no es porque le cueste mucho cumplir lo que promete.
Es porque tiene misericordia y da tiempo a los que necesitan tiempo para convertirse. Así que Dios es grande y su misericordia infinita, su amor a los hombres inagotable (cf. Ex 34. 6). Lo que a nosotros nos parece tardanza no es otra cosa que paciencia y misericordia con los pecadores, pues "Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva". 
v. 10: Sin embargo, los hombres no debemos abusar de tanta misericordia y perder el tiempo que Dios nos da para convertirnos. Pues lo cierto es que el día del Señor llegará cuando menos se piense, repentinamente, como llega un ladrón sin pasar aviso. Hay que vigilar en todo momento.
v. 12a:No sólo debemos esperar vigilantes el día del Señor, podemos también y debemos anticiparlo; pues, si Dios tarda para que nosotros nos convirtamos, nuestra conversión acelera su venida. Claro que esa conversión debe acreditarse como una profunda transformación del mundo, en que vivimos.
No se puede esperar el amanecer del Reino con realismo cuando no se colabora en la construcción del presente. Por eso el hombre de fe pide a Dios no anclarse en el presente, trabajando con ahínco en él para llegar al futuro pleno para todo hombre.
v. 13:El fin no será la destrucción y la nada, sino una realidad nueva. Porque está más allá de cuanto nosotros podemos hacer e incluso pensar, porque es la realidad sorprendente en la que sueñan todos los que vigilan. La promesa escatológica fundamental es ésta: "He aquí que yo hago nuevas todas las cosas" (/Ap/21/05). En la plenitud final del banquete de la vida, de la "nueva vida", habrá un "vino nuevo" (Mc 15. 25), y un "nombre nuevo" para los vencedores (Ap 2. 17; 3. 12), y un "canto nuevo" (Ap 5. 9; 14, 3) para celebrar la victoria, y una "nueva Jerusalén" (Ap 21. 2)...; habrá "una nueva tierra y un nuevo cielo".
Y la gran novedad será que, al fin habitará la justicia sobre la tierra. Los profetas llamaron "justo" al Mesías prometido, pues de él se esperaba la justicia (23. 5ss; Jr 23. 5; Za 9. 9; Sb 2. 18). En el NT se dice que Jesús es el "Santo" y el "Justo" (Hch 3. 13ss; 7. 52). Este Jesús, que con su primera venida hizo posible la justicia (Mt 5. 6; Rm 3. 21), la establecerá definitivamente cuando vuelva con poder y majestad (Hch 17. 21; Ap 19. 11). Entonces todo será como Dios quiere: "un cielo nuevo y una tierra nueva en la que habite la justicia".
Palabras de Pedro. Palabras de exhortación. El pensamiento gira en torno a la Venida del Señor. Gran acontecimiento aquel. Coronación de los siglos y meta del género humano. «Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva».

El  evangelio de hoy es de San Marcos (Mc. 1, 1-8). El texto es el comienzo de este  Evangelio. Leemos el principio del evangelio de Marcos, que es el único de los cuatro que empieza directamente por la presentación de aquel que abre el camino a Jesús: Juan Bautista. Marcos es también el único que utiliza la palabra "evangelio" para iniciar su escrito. "Evangelio" (=buena nueva, gran noticia) no quiere decir tan sólo unos relatos sobre Jesús, sino más bien una proclamación de lo que Jesús es y significa. Por eso indica el evangelista los tres títulos que resumen quién es el personaje que será proclamado a lo largo de las páginas siguientes: Jesús (persona concreta), Cristo (realizador de las promesas), Hijo de Dios (punto de referencia universal, presencia de Dios para todo hombre, como se verá en la profesión de fe del centurión al pie de la cruz).
Juan Bautista es quien invita a mirar hacia este Jesús. La primitiva tradición cristiana aplicó a él el texto de Isaías que hoy leemos en la primera lectura: aquella presencia del Señor que el profeta veía realizada en el retorno del exilio, ahora se realizará plenamente en Jesús (el texto, sin embargo, no es solamente de Isaías: se le ha añadido un versículo de Mal 3,1).
En el evangelio del presente domingo la acción está centrada a la orilla del Jordán. Juan predica conversión, es decir cambio de itinerario. Debemos nosotros hoy hacerle caso, desplegar el mapa de los preceptos cristianos, estudiar nuestra situación, examinarnos con sinceridad. No engañarnos de ninguna manera a nosotros mismos. Anotarlo brevemente, si os parece que con ello fijaréis mejor vuestra reflexión y las conclusiones a las que os ha llevado la averiguación. A la orilla y escuchando, la gente que le convencía con su predicación, confesaba su situación. Confesar significa reconocer que uno está equivocado y que a quien hay que hacer caso es a Dios. Confesar es glorificar a Dios.
Las decisiones importantes que uno toma debe notificarlas, no quedárselas ocultas y prisioneras en su interior. Quien estaba conforme con la doctrina de Juan y deseaba ponerlas en práctica, manifestaba esta decisión acercándose a decírselo y él lo hundía en el agua de la cual salía cambiado. Podía hacerlo él sin que nadie se lo reprochase, porque se nos dice que era hombre de dos cualidades que le hacían inexpugnable, de dos virtudes eminentes.
Aunque pertenecía, según parece, a una familia de clase media, tirando a alta, sus costumbres eran radicalmente austeras. No nos dice pobre. (Esta palabra cada uno se la aplica su manera, una buena parte de la gente dice que es pobre porque se compara con los ricachones y, teniéndolos siempre presentes a ellos, se da la buena vida). Ahora bien la austeridad no implica límite alguno, ni comparación con los demás. Siempre es exigente. Se vestía con áspero tejido de pelo de camello, algo así como nuestra tela de saco. Se cubría con una simple piel. Nada de vestidos de diseño. Que en aquel tiempo también existían las finas túnicas de algodón y hasta de seda. No pasaba hambre, ya que es necesario alimentarse adecuadamente de acuerdo con la función que uno debe cumplir. Comía saltamontes, que no os creáis es ínfimo alimento. Todavía algunas culturas en la actualidad se abastecen de este insecto. Los beduinos, los tuestan y salan para guardarlo en conserva. Por aquellos parajes hay langostas de más de 12 centímetros y, según dicen los entendidos, estos ortópteros son buenos nutrientes.
El otro alimento era la miel. Por aquel entonces ya existían las colmenas. Hacia el norte se han encontrado panales encerrados en grandes vasijas de dos entradas y hechas de cerámica. Pero la miel del Bautista era pura artesanía, trabajo detenido de buscador por parajes solitarios. De las cualidades nutritivas nadie duda, amén de su sabor, más apreciado en aquel tiempo porque no existía el azúcar.
Su otra cualidad, más bien virtud era la humildad. Para no ser hombre de muchos humos, proclamaba que él no era el importante. Que quien merecía admiración y fidelidad era otro, próximo a llegar y respecto al que él no era digno ni de abrocharle el calzado. Quien es orgulloso, quien busca o vive, satisfaciendo su vanidad, no es capaz de avanzar.
Juan no era un hombre público simpático. Sus discursos no eran populistas. Pese a ello, la gente valoraba su testimonio y le hacía caso. Tenemos mucho que aprender, si queremos acercarnos a Cristo cada vez más. Juan además de testimonio, puede ser nuestro intercesor, no lo olvidemos.
Juan es un profeta probablemente relacionado con los monjes ascetas de Qumrán, que presiente cercana la irrupci6n de Dios para transformar el mundo, y llama a la conversión y a prepararse. Lo hace con tonos duros y su misma imagen ascética personal tiene también este tono. Es posible que este personaje "más poderoso" que anuncia, lo imaginase él como una reaparición de Elías (sin embargo, Jesús dirá que Elías es Juan: Mt 11,14; cfr. todo 11,1-19).
Lo importante es el anuncio final: Juan invita a prepararse, y el agua es la señal de la conversión-preparación; Jesús, en cambio, vendrá a transformarlo todo y a todos con la fuerza del Espíritu de Dios.

Para nuestra vida.
Hoy, en esta época de adviento, entra en escena un personaje singular: Juan Bautista. Llamaba la atención por su forma de vestir, por su alimentación (un tanto peculiar) y, sobre todo, por su forma de ser: no cuidaba tanto de su cuerpo como de la esperanza del Pueblo de Israel. Era una trompeta que rompía de arriba abajo el silencio sobre el Mesías y emplazando a la conversión; a mirar de otra forma la venida del Salvador; a regresar de los palacios de la injusticia, del todo vale o de la comodidad.
Este segundo domingo de Adviento y el siguiente –el Tercero— la figura del Bautista es eje central para nuestras meditaciones. Desde la austeridad, la justicia y la honradez, Juan se dirige a sus contemporáneos y les anuncia que la llegada de Dios está muy cercana. Les pide reordenar sus vidas, mejorar sus caminos y pedir perdón por sus pecados. Y ello es igual para nosotros hoy: no podremos cambiar si no somos capaces de entender y evaluar con honradez nuestras propias faltas. Podemos, tal vez, tener en el corazón un rescoldo de presencia del Señor, pero su nuestra vida cotidiana está marcada por el desorden, por la injusticia, por la insolidaridad, por el pecado en definitiva; no podremos ver a Jesús aunque El pase por delante de nosotros. Y lo primero de todo, por tanto, es nuestra disponibilidad, hacer el camino posible. Si no estamos dispuestos a recibir el Señor el tiempo de Adviento no sirve para nada.

En la primera lectura vemos como las palabras de Dios son consuelo porque son acción: hacen lo que dicen. Y Dios pide «perdón». El pueblo ha purgado su gran pecado -doble pecado y se encuentra dispuesto, tras la «instrucción» de Dios en el destierro, a se­cundar sus planes. Dios olvida la injuria y tiende de nuevo la mano amiga para abrazar a sus fieles. Es el abrazo santo y creativo del pacto. Con él sus dones y su bendición; más, él mismo. El los acompañará, el los guiará; él será su fuerza, él será su gloria. Y tal va a ser la explosión de su poder que hasta las más lejanas gentes quedarán estupefactas: todas las naciones con­templarán la gloria de Dios. Dios ha hablado.
Y la voz se expande briosa por valles y collados, por páramos y vergeles, por frondas y desiertos. La recogen los barrancos, rebota en las laderas y el viento viajero la silba por soledades, cobijo de alimañas y fieras. Y siega las cimas, y doblega los cabezos, y barre los pedregales, y estira las sendas, y cubre la felpa fina y verde el camino que conduce a Jerusalén. El Señor viene con su pueblo; el Pastor, solícito, al frente de su rebaño hacia los pas­tos de Sión. Y las criaturas todas, a la voz de su Amo, tocadas de su presen­cia, dan paso fácil al pueblo que lo aclama. Un nuevo Éxodo, una creación nueva. El poeta inspirado lo ha oído; lo proclama y lo lanza al viento. Dios consuela a su pueblo con un abrazo eterno. Y el abrazo eterno es Cristo Je­sús.
Por eso también a nosotros llega hoy, el gran Rey con ánimo de morar en nuestros corazones, de entablar nuevamente una amistad profunda con cada uno de nosotros. Por eso es preciso prepararse, despertar en el alma el dolor de amor herido por ofenderle, el ansia de reparar nuestras culpas y el deseo de hacer una buena confesión para recomenzar una vida limpia y alegre.
El Señor llega cargado de bienes, él mismo es ya el Bien supremo. Viene con el deseo de perdonar y de olvidar, de prodigar su generosidad divina para con nuestra pobreza humana. Viene con poder y gloria, con promesas y realidades que colmen la permanente insatisfacción de nuestra vida. Este pensamiento de la venida inminente de Jesús, niño inerme en brazos de Santa María, ha de llenarnos de ternura y gozo, ha de movernos a rectificar nuestros malos pasos y enderezarlos hacia Dios.

Salmo responsorial es un salmo de lamentación,  con oráculo de salvación.
El estribillo mantiene el tono de súplica " muéstranos, señor, tu misericordia y danos tu salvación" ; el cuerpo del salmo, el oráculo de salvación. A la súplica confiada responde la voz salvadora de Dios. Es la se­cular experiencia de Israel. Dios responde siempre que el hombre lo invoca. Gran dignidad del hombre, gran bondad de Dios. Excepcional fuerza del hombre, consoladora «debilidad» de Dios. La voz del cielo es eficiente, lleva la vida; la tierra, solícita al eco, capaz de germinar. Del cielo la lluvia; del vientre de la tierra, fecundado, la flor. Del cielo la paz y la justicia, la fideli­dad y la misericordia. «Voy a escuchar lo que dice el Señor».
Escuchemos la paz y hagamos la paz; oigamos la justicia y seamos justos; recibamos la mi­sericordia y hagamos misericordia; cobijémonos en su fidelidad y Domingo II de Cuaresma fieles. Perfecta colaboración a la voz de Dios. Y la voz creadora de Dios, su Palabra, es Cristo Jesús. He ahí la paz que llueve el cielo. He ahí la misericordia hecha carne. He ahí la justicia, rocío divino que justifica. He ahí la Fidelidad de Dios, fruto Magnífico del Espíritu en el vientre de María. Escuchemos su voz: ¡Nos anuncia la Paz! Son los bienes mesiánicos.
El salmista conoce el constante actuar de Dios sobre su pueblo; por esto está seguro de él, se fía de él. Y así con certeza y delectación, habla a continuación de la felicidad escatológica, anunciada por los profetas, que brotará de aquella Alianza observada con fidelidad.
De la tierra, de la gente, brotará la fidelidad: entonces la tierra será fiel, no defraudará más a Yahvé. Entonces las cosas serán "verdaderas", no apariencias ni realidades momentáneas.
Si de la tierra brota la fidelidad, la justicia mirará desde el cielo, pues desde allí el Señor dará sus bendiciones, sus lluvias, sus bienes, y entonces nuestra tierra, nuestro pueblo, dará sus frutos: frutos de fe, de fidelidad, de alegría y de confianza cumpliendo felizmente la voluntad, la Alianza de Yahvé.
Esta justicia amorosa de Dios marchará delante de él, lo precederá, se hará notar en seguida. Y la salvación del pueblo seguirá sus pasos: habrá una compenetración total, perfecta, entre Dios y su pueblo.
Visión anhelada, suspirada por todos, que el Apocalipsis ha visto hecha realidad en la gloria de Cristo y su Iglesia. Visión que muchas veces ha sido realidad en el pueblo de Dios, en la vida de los santos, de muchas comunidades que se han sentido llamadas a una mayor correspondencia y compromiso, y se ha visto brillar la alegría, la paz, el amor fraterno, el auténtico espíritu del Evangelio.

La segunda lectura es una fuerte y segura llamada a la esperanza escatológica. Estamos llamados a vivir en  un mundo nuevo. No se trata de repetir la creación. Es una creación de naturaleza completamente nueva. Un mundo donde habite la justicia. La carta a los hebreos lo llama «Descanso» de Dios, Dios mismo. Cristo tiene la llave. El nos abre la puerta. Algo grande, algo inefable, algo divino. El momento se aproxima, está a las puertas, no tardará. ¿Qué son los años, qué son los siglos, qué los milenios? ¿No fue ayer cuando el Altísimo sopló la luz, esparció las estrellas, encendió el sol, soltó la luna y modeló la tierra? ¿No fue ayer cualquier acontecimiento de la historia? ¿No somos no­sotros ya de ayer camino del «Mañana»? ¿Qué es el tiempo para Dios? ¿Qué queda de todo ello? Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva. Ese es nuestro destino, esa es nuestra Patria. Fuera de ella seremos como ser sin sentido, como mar sin agua, como luz sin luz.
El Señor lo ha prometido. El Señor viene. Sólo la misericordia lo retarda. El Señor tiene paciencia. Hermosa paciencia esta que nos invita a vivir un «Hoy» de gracia, despertando de ese ayer borroso para entrar en un «Mañana» espléndido, lleno de luz y de sol. Vigilancia pues para el que duerme -vendrá como ladrón-, paciencia para el que suspira, vida santa y pura para el que espera. Puro y santo, en justicia, es el mundo nuevo que esperamos. Así la preparación.
Fijémonos en la frase siguiente de San Pedro  "esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia".
Los cielos nuevos han comenzado ya a existir con el triunfo de Jesús resucitado y la tierra nueva también empieza a nacer con el triunfo de Jesús y la obra del creyente unido a él (cf. Ap 21. 1). Son maneras muy peculiares de describir la existencia cristiana que constituyen lo básico del programa de los que siguen a Jesús. El trabajo cristiano, cuando se realiza en esta línea, viene a demostrar que esto es algo más que una utopía cualquiera.
Habla de justicia y no de riqueza o de bienestar físico. Pedro narra en su Segunda Carta un tiempo final y a alguno si tiene inclinaciones milenaristas le agradaría dicho comentario, si no fuera porque lo que espera Pedro en la Segunda Venida del Señor es esencialmente muy parecido a la que se ha producido tras de la Primera es una tierra nueva o vieja "donde habite la justicia". Por tanto, lo más importante del mensaje que nos trae este segundo domingo de Adviento incide en la espera atenta a la llegada del Señor Jesús. Es tiempo pues de conversión. No lo dejemos pasar.
Este último fragmento de la segunda carta de Pedro contiene una llamada a la santidad, una exhortación final y una doxología. Pero ni la llamada a la santidad ni la exhortación hacen otra cosa que volver sobre los aspectos que más interesan al autor con respecto al tema central que lo ha movido a escribir: la venida final del Señor. Es evidente que también aquí usa ciertos clisés literarios sobre las postrimerías: «Ese día incendiará los cielos, hasta desintegrarlos, atrasará los elementos hasta fundirlos» (v 12). Sin embargo, el elemento que el autor quiere retener y subrayar, porque le parece acorde con la revelación, no es precisamente el terror de la destrucción, sino «el cielo nuevo y la tierra nueva»: «Ateniéndonos a su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia» (13). El autor está seguro de ello porque Is 65,17 y 16,22 lo habían anunciado ya; por eso los cita.
Dos palabras resuenan: Paciencia y esperanza. Son dos virtudes que se necesitan mutuamente, y mutuamente se engendran y se sostienen. La paciencia es impensable sin una esperanza en el horizonte. La esperanza alegra y dinamiza la paciencia, llevándola hasta límites insospechados. Dios, por ejemplo, «tiene mucha paciencia con vosotros», porque espera «que nadie perezca». Tengamos también paciencia nosotros, sin límites, y crezca nuestra esperanza también sin límites hasta que consigamos «un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia». El tiempo no importa -un día o mil años-, lo que importa es la intensidad y la calidad: esperemos confiando en «la promesa del Señor», esperemos con «una vida santa y piadosa», esperemos siendo «inmaculados e irreprochables». Este tipo de esperanzas no sólo consigue lo que desea, sino que adelanta lo esperado: «Apresurad la venida del Señor». Diríamos que en la misma esperanza ya está el Señor. En toda esperanza hay algo de la realidad deseada.

El evangelio de hoy nos invita a recordar lo que significa la palabra evangelio, "Buena Nueva". Algo bueno, algo grande. Algo capaz de hacernos felices, algo capaz de rebosar esta vasija de barro. El mensaje toca al individuo y toca a la so­ciedad; toca al cuerpo y toca al alma, toca lo más profundo del espíritu. Una Buena Nueva que nos transforma, que nos eleva, que nos «realiza» según el plan de Dios nuestro Creador. El portador y consumador es Cristo, Hijo de Dios. Y la Buena Nueva nos la trae a nosotros. Nosotros somos los destinatarios.
La Buena Nueva que debe hacernos felices comienza con un llamamiento a la penitencia, a la conversión. Hay que volver. Hay que reco­nocer la propias culpas, hay que dejar los malos hábitos, hay que pedir per­dón. La figura del heraldo es sintomática. Un hombre suelto y libre. Sin pa­lacios, sin ropajes, sin adornos, sin ataduras de ninguna clase. Voz de Dios en el desierto. Una piel de camello, un cinturón, un puñado de saltamontes. Libre de toda traba y de todo impedimento. Todo un hombre.
¿No es esto una buena lección? ¿Qué buscamos con tanto afán de este mundo que pasa? ¿Qué pretendemos llevarnos para ese «Mañana» radical­mente nuevo? ¿No nos comportaremos como unos idiotas atiborrándonos de sanguijuelas que nos desangran? ¿No nos sucederá como a esos buitres que se hinchan de carroña y después no pueden volar? ¿Cómo vamos a ser la voz del Señor si nos tapamos la boca? Actual y cristiano: una vuelta a al senci­llez y a la austeridad.
El Evangelio acomoda a Cristo el texto de Isaías. Así recibe su mejor cumplimiento. Cristo cura, Cristo sana, Cristo salva, Cristo lava los delitos, Cristo perdona las culpas, Cristo reconcilia con el Padre. Cristo confiere el don divino del Espíritu Santo. Somos renovados, somos transformados, somos hijos del Padre. Somos sus confidentes, somos sus amigos, somos herederos de su Gloria. Somos hacederos de su Reino. A todo eso llamamos Salvación y nos quedamos cortos. La Salvación opera ya desde ahora en forma admirable, pero el «Mañana», el Día Grande del Se­ñor, nos lo revelará por completo. Hay que prepararse. Hay que hacer peni­tencia y creer en el Evangelio.
Hoy el evangelio nos presenta un pregonero de Cristo , pregonero que previamente había enderezado su propio camino con una existencia nítida, radical y vociferaba a disponer unos caminos dignos por los que, el Señor, pudiera entrar. Y es que, muchos de los que añoraban a Jesús –al igual que nosotros mismos- elegían las avenidas más cómodas, y no precisamente las más santas, para hacerse los encontradizos con El. Dios venía por un camino y el pueblo iba por otro. En dirección contraria.
Juan Bautista, nos pone contra las cuerdas. ¿Qué camino estamos construyendo para la llegada del Salvador? ¿Nos preocupamos de despejar la calzada de nuestra vida de aquellos escollos (envidias, orgullo, soberbia, malos modos, egoísmo….) que convierten nuestra fe en algo irrelevante o simbólico?.
Juan el Bautista es una voz no escuchada ya, aunque siga clamando en el desierto. Bien pudiera ser que el entorno festivo, luminoso y bullanguero de la próxima Navidad nos impidiera oír la voz de Juan. Es buena y muy útil la alegría navideña. Pero esas manifestaciones de júbilo son solo una parte de un todo. Lo esencial es que esperamos el Nacimiento del Niño Dios y ese Niño viene a salvarnos. Si no somos capaces de hacer caso a Juan y enmendar nuestras vidas estaremos muy alejados de lo que Dios nos pide. La tragedia sería que no oyéremos a Juan, que no hiciéramos nada para iniciar una nueva etapa de nuestra conversión y que el único cuidado que realizáramos de cara a la Navidad es vigilar nuestro peso para luego no engordar demasiado. ¿Es esto último una broma? No, desde luego. Porque hay gentes que solo piensan en cosas y efectos materiales. Juan dice que "detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero é1 os bautizará con Espíritu Santo."
En estos próximos días (aunque en algunos lugares ya lo han llevado a cabo semanas atrás por intereses meramente comerciales) se adornan las calles y plazas como antesala de la Navidad. ¿Cómo vamos adornar nuestra vida? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a iluminar el interior de cada uno de nosotros para que, el Señor, cuando nazca pueda entrar con todas las de la ley al fondo de nuestras vidas y nacer de verdad?
Ojala que en estos días que restan para el acontecimiento de la Navidad no nos dejemos seducir por lo que desvirtúa y mancilla la belleza y la grandeza de esos días. Desde ahora, y con una profunda revisión de nuestra vida cristiana nos comprometamos, de la mano de Juan, en encauzar lo que está torcido, iluminar lo que está oscuro, retornar de senderos equivocados, agarrarnos al poder y fuerza de la oración o pedirle al Señor que nos ayude a convertirnos a Él arropados por esa otra versión del mundo, de las personas, de los acontecimientos, del amor y de la paz que nos trae y nos da el Evangelio.
Equivocarse de caminos no es malo…siempre y cuando regresemos a tiempo de ellos.
El Nacimiento, el inicio de la vida de Jesús en la Tierra, es también el principio de su gran hazaña salvadora y redentora. No debemos olvidarlo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org



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