sábado, 1 de abril de 2017

Comentarios a las lecturas del V Domingo de Cuaresma 2 de abril de 2017

En este domingo el hilo conductor es la vida frente a la muerte.
Sepulcros, muerte, vida, resurrección son las palabras nucleares de las lecturas proclamadas.
Es el último domingo de los tres llamados de escrutinio. La samaritana es, sobre todo,  conversión; el ciego de nacimiento es iluminación; la resurrección de Lázaro destaca la vida  nueva que nos viene de la comunión con el Señor muerto y resucitado.
La característica de esta quincena que se inicia con el quinto domingo de Cuaresma, en la  liturgia romana, es la atención intensificada hacia el misterio de la pasión del Señor. La cruz  de Cristo se va convirtiendo progresivamente en el único centro de atención, sea en las  lecturas feriales, sea en los textos eucológicos, sea  en la liturgia de las Horas (los himnos de  Semana Santa) -"Vexilla Regis"- ya durante esta V semana), sea en el uso del prefacio I de  Pasión.

En la primera lectura  de la profecía de Ezequiel (Ez 37,12-14) el autor nos describe la dramática visión de los huesos calcinados y desparramados por el valle que, gracias al conjunto del aliento o espíritu divino, van adquiriendo vida (vs. 1-10). Los vs 11-14 constituyen la interpretación de esta visión.
En la actividad profética de Ezequiel podemos distinguir dos periodos  diversos,. En el primero de ellos (cap. 1-24), el profeta es el "acusador" del pueblo (3, 26). Los deportados a Babilonia por Nabucodonosor (a. 597 a.C.), entre los que se encuentra Ezequiel, sienten nostalgia de su tierra, la añoran y sueñan con una próxima vuelta. La misión del profeta en este momento, al igual que la de Jeremías, será destruir esa falsa esperanza. La historia del pueblo ha sido la de una continua rebeldía, la de un amor ingrato como tan bellamente es descrita en los caps. 16 y 20; por eso el juicio de Dios se ha cebado sobre la ciudad de Jerusalén, sobre su templo y sobre sus habitantes. Sin embargo, Dios quiere la vida, la esperanza del pueblo. Así el profeta es designado, en este segundo período de su actividad profética, para un nuevo oficio, el de "atalaya" (33, 7) o centinela que, subido a lo alto de la torre, espía el mensaje de Dios que trae palabras de aliento (cap. 33-48). En todos estos capítulos, Ezequiel nos presenta una serie de imágenes para hacernos ver cómo Israel, que se creía y lo creían muerto, resurge a una nueva vida. En 37, 1-14 dos palabras se repiten con insistencia: huesos y espíritu o viento (=desesperación y esperanzas, respectivamente).
La visión se sitúa en Babilonia, en una llanura, quizás la misma llanura del Tel-Abib, donde tuviera lugar con anterioridad la gran visión de la gloria de Yahveh. Allí es transportado Ezequiel por el Espíritu; en el mismo sentido que otro día había de serlo Jesús al desierto. Ante sus ojos visionarios entran en acción dos realidades fuertemente contrastadas: huesos y más huesos resecos y calcinados, huesos de muchos días, muerte por doquier.
Paralelamente ruah-viento-espíritu, soplo animador por los cuatro costados, vida por doquier. Huesos y espíritu, muerte y vida es el eje central de la visión, de la parábola y de la teología de este pasaje.
El desánimo cunde entre los desterrados: "...nuestros crímenes y nuestros pecados cargan sobre nosotros y por ellos nos consumimos, ¿podremos seguir con vida?..." (33, 10); "nuestros huesos están calcinados, nuestra esperanza se ha desvanecido, estamos perdidos" (37, 11). El destierro es el campo de batalla en el que la esperanza (=huesos calcinados) yace por tierra, es la tumba en la que se sepultaban todas las esperanzas. En este momento difícil Dios va a liberarlos de la desesperación obrando una nueva creación: de los cuatro vientos sale el aliento divino que da vida a los huesos calcinados, los saca del sepulcro (fin de toda esperanza humana) y los traslada a la tierra de la gran esperanza, Israel.
El responsorial es el salmo 129 ( Sm 129,1-2.3-4ab.4c-6.7-8) que es un  salmo de "Súplica". El salmo 129 es universalmente conocido como el "De profundis". Es el salmo que lleva consigo el recuerdo de los seres queridos difuntos, de las almas que esperan su total liberación con su entrada en la gloria.
Así lo ha rezado durante siglos la piedad cristiana, alimentando la esperanza y la confianza en el Señor que sabe perdonar y salvar.
En su origen, naturalmente, no se pensó en este aspecto ni en esta aplicación. Su autor, desconocido para nosotros, pero seguramente del período postexílico, sintió la necesidad de expresar sus sentimientos de fe y confianza ante una realidad universal, la del pecado y la tristeza. Y el pueblo de Israel lo hizo suyo cantándolo en sus peregrinaciones hacia Jerusalén.
En efecto, este salmo entrañable es uno de los "salmos graduales" o de las subidas. Debió ser uno de los más expresivos ya que para entrar en el templo de Dios, se requería un alma limpia y libre, desbordante de alegría, sin el peso del pecado.
Algunos Padres de la Iglesia (San Hilario, Juan Crisóstomo, Teodoreto) pensaban que era una oración para pedir a Dios el fin de la cautividad de Babilonia. Pero hemos de pensar que este salmo no parece el de un desterrado, ni el de un enfermo, ni siquiera el de un prisionero: es el de un hombre pecador que sufre la realidad del pecado. Se siente hundido, apartado de Dios, inquieto por mil remordimientos. Por esto mismo es uno de los salmos más universales, el que toda la humanidad podría firmar y comprender perfectamente.
Era utilizado por Israel en las ceremonias penitenciales comunitarias, particularmente en la fiesta de las Expiaciones: antes de renovar la Alianza, se ofrecían "sacrificios de expiación" en reparación por los pecados.
El salmo es ante todo un "grito de esperanza", "el más hermoso canto de esperanza que jamás haya salido quizá del corazón del hombre" (M. Mannati).
El plan de este poema relieva la sutil dialéctica del diálogo interior. Es un "movimiento" del alma, que va alternativamente del hombre a Dios, luego vuelve al hombre y pasa enseguida, nuevamente a Dios:
Primera estrofa: disposiciones del "que ora"... Grito; escucha mi clamor... Segunda estrofa: disposiciones de "Dios"... Tú eres grande... cerca de Ti, el perdón... Las dos líneas centrales, que indican el núcleo del tema, la esperanza, la espera... Tercera estrofa: disposiciones del "que ora"... Aguardo, acecho, espero... Cuarta estrofa: disposiciones de "Dios"... Tú eres bueno... Cerca de Ti, el amor. Este salmo hacía parte de los salmos de Subida o salmos graduales. Para admirar el estilo "en eco", con la repetición de palabras, que parecen avanzar en una especie de peregrinación: Señor (8 veces), aguardar (3 veces), esperar, acechar (2 veces), y luego el "grito", "el llamado", "la oración" (4 veces), y al comienzo y al final "la falta"... Finalmente, se nombra dos veces a Israel, el pueblo escogido.
El paso del "yo" al "nosotros" en las dos últimas estrofas. expresa que en la persona de "un" pecador está todo "Israel" pecador: dimensión colectiva y comunitaria del perdón.

La segunda lectura de la carta del apóstol san Pablo a los romanos (Rm 8,8-11) nos presenta unos versículos que forman parte de una sección donde Pablo habla de la nueva situación creada por Jesús en el mundo. De los que vivían y vivimos en esta situación San Pablo dice que estamos "en el espíritu". A éstos se contraponen los que están "en la carne", es decir, los que viven la vieja situación solidaria con Adán, hecha de cerrazón de Dios y de egoísmos. El que vive la vieja situación no tiene el espíritu de Dios, el modo de ser de Dios, el talante de Dios es una fuerza vital que al incidir en el hombre (justicia= intervención de Dios) lo transforma en alguien que no muere jamás.
El hombre que está en la carne" es el que padece la opresión del pecado del mundo y siente en sí mismo las consecuencias del pecado: la muerte y una concupiscencia desenfrenada que le esclaviza. Un hombre así ha perdido su armonía interior y no refleja en su vida la "gloria de Dios" (cf. 3, 23). Para Pablo, todo el hombre es "carne" o "está en la carne" cuando se encuentra desposeído de la gracia de Dios. Por lo tanto, "carne" no significa aquí una parte constitutiva del hombre, el cuerpo, sino una dimensión de la existencia humana.
"El hombre que está en el espíritu" es el hombre que ha sido salvado por Cristo y ha recibido el espíritu de Dios que da la vida. El espíritu de Dios se llama también espíritu de Cristo, porque en éste habita plenamente y de su plenitud participamos nosotros.  Si el mismo espíritu de Dios que actuó en la resurrección de Cristo habita ya en nosotros, podemos esperar que actúe de nuevo en nuestra resurrección. Y no sólo en la resurrección futura, al final de los tiempos, sino también ahora alentando la vida por la justicia de Dios.

En el evangelio de hoy de San Juan (Jn 11,3-7.17.20-27.33b-45) contemplamos a Jesús que inicia la subida a Jerusalén que, sus discípulos ya lo saben, es una marcha hacia la muerte (cf. Jn 7.1/8). Y no sin reticencia ni humor negro aceptan los discípulos el seguir a Jesús en ese viaje (vv. 8.12.16) Pero Jesús quiere hacer comprender de entrada a sus apóstoles incrédulos que esa subida a Jerusalén se terminará con la victoria de la vida sobre la muerte y el don de la vida a través de la muerte misma.
El relato presenta tres actos.
El primer acto El diálogo de Jesús con sus discípulos (vs. 7-16) . Un acto en el que coexisten, sin invalidarse mutuamente, los dos niveles de la realidad: el empírico (Lázaro ha muerto) y el profundo (Lázaro está dormido). Crudeza y dulzura. Un acto en el que, decidiendo acudir a donde está Lázaro, el portador de vida sume la posibilidad de su propia muerte.
El segundo acto es el diálogo de Marta y de Jesús (vs. 17-27). Cuando llegó Jesús, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Y con la muerte, la tristeza y la solidaridad humanas ante lo inevitable. En este contexto Marta representa lo máximo a lo que un creyente judío podía llegar: la fe en una resurrección al final de los tiempos.
Marta cree, en definitiva, que lo inevitable no es definitivo, pero su perspectiva es a largo plazo, en el futuro. Es en estas coordenadas cuando suena nítida la frase: Yo soy la resurrección y la vida. En esta frase nada es futuro: todo es presente, con la presencia empírica y constatable de la persona que la pronuncia.
El futuro del que habla Marta se adelanta y se acerca al presente hasta hacerse uno con él. Yo soy la resurrección y la vida. Aquí no hay ya espera, sólo hay acontecimiento. ¿Crees esto? Es la pregunta crucial del relato.
El tercer y definitivo acto es la realización de lo formulado verbalmente en los dos anteriores, la verificación de las palabras de Jesús.
Retorna al esquema narrativo de salir de algo para acudir a donde está Jesús, que veíamos hace dos domingos. Retorna el caso del invidente del domingo pasado. Están los judíos y los discípulos, es decir, dos personajes clave en la obra. Están, sobre todo, Jesús y el Padre. Es el momento culminante del relato. La reiterada conmoción de Jesús así lo resalta. Es la única vez que aparece este dato en todo el cuarto evangelio. La crudeza de la realidad es tan fuerte que se hace llanto en el portador de vida. Pero con el mismo realismo de la realidad emerge lo que Jesús y el Padre son y transmiten: Lázaro vive.
El relato de la resurrección de Lázaro está pensado todo él como la más adecuada ilustración de la paradoja entre la vida y la muerte. Jesús espera a que su amigo enfermo haya muerto realmente (vv. 5.17.39): quiere revelar así su imperio sobre la muerte en el momento en que la muerte se va a apoderar de él.
Como sucede siempre en san Juan, la obra realizada por Jesús está destinada sobre todo a revelar su personalidad divina (tema de la gloria en el v. 40). El relato de la resurrección de Lázaro no se sustrae a esa ley. Mientras que Marta cree sólo en una resurrección al final de los tiempos (v. 24), Jesús revela que es Él mismo esa resurrección (Yo soy: v. 25): no sólo ahora, sino sobre todo más tarde, en el momento de su propia victoria sobre la muerte a la que, para Juan, le prepara su divinidad.
El relato que San Juan hace de la reanimación de Lázaro tiene una intención clara:  prefigurar el drama pascual: en el deceso de su amigo Lázaro es la muerte la que se presenta ante Jesús y este se "turba" ya como en Getsemaní (v. 33). Pero los signos de la resurrección de Jesús están ya reunidos en el relato de Lázaro: las lágrimas de María ante la tumba (v.33; cf. Jn 20. 11), el sepulcro y la pesada piedra (vv. 38-40; cf. Jn 20. 1), las vendas (v. 43; cf. Jn 20. 5), y sobre todo el hecho de que se hubiera "dejado" a Lázaro irse (v. 44).
San Juan, que creyó ante el sepulcro vacío de Pascua, descifra ya en la muerte y la reanimación de Lázaro la Pascua de Jesús. Juan no nos ofrece el menor detalle sobre las impresiones de Lázaro resucitado, sobre lo que ha podido ver en la muerte, sobre lo que experimenta al ser devuelto (provisionalmente por lo demás) a la vida terrestre. Esto no tiene para él interés alguno: no piensa en absoluto que la vida cristiana sea una especie de estado paradisíaco prematuro concedido al hombre por simple arbitrariedad de un Señor todopoderoso e independientemente de toda decisión del hombre mismo.
Para Juan, las "vueltas a la vida" operadas por Jesús son ante todo "signos" de la actividad misma de Dios, que es vida, en el seno de todas las actividades humanas, comprendida la muerte. La lectura del milagro de la resurrección no tiene, pues, sentido, si no es animada por la intencionalidad religiosa de la fe.
Dentro de esta perspectiva interesa más saber quién es Jesús que lo que fue de Lázaro; interesa más saber que en Jesús ha encontrado Lázaro un medio de entrar en intima comunión con la vida en el seno mismo de la muerte: en eso radica la fe y ese conocimiento es muy distinto del que manifiestan Marta y María cuando afirman su creencia en una resurrección escatológica.

Para nuestra vida.
En las lecturas de este domingo destaca la fe en la resurrección; esta no es fe en esta vida prolongada indefinidamente, es fe en otra  vida. Pero tampoco es solo, fe en otra vida. "la otra vida",  que comenzaría después de la muerte,  sin que tenga que ver en absoluto con la vida presente. La fe en la resurrección es fe en la  plenitud de la vida, en otra vida cualitativamente distinta de cualquier vida sometida a la  muerte y a todo cuanto mortifica nuestra esperanza.
Muerte, vida y en medio el miedo que demasiadas veces nos paraliza. De ese miedo que nos encierra en la tumba del silencio y la indiferencia nos quiere liberar Jesús. En un mundo como el que nos toca vivir, donde la rentabilidad se ha erigido en nueva  divinidad que hay que adorar, todo es prácticamente objeto de explotación, no solo, como  era de esperar, eso que llamamos "naturaleza", sino incluso la persona humana misma, su  trabajo, su vanidad, su egoísmo, su ambición, su erotismo, sus necesidades.... hasta su  miedo. ¡Qué renta tan fabulosa se obtiene diariamente del miedo de los hombres! Por  miedo a perder un sueldo, un empleo, un nombre, un prestigio, una popularidad; por miedo  a perder la vida... renunciamos a ser lo que somos (hombres libres) y nos vendemos como  esclavos: nos vemos constreñidos a llevar a cabo acciones injustas, degradantes, indignas.  Sería incontable el número de los que tienen sellados los labios con oro, o las manos  atadas con amenazas, o seco de miedo el corazón. Tenemos miedo. Mucho miedo. Miedo a todo. Miedo a morir. Y  preferimos no pensar en la injusticia que sufre el prójimo.

En la primera lectura Ezequiel nos describe a Dios abriendo sepulcros de hombres y de pueblos, infundiendo espíritu de vida, liberando de mortificantes destierros. Hay muchas clases de sepulcros y muchas clases de muerte. Babilonia, por ejemplo, era tumba de pueblos. Y el destierro era una muerte para Israel. Pero toda muerte y todo sepulcro es superado por el Dios vivo. Aunque hay también muchas resurrecciones parciales, "el profeta ha dado expresión a las ansias más radicales del hombre y del mensaje más gozoso de la revelación. La victoria de la vida sobre la muerte es el mensaje de la Pascua"
En la lectura se manifiesta la ternura de Dios con palabras íntimas y personales: «Pueblo mío», dice el Señor, como la madre que llama al hijo de sus entrañas. «Pueblo mío, yo mismo...»; no mandaré a un ángel para sacaros de las tumbas, «yo mismo abriré vuestros sepulcros» y os llenaré de mi espíritu de vida. Es cosa personal. Estas palabras y estas promesas siguen siendo hoy necesarias. ¡Cuántos sepulcros y cuánta muerte! ¡Cómo se necesita un fuerte soplo de espíritu de vida!
El mensaje de Ezequiel es, sobre todo, un mensaje de esperanza individual y colectiva: cuando en la vida de una persona o de una comunidad o grupo parece que todo está perdido, que todo son huesos sin vida, el profeta ha de animar, ha de infundir la esperanza de la vida: porque Dios no quiere la muerte, sino la vida, y él enviará su Espíritu para vivificarlo todo, para hacer que todo vuelva a caminar; por encima de todo, Dios está empeñado (v 14) en dar vida y resurrección: éste es el fundamento indestructible de nuestra esperanza, una esperanza que se basa en la firmeza indestructible de Dios mismo. Y todo eso se convierte en realidad plena en la resurrección de Cristo, que es nuestra vida (Col 3,4) y nuestra resurrección. Por eso, la Iglesia lee este fragmento de Ezequiel al llegar la Pascua.

El responsorial de hoy nos da muchas pistas para vivir en un mundo "sin Dios", en él que el mal ya no tiene sentido, se convierte en "fatalidad" implacable contra la cual una sola actitud es posible: la rebelión. Rebelión que es radicalmente estéril, ya que el "mal" de la muerte lo superará. La ola de incredulidad del mundo occidental corresponde al "malestar existencial", a una profunda desesperación, a un frenesí de gozo inmediato (¿no es esto también un embrutecimiento estéril?) el condenado a muerte "se divierte" como puede, para no pensar en el fatal desenlace.
El salmo  nos recuerda que para nosotros  creyentes, el "grito" del hombre tiene una respuesta... El mal no es fatal... La muerte no es el último acto... El pecado no es una situación "sin salida". Cuando el hombre está en el fondo del abismo, se siente solo, abandonado, condenado a quedarse en su tumba existencial. Desde la profundidad, de la cual pedimos socorro... hay una salida, vertical, por la cruz de quien nos ama. No, el grito del hombre que sufre, no cae en un cielo "vacío", como dicen los ateos... Yo sé que nuetsro Salvador está vivo, que está junto a mí cuando toco el fondo del abismo, que escucha mi llamado y que su oído está atento... Hay que repetirlo: el único "porvenir" posible para el hombre no está en un hombre-cerrado-sobre-sí- mismo, sino en un hombre-abierto-sobre-la-trascendencia. Si Dios "no existe", sólo queda una cosa segura: tampoco "existe" el hombre.
El salmista nos sugiere una actitud, para vivir  en este mundo que duerme pensando que la noche es definitiva: "Aguarde Israel al Señor,  como el centinela la aurora". El centinela , espera el despuntar de la aurora. El oficio del "centinela nocturno" es muy evocador. Mientras la caravana duerme en el desierto, una persona vigila, un centinela protege el campamento. No es extraño ser "centinela" en plena guerra rodeado de enemigos: soledad, frío, tinieblas, ruidos sospechosos, riesgo de dormirse, de tensión nerviosa ante el enemigo que ronda. Los minutos son largos, la noche se hace interminable. Pero el centinela "sabe" que la aurora vendrá ciertamente. ¡Con qué impaciencia, el centinela, acecha los primeros rayos, los primeros signos de la aurora! Ahora bien, lo que espera el creyente, es Dios. "Mi alma espera al Señor más que un centinela a la aurora". Expresiva la comparación del centinela que aguarda la aurora. La noche es fría y peligrosa. Pero la aurora todo lo cambia. Su luz hace que el temor disminuya y que se recobren los ánimos. Y si ésta es la certeza del centinela que hace su guardia de noche ésta es también la certeza de este corazón que sabe esperar en la luz del perdón.
Jamás se dio una mejor definición de la esperanza. La dilación de la noche es temporal. Pero la humanidad camina hacia el mañana.
Solidarios, todos pecadores, todos salvados. Pasemos del "yo" al "nosotros" y oremos con este salmo no solamente por nuestros pecados individuales o nuestra muerte individual... sino en nombre de todos.
Si el salmista acude a Dios es porque está del todo cierto de su perdón generoso. El lo dice y lo repite. Reafirma su convicción de que la bondad del Señor le librará de su angustia.
En las palabras "Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra", contemplamos la palabra de la revelación divina que forma parte del universo religioso del salmista.
También nosotros creyentes en este siglo XXI, conozcamos  nuestra indignidad, seamos sinceros con las miserias de nuestros pecados. No olvidemos la prontitud del perdón y la generosidad de la gracia de nuestro Dios. Volvamos a recordar haciéndolas nuestras, las palabras del salmo: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora».

En la segunda lectura se nos habla de la carne y del espíritu. Estemos atentos a las palabras de San Pablo. En la Biblia en general, y concretamente en los escritos de Pablo, no hay rastros de la llamada antropología maniquea que divide y enfrenta al espíritu contra la carne y convierte al hombre en un campo de batalla de dos fuerzas antagónicas e irreconciliables. Como si el Espíritu fuera siempre bueno y la carne fuera siempre y totalmente mala, como si el cuerpo fuera el enemigo del alma y ésta fuera lo único verdaderamente humano y con esperanzas de salvación.
Cuando habla del  espíritu, no quiere decir Pablo que el cuerpo haya de morir sin remedio como consecuencia del pecado, mientras que el espíritu o el alma goza de la inmortalidad por la gracia y la justicia que nos viene de Dios por medio de Cristo. Lo que dice es otra cosa al margen de la concepción dualista anteriormente aludida; es decir, que la manera de ser del hombre según la "carne" hay que darla por liquidada en aquellos en los que Cristo es la vida de sus vidas. O también, que estamos muertos para el pecado y ahora debemos vivir para la justicia de Dios.
Estamos llamados pues a vivir llenos de esperanza. Vivimos en carne, pero "no estamos en la carne". Somos carne (igual a cuerpo y alma en su debilidad y dimensión pecadora), pero hay en nosotros otro elemento vivificador, que es el Espíritu de Cristo, que lo es de Dios. Y este Espíritu, que resucita los muertos, es el que tiene la última palabra. Hay, pues, esperanza para los hermanos. Nuestro cuerpo no será definitivamente destruido, sino vivificado y transfigurado.

El evangelio nos presenta a un Jesús que llora. Cristo sabía que su amigo Lázaro estaba gravemente  enfermo, pero que esta enfermedad no acabaría en la  muerte, sino que serviría para gloria de Dios. No deja de  sorprender el contraste existente entre nuestra manera de  pensar y la de Cristo, entre nuestro vocabulario y el suyo.  Llamamos muerte a la enfermedad, al dolor, a la pobreza,  a todo aquello que conduce a la muerte física. Sin  embargo Cristo la llama "sueño"; por eso va a despertar a  su amigo.
Hoy se nos ha invitado a reflexionar sobre la muerte  verdadera, de la que nos habla claramente San Pablo. Se  trata de la muerte fruto del pecado, muerte de la que  Cristo no nos puede resucitar sin nuestra propia voluntad.  Hay muchos vivientes que andan como muertos, porque  les falta el Espíritu que da la verdadera vida. Hay muchos  que soportan enfermedades irreversibles, que aceptan la  cruz del desprendimiento total, la muerte física, sabiendo  desde la fe que es camino de resurrección y de vida  eterna.
Jesús llegó tarde. Lázaro llevaba ya muerto cuatro días  en el sepulcro. Alguno de sus discípulos pensó que lo  único que podía hacer el Maestro era dar a sus hermanas  un conmovido pésame. Por eso no se extrañó de que el  amor hacia el amigo muerto provocase sollozos y llanto.  Jesús no era un hombre impasible; la fe no hace perder al  cristiano la auténtica sensibilidad.
Junto a la tumba del amigo fallecido suenan solemnes  las palabras de Jesús: "quitad la losa", es decir, quitar lo  que separa, lo que aisla. E inmediatamente pronuncia la  acción de gracias al Padre. ¡Qué gran ejemplo el de  Cristo: dar gracias al comienzo sin esperar al final! Todos  debemos escuchar el grito de Jesús que nos manda salir  fuera del sepulcro de nuestras debilidades y pecados y nos llama a superar la rigidez, el  inmovilismo, la frialdad, las ligaduras terrenas y la  esclavitud del pecado para vivir como resucitados.
"¡Lázaro, sal fuera!" "Yo soy la resurrección y la vida." Jesús  mira al verdadero final de su carrera; final en el cual la muerte termina en vida; en El es  como va a llegar también a su meta el camino de la criatura extraviada. Los caminos del  amor son caminos que siempre han de pasar más allá de la muerte. Y, justamente, este  franquear la muerte es lo que constituye su mayor triunfo, su más bella audacia.
No olvidemos nuestra realidad como Iglesia. Jesús  está presente en nuestra historia y en la historia de la humanidad, Él es la cabeza, nosotros el cuerpo. Cada día hay miedo y desesperanza en el cuerpo de Cristo. Con el pecado, estamos ante la presencia inmediata de la muerte;  vemos ante nosotros el fin terrible del camino que recorre el libre albedrío humano: la  muerte. Al presenciar la muerte en la Cruz y ante la sepultura de Cristo, el "Cuerpo de  Cristo", la Iglesia, se conmueve y llora. Llora sobre la muerte que el pecado obra en el  hombre, destinado a gozar de la vida de Dios. Se conmueve y se irrita por las  astucias de Satanás, que ha engañado al género humano, conduciéndole a través de este  camino de muerte y error. Llora a la vista de la muerte de Cristo, ya que la Vida tuvo que  morir para transformar la muerte en vida. Se conmueve y se irrita por los pecados, siempre  repetidos de los hombres ya redimidos, pecados que inutilizan la pasión y la muerte de  Cristo. Se conmueve y se irrita a la vista de la lucha que, como resultante de todo esto,  tiene que sostener una y otra vez el cuerpo de Cristo, lo mismo que la Cabeza y en unión  con ella.
La Iglesia se junta a su Señor para luchar contra el seductor de sus  hijos; no ceja éste de buscar que caigan, y, por medio de astucias y engaños, quiere  llevarlos a la muerte y a la sepultura. Todo el tiempo de Cuaresma, ya desde el domingo de  Septuagésima, no ha hecho sino recorrer este camino de lucha que la conducirá a la  Pascua. Ahora es el momento de penetrar en las últimas profundidades de la lucha; allí es  donde ha de tener lugar el paso decisivo que la pondrá ya en plena ascensión otra vez. El  cuerpo místico de Cristo tiene que bajar a la muerte y a la sepultura de Cristo, para así  poder dar vida a multitud de muertos.
La Iglesia, nuestra Iglesia, esa realidad de la que formamos parte y que es parte de nuestra responsabilidad de creyentes, está extendida sobre el cuerpo del muchacho muerto.  Se encuentra en el umbral de la cámara mortuoria, allí donde Lázaro -el pecador que huele  ya a muerte y descomposición-, está esperando la resurrección. La Iglesia se conmueve.  ¡Cuántas veces viendo los pecados de los cristianos, decimos "Señor, ya hiede"!. Pero la Cabeza (Cristo) responde: "¿No te he dicho  que si creyeres verás la gloria de Dios?". Y cree. Se lanza a la muerte en pro de los  muertos. Se entrega a la muerte, año tras año, en el misterio de las solemnidades  pascuales. Se  entrega a la muerte; y lo hace hora tras hora, en el sacrificio de su propia voluntad, en la  entrega de la obediencia, hoy, mañana, pasado mañana, en este lugar, en aquel otro...
Ante esta hora la Iglesia. Es la hora de la vida, hora en  que un poderoso aliento sale de Dios y vivifica al muerto; hora en que Lázaro, desde  su sepultura, escuchará la voz de Cristo: "¡Sal fuera!" 
"Cristo, como hombre mortal,
lloró a su amigo Lázaro,
y como Dios y Señor de la vida,
lo levantó del sepulcro,
hoy extiende su compasión a todos los hombres
y por medio de sus sacramentos
los restaura a una vida nueva." (Prefacio de la misa).

Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org



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