domingo, 30 de abril de 2017

Comentario de las lecturas del III Domingo de Pascua 30 de abril de 2017

En este domingo III de Pascua las lecturas nos iluminaran acerca del Plan  misterioso de Dios , con el que nos salva de nuestros propios pecados y poder del maligno. Todo estaba previsto. Algunos detalles  se anunciaron desde hacía mucho tiempo y  se cumplieron en el instante determinado por Dios. De momento todo parecía absurdo, extraño, incomprensible. Pero al final todo se vería claro, se comprendería el porqué de muchas cosas que antes no se podían explicar. El Hijo de Dios es condenado a muerte, y la muerte se ejecuta de modo terrible e implacable. El que venía a librar a la Humanidad de sus ataduras es maniatado, el que venía a dar la vida a los hombres pasa por la humillación de morir abandonado. Pero Dios lo resucitó.

En este ciclo A las lecturas nos ayudan a vivir la Pascua en tres grandes líneas: a) la persona de Cristo Resucitado, b) la comunidad eclesial que da testimonio de él, y c) la vida pascual de cada creyente.
Así hoy se nos proclama: «Vosotros le matasteis, pero Dios le resucitó rompiendo las ataduras de la muerte» ( 1ª lectura), «Dios le resucitó y le dio gloria» (segunda), «es verdad: ha resucitado el Señor y se ha aparecido» (evangelio).
Este año, dentro de la comunidad apostólica que creyó en Cristo y dio testimonio de él, destaca la figura de Pedro, que se convierte en el principal predicador de Cristo, según los Hechos en sus primeros capítulos, y también en la carta que leemos y que lleva su nombre.
La primera lectura  del Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,14.22-33) , es un fragmento del primer discurso pronunciado por Pedro el día de Pentecostés.
Las predicaciones que encontramos en el libro de los Hechos son la proclamación del evangelio al mundo y manifiestan el sentido cristiano de la historia de salvación. Nos encontramos pues, en la predicación inaugural del cristianismo.
 Falta el exordio (Act 2, 15-21), la proclamación de la soberanía de Cristo y el llamamiento a la conversión (Act 2, 33-36 y Act 2, 36-41).
Pedro, después de haber considerado Pentecostés como un signo de la acción de Dios en el último período de la historia (2,14-21), se dirige ahora a los que formarán en seguida la primera comunidad mesiánica del NT (2,22-40). Pentecostés se nos aparece, en su riqueza interior, como principio de vida y de acción del reciente pueblo de Dios.
Nos encontramos primero con un resumen del ministerio público de Jesús de Nazaret (versículo 22), después con el relato de las circunstancias de su muerte, a propósito de lo cual evoca Pedro la responsabilidad de los habitantes de Jerusalén (versículo 23) y finalmente la proclamación (v. 24).
El centro de la predicación es Jesús, el Mesías, a quien «Dios ha constituido Señor y Cristo». Su presentación se hace en dos fases: primeramente, el servicio de la palabra y la muerte (22-25); en segundo lugar, la exaltación mesiánica, que culmina en Pentecostés (32-35). Entre estas dos fases, Pedro cita el Sal 16,8-11 y lo interpreta cristianamente (25-31).
Las referencias escriturísticos ponen de relieve que los primeros cristianos leían el Antiguo Testamento para encontrar en él el anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús .
El salmo 15/16, 10, primer texto citado, es probablemente uno de los más importantes sobre el que se apoyaron los apóstoles para justificar la resurrección propiamente dicha(vv. 25-28). En el v. 24, Pedro menciona el salmo 17/18, 6, sin duda a causa de la palabra-clave hades, común a las dos citas sálmicas. El salmista daba gracias a Dios por haberle permitido liberarse de la muerte: esta oración parecía, pues, perfectamente indicada para expresar los sentimientos de Cristo ante la suya.
En el v. 30 Pedro recurre al salmo 132/133, 11, que recuerda la promesa mesiánica, la fe en la resurrección se elabora a partir de esa esperanza.
En el v. 33 Pedro alude también al Sal 117/118, 16 (según la versión de los Setenta) que da a la resurrección el significado de una entronización (cf. también Act 5, 31). Los vv. 34-35 hacen referencia finalmente al Sal 109/110, en el que Dios invita a su Mesías a sentarse a su diestra. Pedro supone, pues, que ese Mesías ha recuperado su cuerpo.
Refiriéndose a los salmos de la esperanza mesiánica y davídica, San Pedro desentraña el significado teológico de los acontecimientos de la resurrección: la Pascua de Jesús ha sido la fiesta de su entronización mesiánica. Así, la muerte del Mesías no ha puesto fin a su misión, sino todo lo contrario; se amplía, y prueba de ello es que los cristianos viven un cúmulo de circunstancias (milagros, ágapes, liberación de la cárcel, etc) que son otros tantos signos de la era mesiánica.
Está claro que los argumentos escriturísticos no constituyen pruebas de la resurrección (como si la Escritura la hubiera anunciado de antemano). El apóstol no se preocupa, pues, por "probar" la resurrección partiendo de la Escritura: para hacerlo, ahí están los testimonios (v. 32), pero se sirve de la Biblia para desentrañar su significado.
Los oyentes son  personas que ya tienen la fe y están abiertos a una iniciativa mesiánica de Dios. Sería un error hablar así a los ateos: semejantes "pruebas" escriturísticas les arrancarían una sonrisa. Pero, en todo caso, la resurrección no se revela más que a hombres que, a falta de esperanza mesiánica, comparten, al menos, las esperanzas humanas y tratan de corresponder a ellas mediante el rechazo de toda suficiencia.
El discurso termina  con la afirmación de que Dios ha hecho a Jesús Señor y Cristo ), y de ese modo formula las conclusiones teológicas de su argumentación escriturística: toda la esperanza mesiánica y davídica del pueblo elegido se realiza en el misterio pascual de Jesús, misterio de su entronización como Mesías.
San Pedro intenta aclarar la condición celestial y trascendente del Mesías: las reivindicaciones mesiánicas formuladas por Jesús durante su vida terrestre están "acreditadas" (v. 22) con milagros y prodigios. Su resurrección está confirmada por el testimonio de quienes le han visto (v. 32) y su existencia celestial de Mesías está certificada por los dones espirituales derramados sobre la tierra, como todo el mundo puede comprobar (v. 33).
En apoyo de esta última prueba San Pedro cita el Sal 67/68, 19, que figuraba en la liturgia judía de Pentecostés y Jl 3, 1-2, mencionado ya el comienzo de su discurso. Los profetas habían prometido, en efecto, que el reino del Mesías podría ser reconocido en la efusión del Espíritu de Dios.
San Juan Crisóstomo comenta esta actitud de San Pedro:
«¡Admirad la armonía que reina entre los Apóstoles! ¡Cómo ceden a Pedro la carga de tomar la palabra en nombre de todos! Pedro eleva su voz y habla a la muchedumbre con intrépida confianza. Tal es el coraje del hombre instrumento del Espíritu Santo... Igual que un carbón encendido, lejos de perder su ardor al caer sobre un montón de paja, encuentra allí la ocasión de sacar su calor, así Pedro, en contacto con el Espíritu Santo que le anima, extiende a su alrededor el fuego que le devora»(San Juan Crisóstomo Homilía sobre los Hechos 4).

El responsorial es el salmo 15 (Sal 15,1-2a.5-.7.8.9.10.11)  que se clasifica en la categoría de los "Salmos del huésped de Yahveh". El hombre que ora aquí, vive en un mundo materialista, en que los cultos paganos han invadido la sociedad "tras los ídolos van corriendo".. se someten a sus "libaciones sangrientas". En esa época se inmolaban niños a Moloc. El autor denuncia esta increíble propagación del paganismo, sus prácticas y sus devastaciones.
Tentado, turbado, por el mundo circundante el salmista pide a Dios ilumine el sentido de su existencia como "pueblo separado", "pueblo elegido". Siente en el fondo de su corazón la seguridad de "tener la mejor parte". Su opción de creyente y practicante, lejos de ser un peso, una obligación onerosa, es para él fuente pura de dicha incomprensible para los paganos, y describe su vida de intimidad con Dios. Entonces todo el vocabulario de dicha aflora a sus labios: "mi refugio"... "mi dicha"... "mi heredad"... "mi copa embriagadora"... "mi destino"... "suerte maravillosa"... "mi herencia primorosa" "mi alegría"... "mi fiesta"...
Salmo de abandono confiado en el Señor desencadena una multitud de problemas llenos de dificultades y hace enloquecer la pluma de los estudiosos. Nos ayuda a «entrar» en el sufrimiento y en la alegría de un hombre.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: «Tú eres mi bien» (v. 1-2).
¿Quién es el personaje del salmo? Parece que un sacerdote al servicio del templo. De sus labios brota un esplendido canto de confianza y de paz, de alguien que ha apostado todo por Dios. Se ha «jugado» hasta su vida por él.
No se limita a gritarnos su propia alegría. Nos da también la clave de ella. Vuelto hacia el Señor puede decir: «Tú eres mi bien» (v. 2).
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano (v. 5). No se para a hacer inventario de lo que está en manos de los demás. El tesoro que le espera está en buenas manos (v. 5).
Tampoco se dedica a repasar la lista de las cosas que le faltan, a las que ha renunciado. Está demasiado ocupado en descubrir la belleza de lo que el Señor le ha regalado:
Los versículos 5 y 6 hacen alusión al hecho de que la tribu de Leví (aquellos que servían a Dios en el templo), en el momento de la división de Palestina, hecha por suerte, no recibieron territorio: su parte, su heredad, era Yahveh. (/Nm/18/20, Deuteronomio 10,9, Sirac, el sabio 45,22). En esta forma la "vida de los levitas", que vivían en el templo, se convirtió en un símbolo de intimidad con Dios: la tierra de Canaán, dominio sagrado de Dios, dado a su pueblo... la casa de Dios, dominio sagrado al que introdujo a sus huéspedes... anuncios proféticos de la "era mesiánica" en que Dios "morará con los suyos y ellos con El".
Agradecido dice el salmista «me ha tocado un lote hermoso» y a gritar que «me encanta mi heredad» (v. 6).
Es un lote que exteriormente puede parecer modesto y limitado. Pero me sobra. Es suficiente. Tengo mi cruz. Y también la de muchos otros. Puedo cultivar mis esperanzas y mis alegrías. Pero también las esperanzas y alegrías de los demás. Contiene mis afanes. Pero también las penas, los sufrimientos y las angustias de tantos otros hermanos. En definitiva estoy seguro de no mentir cuando exclamo:
Sin embargo, no es presuntuoso. Sabe a quién dirigirse. Sabe orar para descubrir los planes de Dios para él: «Bendeciré al Señor que me aconseja» (v. 7).
Ha aprendido un «ejercicio de piedad» fundamental: «Tengo siempre presente al Señor» (v. 8). Los resultados de este «ejercicio piadoso» son evidentes:
Con él a mi derecha no vacilaré.
 Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena (v. 8-9).
Porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (v. 10-11).
Nos queda la expresión final:
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (v. 11).

La segunda lectura  de la Primera carta de Pedro  (1 Pe 1,17-21) de la que este texto es parte, anima a los creyentes que se encuentran en un momento de particular dificultad (persecución de Nerón probablemente). De ahí que se recuerden los pilares de la fe: Dios es un juez justo (Rom 2, 11), pero también es un padre (Mt 6, 9). El temor de Dios nos ayudará a superar los peligros de nuestra marcha hacia la casa del Padre.
El hombre no sabe unir estos dos elementos en la proporción buena; pero solamente si tenemos en cuenta estos dos puntos nuestra vida puede ser tomada en serio.
Otro motivo para vivir santamente es el recuerdo del alto precio con el que hemos sido rescatados de una vida sin sentido y sin libertad. El verbo "rescatar" (lytroo) hunde sus raíces en el At, designando a Dios como el rescatador del pueblo. El rescate mesiánico se ha realizado en Jesucristo (1 Cor 1, 30; Col 1, 14) con la finalidad de hacer un pueblo de características nuevas (Ef 1, 14), pero no será pleno hasta el final de los tiempos (Ef 1, 14). Detrás de esta concepción teológica está la idea de "rescate" o precio pagado por la libertad de un prisionero.
Este precio ha sido nada menos que "la sangre de Cristo" (cfr 1. Cor 6, 20; Ap 5, 9).
Cristo es el verdadero "Cordero de Dios" (Jn 1, 29 y 36), sin mancha y sin pecado, que se ha ofrecido a sí mismo en sacrificio para satisfacer por todos los pecados del mundo y alcanzar así la verdadera libertad de los hombres. Todo lo que estaba ya prefigurado en el sacrificio del cordero pascual en el A.T. se cumple abundantemente en el sacrificio de la cruz (Mt 26, 28.).
Pues no sólo el A.T. sino toda la historia llega a su destino en Cristo, muerto y resucitado, que inaugura "el final de los tiempos". Es así como lo ha ordenado el Dios vivo, el Dios de la historia, desde toda la eternidad. Todo lo que estaba escondido en la voluntad de Dios se ha manifestado al final de los tiempos, en su Hijo que vino al mundo a cumplir su voluntad

El evangelio hoy es de San Lucas  (Lc 24,13-35) nos presenta una narración que parte de Jerusalén y termina en Jerusalén. Un mismo itinerario inversamente recorrido: de Jerusalén a Emaús (vv.13-32) y de Emaús a Jerusalén (vv. 33-35). Pero, para Lucas, Jerusalén es algo más que una ciudad. Es el lugar donde están los once y los demás. Jerusalén es el grupo creyente. Los dos de Emaús han abandonado el grupo y retornan a él.
Cuando retornan se encuentran con un grupo que ya cree en Jesús resucitado (v. 34). No son, pues, los dos de Emaús los que hacen que el grupo sea creyente. Este dato es importante a la hora de determinar el sentido del relato: éste no va en línea apologética (demostrar la resurrección de Jesús), sino en línea catequética (mostrar las vías de acceso a Jesús resucitado, cómo encontrarse con Jesús resucitado). Los destinatarios del relato no son los que rechazan la resurrección de Jesús, sino los cristianos que no han tenido el tipo de acceso que tuvieron los testigos presenciales. En los dos de Emaús estamos tipificados todos los cristianos que no hemos tenido el tipo de acceso a Jesús que tuvieron los testigos presenciales.
El episodio transmite, con un arte difícil de igualar, una experiencia humana única, en la que advertimos tanto el abatimiento y la desolación por lo que había acontecido a Jesús de Nazaret como el renacimiento de la esperanza gracias a una manifestación del resucitado. El encuentro (13-16) y el diálogo (17-27) permiten ver los límites de la fe que aquellos discípulos tenían puesta en Jesús. Veían en él a «un hombre y profeta poderoso» (19) que hubiera podido redimir a Israel como un nuevo Moisés -también llamado profeta poderoso en Hch 7,22-35-, pero no habían descubierto todavía que Jesús redimiría a Israel precisamente a través de su muerte y resurrección. Habían oído los rumores de las apariciones de los ángeles a las mujeres, afirmando que «Jesús estaba vivo» (v.23), pero no las habían creído. Haciendo camino (vv.25-27), Jesús les interpreta las profecías del AT, que anunciaban el sufrimiento del Mesías. Así les ayuda a aceptar que la pasión de Jesús era su camino hacia la gloria (26).

La escena en la que culmina la narración es -como en todas las apariciones del resucitado- la del reconocimiento: «se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (31) Eso ocurría cuando Jesús, al ser convidado a casa de uno de ellos, tomó la iniciativa de bendecir, partir y darles el pan. Jesús quiere que le reconozcan al principio de la cena, mientras él, bendiciendo el pan, cumple la función de cabeza de familia. Al descubrirlo los dos, se les hace invisible, porque su presencia gloriosa no es ya la misma que la de su vida terrena.
El final de la narración nos presenta a los discípulos corriendo a comunicar la noticia a los once y a sus compañeros (33). Los encuentran comentando lo que le había pasado a Simón: «Verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (34). La narración incorpora así otra aparición del resucitado, en este caso a uno de los once, aparición referida también en la primera carta a los corintios (15,5).
El texto responde a una pregunta que los cristianos nos hacemos, y que habiendo sido contestada, nos la volvemos a hacer, porque demasiadas veces olvidamos la respuesta: ¿Cómo podemos reconocer a Jesús? El relato es una catequesis de cómo podemos llegar a tener una auténtica experiencia del  resucitado.
*Lo encontramos en primer lugar en "la Palabra". Ellos comprendieron las Escrituras y se dieron cuenta de que ardía su corazón mientras les hablaba. Es meditando la Palabra de Dios y aplicándola en nuestra vida como podemos reconocer al Dios del Amor que Jesús nos anunció.
*En segundo lugar podemos encontrar a Jesucristo en la Eucaristía. A los discípulos de Emaús "se les abrieron los ojos y lo reconocieron.....y contaron cómo le habían reconocido al partir el pan". Pero hay un tercer lugar de encuentro que los cristianos necesitamos recuperar: la comunidad. No se puede ser cristiano por libre, necesitamos la Comunidad para crecer como creyentes. Los discípulos de Emaús rectificaron su camino y volvieron a Jerusalén, "donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que estaban diciendo: es verdad, ha resucitado el Señor". Tres lugares de encuentro y tres apoyos fundamentales para el cristiano: la Palabra, la Eucaristía y la Comunidad.
San León Magno explica el profundo cambio que experimentan los discípulos, en sus mentes y corazones:
«Durante estos días, el Señor se juntó, como uno más, a los dos discípulos que iban de camino y les reprendió por su resistencia en creer, a ellos que estaban temerosos y turbados, para disipar en nosotros toda tiniebla de duda. Sus corazones, por Él iluminados, recibieron la llama de la fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del pan, cuando estaban sentados con Él a la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada» (San León Magno Sermón 73).

Para nuestra vida.
El tiempo de Pascua hace más propicia, más profunda nuestra conversión. Y también que con la mirada del corazón puesta en estas escenas del tiempo posterior a la Resurrección podemos incrementar nuestra fe y nuestra esperanza.
En este tiempo pascual repetimos hasta la saciedad que Jesús ha resucitado y que está en medio de nosotros. Efectivamente, esta afirmación es el centro de nuestra fe, tal como se predicó desde un comienzo.
Sin embargo, hoy nos seguimos preguntando: ¿Cómo ver a Jesús? ¿Dónde verlo? La liturgia de este domingo gira sobre esta gran preocupación de todos los creyentes: encontrarse con Jesús y comprenderlo.
Muy valiosas las enseñanzas de San Pedro en la primera y segunda lectura. El relato de los Hechos de los Apóstoles da la misma doctrina que la Carta de Pedro y, en su contenido, parecen --casi-- el mismo texto. En ambas lecturas San Pedro trata de profundizar sobre la muerte y resurrección de Jesús en un contexto histórico determinado, para al superar dicho contexto testimoniar la fuerza de Dios y el poder de su Hijo.
Nuestro reencuentro con Cristo resucitado debe dar sentido evangélico a toda nuestra vida. En la medida en que seamos conscientes de nuestra unión responsable con Cristo, el Señor, estaremos en actitud de ser testigos de su obra redentora en medio de los hombres, con nuestras palabras, pero sobre todo con nuestra vida.

En la primera lectura resuenan palabras de alegría en boca de San Pedro: " Por eso se me alegra el corazón, exulta mi lengua y mi carne descansa esperanzada. Porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Estas palabras del apóstol Pedro, citando las Escrituras, son palabras que también nosotros podemos y debemos decir hoy nosotros con alegría pascual. Nuestro corazón está alegre y la esperanza llena nuestra vida, porque la muerte, nuestra muerte corporal, no será el final de nuestro existir, sino el paso necesario de este mundo material a un cielo nuevo, donde viviremos para siempre con Dios, nuestro Padre, gracias a os méritos de nuestro Señor Jesucristo. Desde esta lectura proclamada se nos invita a los cristianos a ser personas espiritualmente alegres, porque vivimos con el corazón lleno de esperanza. Las tristezas y los desasosiegos de este mundo nunca deben robarnos la alegría y la paz del alma. Vivamos para los demás, como Cristo vivió para nosotros, siendo mensajeros de la alegría y de la paz que Cristo nos ha regalado con su vida, muerte y resurrección. Cristo nos ha enseñado el camino de la vida; el mismo se proclama " Camino, Verdad y Vida". 
Esta alegría nace de la rotunda afirmación creída y proclamada por San Pedro "Dios lo resucitó". Es este el gran anuncio de Pedro el día de Pentecostés. Esta certeza transforma la vida de los discípulos. Así nace la comunidad cristiana, así nace la Iglesia. Sus características son: la cercanía a la realidad de las personas --la acogida-- como punto de partida; es Jesús y la Palabra de Dios como centro de la predicación; es el compartir la vida y los dones como base del compromiso para transformar este mundo según los valores del Reino. La catequesis, que debe estar presente siempre como proceso de formación en la fe de todas las edades, parte también de la experiencia de vida y del encuentro con Jesús "el desconocido caminante" que camina a nuestro lado. Jesús llena el vacío de nuestra vida. No celebramos la Eucaristía para cumplir una obligación que nos han impuesto. Participamos en la Eucaristía porque tenemos necesidad de Jesús, porque sólo El sacia nuestros anhelos y nuestra sed de felicidad. Pero busquémosle donde se le puede encontrar: en la Palabra de Dios, en el compartir el Pan de la Eucaristía y en la Comunidad de hermanos.

El salmo responsorial: nos invita a expresar esta confianza  alegre: " se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena" .
El presenta a un hombre tentado por el mundo circundante, por "los ídolos del país, sus dioses que tanto amé". Convertido al verdadero Dios, está turbado por el éxito y la prosperidad aparente de las grandes naciones paganas. El materialismo sin Dios es atractivo: "tras ellos van corriendo"... hay que armarse de valor para enfrentarse a una corriente de opinión. La gran tentación en todos los tiempos, ha sido el "sincretismo": esto es, juntar una pequeña dosis de "fe y una gran dosis de "materialismo"... algo de verdadera religión y algo de ídolos... un poco de Dios y mucho del dios Mamon, el dinero...
El salmo es para todos. Porque la alegría, la paz, la seguridad afectan a todos. El salmo 15 nos propone un test para la verificación de nuestra alegría.
El «refugiarse» descrito por el salmo, no es una evasión, una solución cómoda impuesta por el miedo. Es simplemente la «verdad» de quien puede gritar la propia alegría de ser verdadero.
Yo digo al Señor: «Tu eres mi bien» (v. 2).

En la segunda lectura San Pedro habla a la coherencia de vida: " Puesto que podéis llamar Padre al que juzga imparcialmente según las obras, de cada uno, comportaos con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación, pues ya sabéis que fuisteis liberados de vuestra conducta inútil" . El juicio de Dios siempre será un juicio misericordioso, porque su justicia es una justicia misericordiosa, pero nunca será un juicio indiscriminado. Dios quiere que también cada uno de nosotros pasemos por la vida haciendo el bien, como lo hizo el propio Jesús. No es lo mismo que hagamos obras buenas que obras malas, porque el que actúa con el espíritu de Jesús siempre debe intentar hacer las obras de Jesús y estas fueron obras buenas. Tomemos en serio nuestra vida de cristianos, de discípulos de Cristo, y vivámosla según el espíritu de Cristo. Los frutos del espíritu son distintos de los frutos de la carne, como nos dice san Pablo en más de una ocasión. Que nuestras obras sean fruto del espíritu, no de la carne, porque si vivimos con Cristo y por Cristo, resucitaremos con él.
Este texto da una excelente referencia a la creación de nuestra fe. Dice: "Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza".

El evangelio de este tercer domingo de Pascua nos muestra lo ocurrido a los discípulos de Emaús,  dos discípulos que, bajo el signo de la derrota que les entristece, vuelven a su antigua vida sin descubrir a Cristo que camina con ellos.
El episodio  de Emaús presenta unas imágenes que nos inspiran . Se nos El Señor camina a nuestro lado y no lo reconocemos. Muchas veces nos habrá pasado esto. Ver a Jesús, sin verlo, en cualquier episodio de nuestra vida. Y luego, al recapacitar un poco, descubriríamos que nos ardía el corazón en torno a ese hermano nuestro que sufría y nos necesitaba. Sin duda, era Jesús, pero no sabíamos verlo.
Nosotros nos preguntaremos si esta comunidad avanza con aquellos dos discípulos de Emaús, o si vivimos con la convicción de que, aunque invisible, se ha hecho visible en la misma realidad de nuestra vida.
Los de Emaús, caminaban sumidos en tristes pensamientos , mientras otro caminante se les acerca y les pregunta por la causa de su tristeza. Cuando le explican lo ocurrido, aquel desconocido les hace comprender que todo aquello estaba previsto en las Escrituras santas, era parte de los planes de Dios. Poco a poco iban entendiendo el sentido misterioso de aquella tragedia, se les disipaban gradualmente las tinieblas que les inundaban ahogándolos en un mar de tristeza. Les ardía el corazón al escucharlo, sin darse cuenta de quién era. Pero ellos le convencen para que se quede, pues ya es tarde y se echa encima la noche. Y él se queda, se sienta con ellos a la mesa y les parte el pan...
Fue entonces cuando lo reconocieron. ¡Era Jesús, el Maestro! ¡Estaba vivo! De improviso desapareció. Quedan atónitos. No podían quedarse allí. Se olvidan de que la noche ha llegado, y se vuelven corriendo a Jerusalén. El Señor ha resucitado, dicen enardecidos. Sí, le contestan, también Pedro lo ha visto. Desde ese momento el anuncio pascual se repite cada año, y despierta en nuestros corazones la alegría de saber que Cristo ha vencido a la muerte. La cruz no fue el final desastroso sino el comienzo feliz de esta historia que se inició en la Pascua y terminará al final de los tiempos, la historia de nuestra salvación.
A estos  dos discípulos de Emaús la fe en la resurrección de Jesús les cambió la vida. Cuando se les había nublado la fe, se les había nublado la alegría y la esperanza: nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió todo esto. A los discípulos de Emaús les pasó lo mismo que les había pasado a los demás discípulos de Jesús: antes de ver al resucitado andaban tristes y acobardados; después de verlo recobraron la alegría, la valentía y las ganas de vivir y predicar. También en nuestro tiempo, la fe o la no fe en la resurrección de Jesús nos cambia la vida, con todo lo que esto conlleva. Creer en la Resurrección es creer en la vida inmortal, una vida en la que viviremos para siempre, según el juicio misericordioso que Dios haga de cada uno de nosotros. No creer en la resurrección es creer que todo se acaba definitivamente para la persona cuando ésta muere corporalmente. Y, naturalmente, creer que esta vida mortal es todo lo que tenemos, o creer que esta vida temporal es sólo camino para otra vida inmortal, condiciona mucho nuestro actual estilo de vida.
El evangelio, es pues un magnífico ejemplo también de catequesis cristocentrica, nos ayuda a entender dónde y cómo podemos experimentar nosotros, después de dos mil años, la presencia misteriosa pero real de Cristo en nuestra vida. Lucas organiza la respuesta, en clave histórico-catequética, en tres direcciones.
Los que no le hemos conocido en persona, podemos descubrir a Cristo presente:
*a) en la Palabra. «Les explicó las Escrituras... ¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?
*b) en la Eucaristía: «Se les abrieron los ojos y lo reconocieron... y contaron cómo le habían reconocido al partir el pan»,
*c) en la comunidad: «Y se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que estaban diciendo: es verdad, ha resucitado el Señor».
La conversación del camino a Emaús se concluye con una invitación a compartir la mesa del atardecer. El compañero todavía desconocido, que había impresionado a los dos discípulos por la autoridad y conocimiento con que hablaba de las Escrituras, bendijo, partió y dio el pan. La Palabra se hizo comida, sacramento, y el amigo hasta entonces visible se hace invisible desde este momento. Los que habían visto sin conocer, ahora conocen sin ver. No son los ojos de la cara, sino los de la fe los que permiten ver resucitado a Cristo.
Se levantaron y desanduvieron el camino para ir al encuentro de los demás y comunicarles que habían reconocido a Jesús en el gozo de la fracción del pan. Solamente desde la experiencia pascual se puede entender la Palabra que se cumple en la Eucaristía.
Vivamos agradecidos de esta manera la relación entre Palabra u Eucaristia.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

No hay comentarios:

Publicar un comentario