lunes, 2 de enero de 2017

Comentario a las lecturas del Domingo de la octava de Navidad Santa María, Madre de Dios 1 de Enero de 2017

Comentario a las lecturas del Domingo de la octava de Navidad Santa María, Madre de Dios 1 de Enero de 2017

Hoy es un día bastante especial. La Iglesia celebra la fiesta de María, Madre de Dios; no es domingo. Pablo VI instauró también para hoy la jornada de la Paz; esto ha marcado la elección de la primera lectura y es bueno que se haga alusión al tema en el acto penitencial, las plegarias y el gesto de la paz. Se ha de tener todo en cuenta, y colocarlo en su debido momento; no es posible hablar de todo en profundidad pero tampoco pasar por alto ninguno de estos aspectos. La dominante es, sin duda, la fiesta de Santa María.
La definición de María como Theotokos (madre de Dios) en el concilio de Éfeso (433) es como una conclusión casi natural de los concilios de Nicea (325) y I de Constantinopla (381). El tema crucial de discusión en estos tiempos era la consideración de Cristo como hombre y Dios y el conflicto que existía en afirmar, en los términos de la época, la relación existente entre persona y naturaleza.
Nicea y I Constantinopla se esfuerzan en afirmar la naturaleza de Cristo como idéntica a la del Padre (homousios), consustancial al Padre; el hombre Jesús, es también Dios. Y será Éfeso el que afirme ya explícitamente que, al considerar la unidad inseparable de las dos naturalezas (divina y humana) en el Verbo, puede considerarse entonces a María como verdadera Madre de Dios.
La reflexión es una conclusión de una discusión antropológica y cristológica, que luego terminó derivando en un dogma mariano. Pero no por eso podemos dejar de considerar que en verdad María ha engendrado, misteriosamente, al Verbo hecho hombre, del cual afirmamos que es Uno con el Padre y el Espíritu.
Del Concilio de Éfeso debemos rescatar su esfuerzo por definir el misterio de la unidad entre las dos naturalezas, lo cual nos ayudará a pensar en Cristo verdaderamente hombre, comprometido a tal punto con la humanidad, que asume totalmente la condición humana desde su nacimiento.
El Verbo, por lo tanto, no es "aparentemente hombre". Jesús no se "vistió" de carne humana. Desde el misterio de la encarnación Dios es hombre... y la naturaleza humana ve en Cristo el proyecto de Dios hacia toda la humanidad. Cristo es, entonces, el modelo humano hacia el cual tendemos y el cual anhelamos.
En este sentido María se convierte en la madre del Verbo Encarnado, y en cuanto en él coexisten ambas naturalezas en la misma Persona Divina, ella es entonces verdaderamente Madre de Dios.
Obviamente, no se trata de afirmar la maternidad de María respecto de la divinidad en cuanto tal, sino su maternidad en respecto al Verbo Encarnado, histórico, revelador, mediador y liberador.
¿Podemos aclarar o explicar este Misterio? Si lo hiciéramos o pretendiéramos hacerlo, ya no sería tal.
Por lo tanto, solo nos queda sentirnos unidos a la tradición creyente que en su misma oración de los pobres repite "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros...". Y esto no es poco, porque la fe cristiana no puede basarse ni apoyarse únicamente en la racionalización de los enunciados; es también un creer histórico y una unidad en la fe de un pueblo que en la historia manifiesta lo que cree.
 
 
La primera lectura tomada del libro de los números (Nm 6,22-27): En medio de una serie de instrucciones para los sacerdo­tes, el libro de los Números, que sitúa a los israelitas al pie del monte Sinaí, aún reciente la experiencia de la Alianza, indica cómo deberá ser bendecido el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz.» La paz, el resumen de todos los bienes que puede desear un hombre, el conjunto de todos los beneficios que puede el hombre recibir de Dios, la meta última de todo lo que Dios está haciendo por su pueblo: un hombre en paz consigo mismo y con sus semejantes; un pueblo en el que reina la paz entre sus miembros y que vive en paz con sus vecinos.
Esta formula de bendición que Moisés, en el texto, dicta a Aarón debe ser considerada como lo que es, una fórmula litúrgica. Esa es la razón por la que Yahvé se la inspira a Moisés y éste a Aarón, para darle toda la relevancia y solemnidad necesarias. Sabemos que en ella podemos rastrear expresiones de otros textos bíblicos, de salmos especialmente (cf 121,7-8; 4,7; 31,17; 122,6). Tres veces se repite el nombre de Dios, de Yahvé. Y se pide la bendición que guarde al pueblo, que ilumine con su rostro. Hay toda una teología bíblica del “rostro de Dios” que ha influido mucho en la espiritualidad y en la verdadera actitud cristiana del seguimiento. Buscar el rostro de Dios, el que Moisés no podía mirar, se convierte así en la fórmula teológica de un Dios salvador y misericordioso, protector de Israel y dador de la paz. La paz que era lo que el pueblo podía desear más que otra cosa, sigue siendo el don maravilloso para el mundo.
El pueblo de Israel tendrá que completar un largo proceso que empezó con la salida de Egipto y la liberación de la esclavitud, llegar a la tierra que Dios le va a entregar, organizar una sociedad en la que nadie sea esclavo de nadie y establecer unas relaciones de amistad con sus vecinos.
La paz es, por tanto, la meta; pero en nombre de la paz no se puede eludir el proceso: para llegar a la meta no hay más remedio que recorrer todo el camino. El fin último no es la liberación, sino la paz, pero la paz es incompatible con la opresión y la injusticia.
 
El responsorial es el salmo 66 (Sal 66,2-3.5.6.8) Salmo -de tres estrofas con estribillo intercalado- parece un comentario poético a la bendición sacerdotal de Núm 6,24-27: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia; que vuelva a ti su rostro y te dé la paz» [es la bendición de Aarón).
Es una acción de gracias por la cosecha que ha sido abundante y, al mismo tiempo, una plegaria pidiendo a Dios que continúe mostrando su bondad por medio de nuevos beneficios: La tierra ha dado su fruto, que el Señor nos bendiga. Además, este salmo -cosa no frecuente- tiene una fuerte resonancia universal. El salmista, tanto cuando se refiere a la alabanza divina como a los beneficios de Dios, no piensa únicamente en su pueblo, sino también en las otras naciones: Que todos los pueblos te alaben, que todos los pueblos conozcan tu salvación.
El salmista inicia su poema comentando la bendición sacerdotal de Núm. 6,24-27, dando una proyección universalista. La benevolencia divina se manifiesta en el resplandor de la faz de Yahvé sobre los suyos; se dice de Dios que «aparta su faz» cuando priva a alguno de su protección; y, al contrario, cuando dispensa a alguno su ayuda y protección se dice que su faz brilla sobre él. El salmista aquí considera al pueblo elegido como vehículo para dar a conocer los caminos o modos de proceder de Dios para con los pueblos. La protección dispensada a Israel será como una lámpara que atraerá la atención de todas las gentes hacia Dios. La glorificación del pueblo elegido será una prueba de que Dios protege a los que le son fieles, y en ese sentido es un reclamo para dar a conocer sus caminos.
(vv. 2-3). Se pide la bendición. Iluminar o hacer brillar el rostro es mostrarse afable, benévolo. El rostro como expresión auténtica de la persona.
El camino es la conducta de Dios, su modo regular de obrar; es, sencillamente, la salvación. Este camino se hace patente en la bendición para todos los que quieren mirar y aceptar.
 (vv. 5-6). La segunda estrofa amplifica el tema del himno, insistiendo en el horizonte universal del gobierno divino y de la alabanza humana. Todas las gentes deben sentirse felices y exultantes, porque es el propio Dios quien lleva las riendas del gobierno en el mundo, y, en consecuencia, sus decisiones tienen que llevar el sello de la equidad y de la justicia. Ello debe dar seguridad a sus fieles que se conforman a las exigencias de su Ley. Esto que se manifiesta en la historia de Israel, debe ser reconocido por todas las naciones, vinculadas al pueblo elegido en virtud de la bendición de Dios a Abraham sobre todas las gentes (Gn 12,2). Por eso se invita a todos los pueblos a unirse en alabanza del Dios omnipotente y justo, que gobierna el mundo conforme a sus designios salvadores. Así, la reacción de las naciones, dispuestas a celebrar la guía del Dios universal y su gobierno justo, ocupa el centro de la segunda parte del Salmo (vv. 5-6).
 (vv. 7-8). La benevolencia divina se ha manifestado concretamente en la abundancia de los frutos de la tierra. El salmista, agradecido por los beneficios recibidos, vuelve a implorar la bendición divina para su pueblo. Todos los habitantes de la tierra, desde sus más remotos confines, deben reconocer reverencialmente este poder superior de Dios, que gobierna el mundo con equidad (v. 8). 
 
La segunda lectura de la carta a los gálatas  (Ga 4,4-7) es, históricamente, el primero que hace mención de María y se encuentra en su carta a los Gálatas escrita, probablemente, en Éfeso en el año 54, durante el tercer viaje de su misión apostólica. Pablo dirige esta carta a una región, a un conjunto de iglesias, ubicadas en Galacia, lo que es hoy Turquía, fundado por el un grupo étnico llamado los Celtas, los Galos, quienes tenían fama de ser volubles y cambiantes, en específico a las iglesias de Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra, y Derbe, mismas que fundó en su primer viaje misionero.
Falsos maestros judaizantes estaban pervirtiendo el Evangelio de la gracia, engañando a unos Gálatas volubles e inestables, poniendo no peligro no solo la fe de los Gálatas, sino que el corazón mismo del Evangelio es “la justificación por la fe”, “la salvación por fe, y no por obras”. Y estos judaizantes estaban enseñando que para ser salvo, la fe en Cristo no era suficiente, sino que además necesitabas cumplir la ley.
Los Gálatas estaban cayendo en el error del legalismo, de la religiosidad, del ritualismo, estaban comprando la idea que regresar a la ley era señal de madurez, de espiritualidad superior, creí por fe, Dios me encontró cuando yo no le buscaba, pero, ahora, ya he crecido, he madurado, de tal manera que ya puedo por mí mismo a través de rituales y la ley sostenerme delante de Dios, le puedo demostrar a Dios que ya no me tiene que ayudar tanto porque ahora ya crecí y me las puedo arreglar solo, pretendiendo justificarse delante de Dios cumpliendo la ley
San Pablo intenta mostrarles cómo es todo lo contrario, regresar a la ley no es avanzar, sino retroceder, abandonar la gracia y regresar una vez más a la ley o al legalismo, a las obras, no es ganar mayor espiritualidad, sino regresar a la esclavitud de las obras, al vernos incapaces de alcanzar el estándar de perfección que Dios demanda.
San Pablo está respondiendo a la pregunta, ¿qué es lo que salva a una persona? ¿Cómo una persona puede estar en una relación correcta con Dios? A la cual Pablo tiene una sola respuesta: Es por fe. El único camino a la salvación que ofrece la Biblia, la Palabra de Dios, es la fe.
Nos recuerda cómo venimos a Cristo por su pura gracia, Cristo nos salvó no por nuestras obras, no cuando lo estábamos buscando, sino, que fue por su pura misericordia que nos alcanzó, a nosotros solo nos tocó oír con fe, creer en su testimonio.
 San Pablo explica como hay una promesa y un pacto con Abraham, y un pacto con Moisés, cómo son dos pactos diferentes, con diferentes términos y características, los cuales no se contraponen, sino que más bien se complementan. Como las promesas de Dios a Abraham son irrevocables e incondicionales, y fueron cumplidas en Cristo.
La ley de Moisés que vino siglos después de la ley, no fue traída para reemplazar la promesa a Abraham, sino con funciones específicas y con una duración temporal, hasta que llegara Cristo, su función era revelar el pecado y mostrarnos la necesidad de un salvador, fue cuidarnos hasta que llegar la promesa, la cual era Cristo, y una vez llegado Cristo,  nosotros llegar a Cristo, la ley no sería necesaria.
Fijémonos en las referencias que se hacen a María en el texto.  María no es nombrada por su nombre propio, pero la mujer en cuestión, no puede ser otra que ella. San Pablo hace de esta mujer la garantía más cierta y más segura sobre la humanidad del Señor. María aquí es insoslayable en cuanto a la encarnación del Hijo. Esta encarnación es la que, precisamente, nos trae la salvación, y que, de hecho, nos eleva a la dignidad de hijos. El gran valor de este texto es que se escribió en estilo y forma “paralelística”. El paralelismo es un procedimiento literario que toma la forma de U y mantiene dos partes simétricas en ambas ramas que, recíprocamente, se aclaran. Lo más simple es reproducir Gálatas 4, 4-7 en la forma paralelística. Se ve claramente que las diversas partes de cada rama están entrelazadas entre sí y así lo confirma el texto: cuando nace Jesús de una mujer, es cuando nosotros nacemos como hijos de Dios. El vínculo es el de causa, el nacimiento de Jesús, a efecto, nuestro nacimiento como hijos de Dios. Cuando María es escogida para ser Madre de Dios, también nosotros somos escogidos entonces para ser hijos de Dios y poseer el mismo Espíritu de Jesús y como Él, ser capaces de poder llamar a Dios: “¡Abba, Padre!”.
También este paralelismo tiene dos partes: la primera es descendente y comprende a todos cuantos intervienen en la salvación: Dios, el Padre, el Hijo, y la mujer que lo recibe. La segunda parte, o rama, es ascendente y la forman los salvados que estaban todos bajo la ley y que reciben el Espíritu Santo: Nosotros “para que se nos conceda la adopción filial”. Vosotros: “prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha puesto en vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama: “Abba Padre”. A ti: “ya no eres esclavo sino hijo y por tanto, heredero de Dios”. Toda esta gran hazaña de la salvación ha sido posible porque el Hijo, en la plenitud de los tiempos, nació de una mujer y esta mujer es María. Los lazos con que Jesús nos salva, son tan fuertes, que con razón, podemos proclamar que formamos con Él una sola familia: “tenemos un mismo Padre, estamos habitados por el mismo Espíritu que el Hijo; somos llamados hijos y tenemos a Jesús por hermano y a María por madre”.
Y prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «Abba! ¡Padre!»”. La adopción filial constituye el motivo por el que Dios nos comunicó el Espíritu de su Hijo. El final de los tiempos no sólo trajo consigo la misión del Hijo al mundo; a aquellos que son hijos de Dios por la fe les trajo también el bien prometido: han recibido el don escatológico del Espíritu.
Dios envió el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones. No sólo, pues, hemos sido colocados en la situación privilegiada de hijos de Dios, sino que en lo más íntimo de nuestro ser, en nuestro corazón, estamos poseídos por el Espíritu de Jesucristo. Y su Espíritu es «Espíritu de filiación» (Rom 8,14ss); él es quien nos da la actitud que conviene al hijo frente al padre: la obediencia llena de fe. Este Espíritu viene en auxilio de nuestra debilidad (Rom 8,26). Transforma nuestro interior, da al hombre un corazón nuevo y un nuevo espíritu.
“Así que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios”.
El clamor del Espíritu de Dios que habita en nuestros corazones hace patente que ya no somos esclavos, sino hijos, pues el Espíritu testifica «que somos hijos de Dios» (Rom 8,16). Pablo usa la segunda persona del singular para que todos, individualmente, caigamos en la cuenta. En la filiación de cada individuo ha alcanzado la misión de Dios su objetivo último. Gracias a la misión de Cristo todos estamos capacitados fundamentalmente para pasar a ocupar el lugar de hijos de Dios (4,4s). Por la infusión del Espíritu de Cristo en los corazones de los fieles, los «bautizados en Cristo», los verdaderos hijos de Dios (cf. 3,26-28), cada individuo en concreto llega a adquirir conciencia de su filiación divina. Ahora su tarea consiste en vivir lo que es, en mostrarse, a lo largo de su vida, como hijo de Dios: «los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom 8,14). El niño se abandona con fe a la guía del padre, le mira con espíritu de filiación, no con miedo servil. Quien es hijo es también heredero. Quien por Cristo y por su Espíritu ha llegado a ser hijo de Dios es también heredero de la promesa. Ya no es esclavo, sino hijo que tiene derecho a la herencia. Ya no es un menor de edad sometido a un tutor, porque el tiempo se ha cumplido y la herencia está en su mano.
Es sólo Dios, su inclinación graciosa, quien nos da la herencia, no el obrar humano realizado como prestación. «En Cristo» tenemos asegurada la herencia. «Siendo hijos, somos también herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, con tal, no obstante, que padezcamos con él, a fin de que seamos con él glorificados» (Rm 8,17). Al final de los tiempos, Dios revelará la gloria de su Hijo ante todo el mundo.
 
El evangelio de San Lucas (Lc 2,16-21) hoy se nos propone la continuación del relato del nacimiento de Jesús, que se leyó la noche de Navidad, que se compone de tres partes (1ª vv.1-6; 2ª vv. 7-14; 3ª vv. 15-21). Nos permitimos señalar que esta tercera parte del relato de Lucas tiene un cierto sentido por sí mismo, en cuanto muestra la respuesta humana al momento anterior que es todo él mítico, revelador, divino, angelical y extraordinario. Los pastores ¿qué harán? ¿buscarán al Salvador? ¿dónde? ¿es suficiente el signo que se les ha dado? ¡Desde luego que si!, lo buscarán y lo encontrarán. Pero lo buscarán y lo encontrarán con el instinto de los sencillos, de los que no se obsesionan con grandezas; diríamos que lo encontrarán, más bien, por instinto profético. El narrador no deja lugar a dudas, porque quiere precisamente mostrar la respuesta humana al anuncio celeste. Los pastores se dicen entre ellos algo muy importante: «lo que nos ha revelado el Señor”. Y se van derechos a Belén ¿a Belén? ¿era esa acaso la ciudad de David? Sí; lo fue, pero ya no lo era de hecho, porque Jerusalén había ganado la partida. Pero como por medio está el anuncio del Señor, recuperan el sentido genuino de las cosas. Y van a Belén, de donde procedía David, para “ver” al Mesías verdadero. Es verdad, todo es demasiado ajustado al proyecto teológico de Lucas, que quiere poner de manifiesto el designio salvador de Dios.
El texto nos habla de la vida de María y su fe -su adhesión al plan de Dios encarnado en Jesús- se acercan más a la de los cristianos de a pie que se debaten entre dudas y preguntas, entre incertidumbres y contradicciones.
En los dos primeros capítulos de su Evangelio, Lucas lo pone de relieve: Los pastores , acogiendo en su corazón la palabra del ángel, «fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho del niño.
Todos los que lo oyeron se admiraban de lo que les decían los pastores. María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándola en su interior» (Lc 2,l6ss). No basta oír, hay que meditar. Las decisiones personales salen de dentro del corazón. Además, cuando el corazón deja de escucharse siempre a sí mismo y sale de sí mismo, se da cuenta de cuántos problemas hay a su alrededor y halla fuerzas para encontrarse con la novedad del amor de Dios manifestado en Jesús que se nos entrega, portador de la vida y de la paz.
La noticia de un Mesías, niño, acostado en el pesebre, coge de sorpresa a todos. Aquello no entraba en el programa de la teología de entonces. ¡El Mesías, el Salvador, el heredero del trono de David su padre, acostado en un pesebre! ¡El hijo del Altísimo sumergido en la debilidad humana: un tierno niño, compartiendo ya desde el principio la condición de los humil­des y pobres de la tierra!.
Al imponerle al Niño el Nombre, en la circuncisión, José ejerció el derecho y el deber del padre. "Tú le pondrás por nombre Jesús" (Mt 1,22). Así se lo había mandado el ángel. En el lenguaje de la Biblia dar el nombre significa tomar posesión de lo que se nombra: "Dios llama por su nombre a las estrellas; Jesús llama a Simón, hijo de Juan, "Cefas". José así, se hace responsable del Niño, Jesús, en su misión mesiánica de Salvador. "Al cumplirse los ocho días, cuando tocaba circuncidar al Niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción" Lucas 2,21.
Jesús significa Dios que salva de todo mal. A todos los hombres, de todos los males, que en el fondo, son privación de la plenitud de la vida verdadera, corporal, espiritual, psicológica, moral. Nos libra del error y la ignorancia, nos fortalece en las tristezas, nos conforta en el dolor. Y nos sigue librando hoy y ahora, en la Eucaristía, donde "tiene piedad y nos bendice, e ilumina su rostro sobre nosotros" (Salmo 66).
 
 
Para nuestra vida.
 
Hoy es un día de bendiciones: comienzo del año civil en la mayor parte de los países del mundo, el penúltimo año de este segundo milenio, desde que la humanidad cuenta el tiempo a partir del nacimiento de Jesús. Comenzamos bendiciéndonos, invocando sobre el mundo y sobre nosotros mismos la misericordia de Dios encarnada en Jesús, el hijo de María cuya maternidad divina hoy celebramos; invocando al "príncipe de Paz" (Is 9, 5).
 
La primera lectura es el pasaje conocido como la "bendición araonítica", contenida en el libro de los Números en medio de prescripciones rituales para los sacerdotes del AT. Así debía ser bendecido el pueblo por sus sacerdotes, invocando sobre él la presencia protectora, luminosa, favorable y pacificadora de Dios. No es un simple deseo de buena voluntad; es la confianza en el poder de la Palabra de Dios confiada a sus intermediarios, los sacerdotes, servidores del pueblo.
El texto que se ha escogido del libro de los Números, está orientado, hoy especialmente, por  la bendición que se pide a Dios. Esa bendición es la paz. En las lenguas semitas, con la raíz shlm —de donde deriva shalom-paz— se indica una dimensión elemental de la vida humana, sin la cual ésta pierde gran parte de su sentido, si no todo. Con la palabra paz se indica “lo completo, íntegro, cabal, sano, terminado, acabado, colmado”. La paz, así entendida, designa todo aquello que hace posible una vida sana armónica y ayuda al pleno desarrollo humano. En los textos, sin embargo, no aparece siempre con este significado tan denso. De ahí viene la palabra griega eirênê. Desde luego, desde el punto de vista bíblico, la paz, e incluso la “pax” como término latino, no es solamente el orden establecido. Es un don mesiánico, implica necesariamente ausencia de guerra. Pero es, sobre todo, un estado de justicia y fraternidad.
 
El salmo responsorial prolonga el tema de la bendición de la primera lectura con un acento universalista que cae muy bien en este día, primero del año, en el que percibimos fuertemente la fraternidad universal, sobre todo si pensamos en la Jornada Mundial por la Paz que la Iglesia viene celebrando cada 1º de Enero desde hace varios años. ¿Qué mejor bendición para la humanidad, para todos los pueblos, para cada uno de nosotros, que la instauración de un orden mundial justo y pacífico?
 
 “Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer”
En estas palabras evoca Pablo, de manera concentrada como es usual en sus escritos, no solamente la madurez a que ha llegado la historia de la humanidad, hasta el punto de hacerse Dios presente en ella a través de su Hijo, sino la plena humanidad de Jesús, hijo de María -una mujer-, cuya maternidad divina hoy celebramos, y sometido a la ley de su pueblo para liberarnos del yugo de toda ley inhumana. La plenitud de los tiempos no es un momento de madurez de la humanidad. La plenitud es obra de Dios.
Después del Concilio de Éfeso (431) santa María es invocada con el título de Madre de Dios tanto en Oriente como en Occidente. La liturgia romana le dedicó la fiesta más antigua de María en la octava de Navidad. La historia olvidó esta fiesta y Pablo VI la recuperó "para recordar el papel que María tuvo en este misterio de salvación y alabar la dignidad singular de que goza 'aquella por cuya maternidad virginal ... hemos recibido ... a Jesucristo, el autor de la vida' (colecta)" (Marialis Cultus, 1974). María siempre presente a lo largo de todo el Adviento y las fiestas de Navidad. La celebramos hoy en el núcleo central de su misterio: Madre de Dios (Theotokos), cf. Lumen Gentium 53. La Iglesia siempre ha visto una unidad llena de delicadeza entre la maternidad divina de María y su santidad única (Verbum Dei corde et corpore suscepit).
 La imagen de la Virgen María sosteniendo a su Hijo Jesús en sus brazos, repetida de tantas formas en nuestra tradición iconográfica y en la de los pueblos cristianos, expresa ya todo el misterio que celebramos hoy. María concibió a Jesús y le amó como nadie le ha amado. Ese amor no consistió en un simple sentimiento sino que la hizo generosa, activa y fiel al servicio de Jesús y siempre a su lado incluso en los momentos más difíciles. Y a la vez, su amor fue Don del Espíritu que la hizo santa e inmaculada. La comunión íntima de María con Jesús tiene un momento último: ella nos lo ofrece a todos nosotros, y así es como se manifiesta Madre de la Iglesia.
La Palabra, nacida en Israel, ha llegado a su plenitud en Jesús, y ha roto todos los moldes. Se ha anunciado al mundo entero, a judíos y gentiles, libres y esclavos, y nos ha mostrado quiénes somos: no simples cumplidores de la Ley, sino hijos y herederos.
Pablo mira desde atrás, con la vista puesta en el único autor del futuro del hombre: Dios. “Sólo con ojos de redimido puede llamar plenitud de los tiempos” al momento de la Encarnación. El proyecto de Dios tiene un objetivo primordial: la liberación del hombre. Dios, fiel a sí mismo, hace al hombre libre. La primera es su Madre Santísima, primera entre los salvados y única en la obra de Dios.
Es la síntesis y la esencia del mensaje de la Navidad.
En el texto San Pablo  nos recuerda como la promesa de Dios fue dada para darnos libertad plena a diferencia de la ley, la cual nos encierra, nos cuida con un látigo, nos esclaviza, nos cierra la puerta, dejándonos fuera, no así la fe, la cual nos hace a todos Hijos de Dios por igual, nos reviste de Cristo, dándonos libertad plena de la condenación de la ley, librándonos del elitismo y dándonos el mismo nivel de acceso a Dios, a su gracia y bendición a convirtiéndonos por la fe en hijos legítimos de Abraham.
  En el texto vemos este problema desde una perspectiva diferente, ahora Pablo enfoca el tema en aquel que vive su cristianismo de acuerdo a la promesa y aquel que lo vive de acuerdo a la ley, y cómo esto afecta directamente a su relación con Dios, cómo aquel que vive bajo la ley y aquel que vive bajo la gracia, tiene o la relación de de un esclavo o la de un hijo respectivamente, cómo los que pretenden relacionarse con Dios a través de reglas y legalismo están en una situación aún peor que la de un esclavo.
La libertad de los cristianos no tiene un fundamento simplemente jurídico; se afianza en el hecho de que somos hijos y, por lo tanto, herederos, porque así lo ha querido Dios. Y éstas, nuestra filiación divina y nuestra libertad de hijos y herederos, se fundan en el haber enviado Dios a su hijo Jesucristo "cuando se cumplió el tiempo... nacido de una mujer, nacido bajo la Ley para rescatar a los que estaban bajo la Ley".
Cuando Pablo recuerda esta nueva forma de existir, hace al mismo tiempo una llamada apremiante a todos los lectores para que pongan en práctica, en obediencia de fe, esta actitud filial.
El Espíritu clama al Padre: Abba!, ¡Padre! Se ha apoderado de nosotros con tanta fuerza que ya no es nuestro yo quien ora al Padre, sino el Espíritu del Hijo de Dios. Más tarde, Pablo dirá que nosotros clamamos «en» ese Espíritu: «Abba!, ¡Padre!» Es la fuerza creadora divina la que nos hace capaces de orar filialmente. Pablo no renuncia a la forma aramea del nombre de padre, tal como la usó Jesús dirigiéndose a su Padre (Mc 14,36). Es una fórmula íntima que corresponde más o menos a nuestro «papá». Así se dirigían los hijos a sus padres. Ningún judío se hubiera atrevido a dirigirse así a Dios. Sólo Cristo, como Hijo de Dios, pudo atreverse a dirigirse a Dios sin rodeos, como padre. Al hacerlo, no olvida que Dios es nuestro padre en los cielos (Mt 6,9). ¡Gran misterio de salvación, celebrado en esta Navidad!.
 
El primer Evangelio del año evoca la figura de los pastores que van a adorar a Jesús recién nacido. No son las figuras simpáticas y acarameladas de nuestros pesebres y avisos publicitarios. Son hombres rudos, con fama de ladrones, de sucios. Considerados "impuros" entre los judíos del tiempo de Jesús, y peligrosos entre los demás habitantes del imperio romano. A ellos, en representación de todos los excluidos de la tierra, les fué comunicada la buena noticia del nacimiento de Jesús, "un salvador, el mesías, el Señor", como leímos en días pasados. Ahora escuchamos que ellos van corriendo a contemplarlo, que cuentan la revelación de que fueron testigos, que se vuelven a su lugar glorificando y alabando a Dios.
El texto concluye con tres afirmaciones importantes:
1) Cuando nace el Hijo de Dios, hablan los ángeles, los pastores, los reyes venidos de Oriente. Hablarán Simeón y Ana en el templo. Sólo María calla, absorta en el misterio. Sólo la Madre guarda silencioMaría -comenta Lucas- conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su interior.» Difícil de digerir la escena; por eso María tendría necesidad de meditar en su interior estos acontecimientos, que rompían los esquemas que se ha­bían trazado sobre el mesías venidero.
Sólo María calla. Dios habló a Abraham y a Moisés y envió a los Profetas para que hablaran a nuestros padres. Ahora, en esta etapa final nos ha hablado por su Hijo (Hb 1,1).
2) Que el niño fue circuncidado al octavo día de su nacimiento, es decir, que se cumplió en él lo que prescribía la ley judía, para que algún día nosotros pudiéramos liberarnos de ritualismos inútiles. Él se sometió a la Ley "para rescatar a los que estaban bajo la Ley", como dice San Pablo en la segunda lectura.
3) Que le pusieron, ese mismo día de su circuncisión, como acostumbraban los judíos, el nombre de Jesús, que el ángel había anunciado que llevaría. Un nombre que significa nada menos que: "Dios es salvador"; todo un programa de vida para el niño, y para nosotros sus discípulas y discípulos en este año que hoy comenzamos.
Digamos, finalmente, una palabra sobre la jornada mundial por la paz que hoy celebra la Iglesia. La paz es, por una parte, un don de Dios, de su Espíritu. Por eso hay que pedirla fervientemente en la oración: paz entre las grandes religiones de la tierra, entre las razas y las naciones, entre los hombres y las mujeres de todo el mundo, de todas las edades y de todas las lenguas. Paz entre los iglesias cristianas, para que lleguen a conformar algún día la gran Iglesia, la única Iglesia de Jesucristo, para que todos crean. Paz como fruto de la justicia, pues mientras permanezcan las desigualdades abismales entre los pocos ricos del mundo y los millones y millones de pobres, es muy difícil que haya paz. La paz es, por tanto, tarea nuestra: se funda en la justicia de nuestras relaciones, en el respeto por cada uno de los seres humanos, en la defensa de su dignidad y en la plena realización de sus derechos.
Un programa político, cultural, social, religioso, familiar.
"Bienaventurados los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos de Dios!" dijo Jesús, nuestro Señor.
¿No es un programa para nosotros este año, seguir el ejemplo de los pastores? ¿No somos, como ellos, indignos de haber sido llamados a la fe en Jesús, pero agraciados porque Dios no ha tenido en cuenta nuestra indignidad?
 
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario