Comentario a las lecturas del Domingo XVIII del
Tiempo Ordinario. 31 de julio de 2016.
El mensaje
bíblico de hoy es una invitación a relativizar en nuestro corazón valores como
el dinero -que es el que hoy directamente se nombra-, pero también otros como
el poder, el éxito, el prestigio, el placer, la buena vida. La tentación de la
avaricia, de la ambición exagerada, de la idolatría de la riqueza, van
directamente contra el primer mandamiento: "no tendrás otro Dios más que a
mí".
La
primera lectura es del libro del
Eclesiastés (Ecl
1,2; 2,21-23). Eclesiastés o Cohelet que
es el término con que los judíos designaron al
libro sapiencial que sigue en la Biblia a Proverbios. Es el apelativo que el
mismo texto sagrado da al autor de las sentencias que en él se contienen. Los
LXX lo tradujeron por Εκκλησιαστής, vocablo en que se inspiró San Jerónimo para darnos el título con que
ordinariamente lo designamos los cristianos.
Vanidad de vanidades y todo vanidad es el pensamiento con que el
Eclesiastés abre su libro, el que irá aplicando a lo largo del libro a aquellas
cosas que prometen al hombre la felicidad, y con el que pondrá punto final a su
obra. "Si los poderosos — comenta San Juan Crisóstomo —, los que gozan de
autoridad, comprendieran la verdad que esta sentencia del sabio encierra, lo
escribirían en todas las paredes y en sus mismos vestidos; en las portadas de
sus casas la harían grabar. Porque son muchas las meras apariencias, las
imágenes falsas que engañan a los incautos, es preciso recordar cada día este
verso saludable, y en los banquetes y en las reuniones susurrarlo cada uno a su
prójimo y escucharlo con gusto de él, porque realmente vanidad de vanidades y
todo vanidad." (San Juan Crisóstomo. Paraenetica ad Eutropium).
"¿Qué
le reporta al hombre todo su esfuerzo y todo lo que busca afanosamente bajo el
sol?". Nuevas
consideraciones convencen a Cohelet de la vanidad de
las riquezas. En primer lugar,
quien trabajó, tal vez con sudores, cuando llega la hora de la muerte, tiene
que dejar el fruto de sus trabajos a sus herederos, sin que pueda llevarse más
allá del sepulcro nada de cuanto con sus afanes logró acumular.
Es el
pensamiento que frecuentemente tortura a quienes consumieron su vida en el afán
de conseguir bienes terrenos. Pero hay además incertidumbres que aumentan esa
desilusión: ¿irán a parar sus riquezas a manos de un sabio, que hará con ellas
honor a sus antepasados, o a las de un necio, que disipará en poco tiempo la
herencia que sus padres le legaron? Esto último acaeció a Salomón con su hijo Roboam, a quien el Targum aplica
estos versos.
"Porque
un hombre que ha trabajado con sabiduría, con ciencia y eficacia, tiene que
dejar su parte a otro que no hizo ningún esfuerzo". No solo la
codicia le obsesiona, igualmente le desilusiona el pensamiento de que riquezas
conseguidas con su inteligencia y destreza sean heredadas tal vez por quienes
no pusieron en su consecución ni el más mínimo esfuerzo.
El
responsorial es el salmo 89 (Sal 89,3-6.12-17) Es uno de los llamados salmos reales. Estos salmos tienen dos modalidades:
algunos salmos que hablan sobre el rey de Israel y otros que muestran la
realeza divina. La tradición de ambos grupos de salmos es davídica en el
sentido de que se apoya tanto en la elección divina del Rey David como en la
promesa que Yahveh le hizo sobre la perpetuidad de su dinastía. Inicialmente
usados para la consagración de reyes o para ceremonias reales, con la caída de
la monarquía son reutilizados en sentido mesiánico. Los más representativos son
el Salmo 2, el 45, el 89 y el 110 (para los directamente relacionados con la
dinastía davídica).
En
este salmo, un himno al Señor rey del universo (vs. 1-18) y una evocación de
las promesas hechas a David y a su descendencia (vs. 19-37) sirven de base para
una súplica en favor del rey (vs. 38-52). El salmo fue compuesto probablemente
hacia fines de la época de los reyes, cuando el creciente poderío de Babilonia
se había convertido en una grave amenaza para el reino de Judá.
El hombre
de la Biblia en ningún instante cubre sus ojos con disfraces, ni intenta
ocultarnos la vieja sabiduría sobre la fugacidad de la vida y la relatividad de
las cosas. Al contrario, lo sentimos impresionado por la condición efímera de
la existencia humana, y frecuentemente se nos presenta agobiado, por no decir
abrumado, por el peso de la contingencia.
"Señor, Tú has sido nuestro refugio de
generación en generación".
El salmista
se presenta en el escenario, y de entrada, comienza por levantar la cabeza y
extender la mirada hacia atrás por encima de los horizontes y los siglos
pasados buscando un centro de gravedad que ponga una cierta estabilidad en el
vaivén inestable de las generaciones humanas. En efecto, necesitábamos una roca
porque las generaciones subían y bajaban como las olas, y la vida era un
perpetuo movimiento como las entrañas del mar.
Y, por
encima de las estaciones y vaivenes, el Señor estuvo con nosotros, como una
constelación sosegada sobre las olas. El estaba -estuvo-- en el fondo de nuestros
pensamientos como testigo, en el fondo de nuestros sueños como confidente; y,
desde el fondo de los recuerdos, ya casi olvidados, apenas conseguimos
rescatarlo a El como un ser familiar con el típico
encanto de un antiquísimo compañero con quien compartimos los peligros y las
alegrías. Nuestro refugio de generación en generación.
En medio de
ese remolino de contrastes en que se mueve el salmista, la impresión, entre
tantas impresiones, que más vigorosamente resalta el salmo 89 es la de la
caducidad de la realidad humana y, en general, de toda la realidad, frente a la
consistencia de Dios. Todo, en el salmo, está en una mezcla confusa: las leyes
biológicas junto a las iras divinas, el vacío, el silencio, el olvido.
"Mil
años en tu presencia
son un ayer que pasó,
una vela nocturna... "(Sal 89,4)
son un ayer que pasó,
una vela nocturna... "(Sal 89,4)
"Enséñanos a calcular nuestros años
para que adquiramos un corazón sensato "(v.12).
para que adquiramos un corazón sensato "(v.12).
El Señor
nos enseña a «contar nuestros días» para que, aceptándolos con sano realismo, «entre la sabiduría en nuestro corazón»
(v. 12).
Sabiduría
de corazón. ¿En qué consiste ella? En «conocer mi fin» y «la medida de mis
años» para comprender «lo caduco que soy», y en «calcular nuestros años» para,
de esta manera, adquirir un «corazón sensato». He ahí la fuente y el camino de
la sabiduría.
Corazón
sensato es el de aquel hombre que tiene una visión objetiva sobre todo su
entorno, dispone en su mente de la medida de las cosas y sabe aplicar, cuando
corresponde, la ley de la proporcionalidad. Por lo demás, es capaz de hacer una
correcta distinción entre lo verdadero y lo ficticio, entre la apariencia y la
realidad. En suma, sabe que la verdad consiste en saber que todo lo humano es
caduco.
"Por la mañana sácianos de tu misericordia
y toda nuestra vida será alegría y júbilo" (v. 14)
y toda nuestra vida será alegría y júbilo" (v. 14)
Pasó la
tempestad, las nubes se alejaron, y de nuevo brilla el sol. Hemos buscado al
salmista y lo hemos encontrado acorralado por la muerte, asfixiado entre dos
nadas, hostigado por los rayos divinos, verdaderamente en el ojo de la
tempestad.
Todas las
verdades, proclamadas fragorosamente en la primera parte del salmo, siguen y
seguirán en pie, pero la Misericordia es capaz de cualquier metamorfosis: capaz
de transfigurar el polvo en risa, el lamento en danza y la muerte misma en una
fiesta. ¿El problema? Uno sólo: «saciarse de Misericordia».
Cuando el
hombre despierta por la mañana, y abre los ojos, y deja entrar por la ventana
de la fe el sol de la Misericordia, y ésta consigue inundar todas las estancias
interiores y todos los espacios hasta la saciedad total, entonces no hay en la
tierra idioma humano que sea capaz de describirnos esta metamorfosis universal:
como por arte de magia el viento se lo llevó todo, la cólera divina, y las
culpas, y el polvo, y la muerte, y la caducidad, y el miedo, y el humo, y la sombra,
como papelitos se llevó todo el viento, y la vida y la tierra entera se
entregaron frenéticamente a una danza general en que todo es alegría y júbilo
(v. 14).
Las cosas
de Dios no son para ser entendidas intelectualmente sino para ser vividas, y
cuando se viven, todo comienza a entenderse. El secreto está, reiteramos, en
saciarse, verbo eminentemente vital, casi vegetativo. Dios es banquete; hay que
«comerlo» (experimentarlo) y llega la saciedad. Dios es vino; hay que
«beberlo», y viene la embriaguez en que todas las cosas saltan de su quicio y,
en milagrosas transfiguraciones, lo caduco se transforma en lo eterno, la
tristeza en alegría, el luto en danza.
Dios hace
estos prodigios, no el Dios de la venganza, que ya «murió» sobre el monte de
las bienaventuranzas, sino el Dios de las Misericordias, el verdadero Dios,
Aquel que nos reveló Jesús.
Después de
beber este «vino», los días y los años que se abren ante nuestros ojos estarán
colmados de alegría (v. 15). Y el salmo acaba con una estrofa en que una
esperanza invencible llena por completo y guarda nuestro futuro. Lo diré con la
traducción de la Biblia de Jerusalén:
"Aparezca
tu obra ante tus siervos
y tu esplendor sobre tus hijos.
y tu esplendor sobre tus hijos.
La
dulzura del Señor sea con nosotros.
Confirma tú la acción de nuestras manos" (vv. 16-17).
Confirma tú la acción de nuestras manos" (vv. 16-17).
En la
segunda lectura continuamos con la carta
a los colosenses (Col 3,1-5.9-11). San Pablo nos invita a buscar las
realidades de arriba. El texto, de hondas resonancias pascuales, contrapone, los
bienes de arriba y los bienes de abajo, de acuerdo con la simbología que
contrapone con esquemas geográficos o espaciales los valores trascendentes e
imperecederos con los intrascendentes y perecederos.
La actitud
equilibrada del cristiano de hoy y de siempre, le viene dictada por la realidad
que ha surgido en él con su bautismo. Resucitado con Cristo, debe buscar las
realidades de arriba Ahí reside el sentido de su vida.
El
cristiano es un hombre nuevo, rehecho sin cesar por el Creador a su imagen para
irle conduciendo al verdadero conocimiento.
Si hay que
hacer desaparecer lo vicios que S. Pablo enumera, entre los que subraya el
deseo de placer y el culto a los ídolos, es por lograr el conocimiento
verdadero que conduce a la gloria. Buscar las realidades de arriba no es
únicamente un consejo moralizante de S. Pablo, sino una consecuencia de toda
una ontología nueva: pertenecemos al Reino de arriba; es por tanto normal que
estemos libres de las convulsiones y preocupaciones del hombre viejo.
Pablo
amplía la perspectiva del texto que nos presenta el evangelio: junto a la
codicia, cita otras maneras de matar el espíritu, sobre todo la fornicación.
Eran dos vicios que en el mundo pagano dificultaban la praxis del espíritu
evangélico, por lo que Pablo apela al orden nuevo que ha establecido en el
mundo la resurrección de Jesús. La Pascua establece una escala de valores y
propicia el sentido de la vida humana que se afianza en la búsqueda del Reino y
en la construcción de un hombre a la medida de Cristo.
Tan cierto
es esto que, si se viviera a fondo el Evangelio, debieran desaparecer, postula
Pablo, hasta las grandes diferencias raciales, sociales y religiosas sobre las
que se asentaba la vida del imperio romano.
El
evangelio es de San Lucas (Lc 12,13-21 ). Este texto es parte del cap. 12, en el que San Lucas,
reuniendo fragmentos de tradición, compone una instrucción para los discípulos.
Jesús reclama una confesión intrépida (12,1-12), libertad frente a los bienes
de la tierra y frente a la ansiosa preocupación por la vida (12,13-34),
vigilancia y fidelidad con vistas al Señor que ha de venir, que obliga a una
decisión (12,35-53).
El
discípulo de Jesús debe adoptar la debida posición frente a estos bienes. Jesús
se niega a hacer de árbitro en una cuestión de repartición de herencia (12,14),
pone en guardia contra la avidez y la codicia (12,15) y con una parábola
muestra cómo se asegura verdaderamente la vida (12, 16-21).
"Díjole uno de la multitud: Maestro, dile a mi hermano que
reparta conmigo la herencia. 14 Pero él le contestó: ¡Hombre! ¿Quién me ha
constituido juez o partidor entre vosotros? El hombre
del pueblo acude a Jesús, al que trata como a doctor de la ley, a fin de que en
el asunto de su herencia dé un dictamen y con su autoridad ejerza influjo sobre
su hermano injusto. Jesús es considerado como acreditado doctor de la ley, que
se presenta y actúa con autoridad.
Cuando las
gentes acuden a Jesús con sus miserias del cuerpo y del alma, lo halla
dispuesto a socorrerle. En cambio, el hombre que se presenta con su pleito
hereditario tropieza con una repulsa. ¡Hombre! Aquí esta palabra suena áspera y
dura. Jesús no quiere ser juez ni árbitro en los asuntos de los hombres. En su
obrar se inspira Jesús en las decisiones expresadas por la palabra de Dios en
la Sagrada Escritura. La palabra de la Escritura le muestra también los
inconvenientes que tiene el constituirse árbitro en tales asuntos.
Con su
palabra se niega Jesús a intervenir para poner orden en las condiciones
perturbadas de este mundo y a decidir con su autoridad en favor de este o del
otro orden social. Su misión y la conciencia de su vocación que le da la
voluntad de Dios, la dejó ya bien establecida reiteradamente al comienzo de su
actividad en Nazaret y todavía antes en la tentación en el desierto. Ha sido
enviado para anunciar a los pobres el Evangelio, para llamar a los pecadores
(5,32), para salvar a los que estaban perdidos (19,10), para dar su vida en
rescate (Mc 10,45), para traer al mundo la vida divina (Jn 10,10).
"Entonces
les dijo: Guardaos muy bien de toda avidez, pues no por estar uno en la
abundancia, depende su vida de los bienes que posee". La vida es
un don de Dios, no es fruto de la posesión o de la abundancia de bienes de la
tierra y de la riqueza. De hecho, no es el hombre el que dispone de la vida,
sino Dios.
Jesús después con la parábola del laburador avaricioso, presenta
gráficamente lo que se ha expresado con la sentencia: la vida no se asegura con
los bienes. El rico labrador revela su ideal de vida en el diálogo que entabla
consigo mismo: vivir es disfrutar de la vida: comer, beber y pasarlo bien;
vivir es disponer de una larga vida: para muchos años; vivir es tener una vida
asegurada: ahora descansa ¡Ética del bienestar! ¿Cómo puede alcanzarse este
ideal de vida? Almacenaré: hay que asegurar el porvenir. Varían las formas de
esta seguridad. El labrador edifica graneros. ¿El moderno hombre de
negocios...? La economía de este labrador no tiene otro sentido que el de
asegurar la propia vida.
La entera
forma humana de proyectar flaquea. El hombre no tiene en su mano la vida como
dueño y señor. No puede contentarse con hablar consigo mismo: Dios interviene
también en el diálogo. Este hombre debería también tratar con otros hombres,
pero le importan tan poco como Dios mismo. El hombre es insensato si piensa
así, como si la seguridad de su vida estuviera en su mano o en sus posesiones.
El que no cuenta con Dios, prácticamente lo niega, y es insensato. Que nuestra
vida no se asegura con la propiedad y con los bienes lo pone al descubierto la
muerte. Te van a reclamar tu alma: los ángeles de la muerte, Satán por encargo
de Dios. ¡Esta misma noche! El rico había contado con muchos años.
Así comenta
San Agustín esta fragmento de la liturgia de hoy: " Si careces de
codicia, todo será tuyo
Jesucristo que
otorga el amor, recrimina la codicia. Quiere arrancar el árbol malo y plantar
el bueno. Del amor mundano no brota ningún fruto bueno, del divino ninguno
malo. Son estos los dos árboles de los que dijo el Señor: El árbol bueno
no produce frutos malos; en cambio, el malo los da malos (Mt
7,17). Nuestra palabra, cuando procede de Dios, el Señor, es la segur puesta a
la raíz del árbol malo. La misma palabra del evangelio leído hirió a los malos
árboles; pero poda, no tala. Sábete que no te conviene lo que no quiere que
tengas el que te creó. El Señor no quiere que haya en nosotros codicia mundana.
Nadie, por
tanto, diga: «Busco lo. mío, no lo ajeno». Guárdate de toda
codicia (Lc 12,15). No ames demasiado tus bienes
que pueden perecer, pues perderás sin duda los imperecederos. «Yo -dices- no
quiero ni perder lo mío, ni apropiarme de lo ajeno». Esta excusa o pretexto es
señal de cierta codicia, no gloria del amor. Del amor se dijo: No busca las
cosas propias, sino lo que interesa a los demás (1 Cor
13,5; Flp 2,4). No busca su comodidad, sino la
salvación de los hermanos. Pues si prestasteis atención y os disteis cuenta,
también buscaba su propio interés, no el ajeno, aquel que solicitó apoyo del
Señor. Su hermano se había llevado todo el patrimonio dejándole sin la parte
que le correspondía. Vio al Señor justo —no podía haber encontrado mejor juez—
y requirió su ayuda diciéndole: Señor, di a mi hermano que reparta conmigo
la herencia (Le 12,13). ¿Hay algo más justo? «Que tome él su parte y me
deje a mí la mía. Ni todo para mí, ni todo para él, pues somos hermanos».
Si, en
cambio, viviesen en concordia, tendrían siempre la totalidad de la herencia,
pues lo que se divide disminuye. Si viviesen concordes en su casa, como cuando
estaba en vida su padre, cada uno lo poseería todo. Si, por ejemplo, tuviesen
dos fincas, las dos serían de ambos, y a quien preguntase por ellas ellos
responderían que eran suyas. Si preguntares a uno de ellos de quién era la
finca, te respondería: «Nuestra». Y, si siguiesen preguntando: «¿De quién es la
otra?», respondería de igual forma: «Nuestra». Si cada uno se quedase con una,
disminuiría la posesión y cambiaría la respuesta. Si preguntases entonces: «¿De
quién es esta finca?», te respondería: «Mía». —«¿Y la otra?»—. «De mi hermano».
No adquiriste una, sino que perdiste la otra, porque dividiste la herencia.
Como le parecía que era justa su codicia, puesto que reclamaba su parte en la
herencia y no deseaba la ajena, como presumiendo de lo justo de su causa, pidió
el apoyo del juez justo. Pero. ¿qué le respondió? Di, ;oh hombre!, —tú que
no percibes las cosas que son de Dios, sino las de los hombres—, ¿ quién me ha
constituido en divisor de la herencia entre vosotros? (Lc
12,14). Le negó lo que le pedía, pero le dio más de lo que le negó.
Le pidió
que juzgase sobre la posesión de la herencia, y Jesús le dio un consejo sobre
el despojo de la codicia. ¿Por qué reclamas las fincas? ¿Por qué reclamas la
tierra? ¿Por qué tu parte en la herencia? Si careces de codicia lo poseerás
todo. Ved lo que dijo quien carecía de ella: Como no teniendo nada y
poseyéndolo todo (2 Cor 6,10). «Tú, pues, me
pides que tu hermano te dé tu parte en la herencia. Yo —respondió— os digo:
Guardaos de toda codicia. Tú piensas que te guardas de la codicia del bien
ajeno; yo te digo: Guardaos de toda codicia. Tú quieres amar con exceso
tus cosas y, por tus bienes, bajar el corazón del cielo; queriendo atesorar en
la tierra, pretendes oprimir a tu alma». El alma tiene sus propias riquezas
como la carne tiene las suyas". (San Agustín. Sermón 107 A, 1)
Para nuestra vida.
Una vez más
la liturgia dominical nos centra con enorme sabiduría nuestro propio y deseable
camino. Cuando Dios creó al mundo y al hombre quiso que hubiera un desarrollo
armónico. El trabajo produce bienestar y riqueza. No se trata –por supuesto—de
que todos vivamos en el desierto vestidos de saco.
El Libro de Eclesiastés habla de la vanidad y
es este defecto lo que lleva a mucha gente a la persecución de distinciones y
riquezas.
La primera lectura nos ha planteado el tema de la consecución de las riquezas que
supone destreza y esfuerzo prolongado; su posesión no está exenta de angustia y
temor ante la posibilidad de que un azar desfavorable las arrebate; y la
incertidumbre sobre la suerte de tantos trabajos y ansiedades es causa de
profunda desilusión. Evidentemente, el afán por las riquezas es también vanidad
e intentar perseguir el viento: "Porque todos sus días son penosos,
y su ocupación, un sufrimiento; ni siquiera de noche descansa su corazón.
También esto es vanidad".
Nos
encontramos todavía en el ambiente del Antiguo Testamento, en que las perspectivas
del más allá permanecían aún en la oscuridad para los autores sagrados.
Nosotros sabemos que los trabajos humanos, aun privados de éxito material,
ofrecidos por un motivo sobrenatural por quienes viven en la amistad de Dios,
contribuyen a una eternidad más feliz. El libro del Eclesiastés viene a ser, en
sentido negativo, una preparación para la revelación del Nuevo Testamento. La
constatación de la vanidad de las cosas del mundo y su incapacidad para llenar
las ansias de felicidad que el Creador ha puesto en el corazón humano, hace
añorar bienes superiores y lo preparan para la revelación de los mismos, que
comienza con los últimos libros del Antiguo Testamento y se culmina con las
enseñanzas de Jesucristo en el Evangelio. Nosotros ya tenemos la revelación
plena de Dios, por ello mayor es la certeza de lo que nos interesa.
El salmo responsorial de este domingo, nos da
una clara pista de quien es nuestro refugio seguro, de generación en generación.
Esta
vivencia no es posible sin un corazón sensato. Un corazón sensato sabe que es locura llorar hoy por cosas que
mañana no son, sabe que los disgustos se los lleva el viento (¿para qué
sufrir?), que la vida es flor de un día, que la gloria es sonido de flauta cuyo
final es el silencio, que la moda es lo que muda, que la caducidad es la
verdad, que la transitoriedad es la verdad, que las apariencias son la mentira,
que sufrimos y agonizamos por la mentira de las cosas, que la apariencia nos
seduce y tiraniza, nos obliga y doblega, por todo lo cual vivimos obsesionados,
temerosos y tristes.
La segunda lectura da pistas de para quien y
para qué hay que vivir "Ya que habéis resucitado con
Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo… aspirad a los
bienes de arriba... dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros… despojaos
del hombre viejo y revestíos del nuevo. San Pablo dirige a los
Colosenses palabras claras y exigentes,
también son para todos nosotros, los cristianos. Venimos a este mundo con un
cuerpo que tiene mucha inclinación al mal, porque es un cuerpo material y
materialista, apegado a los bienes de la tierra.
San Pablo
nos previene de la avaricia. "La
avaricia que es una idolatría". El dinero es un ídolo de nuestro
tiempo, que está ahí, conviviendo con nuestras creencias y haciéndose sitio. Es
muy importante que el cristiano piense en su posición exacta respecto a las
riquezas y cuál es el sitio que esas riquezas ocupan en su corazón. Pablo habla
también en esa misma frase de la Carta, de la "impureza, la pasión y la
codicia". No es cuestión de pasarlo por alto y ya dijimos en nuestro
editorial de la semana pasada que el seguidor de Cristo tiene que aceptar la
castidad que marca su estado, pero, asimismo, San Pablo enfatiza con el término
idolatría --terrible pecado para él y para su tiempo-- el de la avaricia.
San Pablo
nos da la pista positiva para vivir, así nos recuerda que por el bautismo hemos
sido convertidos en hombres nuevos,
revestidos de gracia y santidad, pero el cuerpo sigue estando ahí con
todas sus inclinaciones y pasiones. Cada día debemos esforzarnos para que el
hombre nuevo que surgió en nuestro bautismo se parezca un poco más a Cristo. Es
muy difícil vivir como hombre nuevo, como verdadero cuerpo de Cristo, y no lo
seremos del todo hasta después de resucitados. Por eso, cada día debemos intentar,
como nos dice el apóstol, dar muerte a todo lo terreno que hay en nosotros:
impureza, pasión, codicia, avaricia, idolatría.
Si bien
Pablo recuerda a los cristianos sus deberes morales -lo hace generalmente al
final de sus carta-, anuncia, aclara y explica por qué los cristianos debemos vivir
con una vida distinta. Para Pablo, Jesucristo muerto y resucitado es el
comienzo de un nuevo orden social y religioso, a pesar de que ni él ni los
demás cristianos de su época llegaron a entrever el cambio que se podría
producir si esos criterios se hubieran llevado a la práctica. Hoy lo vemos más
claro, con la desaparición de la esclavitud y una mayor justicia social;
entonces, hubiera sido una utopía encontrar la aplicación total del Evangelio a
nivel político-social, pero el principio que lentamente cambiaría la historia
de occidente fue postulado con suficiente claridad. Pues en esa utopía
continuamos llamados a caminar.
En el evangelio el mismo Jesús nos previene:
"Guardaos de toda codicia". Es la codicia la que cambia nuestros
corazones. En este mundo de hoy un cristiano va a medir bien su posición de
auténtico seguimiento al Maestro al evaluar su "enganche" con el
dinero y su nivel de codicia. Todo el entorno está lleno de adoración por el
dinero. El consumismo ha ido complicándose no solo por el deseo de tener
muchas, sino además por tenerlas de marcas con alto precio. Una de las mayores
estupideces que pueden existir es pagar el doble o el triple por algo que
siendo igual que el resto "se distingue" por su "imagen".
Debemos meditar
muy en serio sobre nuestra posición respecto a las riquezas y a la codicia. La
riqueza que el hombre acumula para sí, con la que quiere asegurarse la
existencia terrena, no le aprovecha nada. Tiene que dejársela aquí, en manos de
otros. Sólo el que se hace rico ante Dios, el que acumula tesoros que Dios
reconoce como verdadera riqueza del hombre, saca provecho. El querer el hombre
asegurar nerviosamente su vida por sí mismo lleva a perder la vida, sólo la
entrega a Dios y a su voluntad la preserva. ¿Cuáles son los tesoros que se
acumulan con vistas a Dios?
Puede pasar
desapercibida desde el punto de vista cristiano esa mala inclinación, porque en
pocas ocasiones se considera como pecado el mal uso de las riquezas. Y, sin
embargo, la terrible inestabilidad de este mundo surge de ahí. Los pueblos
ricos explotan a los pobres. Y los hombres ricos precarizan el trabajo de otra
gente para tener más riquezas. La oposición del cristianismo al mal uso de las
riquezas o a la explotación económica no es un invento moderno de los
cristianos progresistas. Hay muchos ejemplos, pero, tal vez, merece la pena
leer en estos momentos algunos párrafos de la Carta de Santiago donde se dice:
"El jornal de los obreros que segaron vuestros campos, defraudado por
vosotros, clama, y los lamentos de los segadores han llegado a Dios
todopoderoso" (Sant. 5, 4)
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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