Recién
comenzado el tiempo pascual, con encontramos con la Resurrección de
Jesucristo. Ninguno
de los discípulos y seguidores de Jesús fue testigo directo del momento de la
resurrección. Las dos razones principales que aducían los apóstoles para
fundamentar su fe en la Resurrección de Jesús eran la comprobación del sepulcro
vacío y las apariciones del Resucitado a algunas de las personas que más le
amaron mientras el Resucitado vivió aquí en la tierra. Ninguna de estas dos
razones puede demostrar científicamente nuestra fe en la Resurrección, de
acuerdo con las exigencias de la historia y de la ciencia empírica actual.
Por eso,
nuestra fe en la Resurrección es un dogma de fe, una verdad revelada, no una
verdad empírica y científicamente demostrable.
Hoy renovamos
nuestra fe. Entendemos las Escrituras y creemos, como María Magdalena, como
Pedro y “el otro discípulo”, que Cristo vive y está muy dentro de nosotros. El
transforma nuestra vida. En el Bautismo fuimos incorporados a la muerte y
resurrección de Cristo. Su suerte desde entonces será la nuestra. Hoy es un día
para celebrar y festejar, para hacer fiesta con los hermanos. Hoy es día para
vivir comunicando esperanza en que la muerte no podrá con la vida porque Dios
está con nosotros, empuja en nuestra misma dirección. Esta es la razón más
profunda de nuestra fe y nuestra esperanza. La duda y la tristeza de los
discípulos al creer que se habían llevado a Jesús se tornó en alegría. Creemos
en el Dios de la vida y eso nos hace cultivadores y guardianes, protectores de
la vida y de la fraternidad.
En estos 50
días del tiempo pascual, que hoy se inaugura, leeremos el libro de las Hechos
de los Apóstoles, donde se narran los orígenes de la Iglesia cristiana,
nacida de la muerte y de la resurrección de Jesús y del don de su Espíritu
Santo. Una muy antigua tradición que data del siglo II, lo atribuye a San
Lucas, lo mismo que el tercer evangelio.
En la primera lectura tomada del Libro de los
Hechos ( Hech 10,34a.37-43 ) se nos sitúa tiempo después de la vida de Cristo.
El Espíritu ya ha llegado y Pedro es valiente en la predicación. Eso todavía no
era posible en la mañana del primer día de la Semana, del Domingo en que
resucitó el Señor, pero está bien que se nos ofrezca como primera lectura de
hoy, pues marca el final importante de este Tiempo Pascual que iniciamos hoy.
La
muerte en Cruz de Jesús, sirvió, por supuesto, para la redención de nuestras
culpas, pero sin la Resurrección la fuerza de la Redención no se hubiera visto.
Guardemos una alegre reverencia ante estos grandes misterios que se nos han
presentado en estos días.
"Nos encargó predicar al pueblo, dando
solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos"
(Hch 10, 42). Su mandato fue categórico. Seréis mis
testigos desde Jerusalén hasta los confines de la tierra, hasta los límites finales
del tiempo. Un pregón vivo que se repite vibrante a lo largo y a lo ancho del
mundo y de la historia. Sin apagarse jamás esa luz fuerte de la fe en la
resurrección. Prendiendo fuego en las ramas de todo los bosques de la
Humanidad. El fuego que Cristo ha prendido ya. Y entre luces y sombras, el
fuego continuará vivo, quemando, transformando, encendiendo amores extraños y
maravillosos en los mil pétalos de la rosa de los vientos.
El responsorial de hoy es el salma 117 (Sal 117,1-2.16-17.22-23 ) .Es el salmo
pascual por excelencia, el texto sálmico más expresivo de la acción de gracias por la
victoria pascual del Señor.
"Nada más
grande -comenta San Agustín- que esta pequeña alabanza: porque es bueno.
Ciertamente, el ser bueno es tan propio de Dios que, cuando su mismo Hijo oye
decir 'Maestro bueno' a cierto joven que, contemplando su Carne y no viendo su
Divinidad, pensaba que El era tan sólo un hombre, le respondió: '¿Por qué me
llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios'. Con esta contestación quería
decir: Si quieres llamarme bueno, comprende, entonces, que Yo soy Dios."
(S. Agustín, Enarrationes in psalmos,
117, 1)
Dad gracias al
Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: "¿Qué otra cosa
podremos cantar allí -en el Cielo- sino sus alabanzas? Tú eres mi Dios, te doy
gracias; Dios mio, yo te ensalzo. Pero no
proclamaremos estas alabanzas con palabras; más bien será el amor mismo, que
nos unirá a Él, quien gritará. Esa voz, incluso, será la voz del mismísimo
amor. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia:
el texto comienza y concluye con estas palabras; son el primer versículo y el
último del salmo porque de todo lo que hemos venido narrando desde el principio
hasta el fin, no hay cosa que más nos pueda embelesar que la alabanza a Dios y
un eterno «Aleluya»."( S. Agustín, Enarrationes
in psalmos 117, 27.)
«Dicimus 'alleluia' ut solamen viatici», dice San
Agustín (Nosotros decimos 'Alleluia' como consuelo de
nuestro peregrinar, como nuestro viático). Y San Jerónimo afirma que, durante
los primeros siglos, ese grito se había hecho tan habitual en Palestina que
quienes araban los campos y trabajaban, gritaban de tanto en tanto: ¡Alleluia! Y aquellos que conducían las barcas, cuando se
aproximaban, decían: ¡Alleluia! Es decir, que este
grito, que surgía en medio de las acciones profanas, era una especie de
jaculatoria. Pero ¡qué bella jaculatoria ésta, tan breve como expresiva, tan
querida de la espiritualidad cristiana y que tanto resuena en la Liturgia de la
Iglesia! ¡Cómo deberíamos hacerla nuestra, a modo de recuerdo pascual!"(
G. B. Card. MONTINI, Discurso pronunciado el 3 de
abril de 1961 en la Catedral de Milán, en Discorsi,
vol. II. Milano, Arcivescovado, 1962 p. 253 ss.).
En la segunda lectura de la
carta de San Pablo a los colosenses (Col
3,1-4) el apóstol Pablo escribió en acerca de un nuevo
cambio en nuestras vidas. "Si, pues,
habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo
sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en
las de la tierra, porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo
en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también
seréis manifestados con él en gloria" Tenemos
una nueva relación con Cristo Jesús y una nueva posición ante Dios. Ya hemos
tenido una resurrección espiritual, y un día cuando Cristo regrese vamos a
tener un nuevo cuerpo resucitado! Refiriéndose a la resurrección espiritual que
Jesús, dijo: "De verdad, de verdad os digo:
Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y
los que la oigan vivirán" (Juan 5: 2). Luego pasó a hablar de nuestra
resurrección futura: "No os asombréis de
esto, porque llegará la hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán
su voz" (Juan 5:28).
El apóstol Pablo
declara " Porque habéis
muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca
Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él,
en gloria."
La carta
enfrenta las dificultades de una comunidad que se ve expuesta a una desviación,
práctica y doctrinal, de la auténtica enseñanza cristiana. La comunidad se
encuentra en un medio con fuertes influencias de creencias misteriosas,
gnosticismo y otras tendencias religiosas que pululaban en el momento. El
problema es diferente al de las iglesias de Jerusalén y Antioquía. Ya no es el
legalismo judío que amenazaba con absorber al cristianismo. La dificultad
radica en la confusión respecto al lugar que Jesús ocupa en la historia humana.
Por esto, Cristo es presentado como Señor del universo, cabeza de la Iglesia y
vencedor de los grandes poderes que someten a la humanidad y al mundo.
El pasaje que
hoy leemos es la conclusión de una extensa exposición doctrinal. Enfatiza en la
necesidad de permanecer abierto a las realidades históricas pero sin crear
innecesarias confusiones doctrinales. Exhorta a no trastocar lo que es una
experiencia de vida fundada en la catequesis paulina con los caprichos
religiosos de moda.
Concluye contraponiendo
lo que pertenece al mundo del Espíritu frente a las propagandas religiosas. Lo
de arriba manifiesta la máxima aspiración de los creyentes: la resurrección. Lo
de abajo las pasajeras modas ideológicas. La vida de la comunidad se convierte
entonces en una semilla de esperanza: la voluntad de Dios es irrevocable. La
comunidad está llamada a hacer de la "vida en abundancia" el
derrotero de su acción, y para esto necesita estar firme en su enseñanza
apostólica.
El evangelio
de San Juan (Jn 20,1-9) es uno de los
relatos evangélicos en el que el apóstol Juan, protagonista del relato de hoy,
relata algo que guardaba muy fresco en su memoria, aunque sería escrito muchos
años después, por él mismo, según la tradición. Pedro y Juan han escuchado a
María Magdalena y salen corriendo hacia el sepulcro. Llega Juan antes. Corría
más, era más joven. Pero no entra, tal vez por algún tipo de temor, o más
probablemente por respeto a la jerarquía ya declarada y admitida de Pedro.
Describe el evangelista la escena y la posición –vendas y sudario—de los
elementos que había en la gruta. “Y vio y creyó
”. Esa es la
cuestión: la Resurrección como ingrediente total del afianzamiento de la fe en
Cristo, como Hijo de Dios es lo que nos expresa Juan en su evangelio de hoy. Y
es lo que, asimismo, nos debe quedar a nosotros, que hemos de contemplar la
escena con los ojos del corazón, y abrirnos más de par en par a la fe en el
Señor Jesús.
María
Magdalena es una de las figuras más relevantes en estos días de la Pascua. Ella
fue la que descubrió que el sepulcro estaba vacío y corrió a anunciar a Pedro
lo que ocurría. Luego, arrasados los ojos por las lágrimas, contemplará a su
divino Maestro muy cerca y podrá besarle los pies. Era tan grande su amor por
Jesucristo que, ya al amanecer, había ido al sepulcro para estar junto al
cuerpo yaciente de su Amado. Todos los pecados de su vida, con ser tantos, no
pudieron apagar su confianza y su amor. Al contrario, cuando descubre a Cristo,
todos aquellos pecados son un motivo hondo y firme para querer más y más al
Hijo de Dios, que le había perdonado y defendido. En esta mujer apasionada
vemos la fuerza del amor de quienes, a pesar de sus muchos pecados, son capaces
de mirar arrepentidos a Dios.
Pedro y el
Discípulo amado corrieron para ver qué había pasado. También ellos eran de los
que supieron amar con toda el alma al Maestro. Tampoco a Pedro le detienen sus
pecados. Él había traicionado a Jesús, pero eso en vez de frenarle, le empuja
para encontrar a su Señor y pedirle humildemente perdón, seguro del amor de
Jesús que le perdonará. Así, fue, en efecto. Y no sólo le perdonó, sino que lo
confirmó en su posición de Vicario suyo y Príncipe de los Apóstoles. Una vez
más el amor realiza el prodigio maravilloso de una profunda esperanza y de una
fuerte fe en el amor divino.
El Evangelio
se refiere con detalle lo que allí vieron. Es tan precisa la narración, que
desecha cualquier explicación fantástica. El realismo del relato hace
inadmisible cualquier interpretación no histórica. La gran sábana que había
envuelto el cuerpo de Jesús estaba plegada. Esto bastó para que Juan
comprendiera que Jesús había resucitado. Si el cuerpo de Cristo hubiera sido
robado, la sábana no estaría doblada como la encontraron, ni tampoco el sudario
de la cabeza estaría sin desenrollar. Según el rito funerario judío, el cadáver
era envuelto con lienzos en forma de una sábana grande. Por eso al verla
plegada, como vacía y aplanada, no desliada sino todavía plegada, Juan
comprendió que el cuerpo de Jesús había salido de ella de forma milagrosa, sin
romperla y casi sin tocarla.
El cuarto
evangelista pretende subrayar, por una parte, el realismo corporal de Cristo
resucitado y, por otro, la condición nueva y definitiva de esta corporeidad. Se
da también una referencia a la primacía de Pedro: él entra en el sepulcro,
porque tiene que ser el primero en anunciar la Buena Noticia (cf. primera
lectura de hoy). Pero sólo de Juan se subraya la fe (vio y creyó). Lucas nos
mostrará que para comprender las Escrituras es necesario que el propio Cristo
abra la mente del discípulo (cf. evangelio del tercer de Pascua).
Para nuestra
visa.
Iniciamos, el
Tiempo Pascual, una cincuentena de días en el que el Resucitado terminó la
formación de sus discípulos desde la fuerza del prodigio de su Resurrección.
Meditemos
sobre los hechos ocurridos al final de la vida de Jesús: la gloria de Jesús un
día llegará a nosotros mismos, a nuestros cuerpos el día de la Resurrección de
todos. Este es otro de los grandes misterios de nuestra fe que no debemos, ni
podemos, obviar
Vivimos en un
mundo en el que la injusticia y la mentira triunfan y campan por doquier. Los
justos no tienen, en este mundo, mejor suerte que los injustos. De una manera
especial, nuestra fe en la resurrección nos dice que merece la pena seguir
intentando ser justos, aunque por esto tengamos que sufrir, en este mundo,
penas y hasta el mismo martirio. Dios nos resucitará, como resucitó a Jesús, en
nuestro último día, y nos juzgará según nuestras obras y su infinita
misericordia. Nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección pueden y deben
iluminar nuestro difícil caminar aquí en la tierra.
Si
incomprensible es aceptar el valor del dolor y la muerte, más, casi imposible,
es aceptar la resurrección. Sin embargo, Cristo ha resucitado y nosotros también
resucitaremos: la vida no se acaba con la muerte. Con la muerte es cuando
realmente comienza. Una vida sin lágrimas, sin penas, sin dudas, sin angustias,
sin prisas, sin dolores, sin miedo a nada.
La fe en la
resurrección ha sido, de hecho, para muchas personas, una fuerza interior
profunda que les ayudó a soportar grandes dificultades y hasta el propio
martirio. San Ignacio de Antioquia, a principios del siglo II, les escribía a
sus fieles cristianos, cuando iba camino del martirio, que deseaba ser
triturado por los dientes de las fieras, para poder así ofrecerse a Cristo,
como pan triturado e inmolado, y unirse definitivamente con el Resucitado. Este
mismo sentimiento experimentaron, sin duda, algunos de los apóstoles y
discípulos de Cristo, cuando caminaban hacia el martirio. La fe en la
resurrección fue para ellos, y debe ser para todos nosotros, una fuerza mayor
que el miedo a la muerte. Fue su fe en la resurrección la que les convirtió en
testigos valientes y en mártires cristianos.
En la segunda
lectura se reflexiona acerca de como frente a los falsos ídolos que atraen la
atención de los hombres se levanta ahora la persona de Cristo, a quien su
victoria sobre la muerte sitúa por encima de ellos, como único Señor capaz de
llevar a la humanidad a su perfeccionamiento y al mundo a su realización final.
Esta primacía de Cristo, tesis esencial de la carta a los colosenses, tiene sus
repercusiones en el plano moral. Así, al esfuerzo y a la ascesis impuesta por
el culto de los ídolos y la búsqueda de los bienes naturales, se opone, con una
prioridad absoluta, la ascesis que se desprende del reconocimiento de la
soberanía de Cristo sobre el mundo
Los cristianos
no obramos de distinta forma que los demás y no descubrimos exigencias nuevas.
No hacemos nada que los demás no hayan descubierto ya. Pero hay dos palabras
que san Pablo ha introducido intencionadamente: "en el Señor", que
dan a las actitudes que exigen de los cristianos un alcance y una significación
nuevas. Al parecer, esta expresión no se entiende del todo más que oponiéndola
a otra expresión que es corriente en la pluma de san Pablo ("en
Adán". No existen dos humanidades diferentes, sino una sola humanidad,
animada de la misma esperanza de promoción y de salvación. Pero hay hombres que
buscan esa promoción "en Adán", es decir, a base de sólo medios
humanos, y eso es el pecado; otros buscan esa promoción "en Cristo",
es decir, abriéndose al don de Dios que permite al hombre realizar su proyecto
e imitando la justicia de Cristo, capaz de superar el pecado y el fracaso.
Vivir "en
Cristo" o "revestirse de Cristo", para emplear dos expresiones
características de esta lectura, no consiste en vivir aislados, lejos de los
demás hombres. Cristo, en efecto, no hace más que revelar al hombre a sí mismo,
y, al mismo tiempo, invitarle a abrirse a la iniciativa de Dios y al ejemplo de
la cruz. Vivir en Cristo es, por tanto, intensificar al máximo la vocación de
la humanidad y adoptar los medios indispensables -y que provienen de Cristo tan
sólo- para llevar adelante ese proyecto.
El evangelio
nos muestra como el amor es activo, no puede estar quieto. "Qui non zelat non amat", dice San Agustín. El encuentro con Jesús
engendra caminos de búsqueda de hermanos para anunciarle. La experiencia de la
belleza y del amor impone psicológicamente la comunicación de lo que se
experimenta, de lo que se goza. Por eso sólo puede anunciar a Cristo con fruto,
quien ha experimentado su amor. Los apóstoles son testigos de la resurrección
porque han visto a Jesús, el que bien conocían, vivo entre ellos después de la
resurrección. Vieron que no estaba entre los muertos, sino vivo entre ellos,
conversando con ellos, comiendo con ellos. No anunciaron una idea de la
resurrección, sino al mismo Jesús resucitado, con una nueva vida, que no era
retorno a la mortal, como Lázaro, sino inmortal, la vida de Dios. Ha vencido a
la muerte y ya no morirá más.
Si María
Magdalena se hubiera cerrado en su decaimiento, la resurrección habría sido
inútil. María Magdalena hizo, como Juan y Pedro, lo que debieron hacer: salir,
abrirse, comunicar. Es el mejor remedio para curar la depresión. San Ignacio
aconseja "el intenso moverse" contra la desolación (EE 319). De esta
manera, la sabia colaboración de todos, ha conseguido la manifestación de Cristo
Resucitado.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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