Hoy celebramos
la Epifanía. Epifanía es una palabra de origen griego que significaba
manifestación poderosa, aparición con fuerza y majestad y que siempre hacía
referencia a la llegada de un Rey a una ciudad. Luego, en el mundo clásico, se
dio a la palabra un sentido divino y así significaba la aparición de Dios o un
hecho portentoso –un milagro—relacionado con la divinidad. En las iglesias
latinas se dio este nombre a la celebración de la llegada de los Reyes Magos
porque era la presentación prodigiosa del Niño Dios a los Magos de Oriente, a
unos gentiles ilustrados y sabios, era, en verdad, la manifestación de Dios a
personas que no pertenecían al Pueblo Elegido de Israel. En ese acto se abría
una nueva dimensión que era la
ampliación de esa pertenencia a Dios, como
pueblo elegido a toda la humanidad. San Pablo en la Carta a los Efesios lo va a
expresar con precisión. Dice: “que también los gentiles son coherederos,
miembros del mismo cuerpo y participes de la Promesa en Jesucristo, por el
Evangelio.”
La Epifanía
significa pues esa manifestación de Dios –hecho Hombre, hecho Niño—a todos y se
anuncia ya en la invitación a los Magos, guiados por la Estrella.
Recordamos la
manifestación del Señor a todos los hombres con el relato de los Magos de
Oriente que nos narra el Evangelio. Aquellos hombres, que seguían la estrella,
simbolizan la sed de felicidad de todos aquellos que todavía no conocen a
Jesús.
La Epifanía,
además de ser un recuerdo, es sobre todo un misterio actual, que viene a
sacudir la conciencia de los cristianos dormidos. Para la Iglesia la Epifanía
constituye un reto misional, es el reto de trabajar generosa e inteligentemente
para manifestar a Cristo al mundo.
Estamos en la
tercera parte del libro de Isaías, la recopilación escrita después del retorno
del exilio de Babilonia. Los capítulos 56 -65 de La profecía de Isaías forman
un conjunto muy complejo. Probablemente son una colección de oráculos y
sentencias, escritas a la vuelta del Destierro (sobre el año 500 aC.) la situación de Israel es difícil. Han vuelto a la
tierra, pero la existencia es penosa. Han reedificado el templo, pero tan
modestamente que produce añoranza y desánimo. En este momento, la fe de Israel
se ve sometida a una prueba muy dura, y los ojos de los creyentes se dirigen al
futuro. Se hace un acto de fe en el provenir glorioso de Jerusalén, cuando el
Señor la restaure definitivamente, en un lenguaje poético maravilloso, lleno de
símbolos y metáforas, parecido al anuncio de la Jerusalén Celestial que leemos
en el Apocalipsis. En el texto de hoy predominan las ideas sobre
"Jerusalén centro de la peregrinación de todos los pueblos", a donde
vuelven sus ojos todas las naciones.
Los exiliados
ya han vuelto, la ciudad aún está por reconstruir, pero el profeta ve y anuncia
la gloria de esta reconstrucción. En el fondo, es una llamada a los que han
vuelto para que vivan la tarea de reconstrucción como una labor gozosa, que
Dios guiará y llevará a feliz término.
El oráculo
tiene la forma de una llamada a la ciudad de Jerusalén para que se dé cuenta de
todo lo que está pasando y lo viva como una gran alegría. La Jerusalén
recobrada, dice el profeta, se ha convertido nuevamente en luz entre las
tinieblas, porque en ella está el Señor.
Y, a partir de
aquí, el profeta imagina como una nueva caravana que se acerca a la ciudad.
Esta nueva
caravana está formada, por una parte, por los "hijos e hijas" que aún
no están en Jerusalén: tanto los que se han quedado en el exilio como los que
están dispersos por otros países. Y, por otra parte, está formada también por
los pueblos extranjeros que, atraídos por la luz del Señor, se acercan con sus
dones para ayudar en la reconstrucción de la ciudad.
Hermoso el
oráculo de Isaías, lleno de gozo y alegría: “¡Levántate, brilla, Jerusalén,
que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas
cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor,
su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al
resplandor de tu aurora.”
Este oráculo, es
un texto de exaltación nacionalista (el país reconstruido, y los extranjeros
ayudando a la reconstrucción). Pero apunta a otro sentido nuevo y
universalista, entendiendo Jerusalén como símbolo de la presencia de Dios en el
mundo: así es comprendido en la liturgia de hoy.
El salmo (71) probablemente corresponde
a la liturgia de coronación de un nuevo rey en Jerusalén. Fundamentándose
en las promesas a David, se proclama un doble deseo: una actuación en favor de
los pobres y los débiles, y una ampliación de sus dominios. En Jesús se realiza
el primer deseo y, en sentido espiritual, el segundo (simbolizado en los
obsequios de los magos que leemos en el evangelio).
Salmo en el que se
pide a Dios que asista al rey para que en su gobierno reproduzca los valores
que caracteriza, según el salmista, el gobierno divino.
El primero de esos valores es la justicia que se caracteriza por un
comportamiento recto respecto a los humildes y por un compromiso activo en
favor de los que, en cualquier otro orden social, se encuentran marginados y
excluidos en el reparto de los beneficios sociales, hasta el punto de no tener
segura ni siquiera la supervivencia (vv. 1-2.12-13).
Esta justicia dará, como fruto, la paz (v. 7) y será el fundamento de un
gobierno universal hacia el que serán atraídos «todos los reyes» y al
que se someterán «todos los pueblos de la tierra». Aunque se mantiene el
papel central y privilegiado de Israel, también este salmo revela el
significado de la elección de Israel: realizar el plan de Dios para servir de
guía y de modelo al resto de las naciones.
La
segunda lectura es de la carta a los
efesios ( Ef 3,2-3a.5-6 )
En este pasaje
San Pablo proclama su vocación específica como apóstol, lo esencial de su
ministerio: él siente que ha sido elegido por Dios para anunciar el Evangelio a
los gentiles, a los que no son del pueblo de Israel. Pablo dice que esto no
había sido revelado antes a Israel, sino que es Jesús el que rompe con el
pasado y anuncia la salvación a todos los pueblos.
En esta
segunda lectura vuelve la Palabra el profeta Isaías: "Vienen todos los de Sabá, trayendo incienso y
oro..." (Is 60, 6). El profeta canta lleno
de alegría y exhorta a Jerusalén que también se llene de gozo. Contempla como
la luz hace retroceder a las tinieblas. Como el Bien vence al Mal y se inicia
la salvación de los hombres que sólo Dios puede otorgarnos. Vislumbra extasiado
como el Dios de los cielos nace en la tierra. El nuevo y definitivo Rey de
Israel, el Hijo de David anunciado como redentor nace y con él la esperanza, la
alegría y la paz. Y como a Salomón, el otro hijo de David, vienen desde las
tierras del sur y de este, de Sabá y de Madián, a festejar su grandeza, a rendirle pleitesía. Para
ello llegan cargados de dones: oro, incienso y mirra. Elementos valiosos y
altamente significativos. Expresión de su amor y de su fe. Ratificación de sus
sentimientos mediante la entrega de algo de sí mismos, de un don que pruebe la
autenticidad de su reconocimiento y admiración.
El
evangelio es de San Mateo ( Mt 2,1-12 )
El Evangelio
de San Mateo referido al viaje y adoración de los Magos de Oriente al Niño
Jesús contiene una de las páginas más bellas y enigmáticas de la Escritura.
Comienza describiendo el lugar del nacimiento de Jesús: la patria de David.
Se trata de un dato teológico, no histórico (ya va siendo hora de que los
cristianos tengamos claro que los evangelios no son libros históricos, en el
sentido moderno de la expresión) y trata de afirmar que la monarquía
tradicional de Israel (de nuevo en sentido teológico, en tanto que encarnación
de la presencia y del gobierno de Dios en su pueblo) no está representada por
Herodes, sino por el recién nacido.
El relato incluye el
prodigio en forma de estrella que guía a unos peregrinos muy especiales. Junto
a todo eso está el mensaje sencillo de –tras las vicisitudes—gran alegría por
haber llegado a la meta. Pero ahí se produce otra de las grandes paradojas del
relato evangélico: la adoración a un pequeño que se encuentra en un pesebre y
que ni él ni sus padres parecen tener importancia alguna. Esa adoración la
realizan personajes notables, que tienen potestad para ser recibidos de
inmediato por el Rey Herodes y cuyo mensaje --y presencia—turba a toda la
ciudad de Jerusalén.
Aunque a
muchos les gusta especular con las circunstancias astronómicas y astrológicas
de la estrella y, también, con la propia "magia" de los Magos, el
relato tiene una precisión y belleza en su contenido cristológico que merece
ser leído y releído para después meditarlo y sacar provecho. Podríamos apostar
sobre que el Nacimiento del Hijo de Dios en Belén fue un gran acontecimiento y
que, por ello, trascendió a quienes debía trascender.
Los magos
(no se dice ni que fueran reyes ni que fueran tres) son sabios,
astrólogos posiblemente, que afirman haber conocido el nacimiento de un rey de
Israel al que ellos quieren rendir homenaje, considerándolo así rey universal.
Que el nacimiento de Jesús haya podido ser conocido fuera de Israel significa
que la misión de Jesús se abre a la humanidad entera.
Los magos,
hombres privilegiados, fueron los representantes de los pueblos no judíos del
mundo.
Por muchos
siglos Dios había escogido a Abraham y sus descendientes para preparar,
precisamente, el Advenimiento de aquel que tan pobremente había nacido en una
cueva de Belén.
Preguntan “en Jerusalén” por un rey recién nacido. No van a palacio por lo
que, en palacio se asustan; y el miedo del poder se trasmite al resto del
pueblo: «Herodes se sobresaltó, y con él Jerusalén entera».
La respuesta de los expertos (sumos sacerdotes y letrados)
consultados por Herodes combina dos textos del A. T. (Miq
5,1-2; 2 Sm 5,2) mediante los cuales se identifica al niño nacido en Belén con
el Mesías que esperaba Israel, se le incluye en la dinastía davídica y se describe
su misión con la imagen del pastor (ver Sal 78,70s; Jr
23,5; 30,9; Ez 34,23s).
La respuesta de los letrados no provoca más reacción que la de Herodes, que
empieza a planear la muerte del recién nacido; los demás, dirigentes religiosos
y pueblo, parecen indiferentes ante la noticia: por eso en Jerusalén la estrella resulta invisible.
La escena en la casa en la que está el niño subraya el carácter real
(homenaje, regalos) y la universalidad de la misión de éste (origen de los
magos, que no son israelitas).
Dios se
apresura a anunciar que la gran fiesta de la salvación es para todos. Como dice
Pablo en la segunda lectura, “También
los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la
promesa en Jesucristo, por el Evangelio”.
Ya lo había
anunciado también, siglos antes, el profeta Isaías, como leemos hoy en la
primera lectura.
Y se hizo
realidad lo que, como un anuncio profético, canta el salmo 71: “Se postrarán ante ti, Señor, todos los
pueblos de la tierra”.
Dios se muestra al lado de su enviado descubriendo y frustrando los
perversos planes de Herodes.
Para nuestra vida.
La fiesta de
la Epifanía del Señor es, la fiesta de
la manifestación del Señor, referida, en este caso, a los reyes Magos, es
decir, a los pueblos no judíos, a los pueblos paganos. Referido a nosotros,
debemos pensar y sentir que todos los días se nos está manifestando Dios, de un
modo o de otro. Todos los días se nos manifiesta el Señor, todos los días Dios
amanece sobre nuestras vidas. Lo importante es que seamos capaces de verlo, que
lo veamos en el pobre que sufre y en el rico que comparte sus bienes, en
nuestros éxitos y en nuestros fracasos, en los días grises del alma y en los
días llenos de luz, en la salud y en la enfermedad, en el amor y en desamor.
Muchas veces necesitamos que una estrella nos guíe, que la luz de Dios se haga
más visible a través de signos especiales.
Discernir y
seguir a la estrella es lo importante. Puede ser la lectura de la vida de un
santo, o la lectura en el periódico del comportamiento heroico de una persona
valiente y generosa, en defensa de los derechos humanos o de alguna víctima
inocente, o en la oración, o en el recogimiento, o en la muerte de un ser
querido, singularmente bueno. Dios siempre está se nos está manifestando, lo
importante es que tengamos los ojos y el corazón limpios, para saber ver a Dios
a través de los acontecimientos interiores y exteriores.
Dios quiere
valerse, a veces, de cada uno de nosotros para que seamos luz y estrella que
oriente el camino de los demás. Con mucha humildad y con mucha generosidad,
ofreciendo, no imponiendo, viviendo, más que hablando. La luz de Dios, su
estrella, cuando se hace presente, de verdad, en nuestras vidas, nos llena de
una alegría interior y profunda. Saber que la luz de nuestra vida orienta por
el buen camino a otras personas nos da confianza y alegría.
Las palabras que el profeta Isaías dirige a la
ciudad santa de Jerusalén nos invitan a
salir de nosotros mismos, y a reconocer el esplendor de la luz que ilumina
nuestras vidas: «¡Levántate y resplandece, porque
llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (60,1). «Tu
luz» es la gloria del Señor. La Iglesia no puede pretender brillar con luz
propia. San Ambrosio nos lo recuerda con una hermosa expresión, aplicando a la
Iglesia la imagen de la luna: «La Iglesia es verdaderamente como la luna: […]
no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo. Recibe su esplendor del
Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es
Cristo quien vive en mí”» (Hexameron, IV, 8, 32).
Cristo es la
luz verdadera que brilla; y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en
la medida en que se deja iluminar por él, ilumina también la vida de las
personas y de los pueblos. Por eso, los santos Padres veían a la Iglesia como el
«mysterium lunae».
Cuando San Pablo escribe esta carta a los Efesios, la Iglesia cristiana ya era católica, ya
era universal, ya había roto las barreras judías que le impedían abrirse al
mundo de los gentiles. También ahora, en nuestra sociedad actual, los
cristianos debemos luchar contra todas las barreras que ponen los más fuertes y
los más poderosos, para que los débiles y desprotegidos no se acerquen a ellos
y les perturben su riqueza y su paz económica y social. La religión cristiana
es una religión universal, de fraternidad y de amor para todos; nuestro
compromiso cristiano no puede quedarse encerrado en nuestros templos y en
nuestras sacristías. Debemos ser cristianos no sólo en el templo, sino también
en la calle, en la cultura y en la sociedad. Ser cristiano debe ser sinónimo de
hombre universal, fraterno y solidario, sobre todo con los más pobres y
necesitados. Los cristianos debemos regalar en este momento nuestra ayuda a los
pueblos y a las personas más pobres y necesitadas del mundo.
En resumen, estas son las principales enseñanzas de la fiesta y de las
lecturas de hoy:
Dios no hace distinciones entre los hombres; aunque prefiere a los pobres,
todos están invitados, en Jesús, a ser sus hijos: basta con que acepten vivir
como buenos hermanos. El proyecto que él propone se dirige a toda la humanidad;
tiene, por tanto, un carácter universalista.
Nosotros tenemos la suerte de haber conocido esta noticia. Conocemos el
proyecto de Dios y sabemos que es para la humanidad entera. Y debemos poner
nuestra sabiduría al servicio no del poder o de nuestros privilegios, sino de
toda la humanidad y, en especial, de todos los que necesitan y buscan
liberación.
Al menos para los cristianos, la religión no puede ya servir de pretexto
para enfrentar a los hombres y a los pueblos.
Independientemente de nuestras creencias,
podemos encontrarnos en estas dos ideas: lo importante es la persona y su
necesidad de liberación, es decir, la persona y su dignidad, la persona y los
derechos inherentes a su dignidad; y, para poder encontrarnos, hay que empezar
siendo sinceros.
El evangelio nos facilita acoger esta propuesta diciéndonos expresamente
que para Dios no hay valor mayor que el de la persona ni hay derecho superior
al bien del hombre, en el mandamiento nuevo (Juan 13,34-35;15,12),
la norma que supera y declara cumplidas todas las demás leyes y que caracteriza
el modo de vida de los seguidores de Jesús, Dios se retira, no aparece. Ese
mandamiento no nos exige amar a Dios -ni mucho menos matar por Él-, sino que
acojamos el amor de Dios y, con él, amemos a nuestros hermanos.
Además de
proclamar la esperanza que anuncian los Magos, debemos denunciar como blasfemos
a todos aquellos, sean de la religión que sean, que pretendan apoyarse en Dios
para justificar la opresión, el asesinato y la violencia.
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