Comentario
a las lecturas del II Domingo de Adviento. 7 de diciembre de 2014.
El
domingo pasado se nos pedía una esperanza activa. El Señor viene, pero nosotros
tenemos que ir hacia Él. Esto exige un cambio de mente y de corazón. Es decir,
requiere volvernos a Dios. El mensaje de este segundo domingo de Adviento es la
conversión. El bautismo de Juan es una preparación para la llegada de aquél que
viene detrás "y yo no merezco agacharme para desatarles las
sandalias". El bautismo de agua es sólo de penitencia. Hay que empezar por
ahí, es decir cambiando de rumbo y de actitud. Pero la auténtica transformación
viene del Bautismo con el Espíritu Santo que proclama y ofrece Jesús. Como el
fuego purifica y transforma, así también seremos trasformados por el Espíritu y
podremos vivir según el Evangelio.
La
Iglesia, al llegar el Adviento,
actualiza la siempre presente llamada a la conversión, con el mismo vigor y energía, con la misma
urgencia y claridad que lo hacían los profetas y el mismo Juan Bautista, oímos
proclamadas sus mismas palabras, recogidas en los textos sagrados:
"Convertíos porque está cerca el Reino de los Cielos... Preparad el camino
del Señor, allanad su sendero". Sí, también hoy es preciso que cambiemos
de conducta, también hoy es necesaria una profunda conversión: Arrepentirnos
sinceramente de nuestras faltas y pecados, confesarnos humildemente ante el
ministro del perdón de Dios, reparar el daño que hicimos y emprender una nueva
vida de santidad y justicia.
En la
primera lectura del Libro de Isaías (40, 1-5. 9-11) se recuerda y aparece la llamada del Señor y
al mismo tiempo su obrar en nuestras vidas
"Consolad,
consolad a mi pueblo..." (Es 40, 1). El pueblo elegido estaba desterrado y
gemía a las orillas de los ríos de Babilonia, colgadas las cítaras en los
sauces de la orilla, mudas las viejas y alegres canciones patrias. Años de
exilio después de una terrible derrota e invasión que asoló la tierra, el
venerado templo de la Ciudad Santa convertida en un montón de escombros y
cenizas. El rey y los nobles fueron torturados y ejecutados en su mayoría,
mientras que la gente sencilla era conducida, como animales en manadas, hacia
nuevas tierras que labrar en provecho de los vencedores.
Pero
Dios no se había olvidado de su pueblo, a pesar de aquel tremendo castigo
infligido a sus maldades. En medio del doloroso destierro resonaría otra vez un
canto de la consolación, cuya melodía y con el que se vislumbra y promete un
nuevo éxodo hacia la tierra prometida, un retorno gozoso en el que el Señor, más
directamente aún que antes, se pondría al frente de su pueblo para guiarlo lo
mismo que el buen pastor guía a su rebaño, para conducirlo seguro y alegre a la
tierra soñada de la leche v la miel.
"Una
voz grita: En el desierto preparadle un camino al Señor..." (Is 40, 3).
"Súbete a lo alto de un monte –proclama la palabra del Señor-, levanta la
voz, heraldo de Sión, grita sin miedo a las ciudades de Judá que Dios se
acerca". Que preparen los caminos, que enderecen lo torcido, que allanen
lo abrupto, que cada uno limpie su alma con un arrepentimiento sincero y una
penitencia purificadora. Llega el gran Rey con ánimo de morar en nuestros
corazones, de entablar nuevamente una amistad profunda con cada uno de
nosotros. Por eso es preciso prepararse, despertar en el alma el dolor de amor
herido por ofenderle, el ansia de reparar nuestras culpas y el deseo de hacer
una buena confesión para recomenzar una vida limpia y alegre. Dios quiere
actuar en nuestra vida nos pide colaboración
El
Señor llega cargado de bienes, él mismo es ya el Bien supremo. Viene con el
deseo de perdonar y de olvidar, de prodigar su generosidad divina para con
nuestra pobreza humana. Viene con poder y gloria, con promesas y realidades que
colmen la permanente insatisfacción de nuestra vida. Este pensamiento de la
venida inminente de Jesús, niño inerme en brazos de Santa María, ha de
llenarnos de ternura y gozo, ha de movernos a rectificar nuestros malos pasos y
enderezarlos hacia Dios.
En el salmo de hoy (Salmo 84) vemos la cercanía del Señor en sus
obras. El nos invita, nos acompaña y obra ya en nuestras vidas-
MUÉSTRANOS, SEÑOR, TU MISERICORDIA Y DANOS TU
SALVACIÓN.
Voy a escuchar lo que dice el Señor:
"Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus
amigos."
La salvación está ya cerca de sus fieles,
y la gloria
habitará en nuestra tierra. R.-
La misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz
se besan;
la fidelidad brota
de la tierra,
y la justicia mira
desde el cielo. R.-
El Señor nos dará la lluvia,
y nuestra tierra
dará su fruto.
La justicia marchará ante él,
la salvación seguirá
sus pasos. R.-
En la
segunda lectura la exortación de Pedro (Segunda carta del apóstol San Pedro, 3, 8-14), nos
sitúa en nuestro presente donde se armoniza fe y esperanza: “Nosotros, confiados en la misericordia del
Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia”.
“Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos,
procurad que Dios os encuentre en paz con Él, inmaculados e irreprochables.
Para poder vivir en un cielo nuevo y en una tierra nueva en la que habite la
justicia”, el apóstol san Pedro nos dice que deberemos vivir en este mundo
llevando una vida santa e inmaculada, estando siempre en paz con Dios. A esto
debemos aspirar también hoy todos los cristianos del siglo XXI: a hacer de
nuestro mundo una tierra nueva, donde no reine la corrupción y la injusticia,
sino la misericordia y la justicia de nuestro Dios. Así debemos vivir nuestro
Adviento: purificándonos de todos nuestros defectos y pecados, para que, cuando
llegue el Señor, nos encuentre puros y santos. Así estaremos apresurando la
venida del Señor, es decir, estaremos haciendo posible la llegada de Nuestro
Dios hasta nosotros.
En el Evangelio de hoy de San Marcos
resuena con fuerza la invitación: CONVERTÍOS.- "Una voz grita en el desierto... “(Mc 1, 3).
Cuando
Juan Bautista comenzaba su predicación había en Israel un clima de gran tensión
político-religiosa. El Pueblo elegido estaba bajo el yugo de Roma que ejercía
su poder con la fuerza de sus legiones y la rapaz astucia de sus procuradores.
Para colmo de males quienes gobernaban en la Galilea y en la región nordeste
eran dos hijos de Herodes el Grande, Herodes Antipas y Herodes Filipo. Todos
descendientes de los idumeos y pertenecientes, por tanto, a la gentilidad, a
los malditos "goyím", considerados impuros por los judíos. Esa
situación era para Israel un insulto permanente. Esto, unido a las profecías
sobre la venida ya inminente del Mesías, provocaba en el pueblo fiel, el anhelo y la esperanza.
La
voz de Juan resuena en el desierto, lo mismo que resonó la voz de Moisés. El
nuevo éxodo que anunciara Isaías comenzaba a realizarse. Pero en este nuevo
tránsito por el desierto no será otro hombre quien los guíe: será el mismo
Yahvé, el mismo Dios que se hace hombre en el seno de una Virgen, Jesucristo.
Ante esa realidad próxima a cumplirse, el mensajero del nuevo Rey clama a voz
en grito que se allanen los caminos del alma, que se preparen los espíritus
para salir al encuentro de Cristo.
La
palabra de Dios nos deja hoy rodeados de un halo de esperanza. La esperanza a
la que estamos llamados, la actitud de conversión, el trabajo serio por allanar
los caminos de nuestra vida y de nuestras comunidades, tienen una meta
concreta: “nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo
nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia”. A pesar de todo, en el
desierto mantenemos la utopía. No nos resignamos a que las cosas se queden como
están, a que perdamos nuestros valores, nuestras creencias, nuestra fe y
nuestra esperanza. Somos conscientes de la realidad, pisamos tierra, pero en
ella descubrimos a un Dios que nos sigue llamando a trabajar, a allanar, a
convertirnos, a enderezar, a esperar contra toda esperanza, a dar segundas oportunidades
(como Él lo hace), a buscarle no mirando hacia arriba, sino mirando hacia
abajo, en cada persona y en cada acontecimiento de la vida, en lo sencillo,
entre los pobres, en un pesebre humilde y maloliente, hecho niño en Belén. Ese
día empezó el cielo nuevo y la tierra nueva, porque la Justicia vino a habitar
entre nosotros. Desde ese día, la tarea es allanar senderos, para facilitar el
camino al Señor, para que venga, para que siga viniendo a nuestras vidas, a
nuestras familias, a nuestros grupos, a nuestras comunidades. Por eso nuestro
grito: ¡Ven, Señor Jesús!
Desde
las lecturas proclamadas y nuestro caminar hacia la Navidad nos hacemos algunas
preguntas:
Hemos contemplado a Juan el Bautista.
Juan, en este segundo domingo de adviento, nos pone contra las cuerdas. ¿Qué
camino estamos construyendo para la llegada del Salvador? ¿Nos preocupamos de
despejar la calzada de nuestra vida de aquellos escollos (envidias, orgullo,
soberbia, malos modos, egoísmo….) que convierten nuestra fe en algo irrelevante
o simbólico?
¿Cómo vestimos nosotros? ¿Con la piel de
la oración o con el oropel de la frialdad hacia Dios? ¿Con qué nos alimentamos?
¿Con la Palabra y la Eucaristía o, por el contrario, con todo aquello que es
agradable al paladar del ojo, de la boca, del tener o del placer? ¿En qué
dirección avanzamos? ¿Hacia la Navidad, Misterio de Amor, o hacia la vanidad
del disfrutar, gastar y derrochar?
Ante la cercanía de la Navidad,en estos próximos días (aunque en algunos lugares ya
lo han llevado a cabo semanas atrás por intereses meramente comerciales) se
adornan las calles y plazas como antesala de la Navidad. ¿Cómo vamos adornar
nuestra vida? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a iluminar el interior de cada
uno de nosotros para que, el Señor, cuando nazca pueda entrar con todas las de
la ley al fondo de nuestras vidas y nacer de verdad? ¿De qué nos vamos a
rodear? ¿De regalos que ya ni nos llaman la atención o del gran regalo que es
Cristo humillado en Belén?
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