domingo, 8 de abril de 2018

Comentarios a las lecturas del II Domingo de Pascua 8 de abril de 2018

Comentarios a las lecturas del II Domingo de Pascua 8 de abril de 2018

Hoy es el domingo de la Divina Misericordia.
San Juan Pablo II, instituyó esta fiesta, ahora el Papa, Francisco, ha convocado el "Jubileo de la Misericordia". Misericordia tiene dos significados: perdón y solidaridad. En el evangelio de hoy Jesús envía a sus discípulos: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados”. El perdón de Dios se derrama en plenitud en la humanidad. Celebrar la misericordia de Dios es algo más que venerar una imagen, es celebrar que Dios es un Padre con entrañas que quiere a sus hijos. "La misericordia es un camino que comienza con una conversión espiritual, y todos estamos llamados a recorrer este camino", ha dicho el Papa Francisco.

En la primera lectura de hoy de los Hechos de los Apóstoles (Act . 4, 32-35), se nos narra  el modo de vida que llevaban los primeros cristianos lo que animaba a los no creyentes a seguirles. No era tanto lo que oían decir a los apóstoles, sino lo que veían que los apóstoles hacían. Era el ver, más que el oír, lo que animaba a la gente a seguir a los apóstoles.
 Estos versículos ofrecen la alternativa cristiana a los modelos de existencia seculares. Al margen de toda consideración sobre su verificación en el tiempo (con toda probabilidad no tuvo una vigencia muy duradera en la primitiva comunidad), esta alternativa tiene valor constituyente; por eso, confrontándose con ella, la Iglesia de todos los tiempos sabrá indefectiblemente en qué medida es cristiana, es decir, comunidad de Cristo.
El momento constitutivo de esta comunidad de amor es la resurrección de Jesús. La alternativa cristiana es, en primera instancia, religiosa. La resurrección de Jesús es el comienzo y el signo infalible de la nueva humanidad; es esa resurrección la que desencadena el entusiasmo comunitario.
En el origen mismo de la resurrección de Jesús se halla Dios  y a El se refiere la segunda parte del v. 33 "todos eran muy bien vistos" Dios los miraba a todos con mucho agrado). La verificación del favor de Dios es la ausencia de propiedad exclusiva entre los hermanos (v. 34).
"Lo poseían todo en común". Esta lapidaria frase resume el ideal comunitario de los cristianos y representa una increíble fuerza para la nueva Iglesia: ¿Qué mejor motor para el apostolado que el apoyo mutuo y fraterno? Pues no sólo los bienes materiales son susceptibles de ser puestos en común, sino también la fe, la alegría de estar juntos, las preocupaciones...
En Jerusalén, el compartir los bienes era asunto de libre elección. Algunos cristianos ponían todas o una parte de sus propiedades a disposición de la comunidad. Ananías y Safira serán condenados no por haberse quedado con sus bienes, sino por haber hecho creer que los ofrecían en su totalidad, cuando en realidad no se les exigía nada (5, 1-11).
El cuadro de la caridad entre cristianos en la comunidad de Jerusalén es un tanto idílico. Las relaciones de este tipo caracterizan a las comunidades de carácter rural o familiar, en las que las relaciones pueden reproducir prácticamente el "Yo-Tú-, puesto que suponen el conocimiento más o menos íntimo del interlocutor.
El proceso moderno de urbanización ha introducido un valor diametralmente opuesto a la mentalidad rural: la del anonimato, en virtud del cual cada uno protege su vida privada tan absolutamente como quiere, presta a sus conciudadanos numerosos servicios, pero de orden funcional y segmentario, y no admite al intercambio "Yo-Tú- más que a algunos amigos seleccionados.
El anonimato de las ciudades encierra muchos valores y dentro de ese marco nuevo es donde hay que dar cuerpo al amor fraterno y a la atención mutua. El anonimato, y hasta la negativa positiva a conocerse, son muchas veces auténticos medios para vivir más humanamente y para salvaguardar una vida privada profunda y rica, libre frente a la opinión pública. La vida en la ciudad permite, por lo demás, amistades mucho más profundas, elegidas de entre un abanico muy amplio de posibilidades y libres de todas las convenciones de la vida rural.
Finalmente, la población urbana exige una multitud de servicios: las relaciones públicas son mucho más ricas y más diversificadas que en una comunidad restringida. Qué importa que no lleguen hasta la cordialidad antigua, si al menos prestan los servicios que se esperan de ellas y permiten vivir diferentes tipos de relaciones.
Si el amor mutuo de los cristianos tiene un sentido, habrá que aplicarlo hoy a esos diferentes niveles de la vida privada, de la vida seleccionada y de los servicios públicos. La Eucaristía no tiene como misión hacer vivir a los participantes una experiencia de ternura mutua, sino que envía a cada uno a diversificar el amor de Cristo en las mil y una facetas de las relaciones humanas del hombre moderno.

El Salmo de hoy es el   117 (Sal 117, 2-4. 16ab-18. 22-24 )  Este salmo es el último del grupo aleluyático («Gran Hallel») y rezuma un profundo sentido eucarístico, de acción de gracias. El salmista habla en nombre de la nación (v 10): Yahvé ha liberado milagrosamente al pueblo de un gran peligro nacional, y el poeta, recogiendo el sentir colectivo, expresa, durante una procesión al templo para ofrecer las víctimas eucarísticas, los sentimientos de gratitud hacia el Dios nacional.
Este salmo fue utilizado por primera vez el año 444 Antes de Jesucristo, en la fiesta de los Tabernáculos (Nehemías 8,13-18). Hace parte del ritual actual de esta fiesta. La fiesta de los Tabernáculos era la más popular: el "patio de las mujeres" en la explanada del Templo, permanecía iluminado toda la noche...
Procesionalmente se iba a buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante siete días consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años de la larga peregrinación liberadora en el desierto... En el Templo la alegría se expresaba mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se agitaba un ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una especie de ronda... se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y cantando "¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!"
La verdadera victoria, la auténtica gesta de liberación que consigue el salmista por «la diestra poderosa del Señor» (v. 16), es decir, por su presencia potente y amante, experimentada por el salmista en la relación personal con el Señor.
El Señor, como Padre solícito y sabio, tuvo para conmigo una pedagogía acertada: «me castigó» (v. 18) una y otra vez: me abandonó en las sombras del desconcierto, me sentí mil veces con las aguas al cuello, las difícultades me desbordaban, me sentía como un muro en ruinas, mi prestigio recibió heridas de muerte, caí en las manos de la desesperanza, invoqué a la muerte.... pero «no me entregó a la muerte» (v. 18).
El coro retorna la palabra para comentar, conmovido, los acontecimientos de liberación (vv. 22-25): resulta que aquél que nuestros ojos lo contemplaron pisoteado bajo los pies de sus enemigos, herido por el aguijón de las lenguas venenosas, despreciado con frecuencia, y siempre el último, resulta que ahora ha sido constituido en la piedra angular y viga maestra del edificio (v. 22).
Es un «milagro patente» (v. 23), todo ha sido obra del Señor. Sucedió que el Señor irrumpió en el escenario de la historia, hizo proezas increíbles, sacó prodigios de la nada y dejó mudas a las naciones. ¡Hosanna! Señor, ¡sálvanos! (v. 25).

En la segunda lectura de hoy (1ª carta de San Juan 5, 1-6)  Los primeros versículos son una maravillosa descripción de la vida del creyente: quien cree en la mesianidad de Jesús ha nacido de Dios, es hijo de Dios (v 1a); ama a los hermanos, hijos de un mismo Padre (1b-2); (v. 2) Hay en él  un proceso que va de la fe al cumplimiento de los mandamientos, del evangelio o anuncio de lo que somos -hijos de Dios- a lo que hacemos o debemos hacer, de la ortodoxia a la ortopraxis: El que cree que Jesús es el Cristo, nace de Dios, ama a Dios y en consecuencia a los hijos de Dios, cumple los mandamientos. Pero, si no cumple los mandamientos, esto es, si no cumple el mandamiento del amor, el proceso denuncia su mentira y lo condena: es un incrédulo, no cree que Jesús es el Cristo y ya está condenado. He aquí, pues, cómo para Juan la ortopraxis es la verificación o falsificación de la ortodoxia.
Observa los mandamientos (3); y vence al mundo, porque la victoria con que se ha vencido al mundo es nuestra fe (4). Esta última afirmación es muy interesante: la victoria sobre el mundo ya se ha realizado en Jesús. De ahí que la victoria sea nuestra fe, que es Jesús. Jesús es nuestra fe, como Jesús es nuestra vida, nuestro pan, nuestra palabra.
Así quien ha nacido de Dios vence al mundo. Y creer en Jesús como Mesías, es lo que nos hace Hijos predilectos de Dios. Dice también San Juan que el auténtico amor a Dios se demuestra cumpliendo sus mandamientos. Es, en cierto modo, una aplicación teológica del antiguo refrán castellano: “Obras son amores, y no buenas razones”.

En el  evangelio de hoy (Juan  20, 19- 31 ), El texto nos sitúa en la mañana del domingo del descubrimiento del sepulcro vacío r que culmina en el cuarto Evangelio en la tarde de ese mismo domingo. Si por la mañana el sepulcro vacío dominaba el relato, por la tarde lo domina la presencia de Jesús en medio de sus discípulos. Esta presencia explica aquel vacío, pero, sobre todo, restablece una continuidad de relación Jesús-discípulos. De aquí arranca la intencionalidad del texto. Al servicio del final de la relación está el miedo de los discípulos; al servicio de la reanudación de la relación están el saludo, enfáticamente repetido, y la identificación del propio Jesús como la misma persona que antes habían conocido los discípulos. La reanudación de la relación se sella con la alegría de los discípulos, quienes, a partir de ahora, hablan de Jesús como el Señor, enraizándolo por completo con Dios. La aceptación de la identificación de Jesús por los discípulos se plasma en la fórmula de confesión de fe "ver al Señor".
Son varios los temas que componen este Evangelio: las apariciones del Señor ritman de ocho en ocho días la vida de las comunidades primitivas; Cristo-Señor hace uso de su poder de Resucitado transmitiendo sus poderes a los apóstoles; finalmente, los discípulos se ven llevados a descubrir, lo mismo que Tomás, el desprendimiento de la fe.
San Juan comienza por resumir los datos que han llegado a su conocimiento seguramente a través de las mismas fuentes que a San Lucas (24, 36-49): Cristo no es ya un hombre como los demás, puesto que pasa a través de los muros; pero no es un espíritu, puesto que se le puede ver y tocar sus manos y su costado (v. 20). Su resurrección ha supuesto para El un nuevo modo de existencia corporal. San Juan  presenta a Jesús, más bien orientado hacia el futuro y preocupado por "enviar" a sus apóstoles al mundo.
Un tema importante de las apariciones es la preocupación de Cristo por organizar los distintos elementos que prolongarán sobre la tierra su actividad de Resucitado: la jerarquía, los sacramentos, el banquete, la asamblea (adviértase la doble mención de la "reunión" de los apóstoles" vv. 19 y 26, ya con su ritmo dominical: v. 26).
 ¿Cómo puede San Juan descubrir la venida del Espíritu sobre los apóstoles el domingo de Pascua, mientras que Lucas la anuncia para Pentecontés? (Lc 24, 49). Realmente, Juan se hace eco de una antigua idea de los medios judíos, en especial de los que se movían en torno a Juan Bautista. En esos medios se esperaba a un "Hombre" que "purgaría a los hombres de su espíritu de impiedad" y les purificaría por medio de su "Espíritu Santo" de toda acción impura, procediendo así a una nueva creación . Al "insuflar" su Espíritu, Cristo reproduce el gesto creador de Gén 2, 7 (cf, 1 Cor 15, 42, 50, en donde Cristo debe su título de segundo Adán al "Espíritu" que recibe de la resurrección; Rom 1, 4).
Mediante su resurrección, Cristo se ha convertido, pues, en el hombre nuevo, animado por el soplo que presidirá los últimos tiempos y purificará la humanidad. Al conferir a sus apóstoles el poder de remitir los pecados, el Señor no instituye tan solo un sacramento de penitencia; comparte su triunfo sobre el mal y el pecado.
Se comprende por qué San Juan ha querido asociar la transmisión del poder de perdonar con el relato de la primera aparición del Resucitado. La espiritualización que se ha producido en el Señor a través de la resurrección se prolonga en la humanidad por medio de los sacramentos purificadores de la Iglesia.
La forma de vida del Resucitado es de tal especie que no se le reconoce. San Juan el evangelista del "conocimiento" (Jn 21, 4), a través de una pedagogía particular.
Esta pedagogía del Señor resucitado nos permite comprender la lección dada a Tomás. La nueva forma de vida del Señor no permite ya que se le conozca según la carne, es decir, a base tan solo de los medios humanos. Ya no se le reconocerá como hombre terrestre, sino en los sacramentos y la vida de la Iglesia, que son la emanación de su vida de resucitado. La "fe" que se le pide a Tomás permite "ver" la presencia del resucitado en esos elementos de la Iglesia, por oposición a toda experiencia física o histórica. La fe está ligada al "misterio", en el sentido antiguo de la palabra.
Esta aparición asocia el don del Espíritu y la fe a la revelación del costado de Jesús (v.20). Ahora bien: Juan ya había dicho, en el momento en que fue herido el costado de Cristo en la cruz (Jn 19, 34-37), que la fe captaría a quienes vieran su costado herido. He aquí lo que sucede: la contemplación de la muerte de Cristo provoca la fe en la acción del Espíritu. Si Cristo muestra su costado no lo hace por simples razones apologéticas: revela a los contemplativos la fuente de la nueva economía.
En este sentido, el género de visión (v. 25) que los apóstoles han tenido de Cristo resucitado no ha sido ese tipo de visión material (vv. 26-31) exigida por Tomás. Si no hay diferencia entre estas dos experiencias, no se ve por qué Cristo habría de reprocharle lo que no reprocha a los demás y por qué habría que exigir al primero una fe que no les ha exigido a los segundos. En realidad, los diez apóstoles han tenido una experiencia real del Señor resucitado, pero probablemente fue más mística que la experiencia a que aspiraba Tomás.

Para nuestra vida
En este domingo II de Pascua, se nos invita a reflexionar desde la primera lectura con el modo  como vivían los primeros discípulos de Jesús, sin tener nada propio, sino poniéndolo todo en común: “no consideréis nada como propio, sino tenedlo todo en común", no con criterios de igualdad, porque no todos tenemos  idéntica salud, sino conforme a la necesidad de cada cual.

En el relato de los Hechos de los Apóstoles, vemos como tenían todas las cosas en común y se distribuía a cada uno según su necesidad.
E l modo de vida que llevaban los primeros cristianos lo que animaba a los no creyentes a seguirles. No era tanto lo que oían decir a los apóstoles, sino lo que veían que los apóstoles hacían. Era el ver, más que el oír, lo que animaba a la gente a seguir a los apóstoles. San Agustín, que fundamenta su Regla en este pasaje de los Hechos, lo primero que recomienda a sus monjes es que vivan como vivían los primeros discípulos de Jesús, sin tener nada propio, sino poniéndolo todo en común: “no consideréis nada como propio, sino tenedlo todo en común…, no con criterios de igualdad, porque no todos tenéis idéntica salud, sino conforme a la necesidad de cada cual. Pues así leéis en los Hechos de los Apóstoles: tenían todas las cosas en común y se distribuía a cada uno según su necesidad”. La Iglesia cristiana, nuestro Iglesia, debe tener esto siempre muy en cuenta: que la gente vea que vivimos como verdaderos hermanos. Si no nos ven así, no creerán en nosotros, por muchas bellas palabras que les digamos.
La Iglesia cristiana, nuestro Iglesia, debe tener esto siempre muy en cuenta: que la gente vea que vivimos como verdaderos hermanos.

El salmo de hoy es el 117, era un himno que los judíos contemporáneos de Jesús utilizaban en la fiesta de las tiendas o tabernáculos, una de las más importantes del calendario litúrgico hebreo. Y se cantaba en la procesión de entrada al Templo en dicha fiesta. Según algunos tratadistas fueron los éxitos militares de Judas Macabeo contra los sirios los que, originariamente, debieron inspirar el Salmo. Para nosotros, hoy, representa un canto de alegría pascual: la victoria de Cristo sobre la muerte.
" Das gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia".
Así comentó San Juan Pablo II este salmo; " Cuando el cristiano, en sintonía con la voz orante de Israel, canta el salmo 117, experimenta en su interior una emoción particular. En efecto, encuentra en este himno, de intensa índole litúrgica, dos frases que resonarán dentro del Nuevo Testamento con una nueva tonalidad. La primera se halla en el versículo 22: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Jesús cita esta frase, aplicándola a su misión de muerte y de gloria, después de narrar la parábola de los viñadores homicidas (cf. Mt 21,42). También la recoge san Pedro en los Hechos de los Apóstoles: «Este Jesús es la piedra que vosotros, los constructores, habéis desechado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,11-12). San Cirilo de Jerusalén comenta: «Afirmamos que el Señor Jesucristo es uno solo, para que la filiación sea única; afirmamos que es uno solo, para que no pienses que existe otro (...). En efecto, le llamamos piedra, no inanimada ni cortada por manos humanas, sino piedra angular, porque quien crea en ella no quedará defraudado» (Le Catechesi, Roma 1993, pp. 312-313).
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2. Este espléndido himno bíblico está incluido en la pequeña colección de salmos, del 112 al 117, llamada el «Hallel pascual», es decir, la alabanza sálmica usada en el culto judío para la Pascua y también para las principales solemnidades del Año litúrgico. Puede considerarse que el hilo conductor del salmo 117 es el rito procesional, marcado tal vez por cantos para el solista y para el coro, que tiene como telón de fondo la ciudad santa y su templo. Una hermosa antífona abre y cierra el texto: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (vv. 1 y 29).
La palabra «misericordia» traduce la palabra hebrea hesed, que designa la fidelidad generosa de Dios para con su pueblo aliado y amigo. Esta fidelidad la cantan tres clases de personas: todo Israel, la «casa de Aarón», es decir, los sacerdotes, y «los que temen a Dios», una expresión que se refiere a los fieles y sucesivamente también a los prosélitos, es decir, a los miembros de las demás naciones deseosos de aceptar la ley del Señor (cf. vv. 2-4).
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El salmo 117 estimula a los cristianos a reconocer en el evento pascual de Jesús «el día en que actuó el Señor», en el que «la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Así pues, con el salmo pueden cantar llenos de gratitud: «el Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación» (v. 14). «Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (v. 24)." [San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 5 de diciembre de 2001]
El salmo de hoy nos recuerda la misericordia de Dios es la dimensión teologal más profunda de Israel. Yahvé es un Dios de ternura, de gracia, de abundante misericordia y fidelidad. Diríase que la misericordia divina es la última instancia salvadora del Israel teologal. El Israel que retorna de la prueba del exilio trae en sus labios una canción a la misericordia de Dios. Junto con el amor, la misericordia es la mejor definición del Dios revelado. Acaso por eso plugo a Dios encerrar a todos los hombres bajo la desobediencia, para usar con ellos misericordia (Rm 11,32). El mejor regalo que Dios nos ha hecho se llama Jesús, el sumo Sacerdote misericordioso. ¿No necesitará el cristiano revestirse de entrañas de misericordia para que alcance misericordia y sea socorrido en el tiempo oportuno?

En la segunda lectura de la primera carta de San Juan se habla de nuestra realidad como Hijos de Dios. Lo somos, si creemos que Jesús es el Señor y si cumplimos sus mandamientos. Es una forma muy sencilla y precisa de definirnos. Sería absurdo que nos quisiéramos hacer Hijos de Dios, cuando ni siquiera creemos en el Él. Y es que cuando, verdaderamente se cree en Él se cumplen, automáticamente, sus mandamientos, si apenas esfuerzo.
San Agustín en su comentario a la Primera carta de San Juan y concretamente en los versículos de hoy nos dice: " Veamos, pues, qué significa creer en Cristo, creer que el mismo Jesús es Cristo. Así sigue la carta: «El que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios». ¿Pero qué significa creer eso? «Todo el que ama al que le da el ser, debe amar también al que lo recibe de él». Une inmediatamente el amor a la fe, porque la fe sin amor no sirve para nada. La fe con amor es la del cristiano; la fe sin amor es la del demonio. Y los que no creen son peores y más tardíos que los demonios. No conozco a nadie que no quiera creer en Cristo, pero si hay alguien, ni siquiera ese está en la misma situación que los demonios. Ya cree en Cristo, pero le odia. Confiesa la fe, pero por temor al castigo, no por amor a la corona. Los demonios también temían recibir un castigo. Añade a esta fe el amor para que sea la fe de la que habla el apóstol Pablo: «La fe que actúa por medio del amor» (Gál 5, 6). Has encontrado al cristiano, has hallado al ciudadano de Jerusalén, al ciudadano de los ángeles, te has cruzado en el camino con un viajero que suspira por el final del camino. únete a él, pues es tu compañero, y corre con él, si es que tú eres lo mismo que él. «Y todo el que ama al que le da el ser, ama también al que lo recibe de él». ¿Quién es el que engendró? El Padre. ¿Y quién es el engendrado? El Hijo. ¿Qué quiere, pues, decir? Que todo el que ama al Padre, ama al Hijo.
«En esto conocernos que amamos a los hijos de Dios». ¿De qué se trata, hermanos? Hace un momento Juan hablaba del Hijo de Dios, no de los hijos de Dios. Cristo era el único que se ofrecía a nuestra contemplación cuando decía: «El que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios, pues todo el que ama al que le da el ser —es decir, al Padre— ama a quien lo recibe de él», o sea, al Hijo y Señor nuestro Jesucristo. Y continúa: «En esto conocemos que amamos al Hijo de Dios», como si dijera: en esto sabemos que amamos al Hijo de Dios. El que poco antes decía «Hijo de Dios», dice ahora «hijos de Dios», porque los hijos de Dios son el cuerpo del Hijo único de Dios. Y como él es la Cabeza y nosotros los miembros, no hay más que un único Hijo de Dios. Luego el que ama a los hijos de Dios ama al Hijo de Dios. Y el que ama al Hijo de Dios ama al Padre. Porque es imposible amar al Padre si no se ama al Hijo. Y si se ama al Hijo, se ama también a los hijos de Dios.
¿A qué hijos de Dios? A los miembros del Hijo de Dios. Y, al amar, él mismo pasa a ser miembro y, por el amor, se incorpora a la unidad del cuerpo de Cristo. Pues si se ama a los miembros, se ama también al cuerpo. «¿Que un miembro sufre? Todos los miembros sufren con él. ¿Que un miembro es agasajado? Todos los miembros comparten su alegría».
¿Qué es lo que dice a continuación?: «Ahora bien, vosotros formáis el cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es un miembro» (1 Cor 12, 26.27).
Al hablar un poco antes del amor fraterno, Juan decía: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve». Si amas a tu hermano, ¿cómo es posible que le ames a él y no ames a Cristo? Por tanto, si amas a los miembros de Cristo, amas también a Cristo. Si amas a Cristo, amas al Hijo de Dios. Y si amas al Hijo de Dios, amas también al Padre. El amor no se puede dividir. Elige qué vas a amar, porque, una vez que lo eliges, lo demás viene por sí mismo. Si dices: «Sólo amo a Dios, a Dios Padre», estás mintiendo. Porque si amas, no le amas sólo a él. Si amas al Padre, amas también al Hijo. O si dices: «Amo al Padre y al Hijo, pero sólo a Dios Padre y a Dios Hijo y Señor nuestro Jesucristo, que subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre, al Verbo por el que todo fue hecho, al Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros», vuelves a mentir. Porque si amas a la Cabeza, amas también a los miembros; y si no amas a los miembros, tampoco amas a la Cabeza. ¿Es que no te estremece la voz de la Cabeza que grita por los miembros: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4). Dijo que el que perseguía a los miembros le perseguía también a él, y que el que amaba a sus miembros le amaba también a él. Pues bien, hermanos, ya sabéis cuáles son sus miembros: la Iglesia de Dios.
«Por tanto, si amamos a los hijos de Dios, es señal de que amamos a Dios». ¿Cómo es posible?, ¿es que no son una cosa los hijos de Dios y otra muy distinta Dios? Pero el que ama a Dios, ama sus mandamientos. ¿Y cuáles son sus mandamientos?: «Os doy un mandamiento nuevo: Amaos los unos a los otros» (Jn 13, 34). Que nadie se excuse de un amor en virtud del otro amor, porque este amor es absolutamente coherente. Y del mismo modo que está perfectamente ensamblado, a todos los que dependen de él los convierte en una sola cosa, como si el fuego los hubiera fundido. He aquí el oro, la masa se ha fundido, no hay más que una sola cosa. Pero si no la calienta el fervor del amor, es imposible que la multitud se convierta en una sola cosa. «Por tanto, si amamos a los hijos de Dios, es señal de que amamos a Dios».

  ¿Y en qué conoceremos que amamos a los hijos de Dios? «En que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos». Y ahora suspiramos porque es difícil cumplir el mandamiento de Dios. Escucha con atención lo que sigue. Hombre, ¿por qué te cuesta tanto amar? Porque amas la avaricia. Lo que amas cuesta mucho amarlo, pero amar a Dios no cuesta nada. La avaricia te va a traer problemas, trabajos, peligros, tormentos y preocupaciones, y sin embargo la obedeces. ¿Para qué la obedeces? A cambio de tener con qué llenar tu arca, pierdes la tranquilidad. No cabe duda de que estabas más tranquilo cuando no tenías nada que cuando has empezado a tener. Fíjate bien qué te trae la avaricia: has llenado tu casa, pero tienes miedo a los ladrones; ahora tienes oro, pero has perdido el sueño. La avaricia te dijo: «Haz esto», y lo hiciste. ¿Qué es lo que Dios te manda?: «Ámame. Si amas el oro, lo buscarás y puede que no lo encuentres; en cambio, si alguien me busca a mí, estoy con él. Si amas el honor, es posible que no lo consigas. Pero, ¿hay alguien que me haya amado a mí y no me haya conseguido?». Dios te dice: «Quieres tener un protector o un amigo poderoso, y tratas de conseguirlo por medio de otro inferior. Ámame —te dice Dios—; para llegar a mí no necesitas de ningún intermediario, porque el amor me hace presente en ti». Hermanos, ¿hay algo más dulce que este amor? «Los pecadores me han contado sus placeres, pero no hay nada como tu ley, Señor» (Sal 118, 85). ¿Y cuál es la ley de Dios? Su mandamiento. Y este mandamiento, ¿cuál es? El mandamiento nuevo, que se llama nuevo porque renueva: «Os doy un mandamiento nuevo: Amaos los unos a los otros». Esta es realmente la ley de Dios, pues dice el apóstol: «Ayudaos mutuamente a llevar las cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo» (Gál 6, 2). El amor es, pues, el culmen de todas nuestras obras. Ahí está el fin. Por él corremos, hacia él nos dirigimos. Y cuando lleguemos a él, descansaremos". (San Agustín. Homilías sobre la primera carta de San Juan a los partos. Homilía décima (1 Jn 5,1-3).


El evangelio nos recuerda como el encuentro con Jesús es siempre en la comunidad.
Vemos como Jesús se apresura a volver junto a sus discípulos y apóstoles después de resucitar. Él sabía lo tristes y decaídos que se encontraban después de su crucifixión y muerte. Él comprendía que los de Emaús iniciaran una dispersión que, de haber tardado un día más, hubiera sido general. "Al anochecer de aquel día, el primero de la semana...". Aquellos hombres no podían ni imaginar que Jesús atravesara ileso las barreras de la muerte. A pesar de que el Maestro lo había predicho, ellos ni le habían entendido, ni habían aceptado como posible tal realidad; lo mismo que no aceptaron entonces, ni comprendieron luego cómo era posible que el Mesías, el Rey de Israel, terminase sus días en una cruz.
Entre ellos algunos que no estaban no creyeron  lo ocurrido: ·"Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
--Hemos visto al Señor.
Pero él les contestó:
-- Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo".
Jesús volvió de nuevo, dándoles otra vez su paz, pasando por alto su incredulidad. "Trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente". Tomás cae rendido ante la evidencia y confiesa con humildad el señorío y la divinidad de Jesús. El Señor piensa entonces en nosotros, en los que vendríamos después y también quisiéramos, como Tomás, ver y tocar para creer. En aquella ocasión, para animarnos a creer, enuncia la última de sus bienaventuranzas, la felicidad bienaventurada de quienes no necesitan verle para creer en él y para amarle sobre todas las cosas.
Tomás volvió a la comunidad y  allí  es donde tuvo su experiencia pascual. Es un  error retirarse a la soledad  como hizo Tomás al principio. Sólo en la comunidad podemos compartir, celebrar, madurar y testimoniar nuestra fe. Valoremos más que nunca lo privilegiados que somos por haber visto a Jesús y por tener una comunidad en la que compartimos nuestra fe. Sólo si permanecemos unidos haremos signos y prodigios, ayudaremos a los que sufren y seremos capaces de dar un sentido auténtico a nuestro mundo demasiadas  veces perdido y desorientado en sus soledades.
Contemplando la actitud de Tomás, vemos que él no cree en el prodigio de la Resurrección. Y aunque Jesús había anunciado muchas veces que resucitaría, el tema era tan inconcebible que, o no lo recordaban, o no querían recordarlo. Tomás, asimismo, pone muy alto el listón de su apuesta, quiere tocar con sus propias manos esa Resurrección para creer. Nosotros, muchas veces, tenemos posiciones parecidas a las de Tomás. No valoramos la fuerza espiritual de los sacramentos, ni nos terminamos de creer las grandes realidades de nuestra fe. También a nosotros, Jesús nos podría llamar descreídos.
El mensaje de Jesús en este segundo domingo de Pascua es doble: la paz y la misericordia. En primer lugar, nos trae la paz: "Paz a vosotros". Es la paz que no puede regalarnos nadie más en la vida, la paz interior, la paz que da sentido a nuestra vida y la plenifica. Por eso los discípulos "se llenaron de alegría al ver al Señor". Hay algo que todavía no tenemos asumido los que nos decimos seguidores de Jesús: tenemos que ser misericordiosos. Jesús nos envía a perdonar no a condenar, es el evangelio de la misericordia lo que nos trae Jesús. Me alegré mucho al escuchar las últimas palabras del Papa Francisco en el Vía Crucis del Coliseo de Roma. Nos recordó que tenemos que anunciar el perdón de Dios, que no tenemos que tener vergüenza al proclamar que Jesús es quien salva de vedad, que tenemos que practicar la “santa esperanza”. Nosotros tenemos que ser mensajeros de perdón, aprender a perdonarnos primero a nosotros mismos y ser instrumentos de perdón y reconciliación para todos. Este es el Evangelio auténtico. Quizá muchos no dan el paso de entrar en nuestras celebraciones desde la calle después de las procesiones porque no ven en nosotros esos signos evangélicos de paz, misericordia y alegría. Hoy es el día de la "Divina misericordia". Que la celebración de este día nos ayude a ser misericordiosos todo el año.
La increencia hoy más que nunca, es un problema añadido para la Nueva Evangelización a la que se nos convoca. Y no porque encontremos resistencias en los nuevos cristianos sino porque, en muchos casos, las mayores dificultades nos vienen de los que en teoría han sido bautizados en el nombre de Cristo pero han olvidado su procedencia: ni tan siquiera se preocupan por acercar los dedos de su vida en el Cuerpo de Cristo, en la familia de la Iglesia o en la gracia de los sacramentos. ¿Resultado? Incrédulos y ateos prácticos. En nada, o en poco se diferencian, con el resto que nunca escucharon nada sobre Dios o ni tan siquiera fueron bautizados. Son los nuevos Tomás de los tiempos de hoy.
La importancia de ver para creer fue grande y decisiva para los discípulos del Señor. Lo mismo sigue pasando hoy día para la mayor parte de la gente, aunque se trate de otras maneras de ver. Una fe rutinaria en Jesús y en su evangelio se puede adquirir por la simple tradición oral, pero una fe viva y transformadora en el Cristo resucitado sólo se adquiere mediante una visión personal, mediante un encuentro vivo y profundo con el Jesús resucitado. Y sigue siendo verdad que para llegar a este encuentro vivo y profundo con Jesús tiene mucha importancia lo que vemos, sea con los ojos del cuerpo, o con los ojos del alma. Sobre todo, lo que los demás ven en el comportamiento de los que nos llamamos cristianos y decimos ser discípulos de Cristo. Creer con fe viva sin haber visto es lo menos frecuente. Por eso, los cristianos debemos actuar de tal manera que los que nos vean se sientan animados a creer en el Jesús en el que nosotros decimos creer. Porque, si ven que decimos una cosa, pero hacemos otra, no nos creerán.
Rafael Pla Calatayud.
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