domingo, 17 de septiembre de 2017

Comentario a las Lecturas del XXIV Domingo del Tiempo Ordinario 17 septiembre de 2017

Comentario a las Lecturas del XXIV Domingo del Tiempo Ordinario 17 septiembre de 2017

El domingo pasado nos quedábamos en una comunidad de hermanos que se aman, se necesitan y se perdonan. Y, como siempre, todo tiene un límite: la paciencia cuando se resquebraja, las personas cuando nos desbordamos, el vaso que rebosa de agua, el río que se sale de madre, el sol cuando calienta abundantemente y… el perdón cuando nos parece un lujo.
Parece como si, aquel que perdona y olvida, es el que da su brazo a torcer. Pero Jesús, aun siendo Dios, nos enseña que la grandeza del hombre está en su capacidad perdonadora. El truco, o mejor dicho, el secreto, está en cerrar en más de una ocasión los ojos y, abrir con todas las consecuencias, el corazón. El amar sin límites de San Pablo, se complementa con el perdonar sin límites del evangelio de este domingo.
Vemos pues en estos domingos del Tiempo Ordinario que  están llenos de perdón y amor. El pasado, Jesús, nos hablaba de la corrección fraterna. Hoy es Pedro quien pregunta al Señor cuantas veces hay que perdonar. Su respuesta de "setenta veces siete" significa siempre y en todas las ocasiones. La "revolución" que trae Jesús al mundo de los judíos, de sus contemporáneos, es precisamente el amor y el perdón.

La primera lectura es  del libro del Eclesiástico ( Sir 27, 33-28, 9). El libro del Eclesiástico pertenece a los del género sapiencial. El texto de hoy ofrece sensatos consejos, propios de un viejo experimentado. Os aconsejo, mis queridos jóvenes lectores, que, si sois capaces, lo leáis con atención, imaginando que os la dirige vuestro abuelo, o vuestro padre que puede ser consciente de que su vida se está acabando y quiere regalar buenas orientaciones para la vida.
El texto nos deja un mensaje claro: "Furor y cólera son detestables; el pecador los posee. Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas". El libro del Eclesiástico nos lo dice. El furor y la cólera son odiosos y los posee el pecador.
El texto del Eclesiástico añade una doble motivación que no está tan presente en nuestro imaginario veterotestamentario: «piensa en tu muerte y guarda los mandamientos». Se abre así una vía más positiva que ponga freno a la ira. Por una parte, se alude a la muerte, que es momento en el que Dios pondrá todas las cosas en orden, con su justo valor. Humanamente, la evocación de este momento supone una invitación a pensar en lo que de verdad merece la pena: al nal de la vida ¿qué nos va a quedar? Se trata de una invitación a relativizar lo que hoy valoramos como grandes afrentas y que, vistas desde el momento de nuestra muerte, pierden gravedad, y la pena es no haber buscado el perdón y la reconciliación. Por otra parte, la mención de “recordar” los mandamientos, que en el paralelismo retórico propio de la poesía hebrea se pone en relación con la alianza del Señor, supone un recordatorio a los momentos del perdón de Yahvé con el pueblo de Israel, y toca la bra más íntima, pues el perdón ha de ser un rasgo presente en el “pueblo de Alianza” ya que es el pueblo del perdón. La referencia a los mandamientos evoca, entro otros textos, Lv 19, 18: «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Se anticipa así lo que, de forma más explícita y más elaborada, presentará el NT y el mensaje al que Jesús dará cumplimiento.
Tengamos en cuenta por último que el libro del Eclesiástico, al que pertenece el pasaje leído, fue escrito unos doscientos años antes de Cristo. Pues bien, la serie de sabias reflexiones que hace su autor cobran especial protagonismo por su semejanza con la doctrina predicada por Jesús. Basten solamente estas dos: Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor?  Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados? (Eclo 28, 3-4). La cólera y el rencor son siempre malos consejeros. Perdona la ofensa que te hizo tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas; no re enojes con tu prójimo… perdona el error. La medida que uno use con los demás será la que Dios use con él.



El  responsorial es el salmo 102 (Sal 102, 1-2. 3-4. 9-10. 11-12). El salmo 102 es el gran salmo de la ternura de Dios. El concepto de amor contiene variados y múltiples alcances, y uno de ellos es el de la ternura. No obstante, a pesar de entrar la ternura en el marco general del amor, tiene ella tales matices que la transforman en algo diferente y especial en el contexto de amor.
Desde el versículo primero entra el salmista en el escenario, conmovido por la benevolencia divina y levantando en alto el estandarte de la gratitud; salta desde el fondo de sí mismo, dirigiendo a sí mismo la palabra, expresándose en singular que, gramaticalmente, denota un grado intenso de intimidad, utilizando la expresión «alma mía» y concluyendo enseguida «con todo mi ser».
En el versículo segundo continúa todavía en el mismo modo personal, dialogando consigo mismo, conminándose con un -«no olvides sus beneficios». E inmediatamente, -y siempre recordándose a sí mismo- despliega una visión panorámica ante la pantalla de su mente: el Señor perdona las culpas, sana las enfermedades y te ha librado de las garras de la muerte (v. 3-4). No sólo eso: y aquí el salmista se deja arrastrar por una impetuosa corriente, llena de inspiración:
"te colma de gracia y ternura, sacia de bienes todos tus anhelos y como un águila se renueva tu juventud" (v. 4-5).
No importa que te digan que eres polvo y humo, y que, incluso, tú mismo así te experimentes. La gracia y la ternura revestirán tus huesos carcomidos de una nueva primavera, y habrá esplendores de vida sobre tus valles de muerte. ¿Por qué temer? Una juventud que siempre se renueva, como la del águiia, te visitará cada amanecer; y tus anhelos, aquellos que palpitan en tus estancias más secretas, serán completamente saciados de dicha. Todo será obra del Señor. Miedo ¿a qué? ¿Por qué llorar?
En el versículo 6 el salmista hace una transición: de la experiencia personal pasa a la contemplación de los hechos históricos protagonizados por el Señor a favor del pueblo. Fue una historia prodigiosa. Por su pura iniciativa, enteramente gratuita, el Señor extendió sus alas sobre Israel, que fue tribu nómada primero y pueblo esclavizado después, errante de país en país, y siempre despreciado bajo cielos extraños.
Como protagonista absoluto de la historia, el Señor los defendió contra la prepotencia de los poderosos, oscureció la tierra de los opresores, en vez de lluvia les envió granizo, sus viñas y bosques fueron pasto de las llamas, nubes de insectos asolaron sus campos, y en fin, el terror cayó sobre la tierra entera. Y así, los opresores no tuvieron más remedio que dejar en libertad a Israel que fue conducido amorosamente e instalado en la tierra prometida.
A partir de versículo 9 el salmista se mete en las entrañas mismas de Dios, esto es, de la Misericordia, y, después de desmenuzar todos los tejidos constitutivos, va sacando a la luz los mecanismos e impulsos que mueven el corazón de Dios.
Le han puesto la fama de que no hace otra cosa que levantar el índice y acusar, y de que guarda las cuentas pendientes hasta la tercera o cuarta generación. Pero no sucede nada de eso, sino todo lo contrario: el pueblo sabe que si el Señor nos tratara como lo merecen nuestras culpas, ¿quién podría respirar? Si nos pagara con la fórrnula del «ojo por ojo», para este momento todos nosotros estaríamos aniquilados en el polvo: «No nos tratan como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (v. lo).
Mucho más. Si nuestras demasías, amontonadas unas encima de otras, alcanzaran la cumbre de una montaña, su ternura alcanza la altura de las estrellas. ¿Hay alguien en el mundo que pueda escudriñar las profundidades del mar y que logre llegar hasta aquellas latitudes últimas, hechas de silencio y oscuridad? Mucho más profundo es el misterio de su amor.
¿Quién consiguió tocar con sus manos las cumbres de las nieves eternas? ¿Qué ojo penetró en las inmensidades del espacio para explorar allí sus misterios? Pues bien; si nuestros desvíos y apostasías tocaran todos los techos del mundo, lo-largo-y-lo-ancho-y-lo-alto-y-loprofundo de su misericordia alcanza y sobrepasa todas las fronteras del universo. Bendice, alma mía, al Señor. «Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; -como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos» (vv. 11-13).
En los versículos siguientes, la misericordia y la ternura se dan la mano explícitamente: «como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; porque El conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (vv. 13-14). Aquí entran en la danza, sincronizadamente, la comprensión, el perdón, la misericordia y la ternura.

La segunda lectura es de la carta del apóstol San Pablo a los romanos (Rom 14, 7-9 ) El problema que san Pablo estudia en este capítulo es el de la caridad entre cristianos que en determinados puntos, tienen opiniones divergentes, opiniones que afectan concretamente a prácticas religiosas; observancia de los días (de ayuno?) o la abstinencia de carne y de vino. De hecho, algunos cristianos ("los fuertes") estiman que su fe les hace libres respecto a esas prácticas; otros, más timoratos ("los débiles"), creen deber seguir sus escrúpulos.
Los versículos recogidos por el leccionario recuerdan un principio absolutamente fundamental. Que en toda circunstancia cada cual actúe para el Señor, que es el Señor de los vivos y de los muertos. Ahora bien: en materia de vida y de muerte todos comparten una condición común. ¿Qué importan, entonces, las divergencias en cuestiones de ascesis o de práctica con tal que en todo quede asegurado al servicio del mismo Señor? Pablo no aspira a que los fuertes y los débiles compartan las mismas opiniones: no es ese el nivel en que debe realizarse la unidad, sino mucho más profundamente: en la conciencia de cada uno está el ser servidor del mismo Dios.
Vv. 7-9.Aunque algunos son débiles y otros son fuertes, todos deben, no obstante, estar de acuerdo en no vivir para sí mismos. Nadie que haya dado su nombre a Cristo tiene permiso para ser egoísta; eso es contrario al cristianismo verdadero. La actividad de nuestras vidas no es complacernos a nosotros mismos, sino complacer a Dios. Cristianismo verdadero es el que hace a Cristo el todo en todo. Aunque los cristianos sean de diferentes fuerzas, capacidades y costumbres en cuestiones menores, aún así, todos son del Señor; todos miran a Cristo, le sirven y buscan ser aprobados por Él. Él es el Señor de los que están vivos y los manda, a los que están muertos, los revive y los levanta.
 “Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo”, etc.
El hecho que “nosotros”, ambos tipos de cristianos, los fuertes y los débiles, actuamos como lo hacemos se debe a que ninguno de nosotros vivimos una vida egocéntrica. Al contrario, mientras todavía vivimos en esta tierra vivimos para el Señor Jesucristo. Cf. Fil. 1:21. “Porque para mí el vivir es Cristo,  y el morir es ganancia”.  Nuestra meta principal es complacerle. Cuando morimos nos esforzamos, aún por medio de nuestra muerte, en glorificar al Señor.
 “Así que… somos del Señor”
Al fin y al cabo es de este Señor que somos siervos, y a quien pertenecemos. ¿No nos compró él con su preciosa sangre?. 1 Co. 6:20
 “Porque para este fin Cristo murió y vivió…”.
Importante el v. 9: Pablo habla de la Muerte y Resurrección de Cristo como fundamento de su señorío. Es decir, que no se trata de algo sólo suyo sino también para nosotros. Que funda toda una forma de vivir de los hombres, y por tanto, también de sus conductas. Es un resumen de toda la soteriología de Pablo en el contexto ético que es el de esta parte de la carta. El ser Señor de Cristo significa que tenemos relaciones totales con El, las cuales determinan toda nuestra existencia. Porque se ha creado un vínculo de amor y de unión con El. Esta es la base de la ética cristiana. Ni el temor ni ninguna otra cosa. Nunca nos cansaremos de recordarlo en contra de cualquier otra visión autoritaria venga de quien venga.
No se trata aquí de “vivió y murió”, como si “vivió” se refiriese a la vida de Cristo en la tierra antes de su muerte por crucifixión, sino de “murió y vivió”. Murió, y luego, tras haber resucitado de entre los muertos, fue a vivir en el cielo. Nótese el paralelo: Cristo murió y vivió para ser Señor tanto de  los muertos y vivos.
Como nuestro Mediador, Cristo obtuvo el derecho incontestable de ejercer su soberanía tanto sobre los creyentes que ya han muerto como sobre aquellos que todavía viven en la tierra. Este señorío mediador fue la recompensa por el precio que él pago, por la muerte que murió. Por medio de su muerte vicaria, seguida de su vida de intercesión en los cielos (Heb. 7:25), él se ocupa de que todo lo que él ha merecido para nosotros, sus hijos, nos sea otorgado. Cf. 2 Co. 4:10: “Siempre andamos llevando en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús pueda revelarse en nuestros cuerpos”. Cf. Ro. 6:4; Fil. 3:10.

Aleluya jn 13, 34
os doy un mandamiento nuevo --dice el señor--, que os améis unos a otros, como yo os he amado.

El evangelio es de San Mateo (Mt 18, 21-35). El texto ofrece una enseñanza mediante una parábola muy expresiva. Mucho más para los oyentes directos que para la gente de hoy, de aquí que crea debo daros alguna explicación.
El perdón que el Señor pide a sus discípulos debe ser tan perfecto como el perdón que Dios ofrece al pecador que se arrepiente, un perdón que en vez de quedarse contando los pecados o la enormidad de la deuda, busca siempre y ante todo recuperar al pecador, al hijo, a la hija.
El Señor propone inmediatamente una parábola o comparación, para insistir en la necesidad de perdonar al hermano para alcanzar uno mismo el perdón de Dios. En la parábola el Señor Jesús quiere expresar que Dios se compadece y perdona al pecador que le suplica misericordia, incluso cuando la deuda es exorbitante.
Se hace alusión a dos monedas. En la primera parte del texto se nombra el talento. No se trata exactamente de una moneda. El talento era un peso, o una masa, de aproximadamente 27 kg de hoy. Es decir, en un platillo de la balanza se ponía la pieza y en el otro se iba poniendo la materia de la que se trataba.
El Señor habla de uno que le debe diez mil talentos a su rey. Esta suma equivalía a sesenta millones de denarios, siendo en aquella época un denario el jornal de un trabajador. En otras palabras el Señor quiere decir que esta deuda era sencillamente impagable. Esa deuda le fue perdonada a aquél deudor «porque me lo pediste».
El Señor habla también de un compañero que a su vez le debía a él tan sólo cien denarios, una suma irrisoria comparada con los sesenta millones de denarios que le habían sido condonados justo antes. ¿No debía éste también tener compasión de su compañero y perdonarle esa deuda ínfima, cuando el rey le había perdonado tanto? Del mismo modo Dios espera que aquél a quien Él ha perdonado todos sus pecados sea capaz de perdonar al prójimo que le pide perdón.
Los protagonistas de la parábola -el señor que perdona y el empleado que no quiere perdonar a su compañero- ilustran de manera harto elocuente la doctrina de Jesús sobre el perdón de las ofensas. El tema lo había suscitado el apóstol Pedro con la pregunta que le hace al Maestro: Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: No te digo hasta siente veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 16, 21-22). Esta respuesta de Jesús no quiere decir otra cosa sino que hemos de perdonar siempre, aunque el hermano no quiera reconocer su culpa.
Asi pues, la conclusión del Señor es fuerte, clara y contundente: Dios le retirará su perdón a aquél que, habiendo sido él mismo perdonado, cierre su corazón a la compasión y se niegue a practicar el perdón con sus hermanos humanos.
Pero, y ¿por qué este perdonar sin límite? ¿Qué es lo que puede justificar esta doctrina y conducta?
A explicar estos porqués se orienta la parábola del deudor despiadado. La línea narrativa de la parábola es fácil de entender, pero su enseñanza es bastante difícil de practicar, sobre todo cuando la fe y el amor son débiles y, en cambio, el espíritu de venganza, el odio rencoroso y la agresividad innata en nosotros son fuertes. Por encima de una justicia humana, a la que a la que cabe apelar legítimamente, Jesús ahora quiere recurrir a una instancia superior; nada menos que a un Dios justo y bueno que siempre quiere el bien para todos. Y ahí está, justamente, la enseñanza de la parábola: Tampoco os perdonará mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano (Mt 18, 35). Nosotros somos ese deudor insolvente ante Dios, quien, no obstante, nos perdonará nuestras deudas; y el precio de este perdón no es otro que el perdón que nosotros otorguemos a quien no ha ofendido.
"¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" La clave está ahí. Hay una tendencia  personal en la que uno disculpa sus propias faltas y agrava las de sus semejantes. Desgraciadamente, la vida del hombre esta plena de este defecto. El fariseísmo no es otra cosa que eso mismo. La soberbia produce ese encumbramiento ajeno a cualquier culpa, mientras que esa soberbia afea con fiereza la valoración de otras faltas más pequeñas en las gentes de nuestro entorno. Y todo ello se debe a la falta de amor. El amor nos ayudará a entender y perdonar. Y sobre la base del perdón sincero nosotros vamos a ser capaces de mejorar. El efecto del perdón al prójimo puede tener un reflejo en el perdón sincero a nosotros mismos. Porque, sinceramente, ¿no hay otra clase de personas incapaces de perdonarse, enfadados consigo mismos, circulando por la vida en vertientes de miedo personal y que no invocan jamás la petición de perdón para ellos, ni a Dios, ni a sus semejantes? Desde luego que sí. En el ejercicio del perdón sincero, hay, desde luego, una práctica útil para mejorar nosotros mismos.

Para nuestra vida
Este domingo, Jesús, nos propone a las claras que nos dejemos de evasivas y que practiquemos aquello que emana del corazón de Dios por los cuatro costados: yo os perdono… haced también vosotros lo mismo.
Muchas veces solemos decir aquello de “perdono pero no olvido”. El perdón se hace más real y más puro cuando se desea para el otro todo lo mejor. El perdón, además de desatarnos de nuestros propios dioses, nos hace comprender, vivir, gustar y entender el gran amor que Dios siente por cada uno de nosotros. ¿Perdonas? Estás cerca de Dios. ¿No perdonas? Tu corazón no está totalmente ocupado por Dios.
El “sin límites” puede suponer en nuestra vida cristiana un imposible y un buscar justificaciones. A veces corremos el riesgo de creer, que Dios, entra en ese juego que nosotros mismos nos montamos. Como si se tratara de un partido de futbol donde, los hinchas de uno o de otro, pretenden que Dios les ayude frente al contrario.
Si muchas heridas permanecen abiertas y sangrando (en nuestras familias, sociedad, iglesia, comunidades, parroquias, política, etc.,) es en parte por la pobreza de nuestra fe. Por la falta de comunión con Dios. Por mirarnos demasiado a nosotros mismos y también cuando dejamos tirados en la cuneta a muchas personas que han hecho tanto por nosotros.
Cuando se vive íntimamente unido a Él, no hay obstáculo insalvable ni ofensa gigantesca. Es como aquel peregrino que, deseando llegar hasta el final de su trayecto, se dedicaba constantemente a mirar a su izquierda y a su derecha perdiendo ritmo, fuerzas e ilusión. Un compañero se le acercó y le dijo: si miras al horizonte te irá mucho mejor y llegarás antes.
Con el perdón ocurre algo parecido. Mirando a Dios, vemos a los que nos rodean con ojos de hermanos. Olvidando a Dios, surge un cierto aire de insatisfacción de todo y de todos. No podemos ir en solitario. Apostar por la Iglesia, por la comunidad, por la parroquia, por ser cristiano…..nos exige y nos empuja a entrar por debajo del dintel del perdón.

Del perdón  empieza hablando la primera lectura: " Perdona la ofensa de tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas". En este libro del Eclesiástico esta idea está muy clara: Del vengativo se vengará el Señor. Perdona la ofensa de tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? Cuando recemos, pues, el Padre Nuestro, perdonemos de corazón, cristianamente, a todos los que nos han ofendido a nosotros, con la seguridad de que Dios nos perdonará. Estemos seguros, con palabras del salmo 102, de que Dios perdona todas nuestras culpas… no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas, porque El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia.
Debemos hacernos son mucha seriedad la siguiente pregunta: ¿El pecado cambia a los hombres?, ¿agrava su comportamiento general? Pues, sí. La maldad trae una forma de ser. Igual, que la bondad y la mansedumbre produce otro estado de ánimo bien diferente. Si nosotros mismos, nos notamos coléricos e iracundos con frecuencia deberemos examinar nuestras conciencias. El inicio de un camino más cercano al Señor Jesús, y que discurre entre episodios de amor hacia los hermanos, produce una calma que antes no teníamos. El mal nos cambia, nos endurece. La advertencia del Eclesiástico nos da un consejo certero.
Muchas veces, ni siquiera es necesario examinar nuestro interior, para saber que vamos mal. El comportamiento habitual nos va a dar razones suficientes como para enderezar el camino.

El salmo nos habla del perdón desde la perspectiva y actitud de Dios, con dos palabras clave: "ternura y misericordia" que  sintetizan la riqueza viviente de estos versículos de hoy. r. el señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia.
Israel -y el salmista- que ha convivido largos tiempos con el Señor, con todas las alternativas y altibajos de una prolongada convivencia, sabe por experiencia que el ser humano es oscilante, capaz Je deserción y de fidelidad pero que el Señor se mantiene inmutable en su fidelidad, no se cansa de perdonar, comprende siempre porque sabe de qué barro estamos constituidos.
Para Dios perdonar es comprender, y comprender es saber: sabe que el hombre muchas veces hace lo que no quiere y deja de hacer aquello que le gustaría hacer, que vive permanentemente en aquella encrucijada entre la razón que ve claro el camino a seguir y los impulsos que lo arrastran por rumbos contrarios.
Por eso no le cuesta perdonar, y el perdón va acompañado de ternura, y a esto lo llamamos misericordia, sentimiento-actitud espléndidamente expresado en este versículo: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad. El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 145,8).
La ternura es, ante todo, un movimiento de todo el ser, un movimiento que oscila entre la compasión y la entrega, un movimiento cuajado de calor y proximidad, y con una carga especial de benevolencia. Para expresar este conjunto de matices disponemos en nuestro idioma de otra palabra: cariño.
Allá, en las raíces de la ternura, descubrimos siempre la fragilidad; en ésta nace, se apoya y se alimenta la ternura. Efectivamente, la infancia, la invalidez y la enfermedad, donde quiera que ellas se encuentren, invocan y provocan la ternura; cualquier género de debilidad da origen y propicia el sentimiento de ternura. Por eso, la gran figura en el escenario de la ternura es la figura de la madre.
Ciertamente, la Biblia, cuando intenta expresar el cariño de Dios, siempre saca a relucir la figura paterna, debido sin duda al carácter fuertemente patriarcal de aquella cultura en que se movieron los hombres de la Biblia. No obstante, si analizamos el contenido humano de las actividades divinas, llegaremos a la conclusión de que estamos ante actitudes típicamente maternas: consolación, comprensión, cariño, perdón, benevolencia. En suma, la ternura.

San Pablo en la segunda lectura nos dirá algo que demasiadas veces olvidamos: "En la vida y en la muerte somos del Señor". No somos de nosotros mismos, ni para nosotros mismos, olvidando al prójimo y olvidando al Señor. El egoísta que sólo se preocupa de sí mismo no puede ser nunca un buen cristiano. San Pablo lo tenía muy claro: Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos. Somos del Señor y esta es nuestra mayor grandeza. Debemos ser del Señor en pensamientos, palabras y obras. Sólo Dios es nuestro único Señor; los demás son nuestros hermanos. Todo lo demás: personas, dinero, poder… sólo nos servirán si nos sirven para amar más a Dios y ser sus hijos. Vivamos en esta vida para Dios y estemos seguros que después de esta vida seremos para siempre del Señor.
San Pablo supo meter toda su persona en el Señor Jesús, olvidarse de sí mismo para ser campo de acción de Jesús. Y con ello consiguió acometer la labor evangelizadora más notable de la historia del cristianismo. Y lo hizo con su acción personal y viajera. Y con sus escritos. El legado doctrinal –e intelectual— de Pablo de Tarso es enorme y de resonancias fundamentales para la vida de la Iglesia. Tenemos que tender a estar en Cristo como lo estuvo –como lo está— Pablo. Y de esa forma nuestro talante será de paz, de felicidad, mientras que ayudamos a los demás, sirviéndoles. Es la ayuda permanente del Señor Jesús lo que nos saca del pecado, de la ira, de la violencia, del desamor. Meditemos en paz sobre todo esto que hemos escuchado hoy.
Las enseñanzas de San Pablo, en este texto son muy utiles para nuestra Iglesia en la que hay cristianos con distintos niveles de fe. San Pablo que ha hecho de la fe el camino real de la salvación, utiliza ahora el lenguaje de la fe para decir que uno «cree» que puede comer de todo y otro «cree» que sólo puede comer verduras. Y esta «fe» no parece menos importante que nuestra adhesión fundamental a Cristo, ya que -al final del capítulo- se nos dice que «todo aquello que no proviene de la fe (es decir, de la convicción personal de cada uno) es pecado» .
Con estas frases, tan contrarias a un progreso poco respetuoso con las personas, Pablo saca consecuencias de unas verdades admitidas por todos: que la fe es una realidad personal y penetra toda la vida de un hombre. Precisamente porque penetrará en vidas muy diferentes, las consecuencias que uno saque de su propia fe resultarán incomprensibles para la fe de otro.
Pablo exhorta a los «fuertes» (los hombres de ideas claras entre los que se cuenta él mismo) a descubrir los valores positivos de la fe de los demás, colocándose en el punto de vista del Señor: precisamente porque el Señor está por encima de esas pequeñeces (¡quizá no caen en la cuenta de esto los que se ríen!), recoge con toda pureza la fe profunda que las inspira.
También exhorta a los fuertes a ceder en la práctica ante los débiles: porque la libertad que tienen (en este caso, de comer de todo) cesa cuando está en peligro la obra de Dios en los demás, cuando un don de Cristo comienza a destruir la obra de Cristo. A los débiles -o escrupulosos-, Pablo no les dice gran cosa, precisamente porque son débiles. Les aconseja no condenar a los demás, cosa que les resultará muy difícil. Y los llama «débiles», es decir, gente que debe madurar en su fe para sacar las consecuencias que han sacado los apóstoles.

El evangelio nos sitúa ante una pregunta de Pedro que nosotros nos hacemos a veces ante situaciones conflictivas: " si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: no te digo hasta siete veces sino hasta setenta veces siete".
En la mentalidad hebrea el número siete significaba totalidad, lo que es pleno, acabado, perfecto. Al preguntar Pedro si debe perdonar “siete veces”, quiere saber si el perdón debe tener un límite o no.
Era cuestión discutida entre los maestros de la Ley cuál debía ser el número legal para perdonar a quien reincidía en el pecado. Por lo general se consideraba que hasta cuatro veces. El perdón debía tener para los maestros de la Ley un límite, un número. Pedro propone hasta “siete veces”. Acaso los discípulos habían comprendido que la misericordia de Jesús no tenía límites. Poner un límite al perdón era convertirlo en un acto imperfecto. Era como decirle al hermano arrepentido: “está bien, te perdono, pero ojo, estoy llevando la cuenta y el perdón tiene un límite”. En el fondo, no se trataba de un perdón real, sino tan sólo condicionado a la enmienda, con la posibilidad de que por la reincidencia y recurrencia el pecador pudiese quedar definitivamente excluido del perdón, a pesar de su nuevo arrepentimiento.
El Señor responde: no sólo “siete veces”, sino “setenta veces siete”. Setenta, múltiplo de siete y diez, indica, lo mismo que siete: plenitud y totalidad. ¿Setenta veces siete? ¿Puede la perfección de lo ilimitado alcanzar una mayor perfección? El Señor no sólo pide un perdón ilimitado, sino también absoluto, un perdón que al proceder de la experiencia de haber sido perdonado uno mismo por Dios, de la experiencia de la misericordia infinita de Dios, se expresa no sólo en el número ilimitado de veces que se perdona al pecador arrepentido, sino en la actitud interior de perdonar totalmente cada pecado, de no guardar cuentas pendientes, de no decir “perdono, pero las voy contando para sacártelas en cara en algún momento”.
El perdón cristiano es, cualitativa y cuantitativamente, más que el perdón humano en general. Perdonar, humanamente hablando, es no devolver la ofensa al que me ha ofendido, superar la ley del talión, no devolver mal por mal. Perdonar, cristianamente hablando, es también amar cristianamente al que me ha ofendido, como Cristo nos amó, es decir, gratuitamente, generosamente, aunque no lo merezca.
Jesús nos manifiesta el espíritu de perdón que debe reinar en la comunidad cristiana, y en cada uno de sus miembros. El apóstol Pedro quiere saber el pensamiento de Jesús en esta materia y por eso le pregunta cuántas veces hay que perdonar al hermano. Y Jesús dice que el perdón evangélico no ha de estar sometido a tarifas ni medidas.
   El principio básico del perdón está puesto por Jesús: quien ha experimentado la misericordia de Dios con un perdón total y reiterado, no puede andar calculando las fronteras del perdón y de la acogida al hermano. Y este principio evangélico ha de ser la base de la actuación de la comunidad cristiana y de cada uno de sus miembros.
   Lo que Jesús dice contrasta con lo que nosotros hacemos o vemos hacer en muchas ocasiones: no me voy a rebajar tantas veces...; no cederé en mis derechos un ápice...; que lo haga él primero...; que sepa lo que es negarle la palabra, el saludo, la ayuda...
   La grandeza y omnipotencia de Dios se manifiesta, precisamente en el perdón. Pero el perdón requiere el reconocimiento de estar equivocado; por eso tuvo tan pocos problemas el perdón de Jesús con Zaqueo, con la Magdalena, con la adúltera, con el publicano de la parábola o con Pedro arrepentido; pero no llegó en cambio a pronunciarse sobre la secta farisea que daba gracias “porque no soy como los demás hombres”.
Perdonar cristianamente no significa olvidar la ofensa, o minusvalorar la ofensa del que me ha ofendido, o no querer que el que ofende injustamente no sea juzgado justamente. El perdón cristiano no es inhumano, es cristiano. Lo cristiano no anula lo humano, pero lo perfecciona, como hizo Cristo con la ley judía. El que perdona cristianamente no intenta sólo ser justo con su perdón, sino que quiere ser, además, misericordioso. El amor cristiano regala perdón, porque el perdón cristiano es la otra cara del amor cristiano.
El rey de esta parábola, parábola con la que Jesús quiere hablarnos del Reino de los Cielos, perdonó no tanto por justicia, sino por compasión, porque “sintió lástima de aquel empleado”. Lo que el rey reprocha a este empleado que fue cruel con el que le debía cien denarios, es que no tuviera compasión con el que le debía a él tan poco, cuando él, el rey, le había perdonado compasivamente a él una cantidad mucho mayor.
Perdonar cristianamente es, como nos dice Jesús, perdonar de corazón, no sólo perdonar legalmente. El perdón cristiano es muy difícil de realizar y, a veces, puede parecernos imposible. Si no añadimos misericordia a la justicia, difícilmente sabremos perdonar cristianamente, porque, como hemos dicho, perdonar cristianamente es regalar perón al que me ha ofendido. Regalar algo al amigo resulta fácil, pero regalar algo al que se porta como mi enemigo no es fácil. Pero, en fin, si queremos ser buenos discípulos de Jesús debemos perdonar siempre cristianamente. Y, cuando nos resulte muy difícil perdonar de corazón al que nos ofende, recemos al menos por él, para que Dios le perdone.
   La enseñanza de la parábola va más allá de lo individual para entrar en el ámbito de la comunidad.
¿Quién, al recibir una ofensa, no siente el inmediato impulso interior de querer resarcirse? El dolor experimentado, el orgullo herido, la ira que se enciende en nosotros, nos impulsa a querer castigar o vengar de algún modo el daño recibido, creyendo que con hacer sufrir al otro “lo que me ha hecho sufrir a mí” podremos aliviar nuestro propio dolor o encontrar la paz.
¿Es posible ir en contra toda esa corriente interior de sentimientos tan fuertes que se despiertan en nosotros cuando nos hacen daño, cuando nos ofenden? ¿Es posible deponer el odio, resistir al deseo de venganza y purificar el corazón de todo resentimiento? Eso es lo que el Señor pide a sus discípulos: perdonar siempre a quien nos hace daño o nos ofende, incluso a quien lo hace reiteradamente, cada vez que se acerque arrepentido.
Pero podemos decir que el perdón lo debemos ofrecer incluso a aquél que no está arrepentido del daño que nos puede haber ocasionado, involuntaria o voluntariamente. Esto es más difícil aún, ciertamente. Mas de ello da ejemplo y lección el mismo Señor Jesús en la Cruz cuando reza e implora el perdón para aquellos que lo están crucificando sin misericordia, y que no muestran ningún tipo de arrepentimiento sino que están llenos de odio y malicia.
Ofrecer el perdón a quien nos ha hecho daño es un acto heroico que sólo puede brotar de un amor que es más grande que el mal. Este perdón no sólo es una puerta abierta al pecador para que pueda arrepentirse, corregirse y volver al buen camino. También es el camino que trae la paz a aquél que ha sufrido el daño o la ofensa. Quien se niega a perdonar y alimenta el resentimiento, el rencor y el deseo de venganza en su propio corazón, jamás encontrará la paz del espíritu. Quien cree que puede curar su herida y mitigar su dolor dirigiendo su odio y rencor hacia la persona que le ha causado un dolor y un daño acaso irreparable, tan sólo añade al daño recibido otro peor: su rencor es un veneno que se vuelve contra él mismo, la amargura envenena y mata su propia alma y se difunde a su alrededor, haciendo dura y desdichada la vida de quienes lo rodean por la amargura que lleva en sí mismo. ¡Sólo el perdón ofrecido a quien nos ofende es capaz de curar las propias heridas! Quien ofrece el perdón, recibe a cambio la paz del propio corazón.
No olvidemos una realidad muy importante y es que Jesús confió a su Iglesia el poder de perdonar pecados, reconciliando a cada uno de sus miembros con Dios a través del sacramento de la Penitencia, un perdón que sólo le será otorgado si él, a su vez, perdona de corazón a quien le ofendió. El perdón fraterno debe ser tarea cotidiana de reconciliación en toda clase de comunidades, puesto que la reconciliación de los hermanos que profesan la misma fe es el testimonio que mejor entenderá el mundo; así la Iglesia podrá presentarse ante la sociedad como lo que de hecho es: sacramento de unidad y de salvación.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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