Comentario a
las lecturas
del XII Domingo del Tiempo Ordinario 25 de junio de 2017
Pasado el
tiempo de Pascua y con la última celebración litúrgica especial del pasado
domingo (Solemnidad del Corpus), continuamos con el Ciclo litúrgico en el
tiempo llamado Ordinario.
Las tres
lecturas de este domingo nos dicen, de distintas maneras, que la confianza en
Dios es fuente de paz interior. Quien sabe que Dios no le va a abandonar nunca,
pase lo que pase, no pierde la paz interior por las amenazas o los problemas y
males físicos que tenga que soportar. Evidentemente, esto no es fácil de
conseguir en un mundo en el que la mayoría de las personas viven como si Dios
no existiera. Pero, afortunadamente, tenemos muchos ejemplos de personas que
han hecho de su confianza en Dios un arma maravillosa que les permitió vencer
espiritualmente todas las amenazas y males del cuerpo.
La primera lectura
del Profeta Jeremías ( Jr 20,10-13 ) vemos cómo el
profeta se ha convertido en la burla de la gente, de sus mismos compatriotas. -"Oía el cuchicheo de la gente: "pavor en
torno": Jeremías ha llevado a los habitantes de Jerusalén un mensaje
difícil de parte de Dios: la resistencia al enemigo (los babilonios) es inútil,
sólo la rendición puede abrir una rendija a la esperanza de supervivencia del
pueblo. Ahora, el profeta se siente víctima del mensaje que lleva. De ningún
modo es aceptado y lo convierte en un sospechoso de traición.
Pero este
sufrimiento, lejos de desalentarle, le vigoriza y le abre al trato con Dios. En
la dura prueba de la soledad y la condena, siendo inocente, se mantiene fiel y
esperanzado en aquel que no se olvida de los pobres. Es una plegaria que
alterna expresiones de máxima desesperanza con la proclamación de fe. Jeremías
es perseguido por los funcionarios del rey, hundido en el barro de una cisterna
y, por último, liberado por el eunuco del rey, Ebedmelek.
Jeremías vive el paso de la muerte a la vida. Mientras los habitantes de
Jerusalén confían en la celebración de sus armas para no morir en manos de los
enemigos, el profeta busca la vida en la confianza en Dios.
Jeremías se
lamenta amargamente. Una vez más es el profeta plañidero, el que llora hasta el
extremo de que su figura sea el prototipo de la desgracia. Hecho un
"Jeremías" se dice. Como del mismo Cristo en su pasión: Hecho un
"ecce homo"... Misterio de los planes de
Dios, dando cabida al sufrimiento del justo. Y un sufrimiento grande, profundo.
Dolor que hace clamar, gritar, llorar.
Y en medio del
lamento un cambio repentino aparece en el texto (vs. 11-13); a pesar de todos
los sufrimientos, el profeta:
a) Confía en
Dios (v. 11), Jeremías está convencido de que lucha al lado del más fuerte
(imagen de Dios como soldado). El lamento está cargado de confianza. b) Pide
que triunfe la causa de Dios (v.12). La confianza en la victoria es origen de
su oración. Pide justicia divina y no revancha humana.
c) Invita a la
alabanza (v. 13) porque está seguro del triunfo de Dios. El profeta, porque
espera, anticipa la acción de gracias.
"Pero
el Señor está conmigo, como fuerte soldado": Canto de victoria.
Jeremías al verse liberado, celebra a Dios como el verdadero triunfador.
Mientras los habitantes de Jerusalén confían en la celebración de sus armas
para no morir en manos de los enemigos, el profeta busca la vida en la
confianza en Dios. Dios es el único fuerte soldado.
"Que yo vea la venganza que tomas de
ellos": Después del canto de victoria viene la petición de venganza.
Los culpables de la persecución del profeta serán juzgados por Dios, en quien
él ha confiado su causa. Esta confianza se fundamenta en el hecho de que Dios
"libró la vida del pobre". Aquí la expresión "pobre"
desborda totalmente un sentido socioeconómico para tomar un sentido religioso:
el pobre es el hombre fiel a Yavhé y desnudo de toda
seguridad humana. La fidelidad a la llamada de Dios ha conducido a Jeremías
hasta la máxima pobreza: la de la renuncia a su autonomía personal.
El
responsorial es el salmo 68 (Sal
68,8-10.14.17.33-35 )
Hay en este salmo tres elementos fundamentales: un análisis profundo de
sus desgracias; un refugiarse incesante, pero alternadamente, en Dios; y
las peticiones de ayuda confiada.
El salmista es
un individuo injustamente acusado; está, además, seriamente enfermo, y,
para colmo, una cadena de aflicciones de todo color lo aprieta y asfixia. Es la
suya una situación desesperante de la que hace una poderosa descripción,
lanzando, de entrada, una confiada petición: «Señor, que me escuche tu gran bondad.»
A lo largo de
los versículos del salmo, se eleva, ardiente, la súplica del salmista,
salpicada de vehementes anatemas contra sus enemigos. La apelación es
múltiple, insistente, casi abrumadora, con variadísimos motivos y formas
literarias: imploro tu bondad, tu favor, tu fidelidad; sácame de este
barro, por favor que no me hunda, líbrame de las aguas profundas, que no
me arrastre la corriente, que no me trague el torbellino. Acércate a mí,
respóndeme en seguida, rescátame, necesito consolación pero nadie me la
proporciona (vv. 14-22).
En los últimos
versículos la esperanza levanta, ¡por fin!, la cabeza; el alma, hasta
ahora en tinieblas, del salmista comienza a amanecer, y la alegría, como una
primavera, cubre de sonrisas sus grutas y praderas. Y, en una reacción
final, el salmista, olvidándose de sí, entrega palabras de aliento a los
pobres y humildes; y aterriza el salmo con una cosmovisión alentadora de
salvación universal.
Vemos como el salmista
grita angustiado:
-sufrimiento
horrible (se siente asfixiado por las oleadas de barro, aúlla, y siente que
su garganta se incendia)
-sufrimiento
injusto (es maltratado por su piedad, el ambiente pagano amenaza
sumergirlo)
-sufrimiento
por la causa de Dios ("me devora el celo de tu casa, en mí han recaído
las ofensas de los que te insultan")
-enemigos
numerosos lo rodean.
Lejos de resignarse,
el suplicante se dirige a Dios y ora:
-implora su
liberación, su salvación...
-pide venganza
conforme a la ley del Talión: sus imprecaciones terribles se dirigen
contra las fuerzas infernales; pide a Dios que las haga desaparecer (la
"mesa" de que se habla aquí es la de los festines sagrados
idolátricos a los falsos dioses"); que los enemigos de Dios sean
aniquilados.
Esta súplica
trágica termina en una acción de gracias. Los gritos y las imprecaciones
de las dos primeras partes deben interpretarse a la luz de esta parte final:
"alabaré a Dios... Al ver esto los pobres se alegrarán... Vida y
alegría para quienes buscan a Dios... El Señor escucha a los
humildes...".
La segunda lectura es de la carta a los romanos
( Rom 5,12-15 )
2.- En esta carta
se traza la contraposición entre el pecado y la gracia. El
empeño salvífico de Dios se manifiesta en Jesucristo. En él triunfa la gracia
sobre el pecado. Jesús es el iniciador y el prototipo de la nueva humanidad, contrapuesto
a Adán, iniciador y prototipo de la vieja humanidad. Pero para Pablo el punto
de partida no es Adán, sino Jesús. No es Jesús quien se comprende a partir de
Adán, sino a la inversa, Adán a partir de Jesús. Esto significa que nosotros
nacemos ciertamente en un mundo de pecado, pero sobre todo nacemos en un mundo
de salvación y de gracia.
Toda la fuerza
de este pasaje está en peligro grave de verse debilitada por nuestra mentalidad
contemporánea y por las investigaciones teológicas cuyos resultados, todavía no
seguros, han llegado a alcanzar a muchos fieles haciéndoles escépticos en su
manera de comprender el pecado original. El paralelismo que traza S. Pablo
entre el único Adán y Cristo nos parece hoy muy frágil, aunque sólo sea por el
hecho de que la palabra "Adán" no designa de por sí a una persona
sino al hombre de un modo general. Asi en muchas
ocasiones la Escritura para designar al hombre en general utiliza precisamente
la palabra "Adán".
Los vv. 13-14
suponen que después del pecado consciente de Adán, la voluntad de Dios no se da
ya a conocer hasta la revelación de la ley del Sinaí (situación que se prolonga
fuera del judaísmo a las naciones en las que la ley no se conoce). Sin duda,
ningún pecado personal es imputado a los miembros de esta humanidad sin ley, sin
conocimiento de Dios (v. 13e), pero la muerte cae, sin embargo, sobre sus
hombres, ignorantes de su pecado (v. 14) Para comprender cómo ha podido Pablo
escribir estos versículos hay que representarse la distinción bíblica entre
faltas conscientes e inconscientes.
La
continuación del pasaje está construida en forma de antítesis entre Adán y
Cristo. (...) Este paralelismo entre Adán y Cristo no confiere, sin embargo, la
misma importancia a los dos personajes. Es preciso antes que nada guardarse de
ver en Cristo solamente a Aquel que ha podido encaminar a una Humanidad
desorientada desde Adán: la obediencia y el sacrificio de Cristo no borran
solamente la desobediencia de Adán y la falta de la multitud; Cristo se ha
convertido en el Señor de la vida escatológica (cf. el "mucho más"
del v. 17): hay algo más que un simple enderezamiento o que una simple
expiación: es la entrada efectiva en una nueva economía.
Esta última
constatación es capital para la antropología cristiana. Si Cristo ha reparado
simplemente el desastre provocado por Adán, es que Adán es anterior, porque no
podemos comprender a Cristo sino a partir de Adán. Pero si lo que aporta Cristo
(la "vida") es radicalmente diferente a lo que podía aportar Adán
entregado a él mismo, entonces debemos comprender a Adán a partir de Cristo y
no a la inversa: "Adán no es más que la figura del que había de
venir" (v. 14b); Adán y Cristo no están, pues, uno enfrente del otro como
dos hombres de igual dignidad, como si el pecado del uno y la justicia del otro
se equilibraran.
Así comenta
San Agustín Rom 5,12-15: " Gracias a la acción mediadora de Cristo,
adquiere la reconciliación con Dios la masa entera del género humano, alejada
de él por el pecado de Adán. Por Adán entró el pecado en el mundo, y por el
pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres, quienes pecaron todos en él (Rom
5,12). ¿Quién podría verse libre de esto? ¿Quién se distinguiría pasando de
esta masa de ira a la misericordia? ¿Quién, pues, te distingue? ¿Qué tienes
que no hayas recibido? (1 Cor 4,7). No nos
distinguen los méritos, sino la gracia. En efecto, si fueran los merecimientos,
sería algo debido; y, si es debido, no es gratuito; y, si no es gratuito, no
puede hablarse de gracia. Esto lo dijo el mismo Apóstol: Si procede
de la gracia, ya no procede de las obras, de lo contrario, la gracia dejaría de
ser gracia (Rom 11,6). Gracias a una sola persona nos salvamos los mayores,
los menores, los ancianos, los hombres maduros, los niños, los recién nacidos:
todos nos salvamos gracias a uno solo. Uno solo es Dios, y uno solo también
el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús. Por un hombre nos
vino la muerte, y por otro la resurrección de los muertos. Como en Adán morimos
todos, así también en Cristo seremos vivificados todos (1 Cor 15,21-22). (San Agustín Sermón 293,8-9).
El
evangelio de San Mateo (Mt 10,26-33 ). Con el texto de hoy reemprendemos
el evangelio de Mateo en la última parte de las instrucciones dadas por Jesús a
los Doce cuando los envía, que vamos a leer hoy y el próximo domingo. Y estas
sentencias de Jesús deben leerse sobre la base de la misión. El evangelio de
hoy está dominado por los imperativos que se hacen a los discípulos: no tengáis
miedo (a los hombres, a los que matan el cuerpo, porque valéis más que los
gorriones) y temed (al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo).
Jesús sigue urgiendo a los que le habian seguido, les pide anunciar el evangelio y la audacia de confiar en
el poder de Dios.
Es cierto que la siembra está iniciada, pero aún queda mucho por hacer, y nadie
puede quedar mano sobre mano en la gran tarea de anunciar el Reino. Hemos de
ser testigos del Evangelio, confesar a Jesucristo delante de los hombres. Sólo
así nos confesará Él ante el Padre cuando llegue el momento de comparecer ante
el tribunal divino.
El hilo
conductor del texto es la presentación de las dificultades de los doce para el
cumplimiento de su misión dentro de Israel. Es importante subrayar que los
horizontes de esta misión no son universales sino estrictamente locales. Así se
señala explícitamente al comienzo: "No vayáis al extranjero" (Mt
10,5). Se trata, pues, de una misión destinada al que, a estas alturas de la
obra, aparece todavía como único y verdadero Pueblo de Dios. Subrayemos también
lo siguiente: se trata de una misión destinada a quienes se profesan creyentes.
De algunos de estos creyentes se ha dicho que son lobos. "Os mando como
ovejas entre lobos" (Mt 10, 16). Con estos antecedentes no tiene, pues,
nada de extraño que los enviados puedan sentir miedo. De ahí la triple
invitación "no tengáis miedo" (vs. 20, 28 y 31). En realidad el texto
de hoy puede calificarse de esfuerzo de Jesús con vistas a lograr que los
enviados superen el miedo que sin duda sentirán en el decurso de la misión. El
texto enumera diversas razones para superar el miedo.
La primera
razón es de corte sapiencial-proverbial. Son los vs. 26 y 27. Nada hay cubierto
que no deba descubrirse, ni escondido que no deba saberse (vs. 26). La razón
tiene un innegable aire indefinido. Tal vez por ello no hay que buscar detrás
de ella un sentido particularizado sino una impresión global que se trata de
transmitir. Su conexión con el v. 27 permite entenderla en el sentido de que el
proceso desencadenado por la palabra de Jesús es irreversible y nadie lo puede
detener, por más obstáculos que ponga.
Segunda razón.
v. 28. No es a los hombres sino a Dios a quien hay que temer.
Tercera razón.
Vs. 29 y 30. Los enviados han de saber que cuentan con la protección y cariño
de Dios. Versículos muy logrados debido a la plástica de las imágenes empleadas.
Los tres últimos versículos no son, propiamente hablando, razones para superar
el miedo. Incluso a nivel de formulación son distintos de los anteriores.
"Todo el que se ponga de mi parte, todo el que me niegue". La
formulación general e impersonal abre el texto a situaciones y tiempos que
trascienden el mero momento histórico de los doce. La misión tiene que ver con
la persona de Jesús. Se trata de una novedad importante dentro de Israel.
Asumirla o rechazarla no es indiferente.
Para nuestra
vida.
Hoy, las
lecturas este domingo, nos manifiestán la confianza
que impregna nuestra vida cristiana garantizada por la presencia y el
acompañamiento de Dios. Nos bastará con pensar en el ejemplo de Cristo, del
profeta Jeremías y de san Pablo.
En la primera lectura contemplamos al profeta
Jeremías que ve el peligro, oye el cuchicheo de sus enemigos, se da cuenta de
sus intrigas.
"
Oí el cuchicheo de la gente: “pavor en torno”… Pero
el Señor está conmigo como fuerte soldado". El profeta
Jeremías sufrió toda clase de afrentas, persecuciones y rechazo general, tanto
de parte de las autoridades, como del pueblo llano, por mantenerse fiel al
mandato del Señor. Sabía muy bien que lo que él decía no era lo que querían oír
los que mandaban y el pueblo llano en general, pero él prefirió obedecer a
Dios, antes que ceder ante los que le amenazaban. También a cualquiera de
nosotros puede pasarnos algo parecido en algunas ocasiones. El “qué dirán”, los
respetos humanos, el querer quedar bien con todos, nos tientan a todos nosotros
en más de una ocasión. Porque es cierto que debemos ser respetuosos con las
opiniones de los demás, sobre todo las opiniones de aquellas personas con las
que convivimos y tratamos más frecuentemente, pero el respeto a las opiniones
de los demás no debe nunca anular nuestro pensar, ni nuestro actuar, cuando
estamos interiormente convencidos de que actuamos de acuerdo con una conciencia
cierta y bien formada. El “tenemos que obedecer a Dios antes que a los hombres”
no siempre es fácil de discernir, pero es una verdad cristiana evidente.Jeremías abe que lo van a delatar, que intentan
calumniarlo, que viven al acecho para aprovechar el primer desliz, el primer
traspiés. Momentos de angustia que hacen temblar al profeta, asustarse, sentir
un miedo cerval. Sus lágrimas corren abundantes, sus lamentaciones se desgranan
en unas letanías interminables... Jeremías, figura de Cristo paciente, mensaje
para el justo que sufre y que pena. En efecto, Jesús crucificado es la
respuesta, sin palabras y sin más explicación, del sentido
"sinsentido" que tiene el sufrimiento del elegido de Dios.
Y en medio de
ese dolor, de ese miedo, surge una exclamación de esperanza, un grito de gozo
entrañable. El profeta se alza de su postración, se levanta con vigor y coraje,
seguro, indomable en su propósito de anunciar el mensaje de Dios. De pronto ha
comprendido que no está solo, se da cuenta de que a su lado está el Señor de
los ejércitos, como un fuerte soldado, como valiente guerrero que decidirá
favorablemente la contienda.
"Cantad
al Señor -termina diciendo-, alabad al Señor que libró la vida del pobre de las
manos del impío...". Dios está contigo, te alienta, te sostiene, te
empuja. No temas, no te acobardes, no te inquietes. Yo te haré, dice el Señor,
como muro de bronce, como columna férrea, como ciudad fortificada. Van a luchar
contra ti, pero no podrán vencerte, porque yo estaré contigo para librarte...
Jeremías sigue su camino de sufrimiento con serenidad, lo mismo que Jesús sale
al encuentro de los que vienen a prenderle. Luego, ahora también, la historia
se repite. Y otros "jeremías", otros "ecce
homo" van cruzando la vida con su enorme fardo de dolor, redimiendo a la
Humanidad.
Del salmo bulle un grito de lamentación que para
muchos puede ser de candente actualidad: "Sálvame, Dios mío... Me
hundo... Me agoto... Mis ojos están cansados... mis detractores son
numerosos... Lloro... Los insultos llueven sobre mí"... Es la
oración de los enfermos, de los desgraciados. Pero es también, colectivamente,
el llamado de los países del tercer mundo. Porque en estos inicios del
siglo XXI, la miseria continua deshumanizando; el exceso de confort hace al
hombre inhumano... La abundancia de los países ricos, está en gran parte
alimentada, por la miseria de los países pobres... El escándalo continua
siendo la marginación que aleja del progreso, de la creatividad y de la
decisión a más de las dos terceras partes de la humanidad.
Del salmo surge
una oración "que avanza". Si entramos en el "movimiento" de
este salmo, comprobamos su dinamismo: comienza con un grito de súplica,
continúa con una petición, y culmina en la alegría de la acción de
gracias.
Nos vendría
muy bien este ritmo para nuestra vida cotidiana: nuestra oración no puede ser
el simple machaqueo fastidioso y estático de contrariedades y problemas.
Una verdadera oración nos transforma. Ella nos hace avanzar. Es normal
que comencemos exponiendo a Dios nuestras preocupaciones, como lo hace la
conmovedora "lamentación" de comienzos del salmo. Pero deberíamos
concluir como lo hace el salmo: "Alabaré con cantos el nombre de
Dios... Que el cielo y la tierra alaben a Dios... Vida y alegría a
quienes buscan a Dios... Que los afligidos se alegren"...
En la segunda lectura hemos leido
un texto,
que siendo el más difícil de la carta a los romanos, es también uno de los más
importantes de su teología. Existe, ciertamente, una similitud entre Cristo y
Adán: tanto uno como otro disponen de un vínculo extraordinario con la
multitud. Pero no hay uno antiguo y otro nuevo, un primero y un segundo. Existe
solamente Jesucristo y sus figuras que, como tales, no encuentran su sentido
sino cuando llega lo que anuncian. Los dos términos de la antítesis Adán-Cristo
resultan de tal manera distintos en su comparación, que finalmente importa muy
poco a la fe cristiana que la ciencia demuestre un día el poligenismo o desvele
el ambiente pretendidamente mítico en el que podría haber estado sumergido San
Pablo al hablar de Adán. La única cosa importante es que la Humanidad no pueda
desvelarse a sí misma el sentido de su existencia más que a la luz del señorío
de Cristo. ¡Poco importa de dónde viene la Humanidad, si al menos sabe adónde
va!.
"No hay proporción entre la culpa
y el don: si por la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo
hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos". El fue
siempre un hombre fiel a su conciencia: antes de su conversión al cristianismo,
fue una persona totalmente fiel a la Ley de Dios dada por Moisés, pero, desde
el momento mismo en que se convierte a Jesús, todo lo anterior pierde
importancia y sólo el evangelio, la buena noticia de Jesús, le interesa. Tendrá
que sufrir mucho en su vida por defender y predicar el evangelio de Jesús, pero
los sufrimientos interiores y exteriores que sufrió por ser fiel al mandato del
Señor los consideró él ganancia ante Dios. Se identificó de tal manera con
Cristo, que todo lo demás lo consideró despreciable y secundario. No cedió
nunca ante el sufrimiento, la persecución y la misma muerte, sabiendo siempre
que el don y la gracia de Dios nunca le iban a faltar. Él se sabía débil y
frágil, pero también sabía que la gracia y el don de Dios suplían ampliamente
su debilidad. Humildad para reconocer nuestra propia debilidad y confianza en
la fuerza de Dios que actúa en nosotros es lo que debemos pedir nosotros en
este domingo,
La
antropología cristiana está esencialmente basada sobre el hombre en Jesucristo,
prometido a la "vida"; Adán no aparece sino como el motivo de una
mirada hacia atrás, simple imagen de la antigua realidad. Adán no tiene ningún
título para definir la Humanidad tal como un cristiano la ve; únicamente Cristo
-y no solamente el de la cruz, sino también el que se ha convertido en Señor-
posee la llave del misterio del hombre. Así, la comparación entre Cristo y Adán
parte de Cristo y la descripción de la situación religiosa anterior será más
bien una apreciación teológica de ésta, ligada a las representaciones
literarias de la época.
Así comenta
San Agustín Rom 5,12-15: "Testigo de ello es la madre cristiana y la
madre Iglesia"
" Quizá
me salga aquí alguien al encuentro, diciéndome: «¿Cómo todos? ¿También
quienes han de ser enviados al fuego, quienes van a ser condenados con el
diablo y atormentados en las llamas eternas? ¿Cómo dices una y otra vez que todos?».
Porque a nadie
le llegó la muerte sino por Adán y a nadie le llega la vida sino por Cristo. Si
hubiera habido otro que nos hubiera conducido a la muerte, no todos hubiéramos
muerto en Adán; si hubiese otro por el que pudiésemos llegar a la vida, no
todos seriamos vivificados en Cristo.
«Entonces
-dirá alguien- ¿también el niño que aún no habla necesita quien lo libere?».
Cierto que lo necesita. Testigo de ello es la madre cristiana, que corre con él
a la Iglesia para que lo bautice. Testigo es también la santa madre Iglesia,
que recibe al niño para lavarlo, ya para dejarlo marchar una vez hecho libre,
ya para nutrirlo con la piedad. ¿Quién se atreverá a testimoniar contra tal
madre? Finalmente, lo manifiesta en el mismo niño su propio llanto, testimonio
de su miseria. En cuanto le es posible, lo atestigua también la debilidad de la
naturaleza, aún sin uso de razón: no entra en esta vida riendo, sino llorando.
Reconoce su miseria, préstale ayuda. Revístanse todos de entrañas de
misericordia. Cuantas menos posibilidades tienen ellos de hacerlo por sí
mismos, mayor será nuestra misericordia al hablar en favor de los pequeños. La
Iglesia acostumbra a prestar ayuda a los huérfanos en defensa de sus intereses;
hablemos todos en favor de los pequeños, préstenles todo auxilio para que no
pierdan el patrimonio celeste. Por ellos el Señor se hizo niño también. ¿Cómo
no van a beneficiarse de su liberación quienes merecieron ser los primeros en
morir por él? " (San Agustín Sermón 293,8-9).
Hoy en
el evangelio Jesús repite, por tres
veces, la misma frase: No tengáis miedo. La fe y la adhesión personal de
los discípulos a Jesús deben manifestarse en la proclamación abierta y clara
del mensaje recibido.
Las
dificultades de la predicación serían muchas, y Jesús no las oculta a sus
apóstoles en el momento de enviarlos a proclamar el Evangelio. Les llega a
decir que los envía como ovejas entre lobos. Pero en medio de aquellas
dificultades, tenían que mantenerse animosos, serenos y fuertes para no callar
y seguir predicando el mensaje de la salvación.
El motivo por
el cual el creyente-testigo no debe temer es que aquéllos que se oponen al
mensaje no tienen un poder real sobre la vida. El único dueño y señor de la
vida y el que tiene poder sobre ella es Dios; si acaso es a El
a quien debe "temerse", puesto que solamente El decide el destino de
salvación o de condenación de cada hombre según la actuación de éste con
respecto a los demás.
Así el daño
que pudieran ocasionarles los demás sería un daño relativo. En el peor de los
casos les podrían quitar la vida. Pero nunca podrían matarles el alma. En
cambio, Dios puede perder no sólo al cuerpo sino también al alma. Por otra
parte, el daño físico, con ser doloroso y en ocasiones irresistible, sería para
ellos un bien precioso, si lo sufrían por amor a Cristo, que premiaría con
creces aquel sacrificio, y les daría, además, fuerza y coraje para llevarlo a
cabo.
El talante de
optimismo y audacia que se manifiesta en las palabras de Jesús, llevó a los
discípulos a todos los caminos de la tierra, sin complejos ni temores. Era tal
su empuje y su entusiasmo que la siembra de la Palabra era cada vez más ancha.
Pronto no habría país donde el cristianismo no hubiera llegado. El imperio romano,
que alcanzaba prácticamente los límites del mundo, se vio inundado por aquella
doctrina que hablaba de amor a Dios y al prójimo.
Un segundo
motivo para no tener miedo dando testimonio de Cristo es la confianza en el
Padre. Si su providencia llega incluso a los seres a los que apenas damos
valor, mucho más tiene en cuenta la vida de cada hombre. No es que el Padre
desee la muerte del discípulo o testigo de Cristo; lo que quiere el Padre es
que este mensaje de amor llegue a todos. La muerte, si viene por esta causa, es
el sello de este testimonio y Dios está presente -como lo estuvo en la Cruz- en
aquél que da este testimonio, dándole la vida y la salvación definitivas.
La vida o la
muerte, la salvación o la perdición definitiva de cada persona depende de la
postura que cada uno tome ante Cristo. Lo que debe decirse a pleno día y
pregonarse desde la azotea para que todos puedan oírlo es básicamente que se
pertenece a Cristo, que somos solidarios con El por la adhesión de fe, de amor,
de entrega personal. A este reconocimiento o confesión pública que el discípulo
hace de Cristo corresponde un reconocimiento que Cristo hace del discípulo ante
el Padre: así, el destino final de cada hombre depende de la palabra de
reconocimiento o negación que Cristo pronuncia sobre él ante el Padre.
Es muy
importante no olvidar que el evangelio es una palabra pública. No sólo porque
hay que decirla en público y va dirigida a todo el mundo, sino porque atañe,
quiérase o no, a la vida pública. Es el anuncio de la buena noticia, que no es
la mejor noticia, ni mucho menos, para los enemigos de la verdad, para los
endiosados, para los opresores, para los situados en bienes y opiniones, para
los satisfechos, para los guardianes del orden, esto es, de su orden, que no
del orden para todos y al servicio de todos los hombres.
El evangelio
no es una palabra abstracta o lejana, que hable del sexo de los ángeles, sino
concreta y penetrante como espada de dos filos. Ni una verdad teórica, que
puede comprenderse o no pero no molesta a nadie aunque pueda aburrir a la
mayoría...; sino una verdad práctica, eficaz, que obliga a tomar partido por
ella o contra ella, que cambia nuestras relaciones con Dios, a quien nos enseña
a llamar Padre, y con los hombres a quienes debemos tratar como hermanos. Por
eso entra en diálogo, pero también en dialéctica y en lucha. Por eso levanta la
contradicción y la oposición de la mentira. Porque es la luz contra las
tinieblas.
Todos los
bautizados hemos sido llamados para servir al evangelio, todos participamos de
la misión profética de Jesús. Y así todos estamos comprometidos, entre la
espada y la pared, entre la voluntad de Dios que nos envía y la mentira del
mundo que resiste al reinado de Dios. Pero sabemos que Dios está con nosotros
como "fuerte soldado" y que el evangelio es fuerza de Dios para
salvar a los que creen en él.
Evidentemente,
la mentira que se opone al evangelio no está sólo delante de nosotros y fuera
de nosotros mismos, sino también en nuestro interior. Y es preciso exorcizarla
de nosotros con la palabra de Dios, recibiendo con fe el evangelio. Sabiendo
que sólo podemos predicar a otros si nosotros mismos hacemos lo que predicamos.
La mentira nos domina muchas veces sirviéndose del miedo, metiéndonos el miedo
a confesar el evangelio, a practicarlo, a dar testimonio de él delante de Dios
y de los hombres. El que lucha contra la mentira, no puede hacerlo con las
armas propias de la mentira, utilizando el poder que todo lo corrompe y sólo
sirve para dominar. La verdad nos hace libres, el evangelio es una fuerza de
liberación. No podemos utilizar, por tanto, la fuerza, la imposición, la indoctrinación de todo tipo... Sólo podemos dar testimonio,
dejar que la verdad desarrolle su propia fuerza.
Hoy día la Iglesia es perseguida en muchos lugares
del mundo. A todos nos impresiona lo que está pasando en Siria. Un número
ingente de mártires muere por defender su fe. El nuevo Pueblo de Dios no debe
tener miedo a los fundamentalistas religiosos. La Iglesia seguirá adelante a
pesar de la oposición también religiosa de los fundamentalistas. Estos acudirán
incluso a métodos mortales. Pero la integridad física no da la medida de la
persona. La integridad personal no se agota con la integridad física. La
integridad personal no la mata ni siquiera el arma mortífera del
fundamentalista religioso. No es a éste a quien hay que tener miedo, sino que
debemos vivir en el santo temor de Dios, porque es Dios quien da la verdadera
medida de la persona. Ahora bien, ¡Dios está de nuestra parte, pequeño rebaño!
¡Dios es padre! La pérdida de la integridad física no nos debe asustar. Esta
pérdida tiene un sentido y Dios no está ausente. El texto de hoy quiere dar
ánimo a los que se sienten perseguidos por vivir la fe, infundiendo en el
discípulo ilusión y esperanza contra toda esperanza.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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