Comentario
a las lecturas del
domingo del Bautismo del Señor 8 de enero de 2017.
La solemnidad del bautismo de Jesús en el Jord, señala la culminación de todo el ciclo natalicio o de
la manifestación del Señor. Es también el domingo que da paso al tiempo durante
el año, llamado también tiempo ordinario.
Con la solemnidad del Bautismo del Señor termina
el tiempo de Navidad e iniciamos el Tiempo Ordinario. La escena del Jordán es
el principio de la vida pública del Salvador. A nosotros se nos abre también un
tiempo “normal”, de camino corriente, tras la maravilla que hemos celebrado en
Navidad. Pero también es tiempo de espera y de conversión. Esta primera parte
del Tiempo Ordinario terminará en el Miércoles de Ceniza, el 1 de marzo, y con
ella se inicia la Cuaresma, el ascenso hasta la Pascua gloriosa.
En la primera lectura tomada del libro de Isaías (Is 42,1-4.6-7) presenta el plan de Dios realizado a través
de su ungido.“Mirad a mi siervo a quien prefiero”.
Tenemos aquí
la primera de las cuatro piezas literarias que se conocen con el nombre de
"cantos del siervo de Yahveh".
Se trata de un ciclo de profecías en las que, avanzando progresivamente en
hondura y extensión. Se describe la figura del discípulo verdadero de Yahveh que ha sido elegido para enseñar "el
derecho" a las naciones (esto es, la religión legítima), que ha sido
fortalecido para aguantarlo todo con tal de cumplir su misión y que, después de
expiar con su dolor los pecados del pueblo, será
glorificado por Dios. La Iglesia ha visto en estos cantos la descripción
profética de la pasión y muerte de Jesús; sin embargo, resulta exegéticamente
imposible determinar quién sea el siervo de Yahvé. Probablemente se refiere a
todo un grupo dentro de Israel.
El autor ha
vivido entre los deportados a Babilonia, ha conocido las victorias de Ciro, rey
de Persia, pero no parece haya visto la caída de Babilonia. Los primeros
oyentes del anuncio de la llegada del "Siervo" se encontraban en una
calle sin salida.
Habían
perdido la patria, el poder político y el centro de su vida religiosa -el
templo- era un montón de ruinas. En esta situación les llega el mensaje del siervo que anuncia la liberación. Se presenta como elegido
de Yahvé, consagrado por el espíritu, para que establezca en los pueblos el
derecho=la ley de Dios. Es una decisión que ha tomado el Señor ante testigos.
Tiene un carácter político. Es como una acción judicial entre Dios y los
pueblos y constituye una declaración jurídica según la cual la pretendida
divinidad de los dioses es nula y falsa porque sólo Yahvé es Dios. Este parece
ser el sentido y contenido de los vv. 1-4.
"Siervo"
es aquí un título honorífico, no tiene que ver nada con la condición y el
"Status" sociológico de los esclavos.
La misión
del Siervo se formula con una serie de negaciones y la figura que de ellas
resulta es totalmente contrapuesta a la tradición oriental. Según ella, en los
procesos, después de proclamar la condena, el heraldo rompía una caña y apagaba
una lámpara, signos de muerte. Esto es lo que no hará el Siervo... El siervo
proclamará la misericordia de Dios a todos los pueblos y les hará conocer el
derecho de Yahvé. Realizará su misión con firmeza = fidelidad y verdad. Con un juego
de palabras, que remite al v. 3, dice que no se apagará ni quebrará hasta que
haya cumplido su misión.
La misión
del siervo hunde sus raíces en la elección o llamada
del Señor (vv. 1-6). Por voluntad divina el siervo está equipado con el don del
espíritu, al igual que los jefes carismáticos y profetas de Israel (Jc 6, 34; 1 S 11, 6; Is 6; 11,
2ss.). Pero la elección de ésos no era hecha pública como le ocurre al siervo:
"miras a..." del v. 1 exige unos testigos y nos recuerda la
presentación pública de los reyes ante el pueblo (cf
1 S 16: David, equipado con el don del espíritu, es proclamado rey). Así pues,
el siervo es mediador carismático, y posee además prerrogativas reales.
Su misión es
muy dura, ya que debe "implantar el derecho en la tierra...".
Machaconamente el autor repite este idea: traer,
promover, implantar la justicia. ¡Casi nada! Y este reinado de justicia, y no
de violencia, debe traducirse en obras concretas: abrir los ojos de los ciegos,
sacar a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en
tinieblas (v. 7). Ceguera, prisión, tinieblas, evocan realidades negativas que
deben ser transformadas a través de actuaciones liberadoras: abrir, sacar. Toda
la teología bíblica rezuma liberación; todo ser humano con vocación de redentor
debe ser necesariamente liberador, ya que ambos términos se identifican.
La forma de
actuar del siervo en nada se parece a la del común de
los mortales: "no gritará, no clamará..." (v. 2). El siervo no se
hace propaganda electoral, no busca compensación alguna.
Muchas veces
su premio será el sufrimiento, pero no importa, ya que no vacilará ni se
quebrará (v. 4). Siempre confiado, transmitirá este sentimiento incluso a
aquéllos que están a punto de extinguirse: "la caña cascada no la
quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará". La postura del siervo es firme, inquebrantable en el cumplimiento de su
deber.
“La caña cascada no la quebrará,
el pabilo vacilante no lo apagará" (Is 42, 3) La caña cascada ya no
sirve para nada, le falta consistencia. Mejor es tirarla, terminar de
quebrarla, hacerla astillas para el fuego. Y el pabilo vacilante da poca
luz, apenas si alumbra. También dan ganas de apagarlo de una vez y encender
otra luz más fuerte y segura.
Dios
sabe esperar, Dios tiene una gran paciencia. Y al débil le anima para que siga caminando, al que está triste le infunde la
esperanza de una eterna alegría, y al que lucha y se afana inútilmente le
promete una victoria final, una victoria definitiva.
"Promoverá fielmente el
derecho, no vacilará ni se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra y
sus leyes que esperan las islas" (Is
42, 4) El anuncio de Isaias
sigue realizado en Cristo. Cristo sigue promoviendo el derecho sobre
la tierra, despertando en los hombres la inquietud por una justicia auténtica.
Su voz sigue resonando en las conciencias, reclamando el derecho de los
oprimidos. La Iglesia es la continuación de Jesús, es el signo sensible de su
persona, su voz clara y valiente. Lo dijo Él: Quien a vosotros recibe, a mí me
recibe, y quien a vosotros escucha, a mí me escucha.
El
responsorial es el salmo 28 (Sal 28,1-4.9-10). Salmo que celebra al Dios
de la tempestad está lleno y unificado por la presencia de Dios. Un movimiento interno presenta el «poder
divino» con la siguiente gradación: En la introducción, como algo que recibe de
los «hijos de Dios» (dioses inferiores); en el cuerpo del salmo Dios ostenta el
poder en propiedad y lo manifiesta en la vehemencia de los siete truenos («voz
de Dios») espaciados; en la conclusión, se lo dona a su pueblo. En medio de
este poder transcurre la «gloria de Dios», que «los hijos de Dios» deben
reconocer y el pueblo proclama.
El salmo tiene
tres partes distintas que conviene tener en cuenta a la hora de rezarlo: Invitación a la alabanza:
«Hijos de Dios... en el atrio sagrado» (vv. 1-2). Descripción de la tormenta: «La voz del Señor
sobre las aguas... un grito unánime: Gloria» (vv. 3-9). Conclusión inclusiva: «El
Señor se sienta... como rey eterno» (v. 10). Conclusión
programática: «El Señor da fuerza... a su pueblo con la paz» (v.
11).
Más allá de la imagen «mítica» -Dios deja oír su
imponente voz en la tormenta-, la solemne teofanía del presente salmo sigue una
invitación a escuchar la voz de Dios. Si en otro tiempo habló desde la cumbre sinaítica para que su pueblo le obedeciera y cumpliera sus
mandamientos, en los tiempos finales nos ha hablado por medio de su Hijo, a
quien debemos escuchar o dar acogida. Su voz, cuyo eco ha llegado a toda la
tierra, es como un estruendo de cascadas numerosas, y es, a la vez, la voz
íntima que, por el Espíritu, grita en nuestro interior el inefable nombre del
Padre. Escuchar hoy su voz es descubrirlo en el entorno, sobre todo el
personal, y convertirse en eco (trueno) de ese rumor de aguas: ¡Saltan hasta la
vida eterna!
Un poder capaz de dominar las aguas destructoras, los
árboles más engreídos, de sacudir los montes -morada de los dioses- y de hacer
revivir el desierto. Es un poder sobre todo lo creado. Ese poder, creador y
recreador, es el propio del Resucitado: «Me ha sido dado todo poder en el cielo
y en la tierra» (Mt 28,18). Para quienes confesamos su nombre es un poder
liberador; sus oponentes, por el contrario, lo experimentarán como un poder
destructor. Por eso los creyentes contemplamos y esperamos el advenimiento del
Hijo vestido con «gran poder y majestad» (Lc 21,27):
es el momento de nuestra liberación. Pidamos ahora que nos conceda su fuerza
para sacudir, dominar y vencer a tantos antidioses
como tenemos.
La gloria divina es la irradiación fulgurante de Dios.
La creación entera está marcada por las huellas de su gloria. Para Israel esa
gloria es definitivamente salvadora. Desde Jerusalén -circundada por la gloria
divina- se irradiará a todas las naciones. Todos vendrán a ver la gloria de
Dios.
La segunda lectura del Libro de los Hechos de los
apóstoles (Hch 10,34-38) presenta
a un Dios es distinto, a como
muchas veces lo imaginamos. "Está claro que Dios no hace distinciones;
acepta al que lo teme y practica la justicia..." (Hch
10, 34). La justicia de Dios es
también diversa, diferente de la justicia de los hombres. Ésta consiste en dar
a cada uno lo suyo, según la conocida definición de la justicia retributiva. La
justicia de Dios va mucho más allá. Da a cada uno lo que le corresponde y mucho
más. Por eso la justificación del hombre es totalmente gratuita, se debe no a
los méritos del ser humano, sino a la infinita misericordia de Dios.
Su justicia equivale a su santidad, es decir, a su
trascendencia, o más claro aún, a su inmenso amor, esa esencia inefable y
misteriosa que rebasa infinitamente nuestra capacidad de entender y de amar...
Conviene que cumplamos toda la justicia, dice el Señor al Bautista, que se
resiste a bautizarlo según los designios de Dios. Claramente se refiere esa
justicia a los planes divinos de la salvación, a la respuesta fiel del hombre a
las exigencias divinas. A lo mismo se refiere Jesús cuando afirma que lo
primero es buscar el Reino de Dios y su justicia. La justicia de Dios, no la de
los hombres, tan raquítica y tan meticulosa.
"Me refiero a
Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó
haciendo el bien..." (Hch 10, 38) Jesús
de Nazaret practicó siempre la justicia; pero no la humana, sino la de Dios. Es
esa justicia la que le hace clamar "injustamente" en la cruz: Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen. Así es la justicia de Dios:
perfectamente combinada con la misericordia, con el perdón, con la benevolencia...
Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto, sed
misericordiosos como Él lo es, justo con la justicia de Dios. Lo demás es
cuento, demagogia barata, conformismo, estrechez de miras, ramplonería...
Entonces, sí habrá paz, comprensión, perdón, alegría, amor. La justicia, sí;
pero la de Dios. Esta es la justicia que Cristo ha predicado y esa la que la
Iglesia proclama, esa la que los hombres de Dios han de predicar, esa la que
todos hemos de practicar. Sin dejarnos engañar con argumentos falaces que hablan
a gritos -porque no tienen razón- de una justicia que no es la de Dios.
“Dios
ungió a Jesús con la fuerza del Espíritu Santo”
En el evangelio de San
Mateo (Mt 3,13-17), después del
"evangelio de la infancia", se pasa a la presentación de Juan
Bautista en el desierto de Judea. San Mateo es el único que recoge el diálogo del
Bautista con Jesús, quizá para explicar el absurdo que parece el hecho de que
Jesús, que no tenía pecado, acuda a recibir este "Bautismo de
Penitencia".
El bautista anuncia un
bautismo de penitencia porque el Reino de los Cielos está cerca. No se trata de
un mero rito vacío, sino que exige el cambio de vida radical.
El bautismo de Juan incluía la confesión: el reconocimiento personal de los
pecados. Se trata realmente de superar la existencia pecaminosa llevada hasta
entonces, de empezar una vida nueva, diferente.
Jesús quiere ser bautizado, y se mezcla entre la multitud gris de los
pecadores que esperaban a orillas del Jordán.
Ante la solicitud de Jesús de ser bautizado, Juan reconoce la grandeza de
esta persona, sabe de quién se trata de ahí que se negará a hacerlo: “Soy yo
quien necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”. Y la respuesta de Jesús
un tanto enigmática es la siguiente: “Ahora haz lo que te digo pues de este
modo conviene que realicemos la justicia plena”.
Es un escándalo que
Jesús esté en la fila de los pecadores. Por eso Juan intenta disuadirlo.
"Soy yo el que necesito que me bautices, ¿y tú acudes a mí?". La
respuesta no es sólo que Jesús quiera darnos ejemplo de humildad. El gesto de
Jesús es mucho más profundo: Jesús en el Jordán se hace solidario con los
pecadores. Es el "Siervo de Yahvé" de la lectura de Isaías que acepta
la misión de cargar con los pecados de todos los hombres.
Puesto que este bautismo comporta un reconocimiento de la culpa y una
petición de perdón para poder empezar de nuevo, este sí a la plena voluntad de
Dios encierra también, en un mundo marcado por el pecado, una expresión de
solidaridad con los hombres, que se han hecho culpables, pero que tienden a la
justicia. Solo a partir de la cruz y la resurrección se clarifica todo el
significado de este acontecimiento. Al entrar en el agua, los bautizados
reconocen sus pecados y tratan de liberarse del peso de sus culpas. Jesús había
cargado con la culpa de toda la humanidad; entró con ella en el Jordán. Inicia
su vida pública tomando el puesto de los pecadores. La inicia con la
anticipación de la cruz. El significado pleno del bautismo de Jesús, que
comporta cumplir “toda justicia”, se manifiesta sólo en la cruz: el bautismo es
la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del cielo
“Éste es mi Hijo amado” es una referencia anticipada a la resurrección.
El Espíritu Santo es representado “como una paloma”, probablemente, a causa
del primer versículo del génesis, donde el Espíritu de Dios, aleteaba sobre las
aguas “como una paloma”. Este símbolo evocaría entonces la nueva creación
inaugurada en el bautismo de Jesús.
Jesús se bautiza como
uno más, pero entonces se oye la voz poderosa del Padre que lo declara desde el
cielo "su hijo amado, su predilecto." Es el mismo Padre quien
no quiere en ese momento el anonimato producido por la modestia de Jesús. Es
necesario conocer que la fuerza de Dios también está en el Señor. Lo dice Mateo
en su texto.
Para nuestra vida.
A las comunidades cristianas les
preocupaba por qué Cristo se hizo bautizar. La razón de que “cumplamos así todo
lo que Dios quiere”, parece expresar la plena solidaridad con la humanidad
pecadora a la que había venido a salvar. La presentación como “Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo” invita a pensar así. La salvación la llevará a
cabo como “siervo paciente de Dios”, según Isaías.
En la primera lectura el “Siervo” es presentado por Isaías como
alguien excepcional y desconcertante. Su misión de renovar a Israel, haciendo retornar a los exilados,
es presentada por S. Mateo, tan amigo de citar el AT, como el que toma nuestras
flaquezas y carga con nuestras enfermedades.
El cuidado
de Dios va más allá del siervo.
Llega hasta
la "caña cascada" y el "pábilo vacilante", es decir, llega
hasta hombres que, a juicio de los demás y desde su propia impresión, están
acabados; a hombres de quienes la sociedad nada puede esperar, porque no van a
aportar nada al resto; a personas sobre las que no quedaría más que romper el
bastón en sus espaldas, como cuando al pábilo vacilante sólo le cabe esperar
una mano que lo apague: el hijo no querido en el seno de la madre, el viejo que
se acaba y que no es más que una carga para el entorno y, en fin, todos
aquellos de los que se dice o al menos se piensa, "mas
valía que no existieran".
El siervo de
Dios actúa de otra manera; actúa por encargo del Señor, en su nombre, guiado
por su Espíritu y, en definitiva, a la manera que Dios actúa, que también es
diferente. El siervo no pronuncia grandes discursos ni palabras altisonantes:
"No grita, ni clama, ni vocea por las calles". Promueve fielmente el
derecho, que no es precisamente como el del mundo; su lenguaje son los hechos;
y éstos no consisten en acabar con la caña cascada ni en apagar el pábilo
vacilante.
En el salmo se describe el espectáculo de una tempestad que,
como impresionante azote, descarga sobre la tierra su abundancia de lluvias
torrenciales y lanza, rasgando las nubes plomizas, el dardo encendido de sus
rayos. Los truenos que hacen temblar los valles y las montañas son para el
salmista la voz del Señor, que retumba sobre las aguas de forma grandiosa y
potente.
Los vientos
desencadenados y las aguas en cataratas sirven de símbolo para hacernos
comprender, aunque sea de modo aproximado, el poderío y la majestad de Dios. En
esos momentos en que la tempestad es más intensa y los truenos resuenan al
unísono con el resplandor rutilante del relámpago, el hombre se ve pequeño e
impotente, indefenso y frágil. Entonces es capaz de intuir la trascendencia y
la majestad excelsa del Señor de los cielos y tierras. Es entonces también
cuando la plegaria brota espontánea del alma, como un suspiro que se escapa o
como un clamor desesperado.
"El Dios de la
gloria ha tronado" (Sal 28, 4) Ante la grandeza divina reflejada en el fragor
de una tormenta el salmista nos exhorta a que aclamemos al Señor, postrados en
honda adoración, ante Dios, Creador y Redentor nuestro. En su templo sagrado ha
de resonar un cántico unánime que glorifique el poder del Altísimo.
Poder que aquí se
destaca en relación con las aguas, sobre las cuales su voz se hace sentir como
un mandato que las suelta en aguaceros que caen a mares. El Señor, dice el
canto sagrado, se sienta encima de las aguas como si estuviera sobre un trono.
Y por esa soberanía sobre esas aguas les confiere el poder de purificar hasta
la mancha más profunda del hombre, la del pecado original.
Si escuchas la voz de Dios: Contrasta este salmo con la
sensación que se va imponiendo en nuestra sociedad del «silencio de Dios». En
la medida en que los hombres se van haciendo más protagonistas de su destino y
se sienten más autónomos, la voz de Dios tiene menos ámbito de resonancia.
¿Cómo proclamar hoy que la voz del Señor es potente, magnífica, que lanza
llamas de fuego?
Si es que lamentablemente los hombres nos hemos creído
la alternativa Dios-hombre, resulta pensable la incompatibilidad entre ambos. Un
mundo sin la voz de Dios es un mundo de gritos desgarradores, de palabras
malditas, de esbozos inconsistentes de intenciones de amor, felicidad y paz.
Nosotros, hijos de Dios, que deseamos escuchar su voz,
y a quienes su voz poderosa ha arrancado de nuestra familia, posesiones,
posibles proyectos, hemos de romper la sordera de nuestro mundo. Porque hoy
también la voz de Dios es ese trasfondo ineludible de nuestra existencia. Y ni
los orgullosos, ni los desolados, ni los rebeldes, ni los hombres de piedra podrán resistir su voz.
Ratifiquemos hoy nuestra fe en la Palabra de Dios.
Dejémonos doblegar, sacudir, retorcer, descuajar por ella; y a través de esa
alteración, que produzca en nuestra existencia, alterará y transformará este
mundo, que se ilusiona autónomo, porque sólo percibe el silencio de Dios.
El evangelio nos presenta el inicio de la
vida pública de Jesús. Después de treinta años de vida oculta,
ignorada de todos en una de las más recónditas y olvidadas aldeas de Palestina,
Jesús desciende hacia el Jordán para iniciar su ministerio público.
El
bautismo, suponía para un judío una decisión personal de consagrarse a Dios y
de renunciar al pecado. El que decidía bautizarse, decidía cambiar de vida,
empezar a vivir para Dios, cumpliendo fielmente la Ley de Dios. Así era el
bautismo de Juan: un bautismo de arrepentimiento de los pecados y de conversión
a Dios. A este bautismo es al que se presentó Jesús, poniéndose en la fila de
los que querían ser bautizados, como un judío más. Bien, lo que sucedió ya lo
sabemos; nos lo cuenta hoy San Mateo, en su evangelio.
Jesús
de Nazaret fue “ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, y pasó
haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo”. Cuando fue bautizado
por Juan, Dios le llamó su “Hijo amado, su predilecto”.
Cuando
Jesús llegó al Jordán para bautizarse, el Bautista se resistió a hacerlo. No entiende
cómo ha de bautizar a quien está tan por encima de él. Tampoco comprende de qué
se habría de purificar quien era la pureza misma.
Estaba Juan bautizando cuando llega Jesús a pedirle que también a Él
lo bautice. ¿Necesitaba Jesús este bautismo? ¿Necesitaba Él renunciar a una
vida de pecado, de infidelidad a la Ley divina y de lejanía de Dios, para
empezar una vida nueva? No. Juan lo sabe y se resiste a bautizarlo. Jesús no
tiene pecado, Él no necesita ser bautizado con un bautismo de conversión para
el perdón de los pecados. Ante el Cordero inmaculado Juan se siente indigno y
dice ser él quien necesita ser bautizado por Jesús. Aún así, el Señor insiste:
«Déjalo así por ahora. Está bien que cumplamos todo lo que Dios quiere» (Así la
traducción litúrgica. La traducción literal del griego dice: «conviene que así cumplamos
toda justicia»).
Comentando este salmo dice el Papa Benedicto XVI: «No es fácil llegar
a descifrar el sentido de esta enigmática respuesta. En cualquier caso, la
palabra árti —por ahora— encierra
una cierta reserva: en una determinada situación provisional vale una
determinada forma de actuación. Para interpretar la respuesta de Jesús, resulta
decisivo el sentido que se dé a la palabra “justicia”: debe cumplirse toda
“justicia”. En el mundo en el que vive Jesús, “justicia” es la respuesta del
hombre a la Torá, la aceptación plena de
la voluntad de Dios, la aceptación del “yugo del Reino de Dios”, según la
formulación judía. El bautismo de Juan no está previsto en la Torá, pero Jesús, con su respuesta, lo reconoce
como expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente
aceptación de su yugo» (Jesús de Nazaret, Planeta, Bogotá
2007, p. 39).
Él no necesita ciertamente este bautismo, sin embargo, obedeciendo a
los designios amorosos de su Padre, se hace solidario con los pecadores: «Sólo
a partir de la Cruz y la Resurrección se clarifica todo el significado de este
acontecimiento… Jesús había cargado con la culpa de toda la humanidad; entró
con ella en el Jordán. Inicia su vida pública tomando el puesto de los
pecadores… El significado pleno del bautismo de Jesús, que comporta cumplir
“toda justicia”, se manifiesta sólo en la Cruz: el bautismo es la aceptación de
la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del Cielo —“Éste es mi Hijo
amado” (Mc 3,17)— es una referencia
anticipada a la resurrección.
Haciéndose bautizar por Juan, junto con los pecadores, Jesús comenzó
a cargar con el peso de la culpa de toda la humanidad como Cordero de Dios que
“quita” el pecado del mundo.
Esta obra la llevaría a su pleno cumplimiento en la Cruz, el momento
al que el Señor mismo se referirá como el “bautismo” con el que tiene que ser
bautizado (ver Lc 12,50). Es muriendo como
se “sumerge” en el amor del Padre y difunde el Espíritu Santo para que los que
crean en Él renazcan de esa fuente inagotable de vida nueva y eterna que es el
Bautismo cristiano. Así, por su muerte y resurrección, y haciéndonos partícipes
de su misma Pascua por el baño bautismal, Cristo nos libró de la esclavitud de
la muerte y nos “abrió el cielo” es decir, el acceso a la vida verdadera y
plena.
Jesús vence
su resistencia pues así lo disponían los planes del Padre. Ante todo para
enseñarnos la primera lección que ha de aprender quien quiera entrar en el
Reino de los cielos, la lección de la humildad. Luego lo repetirá de muchas
formas y en repetidas ocasiones. Nos enseña, en efecto, que es preciso hacerse
como niños y que quien se humilla será exaltado, o que quien quiera ser el
primero que sea el último. También alabará la humildad de la mujer cananea, o
el valor de la pequeña limosna que echó una pobre viuda en el gazofilacio del
Templo. También se alegrará y alabará al Padre porque ha ocultado los misterios
más altos a los sabios y a los orgullosos, y se los ha revelado a los sencillos
y pequeños. También nos dirá que aprendamos de Él, que es manso y humilde de
corazón.
La
palabra del Padre después del Bautismo declara a Jesús "Hijo amado, mi
predilecto". Esto quiere decir que es ungido, escogido y consagrado para
la misión que libremente acaba de aceptar. La misión recibida es poner en
práctica el anuncio del profeta Isaías: abrir los ojos a los ciegos, sacar de
la prisión a los cautivos y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas.
Cuando Jesús acuda a la sinagoga de Nazaret leerá precisamente este texto para
ratificar su misión. El lo asumió desde el principio:
vino a liberarnos de todo mal y de toda injusticia, para promover el derecho en
la tierra. Liberarnos a todos...., sin distinciones, sea de la nación que sea,
como recuerda Pedro en su discurso.
Si la
historia de la Salvación se inició en Siquem y aceptó
y recogió el proyecto del Señor el patriarca Abraham, llegada la plenitud de
los tiempos, Juan la culminó y aceleró. Su testimonio personal de vida y su
función salvífica, fueron su grandeza.
Preguntémonos ahora ya
que es indudable que necesitamos el Bautismo "en agua y Espíritu
Santo". Necesitamos renovar nuestra
unción y compromiso cristiano radical.
¿Qué orientación tiene
nuestra vida cristiana hoy?
¿Abundan en ella las
prácticas externas sin conversión?
¿Tratamos de emprender
acciones brillantes sin contar con la fuerza de la cruz? ¿Nuestros compromisos
son con las personas más agradables o inteligentes sin acercarte a los
auténticos necesitados?
¿Cómo reaccionamos ante las catástrofes sufridas
por tantos hermanos en nuestra sociedad (guerras, persecuciones, terrorismo…)?
¿Es así como Dios quiere
que cumplamos su voluntad?
¿Qué siento al conocer
que Jesús fue bautizado? ¿Me siento agradecido de haber recibido el don del
sacramento del bautismo? ¿Pido al Señor que renueve en mí cada día el don del
Bautismo?
¿Y si soy bautizado,
vivo como tal? ¿Comprendo que el bautismo es gracia pero también tarea, es
decir una forma de vivir? ¿Cuál creo que es esta forma de vivir a la que estoy
llamado? ¿Cuál lejos estoy de llegar a vivir de tal modo? ¿Qué debo cambiar,
mejorar, proponerme o comenzar a hacer?
¿Escucho la voz de
Dios? ¿Busco el tiempo y el espacio apropiado para escuchar la voz de Dios, y
vivirla? ¿Entiendo que también hoy Dios señala a su Hijo para que miremos su
vida e intentemos imitarla?
¿Me siento también yo
“hijo predilecto del Padre”? ¿Entiendo que Dios me ama con predilección desde
todos los tiempos? ¿Qué siento al pensar en el amor de Dios por mí? ¿Recuerdo
momentos o experiencias en la que sentí concretamente cuanto Dios me ama?¿Me quedo conforme con saber que Dios me ama, pero me
cierro a comunicarlo? ¿Estoy dispuesto a que otros puedan conocer este mismo
amor de Dios? ¿Quiénes creo que hoy están necesitados de conocer cuánto Dios
les ama? ¿Me ofrezco como instrumento para que Dios lleve su obra en sus vidas?
¿Pienso en mis amigos
y/o familiares que no están bautizado, y rezo por
ellos para que algún día puedan acercarse libremente al sacramento?
Rafael
Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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