Comentarios a las lecturas del XXX Domingo del Tiempo Ordinario 25 de octubre de 2015
La primera
lectura tomada del libro de Jeremías (Jr. 31, 7-9) es una invitación al jubilo y la alegría. El
libro de la Consolación del profeta Jeremías es un canto a la esperanza. El
pueblo en el exilio recibe el anuncio de que se acerca su liberación: una gran
multitud retorna: cojos, ciegos, preñadas y paridas.... El Señor es fiel a su
pueblo, es un padre para Israel.
"Esto
dice el Señor: Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los
pueblos, alabad y bendecid: el Señor ha salvado a su pueblo, al resto de
Israel" (Jr 31, 7). En este
pasaje su alma profeta de los lamentos, se derrama en exclamaciones de gozo.
Ante su mirada clarividente de profeta se despliega el espectáculo maravilloso
de la Redención. Ese pueblo que ha sido destrozado, ese pueblo que tuvo que
abandonar la tierra, y caminar hacia países lejanos bajo el yugo del
extranjero, ese pueblo deportado a un exilio deprimente, ha sido salvado, ha
recobrado la libertad.
Todo parecía
perdido. Como si Dios hubiera desatado totalmente su ira y el castigo fuera el
aniquilamiento definitivo. Pero no, Dios no podía olvidarse de su pueblo. Le
amaba demasiado. Y a pesar de sus mil traiciones, le perdona, le vuelve a
recoger de entre la dispersión en donde vivían y morían...
"Se
marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de
agua, por un camino llano que no tropezarán" (Jr
31, 9).
Caminar por una ruta retorcida, dura y empinada. Dejando el hogar cada vez más
lejos, los rincones que nos vieron crecer, los recuerdos de los momentos
decisivos, las alegrías y las penas, la tierra donde la vida propia echó sus
raíces y sus ramas, sus flores y sus frutos. Marchar. Teniendo por delante un
horizonte desconocido, un paisaje envuelto en el azul difuso de las distancias,
con unas personas diferentes, entreviendo situaciones difíciles, con la
inquietante duda de lo que se ignora. Una caravana que avanza perezosamente
entre cantos de nostalgias, en el silencio de las lágrimas.
Pero Dios nos
traerá nuevamente hasta nuestra buena tierra. Nos guiará entre consuelos. Y las
lágrimas se cambiarán en risas, los lamentos en canciones alegres. Dios nos
devolverá el gozo del corazón. Nos colocará junto al torrente de las aguas, nos
llevará por un camino ancho y llano, en el que no hay posible tropiezo.
El salmo responsorial de (Sal 125)
R.- EL SEÑOR HA ESTADO GRANDE CON NOSOTROS, Y ESTAMOS
ALEGRES.
Cuando cambia la suerte – Es una acción de gracias pensando en el regreso
del destierro, del desierto. El versito 4 nos hace pensar que ha sucedido una
nueva desgracia y, entonces, hay que recordar con confianza el retorno del
destierro, el regreso desde Babilonia. El recuerdo es primordial en la historia
de los pueblos y en la vida personal; hay que sacar fuerza de nuestro pasado,
porque nuestro pasado está grávido de la presencia misericordiosa de Dios.
El recuerdo de la liberación es intenso: aquella alegría inesperada se hace
presente. En la liberación reveló el Señor su grandeza, de modo que hasta los
gentiles pudieron reconocerla; y esta revelación activa es fuente de gozo para
el pueblo, incluso en el recuerdo. La experiencia histórica se transforma en la
imagen serena de la vida agrícola: sembrar para
La segunda
lectura de la Carta a los hebreos (Hb. 5, 1-6) nos sitúa ante la figura de Cristo Sumo
sacerdote "Todo
sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los
hombres en el culto a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados".
El sumo sacerdote, por supuesto, es Cristo, y,
según nos dice el autor de esta carta a los Hebreos, vivió y tuvo que hacer
frente a las debilidades humanas; por eso, puede comprender nuestras muchas
debilidades y ayudarnos a vencerlas. Además, todos los cristianos, por el
bautismo, participamos del sacerdocio de Cristo y deberemos ofrecer dones y
sacrificios al Padre para que perdone nuestros pecados y los pecados del mundo.
Cristo no pidió al Padre que sacara a sus discípulos del mundo, sino que los
librara del mal del mundo. Tener fe cristiana es tener fe en la salvación
propia y en la salvación del mundo. Cristo, con su vida, pasión, muerte y
resurrección, nos ganó, para todos, esta gracia, la gracia de nuestra propia
salvación y la gracia de la salvación del mundo entero. Ofrezcamos nosotros al
Padre nuestro deseo y nuestro propósito de ser humildes y entusiastas
corredentores con Cristo.
Hoy la lectura
proclamada del Evangelio de San Marcos (Mc.
10, 46-52) nos sitúa ante el ciego Bartimeo. Bartimeo era
un pobre ciego que pedía limosna al borde del camino que, procedente de Jerusalén,
llega a Jericó. En la sociedad de su tiempo no había seguros sociales, ni
ayudas a personas minusválidas o impedidas. Un ciego al que su familia no
pudiera ayudarle, estaba obligado a buscarse la vida fuera, a pedir limosna
fuera, al borde del camino.
Un día pasó Jesús cerca de él. Al principio,
el ciego sólo percibía el rumor de la gente que pasaba, más bulliciosa que de
costumbre. Extrañado ante aquel alboroto preguntó que ocurría: Es Jesús de
Nazaret que pasa, le dijeron. Entonces la oscuridad que le envolvía se tornó
luminosa y clara por la fuerza de su fe, y lleno de esperanza comenzó a gritar
con todas las fuerzas: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí..."
La voz del
ciego se alzaba sobre el bullicio de la gente, tanto que era una nota
discordante y estridente, molesta para todos. Cállate ya, le decían. Pero él
gritaba aún más. Jesús no quiso hacerle esperar y llevado de su inmensa
compasión llamó a Bartimeo. Cuando el mendigo escuchó que el Maestro lo
llamaba, arrojó su manto, loco de contento, dio un salto y se acercó con
dificultad a Jesús.
Hemos visto
como Jesús le pregunta a Bartimeo , lo mismo que les preguntó en el evangelio
del domingo pasado a los hijos de Zebedeo: "¿Qué quieres que haga por
ti?". Pero la actitud del ciego es mucho más auténtica que la de Santiago
y Juan. Simplemente quiere curarse, quiere ver. Y Jesús le cura porque tiene
mucha fe: "Anda, tu fe te ha curado". El ciego ha puesto de su parte,
no se ha resignado a quedarse allí quieto, "dio un salto y se acercó a
Jesús".
Resumimos el mensaje de hoy de las lecturas proclamadas.
Experiencia de
exilio: La referencia del profeta Jeremías: “Yo os traeré del
país del norte”. “Entre ellos hay ciegos”. La imagen del ciego “sentado”, “al
borde del camino”, “pidiendo limosna”, revela marginalidad, pobreza y hasta
posible tentación de desesperanza.
Actitud de
escucha: El ciego está atento: “al oír que era Jesús
Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, ten piedad de mí»”. Condición
necesaria para salir de la crisis, del hundimiento y no perder la relación
posible con Dios.
Conciencia de
llamada: “Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien
llama”. “Llamadlo”. “Ánimo, levántate, que te llama”. El inicio de toda
salvación se funda en la llamada de Dios, que tiene repercusiones físicas y
espirituales.
Obediencia a
la llamada: El ciego “dio un salto y se acercó a Jesús”. La
rapidez y prontitud con la que reacciona, y sobre todo el gesto que señala san
Marcos: “soltó el manto”, para decir que abandonaba su identidad anterior, son
las claves de la respuesta adecuada.
Don y gracia: “¿Qué quieres que haga por ti?” La pregunta de Jesús es directa, concreta,
sin evasión posible, comprometida, abierta. El ciego responde: “Maestro, que
pueda ver”. Y el regalo sorprendente de ver, que los exegetas interpretan en
sentido teologal como el don de la fe. “Anda, tu fe te ha curado”.
Seguimiento: La consecuencia de todo el proceso es ponerse en camino, ir detrás de
Jesús, seguirlo de cerca. “Y lo seguía por el camino”. Además, se halla en un
enclave inmediato a la Pasión de Jesús en Jerusalén.
Alegría: La consecuencia de todo el proceso no es otra que la alegría interior y
exterior: “Gritad de alegría” (Jer 31, 7). “Al ir
iban llorando, llevando la semilla, al volver, vuelven cantando, trayendo sus
gavilla” (Sal 125). Señal de cumplir la voluntad de Dios.
Para nuestra
vida.
La realidad que describe el profeta Jeremías, se sigue
repitiendo sin cesar, debe mantenernos en la confianza en el amor de Dios.
Nunca es tarde, nunca es mucho, nunca es demasiado. Nada puede apagar nuestra
esperanza. Nada ni nadie puede cerrarnos al amor. La capacidad infinita de
perdón que tiene Dios, su actitud permanente de brazos abiertos, pide y provoca
espontáneamente una correspondencia generosa, un sí decidido y constante a cada
exigencia de nuestra condición de hijos de Dios.
Necesitamos
que Dios mire nuestra vida afincada, muchas veces en destierros estériles. Necesitamos la ayuda del
Señor porque caminamos en una tierra extraña y triste. Necesitamos sentir la
ayuda del Señor, que este cercano.
La carta a los hebreos nos recuerda a los cristianos que también
estamos llamados a ser corredentores de los pecados del mundo entero y
que toda nuestra vida debe ser, además de un sacrificio de alabanza al Padre,
un sacrificio de súplica por la redención del mundo.
El evangelio
con la historia del ciego Bartimeo, nos actualiza también a nosotros la vida y la
situación de tantos miles de refugiados que se están viendo obligados ahora, en
nuestras días, a dejar su patria huyendo del hambre o de una muerte segura por
causa de su religión o de su cultura. Quedan al margen de los caminos de la
sociedad esperando la ayuda de quienes mas tenemos.
El relato del
ciego Bartimeo nos sitúa ante nuestra propia realidad. También nosotros somos
muchas veces pobres ciegos sentados a la orilla del camino, pordioseando a unos
y otros un poco de luz y de amor para nuestra vida oscura y fría. Sumidos como
Bartimeo en las tinieblas de nuestro egoísmo o de nuestra sensualidad. Quizá
escuchamos el rumor de quienes acompañan a Jesús, pero no aprovechamos su cercanía
y seguimos sentados e indolentes, tranquilos en nuestra soledad y apagamiento.
Es preciso reaccionar, es necesario recurrir a Jesucristo, nuestro Mesías y
Salvador. Gritarle una y otra vez que tenga compasión de nosotros.
Como a
Bartimeo, también a nosotros nos llama Cristo para preguntarnos como a
Bartimeo: "¿Qué quieres que haga yo por ti?”. Bartimeo no dudó ni un
momento en suplicar: "Maestro, que pueda ver". Jesús tampoco retarda
su respuesta: "Anda, tu fe te ha curado". Y al instante la oscuridad
del ciego se disipa bajo una luz que le permite contemplar extasiado cuanto le
rodea, ese espectáculo único que es la vida misma.
Vamos a seguir
clamando con la misma plegaria en el fondo de nuestra alma, sin cansarnos
jamás: Señor, que yo vea. Señor, que pueda contemplar tu grandeza divina en las
mil minucias humanas y materiales que nos circundan, que tu luz mantenga
encendido nuestro amor y brillante nuestra esperanza, en medio de esta sociedad
donde aún existe demasiada maldad y ceguera.
Estamos a
punto de culminar el Sínodo de la Familia en Roma. Y, en algunas de las
conclusiones de los tres apartados del instrumento de trabajo, se venía a decir
algo que es verdad: “La familia ha dejado de ser transmisora de la fe”. Es
verdad. Hoy la familia cristiana no ve ni siente, en sus entrañas, lo que luego
quiere o pretende que sus hijos crean y vivan el día de mañana. ¿Ya quieren ver
con los ojos de Cristo? ¿Ya quieren sentir, nuestras familias que se dicen cristianas,
con el corazón de Jesús? ¿Ya se rigen, nuestras familias, con los criterios del
Evangelio?
Gran reto el que
las familias descubran por dentro la belleza de la fe. Sólo entonces, como el
ciego Bartimeo, podrá decir con toda su verdad y fuerza: ¡Señor que pueda ver!.
Mientras tanto, nuestras familias verán lo que quieran ver y, especialmente, lo
que el mundo le presente en la pluralidad relativista de nuestras sociedades .
Oremos por
todas las familias.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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