sábado, 24 de octubre de 2015

Comentarios a las lecturas del XXX Domingo del Tiempo Ordinario 25 de octubre de 2015

Comentarios a las lecturas del  XXX Domingo del Tiempo Ordinario 25 de octubre de 2015

La primera lectura tomada del libro de Jeremías (Jr. 31, 7-9) es una invitación al jubilo y la alegría. El libro de la Consolación del profeta Jeremías es un canto a la esperanza. El pueblo en el exilio recibe el anuncio de que se acerca su liberación: una gran multitud retorna: cojos, ciegos, preñadas y paridas.... El Señor es fiel a su pueblo, es un padre para Israel.
"Esto dice el Señor: Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos, alabad y bendecid: el Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel" (Jr 31, 7). En este pasaje su alma profeta de los lamentos, se derrama en exclamaciones de gozo. Ante su mirada clarividente de profeta se despliega el espectáculo maravilloso de la Redención. Ese pueblo que ha sido destrozado, ese pueblo que tuvo que abandonar la tierra, y caminar hacia países lejanos bajo el yugo del extranjero, ese pueblo deportado a un exilio deprimente, ha sido salvado, ha recobrado la libertad.
Todo parecía perdido. Como si Dios hubiera desatado totalmente su ira y el castigo fuera el aniquilamiento definitivo. Pero no, Dios no podía olvidarse de su pueblo. Le amaba demasiado. Y a pesar de sus mil traiciones, le perdona, le vuelve a recoger de entre la dispersión en donde vivían y morían...
"Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano que no tropezarán" (Jr 31, 9). Caminar por una ruta retorcida, dura y empinada. Dejando el hogar cada vez más lejos, los rincones que nos vieron crecer, los recuerdos de los momentos decisivos, las alegrías y las penas, la tierra donde la vida propia echó sus raíces y sus ramas, sus flores y sus frutos. Marchar. Teniendo por delante un horizonte desconocido, un paisaje envuelto en el azul difuso de las distancias, con unas personas diferentes, entreviendo situaciones difíciles, con la inquietante duda de lo que se ignora. Una caravana que avanza perezosamente entre cantos de nostalgias, en el silencio de las lágrimas.
Pero Dios nos traerá nuevamente hasta nuestra buena tierra. Nos guiará entre consuelos. Y las lágrimas se cambiarán en risas, los lamentos en canciones alegres. Dios nos devolverá el gozo del corazón. Nos colocará junto al torrente de las aguas, nos llevará por un camino ancho y llano, en el que no hay posible tropiezo.

El salmo responsorial de (Sal 125)
R.- EL SEÑOR HA ESTADO GRANDE CON NOSOTROS, Y ESTAMOS ALEGRES.
Cuando cambia la suerte – Es una acción de gracias pensando en el regreso del destierro, del desierto. El versito 4 nos hace pensar que ha sucedido una nueva desgracia y, entonces, hay que recordar con confianza el retorno del destierro, el regreso desde Babilonia. El recuerdo es primordial en la historia de los pueblos y en la vida personal; hay que sacar fuerza de nuestro pasado, porque nuestro pasado está grávido de la presencia misericordiosa de Dios.
El recuerdo de la liberación es intenso: aquella alegría inesperada se hace presente. En la liberación reveló el Señor su grandeza, de modo que hasta los gentiles pudieron reconocerla; y esta revelación activa es fuente de gozo para el pueblo, incluso en el recuerdo. La experiencia histórica se transforma en la imagen serena de la vida agrícola: sembrar para

La segunda lectura de la Carta a los hebreos  (Hb. 5, 1-6) nos sitúa ante la figura de Cristo Sumo sacerdote "Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados".
 El sumo sacerdote, por supuesto, es Cristo, y, según nos dice el autor de esta carta a los Hebreos, vivió y tuvo que hacer frente a las debilidades humanas; por eso, puede comprender nuestras muchas debilidades y ayudarnos a vencerlas. Además, todos los cristianos, por el bautismo, participamos del sacerdocio de Cristo y deberemos ofrecer dones y sacrificios al Padre para que perdone nuestros pecados y los pecados del mundo. Cristo no pidió al Padre que sacara a sus discípulos del mundo, sino que los librara del mal del mundo. Tener fe cristiana es tener fe en la salvación propia y en la salvación del mundo. Cristo, con su vida, pasión, muerte y resurrección, nos ganó, para todos, esta gracia, la gracia de nuestra propia salvación y la gracia de la salvación del mundo entero. Ofrezcamos nosotros al Padre nuestro deseo y nuestro propósito de ser humildes y entusiastas corredentores con Cristo.

Hoy la lectura proclamada del Evangelio de San Marcos  (Mc. 10, 46-52) nos sitúa ante el ciego Bartimeo. Bartimeo era un pobre ciego que pedía limosna al borde del camino que, procedente de Jerusalén, llega a Jericó. En la sociedad de su tiempo no había seguros sociales, ni ayudas a personas minusválidas o impedidas. Un ciego al que su familia no pudiera ayudarle, estaba obligado a buscarse la vida fuera, a pedir limosna fuera, al borde del camino.
 Un día pasó Jesús cerca de él. Al principio, el ciego sólo percibía el rumor de la gente que pasaba, más bulliciosa que de costumbre. Extrañado ante aquel alboroto preguntó que ocurría: Es Jesús de Nazaret que pasa, le dijeron. Entonces la oscuridad que le envolvía se tornó luminosa y clara por la fuerza de su fe, y lleno de esperanza comenzó a gritar con todas las fuerzas: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí..."
La voz del ciego se alzaba sobre el bullicio de la gente, tanto que era una nota discordante y estridente, molesta para todos. Cállate ya, le decían. Pero él gritaba aún más. Jesús no quiso hacerle esperar y llevado de su inmensa compasión llamó a Bartimeo. Cuando el mendigo escuchó que el Maestro lo llamaba, arrojó su manto, loco de contento, dio un salto y se acercó con dificultad  a Jesús.
Hemos visto como Jesús le pregunta a Bartimeo , lo mismo que les preguntó en el evangelio del domingo pasado a los hijos de Zebedeo: "¿Qué quieres que haga por ti?". Pero la actitud del ciego es mucho más auténtica que la de Santiago y Juan. Simplemente quiere curarse, quiere ver. Y Jesús le cura porque tiene mucha fe: "Anda, tu fe te ha curado". El ciego ha puesto de su parte, no se ha resignado a quedarse allí quieto, "dio un salto y se acercó a Jesús".
Resumimos el mensaje de hoy de las lecturas proclamadas.
Experiencia de exilio: La referencia del profeta Jeremías: “Yo os traeré del país del norte”. “Entre ellos hay ciegos”. La imagen del ciego “sentado”, “al borde del camino”, “pidiendo limosna”, revela marginalidad, pobreza y hasta posible tentación de desesperanza.
Actitud de escucha: El ciego está atento: “al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, ten piedad de mí»”. Condición necesaria para salir de la crisis, del hundimiento y no perder la relación posible con Dios.
Conciencia de llamada: “Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama”. “Llamadlo”. “Ánimo, levántate, que te llama”. El inicio de toda salvación se funda en la llamada de Dios, que tiene repercusiones físicas y espirituales.
Obediencia a la llamada: El ciego “dio un salto y se acercó a Jesús”. La rapidez y prontitud con la que reacciona, y sobre todo el gesto que señala san Marcos: “soltó el manto”, para decir que abandonaba su identidad anterior, son las claves de la respuesta adecuada.
Don y gracia: “¿Qué quieres que haga por ti?” La pregunta de Jesús es directa, concreta, sin evasión posible, comprometida, abierta. El ciego responde: “Maestro, que pueda ver”. Y el regalo sorprendente de ver, que los exegetas interpretan en sentido teologal como el don de la fe. “Anda, tu fe te ha curado”.
Seguimiento: La consecuencia de todo el proceso es ponerse en camino, ir detrás de Jesús, seguirlo de cerca. “Y lo seguía por el camino”. Además, se halla en un enclave inmediato a la Pasión de Jesús en Jerusalén.
Alegría: La consecuencia de todo el proceso no es otra que la alegría interior y exterior: “Gritad de alegría” (Jer 31, 7). “Al ir iban llorando, llevando la semilla, al volver, vuelven cantando, trayendo sus gavilla” (Sal 125). Señal de cumplir la voluntad de Dios.

Para nuestra vida.
La realidad  que describe el profeta Jeremías, se sigue repitiendo sin cesar, debe mantenernos en la confianza en el amor de Dios. Nunca es tarde, nunca es mucho, nunca es demasiado. Nada puede apagar nuestra esperanza. Nada ni nadie puede cerrarnos al amor. La capacidad infinita de perdón que tiene Dios, su actitud permanente de brazos abiertos, pide y provoca espontáneamente una correspondencia generosa, un sí decidido y constante a cada exigencia de nuestra condición de hijos de Dios.
Necesitamos que Dios mire nuestra vida afincada, muchas veces en  destierros estériles. Necesitamos la ayuda del Señor porque caminamos en una tierra extraña y triste. Necesitamos sentir la ayuda del Señor, que este  cercano.
La carta  a los hebreos nos recuerda a los cristianos  que también  estamos llamados a ser corredentores de los pecados del mundo entero y que toda nuestra vida debe ser, además de un sacrificio de alabanza al Padre, un sacrificio de súplica por la redención del mundo.
El evangelio con la historia del ciego Bartimeo, nos actualiza también a nosotros la vida y la situación de tantos miles de refugiados que se están viendo obligados ahora, en nuestras días, a dejar su patria huyendo del hambre o de una muerte segura por causa de su religión o de su cultura. Quedan al margen de los caminos de la sociedad esperando la ayuda de quienes mas tenemos.
El relato del ciego Bartimeo nos sitúa ante nuestra propia realidad. También nosotros somos muchas veces pobres ciegos sentados a la orilla del camino, pordioseando a unos y otros un poco de luz y de amor para nuestra vida oscura y fría. Sumidos como Bartimeo en las tinieblas de nuestro egoísmo o de nuestra sensualidad. Quizá escuchamos el rumor de quienes acompañan a Jesús, pero no aprovechamos su cercanía y seguimos sentados e indolentes, tranquilos en nuestra soledad y apagamiento. Es preciso reaccionar, es necesario recurrir a Jesucristo, nuestro Mesías y Salvador. Gritarle una y otra vez que tenga compasión de nosotros.
Como a Bartimeo, también a nosotros nos llama Cristo para preguntarnos como a Bartimeo: "¿Qué quieres que haga yo por ti?”. Bartimeo no dudó ni un momento en suplicar: "Maestro, que pueda ver". Jesús tampoco retarda su respuesta: "Anda, tu fe te ha curado". Y al instante la oscuridad del ciego se disipa bajo una luz que le permite contemplar extasiado cuanto le rodea, ese espectáculo único que es la vida misma.
Vamos a seguir clamando con la misma plegaria en el fondo de nuestra alma, sin cansarnos jamás: Señor, que yo vea. Señor, que pueda contemplar tu grandeza divina en las mil minucias humanas y materiales que nos circundan, que tu luz mantenga encendido nuestro amor y brillante nuestra esperanza, en medio de esta sociedad donde aún existe demasiada maldad y ceguera.
Estamos a punto de culminar el Sínodo de la Familia en Roma. Y, en algunas de las conclusiones de los tres apartados del instrumento de trabajo, se venía a decir algo que es verdad: “La familia ha dejado de ser transmisora de la fe”. Es verdad. Hoy la familia cristiana no ve ni siente, en sus entrañas, lo que luego quiere o pretende que sus hijos crean y vivan el día de mañana. ¿Ya quieren ver con los ojos de Cristo? ¿Ya quieren sentir, nuestras familias que se dicen cristianas, con el corazón de Jesús? ¿Ya se rigen, nuestras familias, con los criterios del Evangelio?
Gran reto el que las familias descubran por dentro la belleza de la fe. Sólo entonces, como el ciego Bartimeo, podrá decir con toda su verdad y fuerza: ¡Señor que pueda ver!. Mientras tanto, nuestras familias verán lo que quieran ver y, especialmente, lo que el mundo le presente en la pluralidad relativista de nuestras sociedades .
Oremos por todas las familias.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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