Hoy 4 de octubre es la fiesta litúrgica de
San Francisco de Asís con especial protagonismo y vigencia este año, teniendo
como fondo la Encíclica del Papa Francisco “Laudato si”
o incluso sus encendidos discursos en el reciente periplo pastoral por Cuba y
Estados Unidos.
Esta semana ha sido la semana
de los ángeles y arcángeles. Atreves de ellos vivimos la paternidad de Dios que
todo ama y abarca. Esta paternidad ya se la encuentra en las primeras páginas
de la Biblia. Cuando Dios deja a Adán en el Paraíso no lo deja solo.
En la Biblia encontramos
oraciones y salmos que recuerdan cómo la figura del Ángel
Custodio desde
siempre está presente en toda vicisitud de la relación entre el hombre y el
cielo. "He aquí que he enviado a un ángel ante ti para que te custodie
en el camino y para hacerte entrar en el lugar que he preparado",
(Libro del Éxodo ).
Nuestro ángel custodio
"¡Está siempre con nosotros! Y ésta es una realidad. Es como un
embajador de Dios con nosotros. Y el Señor nos aconseja: ‘¡Ten respeto de
su presencia!'. Y cuando nosotros - por ejemplo - hacemos una maldad y pensamos
que estamos solos: no, está él. Tener respeto de su presencia. Escuchar su voz,
porque él nos aconseja. Cuando sentimos esa inspiración: ‘Pero has esto... esto
es mejor... esto no se debe hacer...". ¡Escucha! No te rebeles a él".
(Papa Francisco. Misa en santa Marta. 2 de octubre 2015).
En actitud de agradecimiento
por este acompañamiento paternal del Señor, vamos a meditar la palabra
proclamada este domingo.
Las
lecturas de hoy nos hablan del amor en el matrimonio. El amor humano ha sido bendecido
por Dios. Dios eleva este amor a un nivel verdaderamente divino. A partir de
este momento Dios ama a cada uno de los esposos a través del amor del otro, y
cada uno ama a Dios amando al otro. - La unión del hombre y la mujer ha sido
bendecida y santificada por Dios. Uno, en su sano juicio, no suele provocar
daño a su propio cuerpo. En el matrimonio, tanto el hombre como la mujer
"son una sola carne" y, por tanto, busca siempre el uno la felicidad
del otro. Ya no se preguntará si "yo soy feliz", sino si "estoy
haciendo feliz al otro". Porque en la medida en que el esposo haga feliz a
su mujer, será también él feliz y viceversa.
La primera
lectura del Libro del Génesis (Gn 2,18-24), nos
sitúa en el momento inicial de la creación de la persona humana: hombre y
mujer. "No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como
él que le ayude". En este texto del libro del Génesis, en
el que se dicen muchas cosas interesantes, se afirma con rotundidad algo que
podemos comprobar todos los días y en todos los países del mundo: la atracción
natural y poderosísima que existe entre el hombre y la mujer. En la historia de
esta búsqueda está escrita la historia de gran parte de la humanidad. Dios no
nos ha hecho distintos para que nos peleemos, sino para que nos complementemos.
Un hombre y una mujer bien unidos pueden llegar más lejos que si actúan
separados o desunidos.
Los
dos serán una misma carne, una vinculación íntima e irrompible ata dulcemente
al hombre y a la mujer. Adán ya no está solo, los ojos le brillan otra vez con
el color de la alegría. Sí, es maravilloso amar... Y después todo se viene
abajo. Y el amor se rompe y la carne que debía ser una, se desgarra. El pecado
lo manchó todo, lo arruinó. El pecado es el único obstáculo que impide y recorta
la grandeza del amor, para convertirlo en la amargura del odio.
Hoy el salmo
responsorial (Sal 127) incide en la bendición de Dios
R.- QUE EL SEÑOR NOS BENDIGA TODOS LOS DÍAS DE NUESTRA
VIDA.
Este
breve poema tiene un fondo sapiencial, como el anterior, (parece continuación y
conclusión del salmo anterior) si bien resalta en él un carácter marcadamente
placentero. Se declara bienaventurado al que sigue las normas de la justicia
divina, disfrutando de su trabajo y viéndose rodeado de numerosa sucesión y aun
lejana descendencia. En el salmo anterior, Salmo 126, se citaba que
los esfuerzos humanos sin Dios son estériles, y reza que no se fatiguen para
ganar el pan, porque Dios se los da a sus amigos mientras duermen, y numerosos
hijos como herencia o salario; “cuando él colma a su amado mientras
duerme la herencia del Señor son los hijos, recompensa el
fruto de las entrañas” (Salmos 126, 2,3). En este salmo es todo
lo contrario, pues ahora felicita al hombre que tiene en cuenta a Dios. También
se proclama y se contempla la satisfacción del que, por haber actuado bien y
fielmente, honra al Señor y sigue sus caminos; “Feliz el que teme al Señor
y sigue sus caminos”, por tanto ha conseguido hermosas bendiciones divinas
tales como trabajo fructífero y sustento asegurado, prosperidad; “Comerás
del fruto de tu trabajo, serás feliz y todo te irá bien”, y tendrá además
una esposa fecunda e hijos numerosos como brotes de un olivo: “Tu esposa
será como una vid fecunda en el seno de tu hogar; tus hijos, como retoños de
olivo alrededor de tu mesa”. En otra palabras, la felicidad total.
El “temor de Dios” es el
principio de la sabiduría; “El temor de Dios es el principio de la
ciencia; los necios desprecian la sabiduría y la instrucción”. (Proverbios
1,7), porque amoldando la conducta a las exigencias de la ley divina se
consigue la bendición del Señor Todopoderoso. El salmista insiste en esta idea,
tan recalcada en los escritos sapienciales. El ideal de la doctrina de la mayor
parte de los libros sapienciales del A.T., proclama que debe disfrutarse de los
bienes que Dios otorga de modo moderado, teniendo en cuenta que cualquier
exceso es duramente castigado por la justicia divina.
La senda de la ley del Señor lleva a
la felicidad: “Ahora pues, hijos, escuchadme, dichosos los que guardan mis
caminos”. (Proverbios 8,32), pues el justo tiene asegurada larga vida bajo la
protección del Señor Todopoderoso; el trabajo de sus manos no será usufructuado
por sus enemigos, sino que, al contrario, el premio a su laboriosidad será el
disfrute honesto del mismo; y así, su vida se desarrollará plácida y tranquila,
rodeado de numerosa descendencia. Sus hijos serán como brotes de olivo que se
enrollarán al tronco familiar, formando una escolta de honor en torno a la mesa
del hogar: “tus hijos, como retoños de olivo alrededor de tu mesa”. El
olivo es símbolo de vitalidad y de vigor.
Pero esta felicidad familiar debe
tener una proyección social y aun nacional; por eso, el salmista piensa en la
prosperidad de la ciudad santa, donde mora el Señor. Todo israelita debe pensar
siempre en la suerte de su nación, que está vinculada a su Dios por una alianza:
la prosperidad familiar debe ser un reflejo de la prosperidad general de la
colectividad nacional y de la propia capital de la teocracia: “Alabad al
Señor, porque es bueno el Señor, salmodiad a su nombre, que es amable. Pues el
Señor se ha elegido a Jacob, a Israel, como su
propiedad” (Salmos 134, 3). Por eso, la descendencia del
israelita está vinculada a la suerte de la nación: la paz sobre Israel. Este
pensamiento final colectivo sirve para que el salmo pueda ser cantado por los
peregrinos que se acercan jubilosos a la ciudad santa.
La segunda
lectura es de la Carta a los hebreos (Hb. 2,9-11). Hasta
el final del Tiempo Ordinario –ya en las puertas del Adviento—leeremos todos
los domingos fragmentos de la Carta a los Hebreos. Esta Carta atribuida durante
muchos años a San Pablo y hoy considerada como anónima, está dirigida –parece—a
cristianos procedentes del judaísmo y por eso tiene como contenido fundamental
la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre los otros sacerdocios del rito
de la antigua alianza. Y una parte de ese sacerdocio sublime de Cristo es su
Sacrificio que liberó al género humano de la esclavitud del pecado. Así, en el
fragmento del capítulo segundo que hemos escuchado hoy pone de manifiesto la
realidad salvadora del sacrificio de la Cruz
Esta
pasión y muerte de Cristo fue para bien de todos nosotros, pobres pecadores.
Para llevarnos a la gloria a todos nosotros, el Padre “juzgó conveniente
consagrar con sufrimientos al guía de nuestra salvación”. Pues, si el mismo
Cristo tuvo que sufrir y padecer antes de entrar en la gloria, hagamos también
nosotros del dolor y del sufrimiento materia y camino de salvación. "Al
que Dios había hecho poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora
coronado de gloria y honor por su pasión y muerte".
El evangelio de San Marcos (Mc 10,2-16),
nos sitúa ante el hecho de la ruptura matrimonial. "Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto".
San
Marcos nos refiere con sencillez y brevedad el episodio de los fariseos que
preguntan al Señor si le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer. Según
el libro del Deuteronomio, uno podía dar el libelo de repudio a su mujer y
casarse con otra. Jesús reconoce esta situación, pero la considera como una
concesión provisoria a la terquedad de los israelitas. En realidad ese pasaje
no permitía el divorcio. Simplemente tenía presente la costumbre introducida
por algunos y procuraba imponer unas reglas para evitar mayores abusos. Es
decir, ese texto de Dt 24, 1-4 es antidivorcista,
a pesar de que lo tolera.
Aun
admitiendo otro sentido a ese pasaje veterotestamentario,
Jesús lo deroga con claridad y recurre a la originalidad de lo primigenio, a la
voluntad primera de Dios que determinó que el hombre se uniera para siempre a
la mujer, con un nudo que sólo la muerte podría romper. "Lo que Dios ha
unido que no lo separe el hombre". Es una sentencia tan concisa y clara
que no es posible admitir componendas.
"
Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio con
la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete
adulterio". Es interesante resaltar que este famoso texto
del evangelio según san Marcos tiene mucho que ver con la defensa de los
derechos de la mujer. En tiempos de Jesús los derechos de la mujer en el
matrimonio, y en la vida, eran prácticamente nulos: el hombre podía despedir a
la mujer dándole un libelo de repudio facilísimo de conseguir, cosa que no
podía hacer la mujer. Jesús no cae en la trampa legalista que le plantean los
fariseos y trata de igualar los derechos de la mujer con los derechos del
hombre. Una vez más, Jesús supera y va mucho más allá del cumplimiento
legalista de la ley de Moisés, tal como la entendían muchos fariseos.
Para nuestra vida.
Dos de los textos litúrgicos de este
domingo –primera lectura y Evangelio--inciden directamente en la valoración de
lo que debe ser el matrimonio cristiano. Y resulta más que obvio que el tema es
de completa actualidad en estos días. Jesús definió ya hace más de dos mil años
la indisolubilidad del matrimonio frente a la Ley de Moisés que permitía al
marido la entrega de un libelo de repudio a la esposa: una fórmula de divorcio
legal. Bien es cierto que ley mosaica dejaba al marido como juez y parte en la
decisión de despedir a la mujer y como enseñan los historiadores llegó a
entregarse el libelo de repudio a esposas ejemplares por el simple hecho de
haber envejecido y no ser ya del agrado de los maridos.
Nunca como hoy, el amor ha
sido tan expresado, ninguneado, cantado, celebrado o televisado. Pero ¿Es
auténtico amor? ¿Es amor llevado hasta las últimas consecuencias? ¿Es amor de
corazón o amor de pantalla? ¿Es amor de escaparate o amor que busca el bien del
otro? ¿Es amor que se da o cuento que se vende? A las personas las tenemos que
querer como son, con colores distintos y a veces demasiados variados. Vivir de
espaldas o, marcharse por el foro, no es amor: es oportunismo.
No
podemos caer en el error de pensar que amor es igual a contrato temporal con
una persona. No es bueno, entender el amor o el matrimonio, como aquel amigo
que, después de jugar durante una temporada con otro amigo, se aburrió de
permanecer con él porque ya no le divertía y lo abandonó. El amor no es un
juego ni, los amantes, son juguetes. Ni el matrimonio es un viaje en busca de
placer.
Dios
reconoció que a su gran obra le faltaba algo. Que al hombre le faltaba una
compañera. No sé por qué me da que, también al mundo, a la sociedad también le
falta “algo” el amor auténtico, fiel, dialogado, recíproco y transparente.
Hoy, con la primera lectura, sentimos que el hombre está llamado a
respetar todo aquello que Dios puso en sus manos y no precisamente para
destruirlo sino para ponerle un nombre. Somos
responsables ante Dios de todo lo que hagamos y digamos y de todo lo que
dejemos de hacer y de decir. No se trata de tener miedo a Dios, pero sí
de “trabajar con temor y temblor por nuestra salvación” (Fil 2,12). El
Temor de Dios, es amor a Dios, por eso hoy cantamos muy alegres: “¡Feliz
quien ama al Señor! Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra
vida”.
Es bueno que también nosotros
aprendamos de Jesús a superar ciertas trampas legalistas, cuando de lo que se
trata es de defender a las personas socialmente más desamparadas. Lo nuclear es
el amor. En el evangelio se plantea la realidad del matrimonio.
No hay otro ingrediente necesario y
esencial en el matrimonio que el amor. Lo mismo ocurre con nuestro sentir
cristiano, donde el amor debe inundar todas nuestras acciones. Todos los amores
se basan en la misma sustancia. Y es que hay un solo amor que es el Amor.
Existe una generalizada tendencia a ponerle adjetivos al amor. Se habla de amor
de madre, de amor de hombre o de amores apasionados o de amores de hermanos. Y
no hay razón de hacer distingos porque la sustancia de esos amores es la misma
que la del Gran Amor. Ni siquiera la sexualidad producida en el contexto de un gran
y verdadero amor debe excluirse de dicha sustancia. Y ello parece muy claro en
la encíclica del Papa Emérito, Benedicto XVI, “Dios es Amor”, donde se ha dado
una lección magistral sobre esa unidad de todos los amores en la acción de amar
de Dios hacia sus criaturas. El amor es bello, ilusionante, sacrificado,
comprensivo, magnánimo, generoso y muchas más cosas. Y no puede ser mentiroso,
ni traidor, ni taimado, ni cruel. Por tanto, a partir de la sustancia del amor
es difícil pensar en la separación matrimonial. Puede ocurrir que el amor
desaparezca. Pero el amor como toda situación de nuestra vida necesita el mismo
tratamiento que un
organismo viviente. El ejemplo de la planta es útil. Hay que
trabajar todos los días para que la planta no se marchite y en dicha labor
algunas veces habrá que hacer esfuerzos importantes para evitar situaciones que
son contrarias al desarrollo del amor.
Una consecuencia de la unión amorosa
que se da en el matrimonio es la familia y la unidad principal de la familia
está en la unión de la pareja. Eso es el matrimonio. Y este debe ser sano y
fuerte. Y una condición para esa sanidad y fortaleza es que se mantenga
fuertemente unido. La fidelidad –pedida por Cristo—es condición fundamental.
Pero la fidelidad no es un decreto o una orden prefijada sin más. Surge del
amor y del deseo de que este permanezca. Al amor hay que cuidarle y alimentarle
todos los días y si bien la rutina es uno de sus mayores enemigos, también lo
es la frivolidad o los “encantamientos” que el entorno puede producir. Es
relativamente fácil para un hombre sentir el golpe instintivo y atávico de la
“conquista”. Y es también para una mujer sentir la lisonja de un engañador y
seductor que solo busca sexo o satisfacer su vanidad de “macho”. El tema es
acostumbrarse a esa hojarasca de la aventura y el halago. Y no darlos
importancia. Esa fidelidad profunda, basada en el amor y en reconocimiento de
la labor común necesaria para construir una familia feliz, será uno de los
mejores ingredientes para el camino nada fácil de la vida en común, que
producirá otras vidas a las que “construir” y educar. El Padre del Amor será
una ayuda fundamental para los difíciles momentos de un camino duro. Jesús lo
explica en el Evangelio de hoy. Pronto entraremos en ese esplendido tiempo de
gracia que será el "Año Jubilar de
la Misericordia", en que podremos vivir con intensidad el Amor misericordioso
de nuestro Padre Dios.
Rafael Pla Calatayud
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