Hoy nos fijamos especialmente en estos tres verbos que aparecen en el evangelio en boca de Jesús: salvar, perder y encontrar.
Así los une Jesús:
“si uno quiere SALVAR su vida, la PERDERÁ; pero el que la PIERDA por mí, la ENCONTRARÁ”.
Y creo que esta dinámica es de esas paradojas que tiene el evangelio, pero que me parecen encantadoras, porque nos invitan a “darle la vuelta” a la manera de entender a Dios que muchas veces tenemos y que es demasiado “cuadriculada”.
Así los une Jesús:
“si uno quiere SALVAR su vida, la PERDERÁ; pero el que la PIERDA por mí, la ENCONTRARÁ”.
Y creo que esta dinámica es de esas paradojas que tiene el evangelio, pero que me parecen encantadoras, porque nos invitan a “darle la vuelta” a la manera de entender a Dios que muchas veces tenemos y que es demasiado “cuadriculada”.
Fijémonos en Pedro. Acaba de hacer la confesión de fe más importante de su vida y ya la ha estropeado.
Cuando Jesús anuncia su destino de pasión, muerte y resurrección, Pedro le dice que “ni hablar”, que “¡no lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte”. No ha entendido aún como actúa Dios.
No sabe que Dios es capaz de sacar Vida Eterna de un madero escandaloso como fue la Cruz.
Por eso nos invita a “transformarnos por la renovación de la mente”, es decir, a tener los ojos bien abiertos, y todos los sentidos, para descubrir a este Dios tan paradójico al que le encanta sorprendernos por donde menos lo esperamos.
Y casi siempre, aunque andamos buscándole por fuera, está más dentro de nosotros de lo que nos podemos imaginar.
Jesús, en el evangelio de este domingo veraniego, nos advierte que para que destelle Dios con toda su magnitud en nosotros, no hemos de ser obstáculo. El sufrimiento y la cruz, o dicho de otra manera, las contrariedades, oposición, zancadillas, sinsabores, incomprensiones, etc., lejos de rehusarlas hemos de aprender a valorarlas y encajarlas desde ese apostar por Jesús de Nazaret en un contexto social donde, a veces, se oyen más las voces de los enemigos de Dios que la labor transformadora de aquellos que creemos en El.
¿A quién le apetece un camino con espinas? Jesús nos lo adelanta. Y los primeros testigos del evangelio (apóstoles y mártires) lo vivieron en propia carne: ser de Cristo implica estar abierto a lo que pueda venir. Incluso dar la vida por El.
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