Comentario a las lecturas del XIII Domingo del Tiempo Ordinario 2 de julio 2017
La primera lectura es del segundo libro
de los reyes (2 R 4, 8-11. 14-16a) Contemplamos a Eliseo que acostumbraba
a pasar por Sunem, especialmente cuando iba del
Carmelo a su tierra natal. En estos casos detenía su viaje para descansar en
casa de esta buena mujer, que lo recibía amablemente y con todo el respeto que
merece un hombre de Dios.
El anuncio del nacimiento, del hijo de la sunamita es una
historia enmarcada en las promesa de un hijo a unos padres ancianos, como
recompensa por su hospitalidad, y correspone a un
género literario denominado "saga" que ya aparece en las narraciones
patriarcales (v. g., promesa a Abraham y a Sara: Gn.
18, 1-15O y también en el NT. (v. g., la promesa de Juan el Bautista hecha a
Isabel).
Nos fijamos en dos breves escenas :
-Hospitalidad de la sunamita (vs. 8-11): Sunem pudo
ser un santuario israelita situado al Sur del Tabor, no lejos del Carmelo, y
probablemente habitado por una comunidad de profetas.
Eliseo no se hospeda en su
comunidad, sino en el hogar de la sunamita, prototipo
de todo ser humano capaz de descubrir a Dios en la persona y obra del profeta.
Tal vez los suyos no lo hubieran recibido... La mujer le prepara una cama,
mesa, silla..., todo un superlujo para cualquier
israelita habituado como estaba a dormir en la sala común sobre una dura esterilla
que se desenrollaba al caer la noche. Recibir al profeta es un gran honor para
la sunamita, pero para ser como ella necesitamos una
mente muy abierta para saber discernir el dedo de Dios que pasa haciendo el
bien. No abrir su casa a Eliseo hubiera sido cerrarla al Señor, cerrarla al
futuro de las bendiciones. Pero abrirla a otros muchos que se presentan como
los "oficiales" del Señor hubiera supuesto abrirla a unos
chantajistas que juegan con Dios. La actitud adoptada por la sunamita no era nada fácil.
-Agradecimiento del profeta
(vs. 12-17): Eliseo se pregunta: ¿Qué podríamos hacer por ella? (v. 14).
Agradecido, el profeta quiere recompensarle ofreciéndole en primer lugar una
recomendación de tipo político (v. 13: ¿una exención fiscal o militar? No
seamos malos, esta oferta no llega a tráfico de influencias). Ante una negativa
de la mujer, le anuncia a la anciana el nacimiento de un niño... Sara no se lo
creyó, la sunamita también recela...
El responsorial es el salmo 88, (Sal 2-3.
16-17. 18-19). Es un "salmo real", cuyo fondo es la ceremonia de
entronización de un nuevo rey: el trono, los atavíos reales, la corte, el
palacio, los guardias, la campaña para vencer a los enemigos.
Pero estamos en Israel, sabemos
que el régimen político de este pueblo tenía un carácter muy particular: el
verdadero "rey" era Dios. De ahí que el comienzo del poema es un
"himno" que canta el poder real de Yahveh.
Así
comenta San Agustín los versículos de
este salmo: "[v.2]. Cantaré eternamente, Señor, tus misericordias; y mi boca
anunciará tu verdad de generación en generación. Que mis miembros den
honra, dice, a mi Señor. Yo hablo, pero hablo tus cosas; mi boca anunciará
tu fidelidad. Si no soy obsecuente, no seré un siervo; si hablo por mí, soy
un mentiroso. Entonces, yo hablaré, pero de tus cosas. Aquí hay dos realidades
distintas: la tuya y la mía: la tuya es la verdad; la mía es la boca que habla.
Oigamos, pues, qué verdades dice, y qué misericordias va a cantar.
3. [v.3]. Porque
has dicho: La misericordia será edificada para siempre. Esto es lo que yo
canto; esta es tu verdad, y mi boca está dispuesta a servirle anunciándola. Porque
has dicho: La misericordia será edificada para siempre.
....
Ha expresado las
misericordiosas, ha expresado la verdad; y ahora de nuevo las ha unido de esta
forma: Porque has dicho: La misericordia será edificada para siempre. Tu
verdad será cimentada en los cielos. También aquí repite la misericordia y
la verdad. Porque todos los caminos del Señor son misericordia y verdad3.
No aparecería la verdad como cumplimiento de las promesas, si la misericordia
no precediera en la remisión de los pecados. Además, como se habían prometido
proféticamente muchas cosas al pueblo de Israel, que procedía de la estirpe de
Abrahán según la carne, y así se propagó aquel pueblo en el que habían de
cumplirse las promesas de Dios; y, con todo, Dios no secó el manantial de su
bondad para con las naciones extranjeras, que puso bajo el amparo de los
ángeles, reservándose para sí únicamente la porción del pueblo de Israel. En
estas dos estirpes el Apóstol distribuye, distinguiendo en cada una de ellas la
misericordia de Dios y la verdad. De hecho, dice que Cristo se puso al
servicio de los circuncisos a favor de la veracidad de Dios, para confirmar las
promesas hechas a loso padres. Ya veis cómo Dios no engañó, y cómo no ha
rechazado a su pueblo, que había conocido de antemano. Pues cuando se trata del
abandono de los judíos, para nadie creyese fueron reprobados hasta el punto de
no recogerse, en aquella bielda, ni un solo grano en las trojes, dice el
apóstol que Dios no rechazó a su pueblo, que había conocido de antemano;
porque yo también soy israelita4.
Si todo él fueron espinas, ¿cómo yo, que os hablo, sería un buen grano? Luego
La verdad de Dios se cumplió en aquellos israelitas que creyeron, y así vino a
juntarse a la piedra angular una pared procedente de la circuncisión5. Pero aquella
piedra no habría constituido el ángulo, si no hubiera sustentado la otra pared
que procede de los gentiles. Aquella primera pared pertenece propiamente a la
verdad, y esta segunda a la misericordia. Digo, pues, afirma el Apóstol,
que Cristo se puso al servicio de la circuncisión, en favor de la verdad de
Dios, para confirmar las promesas hechas a los patriarcas, y para que los
gentiles glorificasen a Dios por su misericordia6.
Con razón, En los cielos está cimentada tu verdad. En efecto, todos
aquellos israelitas llamados apóstoles, se han hecho los cielos que proclaman
la gloria de Dios. De estos cielos se dice: Los cielos proclaman la gloria
de Dios, y el firmamento pregona la obra de sus manos. Y para que estéis
seguros de que se habla de estos cielos, dice a continuación refiriéndose más
expresamente a ellos: No es con palabras, ni con discursos cuyas voces no se
oirán. Mira a ver a qué palabras se refiere, y no encontrarás otras arriba,
sino las de los cielos. Si se trata, pues, de los Apóstoles, de cuyas
conversaciones se ha oído su voz, son ellos de quien se ha dicho: A toda la
tierra alcanza su pregón, y hasta los límites del orbe su lenguaje7;
porque aunque hayan muerto antes de que la Iglesia llenase el orbe de la
tierra, no obstante sus palabras llegaron hasta los confines de la tierra. Bien
cumplido vemos aquí lo que ahora leemos: Tu verdad será cimentada en los
cielos.
[vv.16-17]. ¿Y no nos vamos a alegrar
de todas estas cosas? ¿O seremos capaces de comprender aquello de lo que nos
gozamos? ¿Y las palabras serán capaces de expresar nuestra alegría? ¿O le será
posible a la lengua expresar nuestro regocijo? Si, pues, no hay palabras
capaces de ello, Dichoso el pueblo que conoce el júbilo. ¡Oh pueblo
feliz! ¿Te parece a ti que conoces el regocijo? No es posible ser feliz si no
sabes lo que es el regocijo. ¿Qué quiere decir que conoces el regocijo? Que
sepas por qué te alegras de lo que no se puede explicar con palabras. Porque tu
alegría no procede de ti, sino que el que se gloría, que se gloríe en el Señor35. No te
regocijes en tu soberbia, sino en la gracia de Dios. Fíjate cómo la gracia es
tan grande, que la lengua no es capaz de explicarla; y entonces sí, habrás
entendido lo que es el regocijo.
[v.18]. Porque
tú eres gloria de su fortaleza, y según tu beneplácito se realza nuestro poder;
porque a ti te ha parecido bien, no porque nosotros somos dignos.
[v.19]. Porque Dios es nuestro apoyo. Puesto que yo he sido
empujado como un montón de arena, para que cayera, y habría caído, si el Señor
no me hubiera apoyado. Porque el Señor es nuestro apoyo, el Santo de Israel
nuestro Rey. Él es quien nos sostiene, él te ilumina: con su luz estás seguro,
en su luz caminas, por su justicia serás exaltado. Él te ha recibido, en tu
debilidad él te protege; él te hace robusto por su fuerza, no por la tuya. (San
Agustín. Salmo 88 I).
La segunda lectura es de de la Carta a los romanos (Ro 6,3-4.8-11) . Es un texto
es típico de la Cristología paulina.
San Pablo presenta a Cristo solamente
en sí mismo, sino en cuanto hace referencia y referencia salvadora, a nosotros.
San Pablo parte de una sencilla
reflexión acerca del bautismo. El bautismo nos ha sumergido en la muerte de
Cristo, hemos sido sepultados con él; pero también hemos resucitado con él para
llevar una vida nueva. Es el bautismo el que nos hace participar plenamente del
misterio pascual de Cristo, el signo que es una semejanza de la muerte y
resurrección de Cristo y encierra en sí toda su realidad y actualidad.
La doctrina es sencilla y
rigurosa; su puesta en práctica se revela difícil y siempre en situación de
comenzar de nuevo.
Así la Resurrección la
relaciona con sus efectos en la humanidad. Se fija en la transformación que
comporta a los hombres que participan en ella. Evidentemente, se trata de una
transformación para la salvación de estos hombres. Esta unión de Cristo y el
cristiano se da en el bautismo y en la fe (téngase presente el modelo del
bautismo de adultos, en el que la relación fe-sacramento es más clara que en el
de niños). A partir de ahí, nos hacemos solidarios con el Señor resucitado,
igual que él se ha hecho solidario con nosotros en su condición humana. Somos
como arrastrados hacia su destino glorioso.
Esta condición nueva es
descrita en estos versículos con las imágenes de vida y libertad, que se
repiten a lo largo de este capítulo. Especialmente en el paso "muerte a
vida" se intenta visualizar la transformación ocurrida. Lo cual indica la
profundidad de ella. Supera con mucho los límites de una ética o una moral para
colocarse en el plano del ser, que San Pablo describirá otras veces con
vocabularios como "nueva creatura", "hombre nuevo", etc.
"Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo...": La vida
del cristiano debe identificarse con las acciones salvíficas de la vida de
Cristo, que para san Pablo se centran en la muerte, sepultura y resurrección.
La fe y el bautismo nos introducen en ellas. Y así como el poder y la gloria
del Padre se manifestaron en la resurrección de Cristo, también se manifiestan
en el bautizado por el hecho de participar en la vida nueva del Resucitado. -
"Si hemos muerto en Cristo, creemos
que también viviremos con él...": La vida nueva del cristiano es, sin
embargo, solo perceptible por la fe. Cristo no resucitó sólo para reivindicar
su mesianidad o su justicia, sino en orden a llevar el hombre a una vida nueva
por la fuerza del Espíritu.
El evangelio es de San
Mateo (Mt 10,37-42), es
continuación del domingo anterior y recoge las palabras de recomendación y de ánimo dadas
por Jesús al nuevo Pueblo de Dios en previsión de las dificultades que
ciertamente experimentará, al decidir seguir es estilo de vida evangélico.
Los vv. 37-39 tratan específicamente
de la adhesión personal e íntima que hay que dar a Jesús para seguirle.
El v. 37 utiliza un lenguaje
profético: rápido, intuitivo, desconcertante. Un lenguaje que busca concienciar
al oyente de una necesidad imperiosa. va dirigido a todos y cada uno de los
componentes del nuevo Pueblo y no a un grupo especial o de aspirantes a la
perfección. No es fin en sí mismo sino medio para algo.
Descubrir este "para
algo" es dar con el sentido de lo que se dice. El "para algo" de
nuestro texto es la urgencia imperiosa de un nuevo Pueblo que revele y
sustituya al viejo y decrépito pueblo religioso. La necesidad de un nuevo
Pueblo religioso es un objetivo indeclinable; su existencia no se puede diferir
en absoluto. El v. 37 no establece una
jerarquía o una prioridad de
sentimientos o afectos (primero Jesús, después la familia). Jesús no reclama el
afecto de sus seguidores. Jesús sencillamente resitúa el mundo del sentimiento
en el marco de un objetivo que dé a ese mundo una perspectiva, un horizonte,
una razón de ser última.
Este mismo objetivo de bien
común del que Jesús es el primer seguidor, está a la base del v. 38. La idea
del versículo es la siguiente: seguir a Jesús es seguirle por un camino de
sufrimientos públicos y violentos.
"Tomar la propia
cruz" no es una expresión metafórica. La Cruz no es el medio y el símbolo
de la unión mística del cristiano con Cristo. La cruz es el medio para hacer
morir a Jesús y a sus discípulos. Jesús no prescribe a sus discípulos hacerse
una cruz para seguirlo hasta el Calvario; pero tampoco alude a cualquier clase
de sufrimientos más o menos vagos. Anuncia a sus discípulos la misma violencia
y el mismo desprecio público que soportará él mismo. Por consiguiente, no se
trata principalmente de cargar consigo mismo (identificando la persona con la
cruz), ni de cargar para ofrecerlo a Jesús o aceptar tal o cual sufrimiento
personal, ni de reconocerse culpable ante Dios, ni siquiera de imitar a Jesús,
sino de prever y aceptar la soledad humana y la oposición violenta y cuasi
oficial.
"Tomar la cruz" es lo
que en el v. 39 viene expresado como "perder la vida". Son
expresiones equivalentes para significar "morir de muerte violenta".
Pero Jesús dice a su discípulo que esta disponibilidad hasta dejarse matar es
la verdadera manera de ser uno mismo, de ganarse, de vivir.
En la línea del domingo
anterior, el v. 39 es una palabra de ánimo a quien puede comprensiblemente
experimentar el desánimo por lo difícil de la situación.
El v. 40 es la conclusión de la instrucción a los apóstoles.
Lo que es una adquisición personal, el conocimiento de la persona de Jesús,
tienen que llegar a plenitud por la vida. Vivir la fe es construir la vida, no
con una pretenciosa relevancia, sino con una sencilla colaboración. Así, dar
hospitalidad al mensajero no es solamente recibir con los brazos abiertos al
hermano, sino también acoger la palabra, aceptar el vivir como lo exige el
compromiso adquirido ante Jesús. Palabras difíciles del evangelio, pero
cargadas de esperanza.
En la línea de levantar el
ánimo están redactados los vs. 40-42. Estos versículos harán ver que esta adhesión íntima a Jesús
tendrá que hacerse totalmente pública.
Al final de la instrucción de los
doce, se hace la alabanza para con aquellos que los recibirán, y recibirán por
medio de ellos el mensaje. El mismo Jesús se identifica con ellos, está
presente en quienes anuncian el Evangelio. Aquí los doce representan toda la
comunidad de los discípulos, en la que hay "profetas",
"justos" y "pequeños". Este último adjetivo los caracteriza
de una forma muy conforme con la primera bienaventuranza (5,3). Posiblemente se
refieran a todos aquellos nuevos miembros recién incorporados a su comunidad,
procedentes del paganismo, y que son observados a distancia por los
judeocristianos.
Para
nuestra vida
En
el relato de la primera lectura contemplamos al profeta portador de la Palabra,
auténtica y poderosa de Dios. El texto se enmarca en relatos de mujeres
estériles que dan a luz.
Lo que los ángeles realizaron en Sara y en las otras mujeres estériles al
darles la fecundidad, es capaz de realizarlo también la Palabra, en beneficio
de una pagana. El profeta es, pues, depositario real de la Palabra creadora y
vivificante de Dios.
-Es sabido que una mujer que no
tiene hijos propios proyecta sobre un extraño su afecto maternal. Eliseo, que ha abandonado su familia para ponerse al servicio
de Dios, es aquí el beneficiario de esta bondad. Así, el complejo psicológico
se convierte en actitud de hospitalidad y de acogida.
Pero acoger a una persona
insignificante significa acoger a Dios mismo (Mt 10. 40): la mujer experimenta
este hecho beneficiándose de la visita de Dios. Al poner todo su ser al
servicio de la hospitalidad, esta mujer descubre en Dios el secreto de su
bondad.
El profeta sabe descubrir la
necesidad y promete un hijo. Cada uno de nosotros como nuevos mensajeros del
Señor también debemos saber ser útiles a la humanidad y no perderse en discursos
largos y demasiadas veces vacios que ni siquiera nosotros mismos nos los
creemos.
Eliseo, no pensaba al principio
hacer milagros, pero le anuncia proféticamente que a la vuelta de un año tendrá
el hijo deseado. Lo mismo que Sara, la madre de Isaac, esta mujer recibe el
anuncio con escepticismo. Pero también ahora se va a cumplir la palabra de
Dios, la palabra del profeta. En ambos casos, el nacimiento del hijo prometido
será una recompensa de Dios a la hospitalidad prestada a sus enviados. Siglos
más tarde, Jesús establecerá esta ley de retribución: "Quien reciba a un
profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta" (evangelio de hoy).
El
salmo nos sitúa ante una actitud de agradecimiento al Dios:«Cantaré
eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las
edades. Porque dije: tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo
has afianzado tu fidelidad».
El llamamiento es claro y
definitivo. Dios es poderoso, todo lo puede en el cielo que tú has hecho y en
la tierra que has creado. Además de ser poderoso, es fiel, cumple siempre las
promesas que hace.
Se enumeran las obras hechas a
David. La promesa a David de que sus descendientes gobernarían a Israel para
siempre, promesa que seguiría en pie aunque esos descendientes no fueran
dignos. El trono de David en Israel sería tan firme como el sol y la luna en
los cielos.
Toda la tradición, desde la
generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. El es
verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los
enemigos y extiende su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia
perpetua.
La paradoja es que el Padre
permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la zona
de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus
enemigos y lo dejó bajar hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la
fidelidad del Padre?
Todos los títulos y todos los
poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la
resurrección. Aquí es necesario situarnos ante la reflexión que San Pablo
hace de la resurrección. A la luz de esta,
resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira
y el castigo eran limitados; con la luz de la resurrección realizada en Cristo
y compartida en nosotros desde el bautismo, comprendemos finalmente y cantamos
en un himno cristiano «la misericordia y la fidelidad de Dios».
Alabanza y fiarse de las
promesas es válido y necesario para nuestra vida cristiana.
Es muy importante como nos
dice San Agustín que Dios es el que realmente obra: "Es así, dices, como yo edifico; pero a algunos los destruyes para
edificarlos. Porque si ningunos fueran destruidos para ser edificados, no se le
habría dicho a Jeremías: Mira que te
he puesto a ti para destruir y para edificar1.
Y, sin duda, todos los que adoraban a los ídolos y rendían culto a las piedras,
no habrían podido ser edificados en Cristo, si antes no fueran destruidos en su
primer error. Además, si algunos no fueran destruidos, para no ser ya
edificados, no se habría dicho: Los
destruirás, y ya no los edificarás2.
Ahora bien, para que no se pensase, por los que son destruidos
temporalmente, y luego reedificados, que lo serían también temporalmente, el
salmista, cuya boca está al servicio de la verdad de Dios, se atiene a la misma
verdad de Dios. Por eso anunciaré, por eso hablo: Porque tú has dicho; yo, hombre hablo con seguridad, porque tú,
Dios, has hablado; y, aunque yo titubee con mi palabra, seré confirmado con la
tuya. Porque tú has hablado. ¿Y
qué dijiste? La misericordia será
edificada para siempre. Tu verdad será afianzada en los cielos. Repite
ahora lo que había dicho al principio: Cantaré
eternamente, Señor, tu misericordia; y mi boca proclamará tu verdad de
generación en generación". (San Agustín. Salmo 88 I).
En
la segunda lectura San Pablo insiste en el hecho de que la resurrección de
Cristo no es tan solo un hecho aislado, prenda de una resurrección futura, sino
que nos compromete ya desde ahora con Él. Estamos ya muertos "con él" (v. 3),
estamos ya enterrados "con él" (v. 4), vivimos ya "con él"
una vida nueva (v. 5)..., cinco veces aparece la palabra "con" en
estos pocos versículos para que el cristiano tome conciencia de que el bautismo
ya le ha sumergido en el proceso que le conduce a la resurrección. La muerte
natural no puede comprometer el desarrollo de un proceso que hace penetrar cada
vez más en nuestros miembros una vida divina, a la medida de nuestra imitación
del servicio, del desprendimiento de uno mismo, del amor que constituyen las características
de la muerte del Hombre-Dios y de la vida de Dios.
Esta intima relación de la resurrección de Cristo con la humanidad, tiene dos
consecuencias: Esta nueva vida es operativa y no sólo interna. Y esa actividad
conforme a la nueva condición no es automática, sino requiere una actitud por
parte del cristiano. Por ello se combinan en el texto expresiones en indicativo
que expresan lo sucedido de hecho, y en exhortativo, que animan a vivirlo
consciente y humanamente. Con Cristo hemos muerto al pecado, pero tenemos que
considerarnos muertos a él y vivir conforme a eso. Tenemos vida nueva, pero hay
que vivirla para Dios. Es una tensión entre el ser que ya se es y el deber ser
que lo pone en la práctica por así decirlo. No se puede olvidar ninguno de
estos extremos.
Otra consecuencia es la eterna
tensión escatológica, en la base de la expresión anterior, entre el
"ya" -lo que se es- y el "todavía no" -el vivirlo
seriamente.
En adelante, nuestra vida es
nueva y, por consiguiente, también su orientación es nueva. Porque nos hemos
convertido en ese Cristo del que nos hemos revestido, y porque ese Cristo que
somos ha muerto al pecado y vive para Dios en Cristo.
Cambiar de mentalidad, revisar
la orientación de nuestra vida, conformar nuestros juicios de valor con aquello
en que nos hemos convertido, en esto consiste la actividad primordial de todo
hombre bautizado en Cristo. La severidad de esta condición de vida no es más
que una de sus facetas; todos cuantos hacen la experiencia de esta incesante
búsqueda de adaptación a su nuevo ser, saben que es un trabajo de esperanza
capaz de entusiasmar y origen de paz y de gozo. Es preciso desear "gustarlo"
y no creer que se trata únicamente de la pretensión de los
"especialistas" de la vida cristiana. En realidad, es el ideal
fundamental de todos cuantos han optado por Cristo.
En
las palabras del texto evangélico de la misión distinguimos dos secciones: en primer lugar, la necesidad
que tiene aquel que es enviado de una adhesión personal a Cristo por encima de
todo; y, en segundo lugar, la acogida que deben recibir los que son enviados.
El hecho de colocar el amor a
los padres y a los hijos y el amor a Cristo uno junto al otro, no significa de
ninguna manera un desprecio para el primero. Lo que quiere subrayarse es la
exigencia y el sentido de totalidad que debe tener el amor a Cristo. Jesús no
reclama para sí el mundo de los afectos familiares. Lo que pide es que esos
afectos sirvan para un objetivo de bien común, y no para cerrarse en sí mismos.
La visión que Jesús tiene de los lazos familiares
no es negativa; solamente quiere decir que, cuando la familia, en el grado o
nivel que sea, llega a constituir un obstáculo para el reino, es preciso romper
y hacer una clara opción por Jesús. No se pone tanto el acento en una situación
límite cuanto en lo absoluto del reino, en la total disponibilidad del que va
por los caminos de la fe.
La exigencia del seguimiento de
Cristo es tan fuerte que pone en juego a toda la persona, de tal modo que esta
debe estar dispuesta a perder su propia vida, a renunciar a sí mismo. La
exigencia del amor a Cristo parece que va aumentando en intensidad en estas
sentencias iniciales: en caso de conflicto, el discípulo será lo
suficientemente libre como para que el amor humano no sea un impedimento para
seguir a Cristo. Y esta vida de seguimiento es definida como tomar la cruz
juntamente con el Maestro, como signo de la actitud de entrega personal y de
sufrimiento que esto lleva consigo. Esta actitud supone, evidentemente, no
tener miedo a perder la propia vida -lo mejor que tiene el hombre- por
fidelidad a Cristo. Esta actitud va acompañada de una promesa: estos serán los
únicos que verdadera y definitivamente se apropiarán de la vida.
Fijémonos ahora en la segunda "El
enviado es igual que aquel que le envía". Las palabras de Jesús del
versículo 40 ("el que os recibe a vosotros, me recibe a mí...")
encajan perfectamente en esta idea corriente en el mundo judío. La dignidad le
viene al discípulo de la palabra que le ha sido confiada por el propio Jesús,
y, a través de Jesús, por el Padre. "Recibir" al discípulo no
significará sólo ofrecerle hospitalidad, sino sobre todo aceptar la palabra de
la que es portador. La actitud que se adopte para con el enviado es reflejo de
la actitud que se tiene hacia Cristo.
Rafael
Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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