domingo, 31 de marzo de 2024

Comentario a las lecturas del Domingo de Pascua de la Resurrección 31 de marzo 2024

La celebración  de hoy tiene la importancia de abrir un tiempo lleno de gracia en  nuestro quehacer de cristianos: el Tiempo Pascual. Este tiempo no refleja otra cosa que aquel periodo de cincuenta días en los que Jesús dio sus últimas enseñanzas a los discípulos. Les preparaba para algo más definitivo que era la llegada del Espíritu Santo.


Presentamos el himno propio de Laudes  y que también es la secuencia  de hoy entre la segunda lectura y el evangelio. En este tiempo de pascua, es un buen  marco de la actitud orante del cristiano. Actitud en la que nos ayudará la palabra de Dios proclamada en este tiempo litúrgico. 

"Ofrezcan los cristianos

ofrendas de alabanza

a gloria de la Víctima

propicia de la Pascua.

 

Cordero sin pecado

que a las ovejas salva,

a Dios y a los culpables

unió con nueva alianza.

 

Lucharon vida y muerte

en singular batalla,

y, muerto el que es la Vida,

triunfante se levanta.

 

«¿Qué has visto de camino,

María, en la mañana?»

«A mi Señor glorioso,

la tumba abandonada,

 

los ángeles testigos,

sudarios y mortaja.

¡Resucitó de veras

mi amor y mi esperanza!

 

Venid a Galilea,

allí el Señor aguarda;

allí veréis los suyos

la gloria de la Pascua.»

 

Primicia de los muertos,

sabemos por tu gracia

que estás resucitado;

la muerte en ti no manda.

 

Rey vencedor, apiádate

de la miseria humana

y da a tus fieles parte

en tu victoria santa. Amén. Aleluya".

Himno de Laudes. Propio del tiempo de Pascua.

 

La primera lectura del Libro de los Hechos de los apóstoles (Act, 10, 34 a.37-43). Este texto presenta el quinto discurso de Pedro en Hechos. Es, en sus detalles, estructura y estilo una composición de Lucas, pero presenta los temas básicos de la predicación cristiana primitiva, del "kerigma" como suele decirse.

En este anuncio lo esencial es el acontecimiento pascual, aunque "la cosa haya empezado en Galilea". La referencia rápida a la vida de Jesús sirve para introducir y razonar el acontecimiento central. No se puede separar la muerte de Jesús de toda su vida anterior, como si fuera algo mágico o inesperado, sino provocado por la misión de Jesús contra los poderes del mal encarnados en los personajes concretos de su tiempo. Los oprimidos que Jesús ayuda no son sólo victimas del "diablo", sino del mal producido por los hombres, simbolizado en esa figura, pero que no ha de despistar al lector.

A Jesús lo matan los hombres, en contraposición Dios lo resucita. Es decir, le da la razón y se la quita a los poderosos que lo han ejecutado. La resurrección es el Sí de Dios a la forma de vivir de Jesús en favor de los oprimidos y contra los opresores. No conviene ideologizar ese suceso quitándole su fuerza polémica y su significado de condena del mal en el mundo. La resurrección es la proclamación de la liberación.

En este texto tenemos un compendio de la predicación de Pedro. Vemos en sus palabras cómo describe la actividad de Jesús siguiendo el esquema que hallamos en el evangelio de San Marcos, subrayando que la cosa comenzó en Galilea. Destaca igualmente los rasgos característicos del segundo evangelio: Jesús, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu, pasa haciendo bien, esto es, curando a los enfermos y liberando a los oprimidos por el diablo. Sabemos que Mc recogió en su evangelio la catequesis de Pedro. Así lo atestigua, ya en el año 130, Papías de Hierápolis.

Pedro está convencido de lo que dice. No habla de lo que le han contado, sino de lo que él mismo ha visto con sus propios ojos.

Nos narra los acontecimientos más significativos de la vida de Jesús, lo hace en clave desde la experiencia de la resurrección: "... a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo..." (Hch 10, 38) La unción y el poder son propios del Rey de Israel. Jesús es por ello el nuevo Rey de la casa de David. En Jesús la unción ha sido diversa a los reyes anteriores y el final muy distinto. Cuando todo parecía haber terminado, entonces era cuando todo empezaba. Los apóstoles pensaron la muerte vergonzosa en la cruz, era el final. Les parecía que este final del crucificado había sido el final del proyecto mesiánico de quien se presentó como Hijo y enviado de Dios. Pero no era así, El crucificado es el vencedor de la  muerte, exaltado sobre toda la creación, dueño y Señor del universo. Rey de reyes, alfa y omega, principio y fin. Jesucristo ayer y hoy y para siempre, como recordábamos anoche en la vigilia.

¿Qué hizo Jesús?. "...que pasó haciendo el bien..." (Hch 10, 38). Jesús pasó por los caminos terrenales llenando de paz y de alegría. Una nueva realidad eterna se inicia con Él. La muerte y el pecado habían ensombrecido el horizonte del hombre, sembrando en su corazón la angustia y el temor, la incertidumbre ante el más allá. Nos llenaba de zozobra la idea de un final definitivo, el hundirnos en las sombras y el silencio para siempre. Una realidad que ilumina  la separación de nuestros seres queridos. Pasamos del temor pensar que todo terminaba en una fosa, quedando sólo la espera muda y fría de un cuerpo muerto a la esperanza de sentirnos involucrados en la nueva realidad del Resucitado.

 

El salmo responsorial de hoy (Sal 117,1-2.16ab-17.22-23 )nos invita a reconocer el tiempo de gracia en el que estamos sumergidos .

Este salmo fue utilizado por primera vez el año 444 Antes de Jesucristo, en la fiesta de los Tabernáculos (Nehemías 8,13-18). Hace parte del ritual actual de esta fiesta. La fiesta de los Tabernáculos era la más popular: el "patio de las mujeres" en la explanada del Templo, permanecía iluminado toda la noche...

Procesionalmente se iba a buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante siete días consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años de la larga peregrinación liberadora en el desierto... En el Templo la alegría se expresaba mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se agitaba un ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una especie de ronda... se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y cantando "¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!"

 Según testimonio de los tres evangelistas sinópticos, Jesús se aplicó explícitamente este salmo (Mateo 21,42; Marcos 12,10; Lucas 20,17), para concluir la parábola de los "viñadores homicidas": "la piedra que desecharon los constructores, se convirtió en la ¡piedra angular!".

Jesús, se consideraba como esta "piedra" rechazada por los jefes de su pueblo (anuncio de su muerte), y que llegaría a ser la base misma del edificio espiritual del pueblo de Dios. El día de los ramos, los mismos evangelistas señalan cuidadosamente que la muchedumbre aclamó a Jesús con las palabras del salmo: "¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor!".

No olvidemos que el "rey" que habla en este salmo, es el rey vencedor de todos sus enemigos, es el Rey Mesiánico. Y la victoria que se celebra aquí, es la victoria escatológica, la victoria completa y definitiva de Dios sobre todas las potencias del "mal". La obra de Dios, es la obra salvífica, la salvación del pecado y de la muerte. "Y el día que hizo el Señor, es el famoso día de Yahveh", en que su reino brillará a plena luz.

Resulta extraño pues poner este salmo en labios de Jesús: este Rey que habla y que arrastra a toda la multitud en su "acción de gracias", es ¡El! Releámoslo en esta perspectiva. Hacer de este salmo la oración de Jesús de Nazaret no es nada artificial. Sabemos que El, efectivamente, cantó este salmo después de la comida de Pascua, cada año de su vida terrena, y particularmente la tarde del Jueves Santo, ya que hacía parte del Hallel al finalizar la comida Pascual.

"Dad gracias al Señor...” Demos gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su mise-discordia. Gracias al Padre bueno que tan a menudo perdona nuestras infidelidades, nuestras faltas y pecados. Tanto hemos recibido, tanta comprensión y tanto cariño nos ha mostrado que bien podemos afirmar sin la menor duda que es bueno, que eterna es su misericordia hacia esta nuestra "eterna" debilidad y malicia.

"La diestra del Señor es poderosa , la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré para cantar las hazañas del Señor...". Esta exclamación esperanzadora hemos de hacerla nuestra y afirmar gozosos que también nosotros viviremos para proclamar el poder imponente del Altísimo, su amor inefable. Y así, aunque el peso de nuestros pecados nos llene de pesar y de temor, tengamos una gran fe en Jesús que ha triunfado, y nos hace triunfar a nosotros, sobre la muerte y sobre el pecado.

"Este es el día en que actuó el Señor" Han pasado los días tristes de la Pasión, están lejos ya los momentos amargos del Getsemaní y de la flagelación.. Este es el día en que actuó el Señor, el día en que rompió para siempre las cadenas de la muerte, cuando removió la losa de granito que tapaba la tumba, cuando arrancó de las garras de Satanás a su víctima -el hombre-, el pecado y la muerte ya no tendrán poder sobre el ser humano, criatura preferida del creador: "Y creó Dios al hombre a su imagen y semejanza. Hombre y mujer los creó".

ESTE ES EL DÍA QUE ACTUÓ EL SEÑOR: SEA NUESTRA ALEGRÍA Y NUESTRO GOZO (O, ALELUYA)

 

La segunda lectura de Colosenses (Col, 3,1-4), Estos cuatro versículos de la carta a los colosenses están entre la parte de la carta en polémica con las falsas doctrinas -de la que sería al final- y la exhortación a lo que debe ser realmente la vida cristiana.

Este texto es una catequesis bautismal. Todo bautizado muere y resucita con Cristo. Por eso, debe empezar a vivir una vida nueva, una vida resucitada. Hay que buscar "los bienes de arriba", no los de la tierra; los valores auténticos, no los del consumo. Hay que alzar la puntería, porque Cristo está arriba.

En primer lugar san Pablo revela que el bautismo no consiste en una piadosa ceremonia, sino que es un gran misterio y, como anteriormente ha indicado, lo más importante que puede acontecer en la vida del creyente (2,11-13). El motivo reside en que en el bautismo participamos plenamente del misterio pascual, de modo que un hombre viejo muere y es resucitado un hombre nuevo "juntamente con Cristo". De esta realidad acontecida en el bautismo, deriva la consecuencia inmediata del cambio de mirada interna que debe caracterizar la vida del cristiano. Ya no puede tenerla fija en las cosas de abajo, sino que tiene que dirigirla resueltamente hacia "arriba" (v.1). Allá está el nuevo centro donde deben converger los deseos de la comunidad cristiana y de cada uno de los cristianos: Cristo, que desde su ascensión a los cielos está enaltecido a la derecha de Dios. El que busca a Cristo allí le encuentra.

Juntamente con este nuevo horizonte que dirige nuestro caminar por esta tierra y hacia donde debemos elevar nuestra mirada, san Pablo recomienda encarecidamente a "aspirar" a las cosas de arriba (v.2). De este modo su exhortación se especifica aún más invitándonos a elevar nuestros juicios, pensamientos y anhelos al "cielo" (es decir, a nuestro Señor Jesucristo glorificado, en quien ya se ha renovado toda la creación), no a las cosas terrenas. Esto significa, sin duda, una radical transmutación de todos los valores y exige del cristiano un desprendimiento creciente de las cosas terrenas. Pero esto no quiere decir que el cristiano pueda descuidar sus obligaciones y tareas terrenas (cf. también 1Tes 4,11s), mas no debe extraviarse en ellas, como si tuvieran un valor definitivo y supremo. El cristiano cumple sus obligaciones terrenas dirigiendo sin ruido su mirada a Cristo, su Señor y su esperanza.

( v.3) "habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios", san Pablo apoya su exigencia precedente de dirigir resueltamente la mirada hacia arriba, en la indicación de que ya hemos "muerto" en el bautismo (cf. 2,12). Pero también se nos ha dado en Él la nueva vida, la participación en la vida de Cristo resucitado (2,13), que ahora está sentado en el trono de la gloria celestial. Esta vida se sustrae por ahora a la mirada terrena, como el Señor glorificado, está "oculta, juntamente con Cristo, en Dios". Con estas palabras, el Apóstol no quiere decir que el cristiano tenga una doble existencia, una impropia en la tierra y otra propia en el cielo. Lo que se sustrae a la mirada terrena es la misteriosa conexión vital del bautizado con Cristo, manantial de su vida oculta: porque ésta es el mismo Cristo (3,4). El cristiano vive del misterio que se llama Cristo. Por eso, su mirada también tiene que estar dirigida a Él.

San Pablo concluye señalando el último fin de la vida del creyente y de la historia: "Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él" (v.4). Cristo se manifestará al fin del mundo. Entonces saldrá de su retiro celestial y se mostrará como el verdadero Señor del mundo, con miras al cual todas las cosas fueron creadas (1,16), y en quien están "recapituladas" todas las cosas de los cielos y de la tierra (Ef 1,10). Aquél será el momento en que también cesará de ser invisible y oculta la "vida", de la que Dios nos ha hecho donación en el bautismo. Esta vida aparecerá gloriosa, y entonces también abarcará el cuerpo, para reproducir en nosotros "la imagen de su Hijo" (Rom 8,29).

 

El Evangelio de hoy (Juan, 20, 1-9 ) es un esplendido relato en el conjunto de los relatos evangélicos. Es una alegoría de Juan que nos hace descubrir qué necesitamos para «ver» a Jesús en su nuevo dimensión de Hombre Nuevo.

El apóstol San Juan, protagonista del relato de hoy, lo guardaba en su memoria, ya que sería escrito muchos años, muchos años después, por él mismo, según la tradición.

Después de la muerte de Jesús en el «último día», el evangelio de Juan presenta el «primer día», tiempo de la nueva Pascua y de la nueva Creación. De este modo culminan la obra de Jesús y el proyecto creador de Dios. Comienza el día por un «amanecer», aunque todavía «oscuro», porque el pensamiento de María Magdalena está en el sepulcro, en el cadáver de Jesús.

El evangelio del Domingo de Resurrección descubre la búsqueda de Jesús por parte de los discípulos: una mujer (la Magdalena) y dos hombres (Pedro y Juan). La mujer se adelantó, y por su testimonio corrieron «juntos» los dos hombres. Los discípulos reconocen los signos: la losa retirada (roto el sello mortal), los lienzos aparte (el cuerpo desatado) y el sudario enrollado en otro sitio (la muerte superada). La muerte no tiene la última palabra: ha sido vencida por la vida.

María Magdalena, encontrando la tumba vacía, es la mujer privilegiada destinataria de los signos de la Resurrección de Cristo. La experiencia de Cristo resucitado la convierte en unos de los primeros testigos de este gran acontecimiento. Llena de admiración y de gozo por lo sucedido se dirige a los apóstoles para comunicarles la buena noticia. Entonces toca a san Pedro y a san Juan constatar la tumba vacía donde antes habían colocado el cuerpo del Maestro. Ahí están las primeras pruebas que ratifican las predicciones que Cristo les había hecho: "que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos" (v.9).

En las palabras de María Magdalena resuena probablemente la controversia con la sinagoga judía, que acusaban a los discípulos de haber robado el cuerpo de Jesús para así poder afirmar su resurrección. Los discípulos no se han llevado el cuerpo de Jesús. Más aún, al encontrar doblados y en su sitio la sábana y el sudario, queda claro que no ha habido robo.

Es este primer día de la semana, aún de madrugada, casi a oscuras, cuando la fe aún no ha iluminado nuestro día. Pedro y Juan han escuchado a María Magdalena y salen corriendo hacia el sepulcro. Llega Juan antes. Corría más, era más joven. Pero no entra, tal vez por algún tipo de temor, o más probablemente por respeto a la jerarquía ya declarada y admitida de Pedro. Describe el evangelista la escena y la posición –vendas y sudario—de los elementos que había en la gruta.

Y vio y creyó”. Esa es la cuestión nuclear : la Resurrección como ingrediente total del afianzamiento de la fe en Cristo, como Hijo de Dios es lo que nos expresa Juan en su evangelio de hoy.

 

Para nuestra vida.

Un anuncio inunda este tiempo pascual: "Jesús ha resucitado, y con Él resucitaremos todos". Así  lo creemos y así es. Si no lo fuera, nuestra fe sería algo vacío, nuestra vida tremendamente desgraciada, algo sin sentido. Pero no, Cristo ha resucitado y ha sido ensalzado hasta la diestra del Padre, donde está para interceder por nosotros. Por eso hay que alegrarse hasta cantar de gozo en este tiempo pascual, dejar cauce libre a la alegría.

Como se dice, "la vida continua". Y podemos comprobar que después del triunfo de Jesucristo, la vida de un cristiano no siempre esta marcada por la experiencia del  resucitado. Pero para el que cree en Cristo la muerte no es más que un mal sueño, una pesadilla, unas lágrimas y suspiros, quizás, que dan paso a la esperanza y a la paz.

La primera lectura sitúa la escena de los discípulos  mucho tiempo después de la Resurrección. El Espíritu ya ha llegado y Pedro sale  a predicar. Eso todavía no era posible en la mañana del primer día de la Semana, del Domingo en que resucitó el Señor, la primera lectura de hoy marca el final importante de este Tiempo Pascual que iniciamos hoy. La muerte en Cruz de Jesús, sirvió, por supuesto, para la redención de nuestras culpas, pero sin la Resurrección la fuerza de la Redención no se hubiera visto. Guardemos una alegre reverencia ante estos grandes misterios que se nos han presentado en estos días. Se nos invita a contemplar las escenas  narradas con los ojos del corazón, y abrirnos más de par en par a la fe en el Señor Jesús.

 

La primera lectura es un fragmento del c.10 que narra la predicación de Pedro ante un prosélito romano: el centurión Cornelio en Cesarea. Es la primera vez que el mensaje cristiano sale del círculo estrictamente judío en sus diferentes grupos religiosos. Pedro se centra en el anuncio kerigmático típico de los múltiples discursos del libro de los Hechos:

1 / Cristo ha muerto y ha resucitado;

2 / la Escritura, los profetas en este caso, ya lo anunciaban;

 3/ nosotros somos testigos de todo lo sucedido;

4 / cambiad de vida, aceptad la fe en Cristo y bautizaos.

Dios es protagonista absoluto: ha guiado a Jesús con su Espíritu, lo ha resucitado, ha dejado que lo vieran aquellos que él ha querido, y ha encargado a los discípulos la predicación de su mensaje. La resurrección de Cristo es, pues, don de Dios para el pueblo, empezando por los judíos e incluyendo a los paganos.

Es la hora del testimonio. Es la hora de los testigos. Para empezar, nadie mejor que Pedro, el que siguió a Jesús paso a paso desde el principio, desde lo de Galilea y el bautismo de Juan. Lo siguió paso a paso, menos en uno. Pero este fallo también formará parte de su testimonio. Pedro conoce bien a Jesús y toda su historia, que ahora cuenta a la familia de Cornelio.

" Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comidos y bebido con él después de la resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos."

Este testimonio de Pedro es un modelo de predicación kerigmática, centrada en el anuncio de la salvación que nos viene de Cristo, el que encarnó entre nosotros la presencia de Dios, el que estaba ungido por el Espíritu, el que pasó como un meteoro de luz y alegría, el que fue apagado por los hombres, pero Dios lo devolvió a la luz y se ha convertido en la estrella viva de la mañana.

Mensaje testimonial para todos los hombres. Es esperanza,  juicio sobre la situación del mundo. Del mundo  de entonces y de la sociedad de ahora. Una forma de "quitarle hierro" a la resurrección es referirla sólo a los judíos, contra los que se yergue el Resucitado. En realidad es condena de toda opresión y mal humanos. Y un grito de esperanza liberadora para todos los que ahora vivimos.

 

El salmo responsorial nos presenta la contraposición entre la piedra desechada y la piedra escogida como angular. La muerte aparente es vida en realidad. Y por eso mismo, es obra de Dios. "Es el Señor quien lo ha hecho..." En la línea de la lectura anterior, Dios es el único protagonista.

El salmo 117 es el salmo pascual por excelencia, el texto sálmico más expresivo de la acción de gracias por la victoria pascual del Señor.

"Nada más grande -comenta · San Agustín- que esta pequeña alabanza: porque es bueno. Ciertamente, el ser bueno es tan propio de Dios que, cuando su mismo Hijo oye decir 'Maestro bueno' a cierto joven que, contemplando su Carne y no viendo su Divinidad, pensaba que El era tan sólo un hombre, le respondió: '¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios'. Con esta contestación quería decir: Si quieres llamarme bueno, comprende, entonces, que Yo soy Dios." [1]

 "Las avispas y el fuego son imágenes que evocan la Pasión de Cristo y los sufrimientos de la Iglesia. El rechazo que logra Jesús consiste en el arrepentimiento y la conversión de todos aquellos que, extinguida la malicia con la que perseguían a los justos, son asociados al pueblo cristiano. Pero quienes desprecian la misericordia de Dios, experimentarán, al fin, la severidad del Juez."[2] La Liturgia mozárabe nos brinda esta oración sálmica que, en la celebración de este Domingo, traduce admirablemente el contenido del salmo en oración cristológica al Padre:

"Señor, Padre santo, danos tu salvación, da prosperidad a cuantos esperamos en ti; Tú que iluminaste al mundo que yacía en tinieblas, concede a nuestra asamblea celebrar dignamente la solemnidad de este día, de modo que Cristo, el Señor, por quien se concede acceso a los justos y entrada a los que se salvan, sea nuestra puerta y nuestra patria. Él que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén." [3]

 

En la segunda lectura se nos ofrece un mensaje de esperanza. San Pablo nos define primeramente al cristiano como aquel que, al bajar a las aguas bautismales "murió", y salió de ellas "resucitado con Cristo" a una nueva vida. Si ésta es la realidad fundamental del creyente, todo su modo de pensar y de actuar debe acomodarse a ello: "buscad los bienes de allá arriba". El bautismo, la unión con Cristo resucitado, marca para el cristiano la orientación fundamental de su vida. Y se trata de una vida que camina hacia una plenitud y que está llamada a crecer continuamente.

"Ya que habéis resucitado con Cristo...” Cristo ha resucitado. Un hecho histórico que se mantiene en vigencia en su autenticidad, a pesar de los múltiples ataques que ha venido recibiendo a lo largo de todos los siglos. Ya desde el principio, cuando apenas si se había realizado el prodigio inefable de la victoria de Cristo sobre la muerte. Cuando los soldados comunican la noticia, surge pronto la mentira y la falsificación de la noticia.

Cristo ha resucitado. Y nosotros, los que creemos en Él y le amamos, también hemos resucitado. Hemos despertado del sueño de la muerte que es la vida humana dominada por el pecado, hemos comenzado, aunque parcialmente aún, la grandiosa aventura de vivir la vida misma de Dios, la vida que dura siempre. Y por eso hemos de vivir proyectados hacia lo alto, peregrinos en la tierra, pero aspirando a las cumbres del cielo.

"Porque habéis muerto…" La tierra ha de ser para nosotros, el lugar donde estamos llamados a vivir la realidad de los cielos nuevos... Parece una paradoja, una contradicción, un absurdo. San Pablo nos habla de haber resucitado y a renglón seguido nos dice que hemos muerto. Y añade que nuestra vida está en Cristo escondida en Dios. Y cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también nosotros apareceremos, juntamente con Él, en la gloria.

La resurrección no es sólo lo que sucedió una vez en Cristo, sino lo que ha de suceder en nosotros por Cristo y en Cristo. Más aún: en cierto sentido, es lo que ya ha sucedido por el bautismo. Ha sucedido radicalmente, en la raíz, pero ha de manifestarse aún en sus consecuencias, en los frutos.

Porque ya ha sucedido en nosotros, es posible la nueva vida; porque todavía no se ha manifestado, es necesario dar frutos de vida eterna. Nuestra vida se mueve entre el "ya" y el "todavía-no".

Hay, por lo tanto, un camino que recorrer y un deber que cumplir. Estamos en ello, en el paso o trance de la decisión. Hay que elegir, y nuestra elección no puede ser otra que "los bienes de arriba". Lo cual no significa que el cristiano se desentienda de los "bienes de la tierra", si ello implica desentenderse del amor al prójimo. Pues los "bienes de arriba", es decir, lo que esperamos, es también la transformación por el amor del mundo en que habitamos.

Lo que ha sucedido visiblemente, es decir, en la expresividad del símbolo bautismal, y en la interioridad del espíritu, no ha cambiado aparentemente la vida de los bautizados, pues la auténtica vida está escondida con Cristo en Dios. Cristo, ascendido al cielo, es "nuestra vida" (sólo participando de la manera de ser de Cristo resucitado, podemos vivir de verdad).

Cuando Cristo aparezca, se mostrará en él nuestra vida y entonces veremos lo que ahora somos ya radicalmente, misteriosamente.

Entonces aparecerá la gloria de los hijos de Dios y la nueva tierra. Mientras tanto, la creación entera está ya en dolores de parto esperando la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8,19-22). Buscar las cosas de arriba es también llevar a plenitud las cosas de abajo.

 

El evangelista san Juan nos presenta, en el pasaje del Evangelio de este domingo de Pascua, las primeras experiencias y los primeros testimonios de la Resurrección (Jn 20,1-9).

Ninguno de los discípulos se esperaba la resurrección de Jesús.

La carrera de los dos discípulos puede hacer pensar en un cierto enfrentamiento, en un problema de competencia entre ambos. De hecho, se nota un cierto tira y afloja: "El otro discípulo" llega antes que Pedro al sepulcro, pero le cede la prioridad de entrar. Pedro entra y ve la situación, pero es el otro discípulo quien "ve y cree".

Seguramente que "el otro discípulo" es "aquel que Jesús amaba", que el evangelio de Juan presenta como modelo del verdadero creyente. De hecho, este discípulo, contrariamente a lo que hará Tomás, cree sin haber visto a Jesús. Sólo lo poco que ha visto en el sepulcro le permite entender lo que anunciaban las Escrituras: que Jesús no sería vencido por la muerte.

Cuantas veces nosotros al constatar que las cosas no son razonables, sobreviene la crisis, cae ese mundo, que creíamos controlado y Cristo desaparece... Entonces pedimos ayuda, y Pedro y Juan comienzan a correr... ¿Será posible que Jesús no esté allí donde lo habíamos dejado debajo de una pesada piedra para que no escapara?.

La lección del Evangelio es clara: sólo el amor puede hacernos ver a Jesús en su nueva dimensión; sólo quien primero acepta su camino de renuncia y de entrega, puede compartir su vida nueva.

Inútil es, como Pedro, investigar, hurgar entre los lienzos, buscar explicaciones. La fe en la Pascua es una experiencia sólo accesible a quienes escuchan el Evangelio del amor y lo llevan a la práctica.

San Juan, el discípulo «a quien Jesús amaba», el que había estado a los pies de la cruz en el momento en que todos abandonaron al maestro, el que vio cómo de su corazón salía sangre y agua, el que recibió a María como madre..., el Juan que compartió el dolor de Cristo, «vio y creyó». Intuyó lo que había pasado porque el amor lo había abierto más al pensamiento de Jesús. Pedro siempre había resistido a la cruz y al camino de la humillación; el orgullo lo había obcecado y no se decidía a romper sus esquemas galileos. Pero tiempo más tarde, cuando junto al lago de Genesaret Jesús le exija el triple testimonio de amor: "¿Me amas más que éstos?", y le proponga seguirlo por el mismo derrotero que conduce a la cruz, entonces Pedro será recuperado y no solamente creerá, sino que -como hemos leído en la primera lectura- dará testimonio de ese Cristo resucitado que "había comido y bebido con él después de la resurrección".

Estamos, como la Magdalena, confusos y llorosos, mirando con miedo el vacío de una tumba. Ese vacío interior que a veces nos invade: cansancio de vivir, acciones sin sentido, rutina. El vacío que se nos produce cuando estamos en crisis y los esquemas antiguos ya no tienen respuesta; cuando sentimos que tal acontecimiento o nueva doctrina nos quita eso seguro a lo que estábamos aferrados.

Miremos nuestra, en ella que predomina ¿las actitudes de Juan? o ¿ las actitudes de Pedro?

Creer en la resurrección de Cristo es mucho más que afirmar que él fue sacado por Dios de la tumba; es reconocer que el proyecto de Dios se realiza en cada hombre, ahora sólo entre luchas y como primicias, mañana como total realidad. Por esto, la resurrección es la garantía de nuestro sentido de trascendencia. Los cristianos creemos --o debiéramos creer, por lo menos- que si hoy reina en el mundo la opresión bajo variadas formas, si nuestra historia se rige por la ley del más fuerte o astuto, si el odio y la ambición funcionan como motores de muchas gestas humanas, también estamos convencidos de que esa triste realidad puede cambiar y debe cambiar, no sólo relativamente sino absolutamente.

En síntesis: la palabra o el concepto de «resurrección» pretende significar que el Reino triunfa sobre el mundo tenebroso. El triunfo del Reino es la victoria de la vida en cuanto tal, la victoria sobre las limitaciones humanas, sobre los conflictos que prostituyen al hombre, sobre los obstáculos que se oponen a una liberación plena. Subrayamos la palabra «plena» porque el Reino de por sí, por ser de Dios, es plenitud de vida. En Cristo está esa plenitud, por eso él es nuestra plenitud, y en él vemos como anticipadamente cuál es la última intención de Dios sobre el hombre.

Aunque en los domingos del tiempo pascual vamos a tener la oportunidad de reflexionar más detenidamente sobre este tema-, es importante que hoy tomemos conciencia de que una Pascua que no suponga la renovación de la comunidad es una pascua vacía. Es cierto que el empuje de una comunidad no puede ser constante y supone sus altibajos; por eso cada año surge la Pascua, cíclicamente, como una llamada a despertar y revitalizar lo que se ha transformado con el tiempo en rutina, tedio, cansancio, aburrimiento e indiferencia.

Vivir esta Pascua supone, por ejemplo, el esfuerzo por cambiar, por pensar de nuevo las cosas como si hoy mismo comenzáramos a hacerlas, como si todo lo ya hecho fuese sólo un peldaño en el ascenso hacia el Reino, plenitud de la vida.

La Pascua nos urge a profundizar en el significado de los textos bíblicos -tal como hace Jesús con los discípulos de Emaús- para aprender a ver con nuevos ojos cosas que antes no veíamos o veíamos de un modo imperfecto.

La Pascua no exige hoy preguntarnos por la marcha de esta comunidad, para ver si todo lo que se hace en ella está orientado al proyecto de Cristo, para encontrar los motivos de ciertos fracasos o para revisar por qué cierto esfuerzo no logra sus objetivos. Es inútil que hoy digamos celebrar la Pascua si la vida de nuestra comunidad no acusa cambio positivo alguno, si todo sigue con el mismo ritmo de inercia. Cierta quietud y perezosa estabilidad de nuestras comunidades suenan más a sábado que a domingo de Pascua.

El mejor testimonio de la resurrección de Jesús no son los textos bíblicos sino la renovación de la Iglesia, su constante rejuvenecimiento, su permanente búsqueda, su incansable acción.

Meditemos sobre estas lecturas y esperemos la gloria de Jesús que un día llegará a nosotros mismos, a nuestros cuerpos el día de la Resurrección de todos, pero mientras tanto la vida de resucitados esta llamada a hacerse presente en nuestro caminar y además a dar testimonio de la misma.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

 



[1] San  Agustin, Enarrationes in psalmos, 117, 1.

[2] San  Agustín. Enarrationes in psalmos, 117, 10-12.

[3] F. Arocena, Orationes super psalmos e ritu Hispano-Mozarabico, Toleti 1993, pp. 96 y 198: 'O Domine, salvos nos fac, et bona in te sperantibus prosperare; ut qui iacenti mundo in tenebris illuxisti, diem solemnem hunc frequentatione nostra tribuas peragi; quo et oculi nostri firmentur in luce tua, et possideat nos a te claritas patefacta. Per Christum Dominum nostrum. Amen',

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