Hoy
celebramos la Solemnidad de Jesucristo,
Rey del Universo.
Jesús nos manifiesta que la única manera de ser un auténtico Rey es poniéndose al servicio de los demás. Esto es una novedad absoluta , como también lo fue en los tiempos que Jesús. Y eso le llevó a la muerte en la cruz, que Él convirtió en trono de amor y de misericordia. Jesús , nos recuerda que cada uno de nosotros podemos convertirnos en verdaderos ciudadanos de su Reino, si nos ponemos al servicio del prójimo, sobre todo de aquellos más débiles y pobres.
Esta fiesta de “Jesucristo Rey del Universo” fue instituida el 11 de diciembre de 1925 por el Papa Pío XI, lo hizo con la intención de que en este día todos los Estados de la tierra declarasen oficial y públicamente que Jesucristo era el verdadero rey del universo. Nosotros, los cristianos, hoy, al celebrar esta fiesta tenemos un propósito más humilde, tratamos de hacer todo lo posible para que Jesucristo sea realmente el verdadero rey de nuestros corazones . Queremos que el reino de Dios se establezca en nuestra tierra y queremos que este reino sea, con palabras del Prefacio de la misa, un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.
Las
palabras del final del texto evangélico, cierran no sólo el texto de hoy, sino
un ciclo litúrgico que ha tenido en Lucas al guía y al escritor.
El
próximo domingo iniciamos el Adviento y con ello un nuevo ciclo y año
litúrgico, el A.
En el será San Mateo el evangelista de referencia.
La
primera lectura del segundo libro de
Samuel (2 Sm 5,1-3 ) nos cuenta
como los judíos, ungían a sus Reyes en nombre del Señor. David es ungido como
rey de Israel ante todo el pueblo y es un antecedente de la realeza de Jesús,
el Cristo.
La
historia nos narra cómo en combate con los filisteos mueren Saúl y tres hijos
suyos (I Sam. 31). Al enterarse de la noticia, David no se alegra por la muerte
del que le ha causado tantos sinsabores, sino que "agarró sus vestiduras y las rasgó", y sus acompañantes
hicieron lo mismo. Hicieron duelo, lloraron y ayunaron por Saúl y por su hijo
Jonatán, por el pueblo del Señor, por la casa de Israel..." (I Sam. 11, 11
ss).
-David
ha sabido esperar pacientemente. En Hebrón, "los de Judá vinieron a
ungir... a David, rey de Judá..." (2, 4); y tras el asesinato del único
hijo superviviente de Saúl, Isbaal (cap. 4), David es nombrado también rey de
Israel. Así llega a ser el soberano de toda la nación.
El
texto nos narra como todas las tribus de Israel van a Hebrón (v. 1), sus
representantes hacen un pacto con David y le ungen rey de Israel (v. 3).
En
el v. 2 encontramos el motivo de la elección: Describe tres razones.
La
primera es que son "hueso tuyo y
carne tuya", es decir, son parientes.
La
segunda es que ya había ido a la cabeza del ejército de Israel en tiempos del
rey Saúl.
Y
la tercera, que el mismo Señor le había escogido para ser rey de todo el
pueblo.
La
unión en un solo pueblo de todas las tribus descendientes de Jacob fue casi
siempre un deseo más que una realidad. De hecho, prácticamente sólo podemos
hablar de un solo pueblo durante los reinados de David y de su hijo Salomón.
Las
palabras del Señor destacan dos elementos importantes: el pueblo es del Señor
("mi pueblo") y el soberano es su pastor, imagen frecuente para
hablar de la función real. El rey, pues, no es el dueño y señor del pueblo, que
sólo pertenece al Señor, sino que es un instrumento de Dios para que lo
conduzca por el buen camino.
David
y los ancianos de Israel establecen un pacto, una alianza. La unión sella el
pacto y confiere a David la misión real sobre Israel (cf. 1 Samuel 16, 13). Así
David se convierte en rey de todo el pueblo y símbolo de su unidad y pertenencia
al Señor.
El
responsorial es el salmo 121 (Sal
121,1-5 ). Salmo de "peregrinación" en ritmo
gradual, con palabras claves que se repiten. Era el último salmo que los judíos
entonaban en su peregrinación a Jerusalén, cuando la impresionante mole del
Templo se hacía visible ante sus ojos. Muestra la alegría desbordante por
llegar a la Casa del Señor. Igual tiene que ser para nosotros, hoy. Mostremos
nuestra alegría por estar, juntos, en la Casa de Dios.
Los
peregrinos, después de un largo viaje de acercamiento llegan finalmente ante
Jerusalén. Uno de ellos exclama de alegría y admiración. La ciudad ¡qué bella
es! Se siente la sorpresa de un pueblerino o de un nómada pasmado al mirar las
construcciones que forman un todo compacto: casas, calles, palacios, el templo,
todo rodeado de murallas y torres sólidas.
El
tono principal es de alegría. En forma de "inclusión" al principio y
al fin del salmo, la razón profunda de esta alegría: "la Casa del
Señor"... Sí, Yahveh vive en esta ciudad. Junto al nombre de la ciudad
repetido amorosamente, un conjunto de expresiones poéticas y aliteraciones.
Fijémonos
en la expresión: "Invocad la paz
sobre Jerusalén" : la palabra "paz" tiene las mismas consonantes de Jerusalén... Cuando no
utiliza ni "shalom" ni
"Ieruschalaim", dice "allí" adverbio que casualmente tiene
dos de las consonantes de Jerusalén.
En
cuanto a un sentido más profundo, es también de perfecta unidad: Jerusalén, la
capital, hacia la cual convergen caminos de todas partes, de arquitectura
compacta (ciudad construida en la cima de una montaña), ciudad cuyo nombre
significa "paz", es también símbolo de unidad de las tribus
dispersas... La fe en el único Dios cuya gloria habita en el Templo, es el
fundamento de esta comunidad fraternal.
Jerusalén
es el corazón del judaísmo, centro de su pensamiento y de sus cantos, a quien
los grandes poetas hebreos de todos los tiempos han dedicado sus más inspirados
poemas.
En todo tiempo
Jerusalén ha sido la capital del mundo judío: en tiempo de David y de los
reyes, en tiempo de Esdras y Nehemías después del exilio, en tiempo de los
Macabeos y en la época del Nuevo Testamento. Y en los 2000 años de Diáspora,
después de su destrucción en el año 70, Jerusalén ha sido siempre el centro
espiritual de su vida, la capital de su destino, como lo es actualmente en el
moderno estado de Israel.
El
salmo 121 canta la emoción de la ida a Jerusalén y las excelencias de la
ciudad. Tiene una estructura sencilla que se puede presentar así:
a)
Anuncio de la ida a Jerusalén y alegría (vv. 1-2)
b)
Elogio de la ciudad: de su templo e instituciones (3-5).
c)
Augurios de paz y de felicidad (6-9).
a)
Anuncio de la ida a Jerusalén y alegría (vv. 1-2)
La
frase inicial expresa todo el júbilo y entusiasmo que produce el anuncio de la
próxima subida a Jerusalén. Es una alegría desbordante de un deseo vivísimo que
se ve cumplido: subir en peregrinación a la ciudad de Jerusalén, en compañía de
otros muchos peregrinos con quienes se comparte la misma ilusión, el mismo
sentir, la misma fe.
El
salmista, en su imaginación, se ve en la ciudad santa, en la casa de Yahvé. La
expresión "en tus puertas" es una frase poética en una figura
literaria que se llama sinécdoque, y que consiste en decir una parte por el
todo; aquí las puertas equivalen a la ciudad toda de Jerusalén, como si dijera:
"Ya están nuestros pies en la ciudad". En Jerusalén está la casa del
Señor, el templo de Salomón, luego reconstruido por Ageo y más tarde por el rey
Herodes, y el templo era el orgullo del pueblo judío, el mismo corazón de su fe
que encerraba tantos y tantos recuerdos de su historia y de su religión. Por
esto, poder estar en Jerusalén y visitar el templo era una gracia que llenaba
de alegría y gratitud.
b)
Elogio de la ciudad: de su templo e instituciones (3-5)
Para
los peregrinos el impacto de Jerusalén y de su templo era grande: venir de un
pueblo insignificante o lejano y encontrarse con una ciudad grande, rodeada de
murallas y de torres, con sus calles y plazas, con sus palacios, y descollando
sobre todo ello, el gran templo donde palpitaba la fe y la religiosidad de
Israel: todo ello producía una impresión inolvidable, reafirmaba la fe y hacía
sentirse más hebreos a los hijos de Israel.
El
salmista evoca todo esto, lo admira, se siente feliz de estar en Jerusalén, tan
grande, tan hermosa, tan bien construida con sus edificaciones seculares llenas
de recuerdos y de gloria.
Luego
pondera las instituciones de la ciudad: los tribunales de justicia: de
Jerusalén parte el orden, la paz, la rectitud. De Jerusalén vienen las leyes, las
normas y ordenaciones para todo el pueblo, para que todos puedan gozar de paz y
de prosperidad. En el mundo antiguo, donde imperaba tantas veces la ley del
desierto, era confortante encontrar una garantía de justicia y de seguridad. Y
todo esto lo daba Jerusalén, en el palacio de David estaba el recto juicio para
todo, los sabios y los jueces del pueblo para ayudarlo y defenderlo.
Esta
ciudad --recuerda san Gregorio Magno en las «Homilías sobre Ezequiel»-- «erige
su gran edificio con las costumbres de los santos. En una casa una piedra
sostiene la otra, pues se pone una piedra sobre otra, y quien sostiene a otro a
su vez es sostenido por otro. De este modo, precisamente de este modo, en la
santa Iglesia cada quien sostiene y es sostenido. Los más cercanos se sostienen
mutuamente y a través de ellos se erige el edificio de la caridad. Por este
motivo, Pablo advierte: "Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y
cumplid así la ley de Cristo" (Gálatas 6, 2). Subrayando la fuerza de esta
ley, dice: "La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud" (Romanos
13,10). Si no me esfuerzo por aceptaros como sois, y si vosotros no os
esforzáis por aceptarme como soy, no se puede levantar el edificio de la
caridad entre nosotros, que estamos ligados por amor recíproco y paciente». Y
para completar la imagen, no hay que olvidar que «hay un cimiento que soporta
todo el peso de la construcción, nuestro Redentor, quien por sí solo sostiene
en su conjunto las costumbres de todos nosotros. El apóstol dice de él:
"nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1
Corintios 3, 11). El fundamento sostiene las piedras pero no es sostenido por
las piedras; es decir, nuestro Redentor carga con el peso de nuestras culpas,
pero en él no ha habido ninguna culpa que soportar» (2,1,5: «Obras de Gregorio
Magno» --«Opere di Gregorio Magno»--, III/2, Roma 1993, pp. 27.29).
La segunda lectura
de la carta a los colosenses (Col
1,12-20 )
.El himno de Colosenses ofrece una visión del Reino de Cristo más conforme con
la profunda realidad de tal reino que cualquiera de las imaginaciones que puede
sugerirnos el título de Cristo Rey, del cual se ha hecho tanto uso y abuso en
tiempos antiguos como recientes.
Los
colosenses tenían su filosofía (la gnosis): imaginaban la energía divina (la
plenitud) extendiéndose gradualmente entre los ángeles, el hombre y la materia.
Incluso concedía a Cristo un lugar dentro de esta jerarquía. Pero Pablo
reacciona vivamente contra esta anexión de Cristo por una filosofía, y desde el
propio vocabulario de la misma pone de relieve el puesto único de Cristo.
San
Pablo resume en tres puntos la obra salvadora de Dios en Cristo:
Dios
nos ha hecho participar graciosamente de la herencia que había preparado para
su pueblo santo, nos ha sacado del dominio de las tinieblas y trasladado al
reino de su Hijo, y nos ha concedido el perdón por la sangre de Cristo.
Por
eso es justo y necesario dar gracias a Dios, al Padre, por medio de Jesucristo.
Vale la pena hacer notar que San Pablo se sirve de categorías del éxodo cuando
hace esta memoria de la salvación de Dios en Jesucristo: herencia (=tierra
prometida), pueblo santo, dominio de las tinieblas o esclavitud, traslación al
reino, redención por la sangre (del Cordero de Dios, Jesucristo es nuestra
Pascua).
San
Pablo anuncia el evangelio de la liberación de todos los pecados y de cuanto
esclaviza al hombre interna y externamente.
San
Pablo nos presenta aquí una síntesis de toda su cristología.
El
"Dios invisible" es el
Padre. Jesús es la "imagen del Padre"; por eso quien ve a Jesús, ve
también al Padre (cfr. Jn 14, 9). Sólo por Jesús y en Jesús tenemos acceso al
conocimiento del Dios invisible, del Dios vivo, que no es el Dios de la
filosofía sino el Dios de la vida y de la historia, el Dios de Abrahán, de
Isaac y de Jacob.
"Primogénito", pues no ha sido creado
sino engendrado por el Padre:
"Primogénito",
porque es el heredero de todas las promesas y el primero entre muchos hermanos.
"Primogénito"
también porque es anterior a todo cuanto por él ha sido creado. Como Hijo de
Dios, Jesús es de la misma naturaleza que el Padre.
Todo ha sido creado con la
mediación del "Hijo querido del Padre". Lo visible y lo invisible, lo
terrestre y lo celeste es por él y para él. Con estas afirmaciones, San Pablo
sale al paso de algunas desviaciones doctrinales que disminuían la persona y la
obra de Cristo en el universo. Uno de los errores principales que quiere
combatir San Pablo, es una especie de culto que se tributaba a los elementos
fundamentales del cosmos (el agua, la tierra, el fuego y el aire) que se creían
animados por espíritus celestes e invisibles. San Pablo afirma claramente que
nada ni nadie está por encima de Cristo, el Señor.
Cristo, por quien y para quien
todo ha sido creado, es también el que todo lo conserva y lo salva.
El universo, alejado de Dios
por el pecado del hombre, estaba a punto de perecer definitivamente ante la
amenaza de la muerte. Pero el Hijo de Dios se hace hombre para llevar a cabo
una restauración universal, mejor, una recreación. Para ello Cristo se ha
constituido en cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo y el sacramento eficaz o
señal de esta segunda creación. De Cristo procede ahora la nueva vida, él es el
principio supremo de un nuevo orden. El es el primero que ha resucitado de
entre los muertos y el principio de toda regeneración.
"Residiera toda la plenitud", esto es, la plenitud divina. Toda
la riqueza inestimable de la divinidad que los falsos maestros suponían
repartida entre los espíritus y potestades celestes, Pablo la ve concentrada en
Cristo, que es el único Señor. Sin Cristo no es posible la salvación de los
hombres y del universo.
Pero en Cristo ha querido el
Padre reconciliar consigo y salvar así todos los seres. Cristo ha muerto para
que todos y todo tenga vida, en su sangre se alcanza aquella paz universal y
aquella reconciliación sin la que es imposible la existencia. Judíos y gentiles
son llamados en Cristo para formar un solo pueblo; el cielo y la tierra, todas
las criaturas, están ahora en dolores de parto hasta que se manifieste la
salvación universal operada por Dios en la sangre de Cristo.
San
Juan Pablo II comenta así este texto: " En él sobresale la figura gloriosa de Cristo, corazón de la liturgia y
centro de toda la vida eclesial. Ahora bien, muy pronto el horizonte del himno
se amplía a toda la creación y a la redención, abarcando a todo ser creado y a
toda la historia.
En este canto se puede percibir el
ambiente de fe y de oración de la antigua comunidad cristiana y el apóstol
recoge su voz y testimonio, imprimiendo al mismo tiempo al himno su impronta.
2. Después de una introducción en la
que se da gracias al Padre por la redención (Cf- versículos 12-14), el cántico,
que la Liturgia de las Vísperas presenta cada semana, se articula en dos
estrofas. La primera celebra a Cristo como «primogénito de toda criatura», es
decir, ha sido generado antes de todo ser, afirmando así su eternidad que
trasciende el espacio y el tiempo (Cf. versículos 15-18a). Él es la «imagen»,
el «icono» de Dios que permanece invisible en su misterio. Ésta fue la
experiencia de Moisés, quien en su ardiente deseo de contemplar la realidad
personal de Dios, escuchó esta respuesta: «Mi rostro no podrás verlo, porque no
puede verme el hombre y seguir viviendo» (Éxodo 33, 20; Cf. Juan 14, 8-9).
Por el contrario, el rostro del Padre
creador del universo se hace accesible en Cristo, artífice de la realidad
creada: «por medio de Él fueron creadas todas las cosas… y todo se mantiene en
Él» (Colosenses 1, 16-17). Cristo, por tanto, por un lado es superior a las
realidades creadas, pero por otro, está involucrado en su creación. Por este
motivo, puede ser visto como «imagen del Dios invisible», cercano a nosotros a
través del acto creativo.
3. La alabanza en honor de Cristo
avanza, en la segunda estrofa (Cf. versículos 18b-20), hacia otro horizonte: el
de la salvación, la redención, la regeneración de la humanidad creada por Él,
pero que al pecar había caído en la muerte.
Ahora la «plenitud» de gracia y de
Espíritu Santo que el Padre ha dado al Hijo permite el que, al morir y
resucitar, pueda comunicarnos una nueva vida (Cf. versículos 19-20).
4. Él es celebrado, por tanto, como
«el primogénito de entre los muertos» (1,18b). Con su «plenitud» divina, pero
también con su sangre derramada en la cruz, Cristo «reconcilia» y «hace la paz»
entre todas las realidades, celestes y terrestres. De este modo les restituye
su situación originaria, recreando la armonía primigenia, querida por Dios
según su proyecto de amor y de vida. Creación y redención están, por tanto,
ligadas entre sí como etapas de una misma historia de salvación.
5. Como de costumbre, dejamos ahora
espacio a la meditación de los grandes maestros de la fe, los Padres de la
Iglesia. Uno de ellos nos guiará en la reflexión sobre la obra redentora
realizada por Cristo con su sangre.
Al comentar nuestro himno, san Juan
Damasceno, en el «Comentario a las cartas de san Pablo» que se le atribuye,
escribe: «san Pablo habla de la “sangre por la que hemos recibido la redención”
(Efesios 1, 7). Se nos da como rescate la sangre del Señor, que lleva a los
prisioneros de la muerte a la vida. Los que estaban sometidos al reino de la
muerte sólo podían liberarse a través de Aquél que se hizo partícipe con
nosotros de la muerte… Con su venida, hemos conocido la naturaleza de Dios que
existía antes de su venida. De hecho, es obra de Dios el haber extinguido la
muerte, restituido la vida y reconducido a Dios al mundo. Por ello, dice: “Él
es imagen de Dios invisible” (Colosenses 1, 15), para manifestar que es Dios,
aunque no es el Padre, sino la imagen del Padre, y tiene su misma identidad, si
bien no es Él» («Los libros de la Biblia interpretados por la gran tradición»
--«I libri della Bibbia interpretati dalla grande tradizione»--, Bolonia 2000,
pp. 18.23)".
(San Juan Pablo II. Cristo, «imagen del Dios invisible». Comentario al cántico de san
Pablo del inicio de la carta a los Colosenses. Miércoles, 24 noviembre 2004).
El evangelio de san Lucas (Lc 23,35-43 ). Es un
fragmento que nos narra la crucifixión de Jesús, está lleno de símbolos de realeza. Es como si
nos quisiera decir que la Cruz es el auténtico trono de Cristo Rey. El rótulo
que puso Pilato habla del Rey de los judíos. una escena: tres malhechores
ajusticiados. La cruz del centro es la de Jesús. El texto lo ha trabajado Lucas
como una observación de la escena por distintos grupos de personas.
Es
una secuencia de actitudes ante Jesús crucificado. En primer lugar está el
pueblo (v. 35a). "El pueblo, en pie,
presenciaba la escena".
Siguen
las autoridades religiosas (v. 35b). Su actitud es calificada de comentario con
sorna. Cuestionan a Jesús como el Enviado de Dios.
En
tercer lugar Lucas hace pasar a los soldados romanos encargados de la ejecución
(vv. 36-37). Su actitud es descrita como actuación burlona. Cuestionan a Jesús
como rey.
San
Lucas aprovecha este momento para dar cuenta del delito por el que Jesús ha
sido condenado a muerte: "Este es el
rey de los judíos" (v.38). Por
última y cerrando la serie de presencias, Lucas se fija en los propios
malhechores que flanquean desde sus cruces a Jesús (vs. 39-43). Es la secuencia
más larga. Inicialmente corre paralela a la de las autoridades y los soldados.
La actitud del primero de los malhechores es calificada de insultante. Como las
autoridades, también él cuestiona a Jesús como Mesías. Pero el signo de las
actitudes se rompe con el segundo de los malhechores. Tras reconocer la
justicia de su castigo y la injusticia del de Jesús, se dirige a éste
solicitando un recuerdo cuando llegue a su reino. Las palabras de Jesús cierran
el texto: Hoy estarás conmigo en el paraíso.
San
Lucas, nos ha ido llevando y haciendo
descubrir a lo largo del año valores y actitudes del Reino de Dios. Lo ha hecho
en gran parte desde los marginados, los desechados. Pastores, mujeres, hijos
pródigos, publicanos, prostitutas, samaritanos. Ellos han sido artífices de los
hechos que se han verificado entre nosotros (cfr. Lc. 1, 1). Un día cualquiera
de su vida se encontraban con Jesús. Este no los enjuiciaba ni los sermoneaba.
Sencillamente estaba al lado de ellos. Pero algo descubrían en él que los
impulsaba al cambio. Y por propia iniciativa salían de su desafortunada vida
para vivir la de Jesús, la de su reino.
En
el texto vuelve a haber uno de esos encuentros, propiciado por la Ley del Estado, la misma para ambos
malhechores. Pero uno de los malhechores
junto a Jesús grita lo injusto de esa ley en el caso de Jesús: "Este no ha hecho nada censurable".
Pero es sólo el grito de un malhechor. ¿Qué había descubierto realmente en
Jesús? Tampoco esta vez nos lo dice San Lucas, pues, no es él un escritor de
interioridades o de estudios psicológicos. Simplemente señala una situación que
es una constante en su Evangelio: un desechado descubre a Jesús, algo en él que
le impone, le impresiona, le cambia.
Para nuestra vida.
En este domingo acaba el Ciclo litúrgico C. El ciclo acaba con la Solemnidad de Cristo Rey. El Reino de Dios es :
servicio, entrega, generosidad, comprensión. No siempre, el servicio a Cristo,
pasa por el aplauso del mundo. Jesús Rey es una figura atípica: manda sirviendo
y sirve orientando.
En
esta fiesta de Cristo Rey se nos presenta a Cristo como el centro de la vida de
la Iglesia. En Él, por Él y para Él van encaminados nuestros desvelos y –sobre
todo- el esfuerzo evangelizador para que, su Evangelio, sea tomado en cuenta a
la hora de reconducir este mundo un tanto despistado o perdido.
Para
entender el señorío de Jesús, en este día de Cristo Rey, es necesario
contemplarlo en la cruz. Ella nos aclara las principales coordenadas de
la forma de ser, pensar y actuar de Jesús: amor a su pueblo cumpliendo la
voluntad de Dios.
San
Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, en el "episodio"
del "Rey Temporal y el Rey Eternal" lo define muy bien. Viene a decir
que si nosotros somos capaces de apoyo total a un rey de este mundo que quiere
instituir lo que todos queremos y guardamos una relación de identidad con sus
postulados, sus vestidos, sus trabajos, sus sufrimientos, etc.; mucho más
tendríamos que apoyar a un Rey Eterno que busca nuestra salvación y nuestra
felicidad, que constituyen –sin duda—uno de los mayores anhelos.
En la primera lectura aparece ya la
realeza por elección divina en la persona de David. A la muerte
del rey Saúl la guerra se enciende en los campos de las tribus de Jacob. Unos
se inclinan por David, otros por Isbaal[1], el
hijo de Saúl. Pero la suerte estaba echada desde hacía tiempo. Dios había
ungido a David por medio de Samuel. Entonces era un chiquillo, pero ahora es un
guerrero con experiencia, un hombre curtido por la lucha, prudente y temeroso
de Yahveh. Después de algunas escaramuzas, triunfa la causa de David. Y todas
las tribus vinieron a Hebrón para proclamar al nuevo rey del pueblo escogido.
Aclamación unánime y entrega sin condiciones.
A
David el Señor "lo sacó de los
apriscos del rebaño..., lo llevó a pastorear a su pueblo..." (Sal. 78,
70 ss). Su misión no consistió en dominar por la fuerza, sino en orientar,
cuidar, preocuparse y ser servidor de su pueblo.
El salmo de hoy, es uno de los
graduales más conocidos y cantados: "Qué alegría cuando me
dijeron...".
Expresa la alegría y la emoción que llenaba el corazón de todo israelita cuando
subía en peregrinación a la ciudad santa de Jerusalén y a su templo.
EL
salmo nos hace comprender lo que representaba para los judíos ir a Jerusalén,
contemplar su templo, estar unos días en la ciudad, capital de su nación.
Hermosa
la referencia a la Paz. Aspiración universal a la paz, a la alegría, a la
felicidad. También en el mundo actual, la humanidad entera toma conciencia cada
vez más de su unidad profunda, de sus dependencias mutuas. Pero al mismo
tiempo, los particularismos y las oposiciones se exacerban. Señor, que la
humanidad entera llegue a ser "como una ciudad en que todo se
sostiene..." que las tribus..., las razas, las culturas "suban y
converjan" las unas hacia las otras... que la paz reine sobre la ¡tierra!.
Alegría:
iremos a la ¡Casa del Señor! La experiencia de la peregrinación que entonces se
hacía a pie, debía tener un profundo sentido simbólico: partir de casa, ponerse
en marcha, afrontar los peligros y la fatiga de un largo viaje, contar los
días, tener la mente fija en la meta lejana, que día a día se acerca... Mirar
finalmente la colina, ¡largamente deseada! Es ésta la parábola de la condici6n
humana, en marcha hacia la "Casa de Dios". ¿Estamos realmente en
marcha hacia Dios? ¿Concebimos nuestra vida como algo que avanza, que avanza
hacia una meta, hacia alguien?
Desde
el salmo vemos la relación: ¡David! - ¡Jesucristo! - ¡Cristo Rey!. En el
momento en que los judíos oraban con este salmo, la "Casa de David" ya no estaba ya
en el trono.¿ Cómo podían decir?: "en ella están los tribunales de
justicia, los tribunales de la casa real de David". Estas palabras
significaban la esperanza y el deseo de un "Mesías", descendiente de
David según la promesa (2 Samuel 7,1-17). Sabemos que ya vino "el príncipe
de la paz", Jesús. Podemos recitar este salmo pensando en aquel que vino a
realizar la "Nueva Alianza".
La
segunda lectura nos presenta una vez más el himno de Colosenses. Las
características de ese himno en relación con la fiesta de hoy es que la función
descrita y comentada en estas líneas recibe el nombre de "reino de su Hijo
querido". Es decir, en la visión de la tradición paulina, el Reino de
Cristo no es exactamente el dominio que compete a Dios por su creación y
conservación del mundo material y humano, sino la participación de Cristo en la
misma realidad humana y cósmica para hacer que desde el comienzo sea algo
divino.
Es
un reino desde dentro de la realidad y no desde fuera. El Reino es el estado de
la humanidad que Cristo le ha conferido para tomar parte en ella. En otras
palabras, el que el hombre haya sido pensado y realizado como hijo de Dios y
que el mundo también participe de esa condición y sea portador del Reino, lugar
donde se realiza, porque toda la realidad ha sido tocada por Cristo.
Lo
principal, pues, del Reino en esta visión es que el mundo, la historia, el
hombre en todas sus circunstancias -menos el pecado- es revelación y presencia
de Dios, porque es Reino de su Hijo, y es allí donde le podemos encontrar. No
hay que buscarlo fuera de aquí, sino en su misma entraña.
"Él
quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz". Este es el
destino de todos los discípulos de Cristo, de todos los cristianos: ser
reconciliadores de todos los seres con los que vivimos, ser siempre sembradores
de paz, aunque para conseguir esta paz tengamos muchas veces que dejar jirones
de nuestra propia sangre en la lucha contra el desamor y contra el mal. No
olvidemos que nuestro jefe, nuestro rey, murió en la batalla contra el pecado y
contra la muerte, pero Dios lo resucitó y desde siempre y para siempre vive y
vivirá junto al Padre. Este es también nuestro destino, un destino difícil,
pero glorioso, como el de nuestro rey, Jesús.
Lo
que nos dice lo hemos oído muchas veces, forman parte de un Himno habitual en
la liturgia eucarística y en la de las horas. Nos llevan al Reino del Hijo
querido de Dios.
El
evangelio , hoy describe el final, la
meta del camino de Jesús. La escena se desarrolla en el lugar llamado la
Calavera, donde Jesús y dos criminales han sido crucificados. En la
descripción de la escena San Lucas procede por acumulación de datos: el pueblo;
a él se añaden las autoridades; a éstas, los soldados, y a éstos, por último,
un letrero sobre la cabeza de Jesús. La traducción litúrgica no ha reflejado
adecuadamente esta acumulación y gradación de datos. El conjunto resultante es
un inmenso sarcasmo. ¡Valiente Mesías y Rey! La segunda parte del texto se
desarrolla arriba, en las cruces. Tampoco allí reina el silencio, aunque en
esta ocasión las palabras no sean irónicas, pues los dos criminales gritan
desde su situación de condenados. Los dos, sin embargo, la vivencian de
diferente manera: con despecho y amargura uno, con reconocimiento y esperanza
el otro. Y así, en medio del griterío, surge el único diálogo sobre un
malhechor y un rey. Por enésima vez en el Evangelio de Lucas un marginado (nadie
lo es más que un condenado) se convierte en vehículo de enseñanza para el
cristiano.
Desde
la cruz, Cristo nos enseña que –el camino del servicio, del amor y de la
entrega- es la mejor forma de ascender un día hasta su presencia. ¿Nos gusta
ese trono en forma de cruz? ¿Queremos reinar con Él?
El
Reino de Cristo es uno de nuestros
profundos anhelos . Para algunos, llevados de ciertas interpretaciones más
parecidas a los anhelos de los antiguos judíos, creen que este reino es posible
en este mundo. Para otros, quitándole fuerza, lo sitúan como una entelequia
simbólica o abstracta de imposible concreción. Pero Jesús nos precisa que el
Reino está cerca y además vive dentro de nosotros. Entonces, ese reino es una
forma de vida, una fórmula de amor y una entrega a los hermanos, mientras que
amamos a Dios sobre todas las cosas. Está claro que años, además, hemos
aprendido que es un Reino de paz, misericordia y perdón.
Jesús
resucitado nos ofrece una relación personal, una amistad personal, pero, al
mismo tiempo, me invita a dar una respuesta personal. Él tiene para cada uno un
proyecto personal, una misión concreta e intransferible con la que he de servir
al Reino de Dios, a la construcción de una Iglesia y una sociedad fraternas. No
hay verdadera respuesta a su amistad sin prestar la colaboración que él nos
pide para el crecimiento de su Reino.
Reconocer
el señorío significa, en primer lugar, estar dispuesto a realizar su voluntad
sobre nosotros, sobre nuestra familia, sobre nuestra comunidad.
La
voluntad del Señor Jesús no es algo negativo: "No hagas el mal"... Ni
algo genérico: "Cumple con lo prescrito"... No. Se trata de poner
todo nuestro ser y nuestro tiempo a disposición del Señor y al servicio de la
misión que nos ha confiado. Esto es lo que hace Pablo al convertirse:
"Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch 22,10). Es lo mismo que dirá
Teresa de Jesús: "Vuestra soy, para
Vos nací, ¿qué mandáis hacer de mi?". No sólo qué mandas hacer a
todos, sino a mí específicamente. Es lo que hace todo empleado al comenzar la
tarea de cada día. Espera las consignas del encargado; pregunta: ¿qué tengo que
hacer hoy?, ¿cómo quieres que haga? Esto significa que no sólo unos ratos, ni
sólo unos ritos, sino toda la vida ha de estar al servicio del Señor.
Queremos,
que Jesucristo reine en el mundo, pero no al estilo de los reyes que gobiernan
los Estados del mundo. Fue el mismo Jesucristo el que nos dijo que su reino no
era de este mundo, porque él no había venido a gobernar la tierra al estilo de
los reyes del mundo. En el prefacio de la misa de hoy se nos dice que el reino
de Jesucristo es un reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la
gracia, de la justicia, del amor y de la paz. Desgraciadamente, los reinos de
este mundo no son así. En el mundo en el que nosotros vivimos triunfa muchas
veces la injusticia, la mentira, la guerra y el desamor. Yo creo que el buen
ladrón intuyó esto con claridad, cuando en el último momento, desde su cruz
cercana, vio la mirada llena de amor y de perdón de aquel compañero al que
llamaban Jesús. Este compañero, Jesús, estaba muriendo como víctima de la
injusticia del mundo, pero era consciente de que moría por amor al mundo, para
salvar al mundo de la injusticia. Este buen ladrón, arrepentido, quería
abandonar el reino de pecado, desamor e injusticia en el que él había vivido
hasta entonces, y quería de verdad morir en ese reino de amor, de santidad y de
gracia que predicaba su compañero Jesús. Por eso, arrepentido y lleno de
confianza, se atrevió a exclamar: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu
reino”.
Reconocer
el señorío de Jesús no consiste sólo en hacer lo que Dios manda, sino lo que
Dios quiere: dejar que Dios haga su voluntad en nuestra vida. Forma parte del
Reino de Jesús, trabaja por él, quien tiene su espíritu y actúa "como
él" actuaba. "Yo hago siempre
lo que agrada a mi Padre" (Jn 8,29), testifica.
Aquí
está el secreto para saber si somos hijos en la casa del Padre o criados
egoístas e interesados. "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch 22,10),
pregunta Pablo en el momento de su conversión. No pregunta: "¿qué
mandas?", sino ¿qué quieres?
Estar
convertido, reconocer de verdad a Jesús como el Señor de nuestra vida personal,
familiar y comunitaria, consiste en poner toda nuestra alegría en complacer a
Dios, como tantas veces recomienda Pablo a los miembros de sus comunidades (1Ts
4,1). Este deseo de "complacer" o "agradar" al Señor ha de
llevarnos a discernir su voluntad a través de las mediaciones de las que se
sirve: la llamada de la comunidad a responsabilizarse de tareas o a colaborar
en trabajos comunitarios, las necesidades apremiantes de nuestro entorno, el
consejo de los compañeros del grupo cristiano, el ejemplo y la generosidad de
otros seguidores de Jesús, los acontecimientos que suponen para nosotros una interpelación,
la preparación y el carisma que cada uno tiene... Todos éstos pueden ser cauces
para reconocer la voluntad del Señor sobre nosotros.
La
disponibilidad para hacer siempre y en todo la voluntad de Dios es la que evita
que se sirva a dos señores (Mt 6,24). "Tú sólo Señor, Jesucristo",
recitamos en el Gloria. No se puede ser militante de dos partidos políticos y
estar con dos líderes opuestos. No se puede servir y honrar a Dios en el templo
y al ídolo de la comodidad, del consumo, de la presunción, del autoritarismo
fuera del templo. Como dice certeramente el dicho castellano, "no se puede
prender una vela a Dios y otra al diablo". Servir sólo al Señor significa
que hacemos todo lo demás inspirados por la fe en Jesús y realizando su voluntad,
trabajando por el Reino.
Ésta
es la tragedia de muchos cristianos que, tal vez sin darse cuenta, reconocen
teóricamente y confiesan a Jesús como el único Señor, pero tienen como
verdadero "señor" de su corazón a algún o algunos ídolos.
Reconocer
el señorío de Jesús, luchar por él, conlleva que sus discípulos realicemos de
verdad su Reino, que creemos un espacio comunitario en el que de verdad se
realice el proyecto de Dios en el que nos reconozcamos y vivamos como hermanos,
hijos de un mismo Padre. Reconocer el señorío de Jesús, ser de verdad miembros
de su Reino, es construir entre todos una sociedad de contraste en la que las
personas sean respetadas como hijos de Dios, en la que todos seamos, de hecho,
no sólo de derecho, iguales, en la que reine el amor mutuo, el servicio, el
respecto a la libertad del otro, la corresponsabilidad, la preocupación
preferencial por los más débiles, pobres y sufrientes. En definitiva, una
sociedad distinta, en la que nadie es anónimo ni es instrumentalizado, sino
ayudado a realizarse como persona y como creyente.
Reconocer
el señorío de Jesús, pertenecer de verdad a su Reino, supone luchar para que la
sociedad, el barrio, nuestro mundo del trabajo... se acerquen cada vez más al
proyecto de Jesús, para que se desarrollen los valores humanos que constituyen
el verdadero Reino, que es, como dice la liturgia, Reino de verdad, de vida, de
justicia, de amor y de paz; en definitiva, que se asemeje lo más posible a ese
espacio celestial que ha de ser la comunidad cristiana.
San
Pedro hace veinte siglos confesó : "¿A
quién vamos a ir, Señor? Sólo tú tienes palabras de vida eterna" (Jn
6,68).
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
[1]
Fue
uno de los cuatro hijos del rey Saúl y su sucesor en el trono sobre una parte
del reino de Israel.
Isbaal tomó el mando bajo la
tutela del general Abn fue uno de los
cuatro hijos del rey Saúl y su sucesor en el trono sobre una parte del reino de
Israel. Isbaal tomó el mando bajo la
tutela del general Abner, después de la derrota y muerte de su padre y sus
hermanos en la batalla del Monte Gilboa. Según 2 Samuel 2, 10, Isbaal tenía
cuarenta años cuando comenzó a reinar (en torno al año 1000 a. C.) y reinó dos
años desde Mahanaim en Transjordania, mientras que la tribu de Judá era
gobernada por David desde Hebrón.
Después
de la derrota y muerte de su padre y sus hermanos en la batalla del Monte
Gilboa. Isbaal tenía cuarenta años cuando comenzó a reinar (en torno al año
1000 a. C.) y reinó dos años desde Mahanaim en Transbordaría, mientras que la
tribu de Judá era gobernada por David desde Hebrón.
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