Hoy
podríamos decir que el hilo conductor tiene un tema reiterativo: la montaña y el ascenso. de la primera
lectura el monte Moria. Años después David escogió el
monte Moria para edificar su palacio y Salomón allí
elevó el templo que lleva su nombre. Si se trata del mismo sitio, estaríamos
refiriéndonos al espacio que ocupaba el santuario y que hoy lo hace la “domo de
la roca” mal llamada mezquita de Omar. Para conseguir una gran explanada donde
acotar el templo central de la Fe hebrea, fue necesario levantar unos grandes
muros que abarcaban la superficie necesaria para albergar todo el complejo de
culto judío.
El
otro monte el Tabor, hoy luce con todo su esplendor.
Del
ascenso cada uno de nosotros vivimos el ascenso al calvario con nuestras
cruces. Revivimos las promesas del tabor a través de la vida litúrgica de la
iglesia, que nos permite tener la Fe de Abraham y la vida plena de Cristo: el
muerto-resucitado.
La primera
lectura (Génesis, 22,
1-2.9-13.15-18), nos presenta el sacrificio de Isaac.
Las
horas que pasarían Abraham y Sara serían realmente terribles. Eso no lo puede
pedir ni Dios. Ni necesita pruebas de este tipo… Pero la historia que cuenta el
Génesis es no sólo hermosa, sino profunda y paradigmática. Se inspira en la
costumbre de ciertas religiones primitivas. Abraham pudo llegar a sentir esa
exigencia. El patriarca, camino del monte, es un modelo de obediencia y de fe.
Abraham con el cuchillo alzado es un paradigma de la fe.
La escena de Abrahán dispuesto a
sacrificar a su propio hijo Isaac, en el monte Moria,
la hemos interpretado siempre como una muestra suprema de la fe de Abrahán y de
su fidelidad y confianza en Dios. Y, junto a esta actitud está la actuación de
Dios que le prometió una larga descendencia por su heroica fidelidad. "Juro por mí mismo --oráculo del Señor--: Por haber
hecho eso, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te bendeciré,
multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena
de la playa. Tus descendientes conquistaran las puertas de las ciudades enemigas.
Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has
obedecido."
Aquí
se ganó de verdad esa paternidad de todos los creyentes. Si hubiese retenido al
hijo, su semilla hubiera terminado agotándose. Al desprenderse de él, se lo
devuelven con una bendición que traspasa los siglos, con una promesa de
infinitud.
El
Salmo de hoy (115). es una expresión de la voluntad de cómo queremos caminar:
"CAMINARÉ
EN LA PRESENCIA DEL SEÑOR, EN EL PAÍS DE LA VIDA".
Señor, yo
soy tu siervo,
siervo tuyo,
hijo de tu esclava:
rompiste mis
cadenas.
Te ofreceré
un sacrificio de alabanza,
invocando tu
nombre, Señor.
Cumpliré al
Señor mis votos,
en presencia
de todo el pueblo;
en el atrio
de la casa del Señor,
en medio de
ti Jerusalén.
En
la segunda lectura (Romanos, 8, 31b-34), San
Pablo nos fortalece con sus palabras testimoniales. Ningún misterio, ningún
desconcierto, ni el dolor ni la muerte, deben hacernos dudar del amor incondicional
de Dios. Quien es capaz de morir literalmente por nosotros tiene derecho a
nuestra confianza. "El que no
perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo
no nos dará todo con Él?". Nuestra ley, nuestra ciencia y nuestra
fuerza, son una persona: Cristo Crucificado. Él es el contenido de nuestra
espiritualidad, de toda nuestra vida.
"Si Dios está con nosotros, ¿quién estará
contra nosotros?". Estas palabras son como un desafío,
un reto audaz que San Pablo lanza a la cara de sus enemigos. Un grito de victoria. "¿Quién nos separará del amor de Cristo? -se pregunta-. ¿La tribulación, la angustia, la
persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada...?".
Y
sin embargo, se siente seguro, tranquilo, sereno, decidido, audaz, y feliz. Él
sabe que vive entregado a la muerte cada día, todo el día. Pero él dice: "En todas estas cosas vencemos por
aquél que nos amó. Porque persuadido estoy de que ni la muerte, ni la vida, ni
poder alguno por grande que sea, podrá separarnos del amor que Dios nos tiene y
que nos ha manifestado en Cristo Jesús".
Toda
esta esperanza se fundamenta en el amor incondicional de Dios, que no perdono
ni a su propio Hijo. "Nadie tiene
amor más grande que aquel que da la vida por el amado". Y Dios entregó
su vida por los hombres. El Padre Eterno no escuchó la súplica del Hijo que
pedía, con lágrimas y sudor de sangre, que pasara su cáliz y dolorosa pasión.
Hoy
el evangelio (Marcos, 9, 2, 10), nos proclama el relato
de la TRANSFIGURACIÓN.-
Jesús
se retira con los más íntimos a la montaña, al Tabor, alta colina que destaca
en las planicies de Galilea, atalaya desde la que se divisa a lo lejos el
reflejo azul del lago de
Genesaret y el valle de Yiztreel. El lugar, invita a
los visitantes a la contemplación: Allí el espíritu se eleva y Dios parece
estar más cerca. Es lugar propicio para la oración, para comunicarse con el
Creador, esplendido en la altura, visible casi en la grandeza majestuosa de los
hondos abismos y de las escarpadas rocas.
La
grandiosidad de la cima del Tabor se llenó con la luz que Cristo irradiaba.
Toda la gloria que se ocultaba tras los velos de la humanidad se dejó ver por
unos instantes. Fue tanto el resplandor de aquella transformación que los
apóstoles quedaron extasiados, como fuera de sí, sin saber con certeza lo que
pasaba. Un gozo inefable les colmaba por dentro, y a Pedro sólo se le ocurre
decir que allí se estaba muy bien, y que lo mejor era hacer tres tiendas. Y no
moverse de aquel lugar. Estaban en la antesala del Cielo, recibían una primicia
de la visión beatífica. El recuerdo de aquello es siempre un estímulo para los
momentos oscuros, cuando la esperanza haya muerto y necesitemos que florezca de
nuevo.
Moisés
y Elías acompañaban a Jesús glorioso y hablaban acerca de su pasión, muerte y
resurrección. La escena narrada, con sus luces y sombras hace entrever el duro
combate que había de librar Jesús , y también su gran victoria sobre la muerte
y el dolor, su definitivo triunfo que alcanzaría a quienes siguieran sus pisos...
La voz del Padre resuena desde la nube: "Este
es mi Hijo amado, escuchadle. El Amado, el Unigénito", la impronta
radiante del Padre Eterno. Con razón se admiraba San Juan del gran amor que
Dios tiene al mundo, cuando por él entregó a su mismo Hijo, aun sabiendo que lo
clavarían en la Cruz. Pero aquella fue la inmolación que nos trajo la salvación
y remisión de nuestros pecados.
¡Hermosas y
sugerentes las enseñanzas de las
lecturas de hoy para nuestra vida!.
En
la primera lectura nos encontramos con la fe ejemplar de Abraham: a Dios no se
le discute ni regatea nada. Es verdad que le pide todo su amor y su esperanza;
pero Isaac, el hijo de la promesa es más de Dios que suyo; y si Dios le ha dado
un hijo en su vejez, puede seguir multiplicando su semilla.
¡Cuantas veces Dios nos pide bastante menos que a Abraham y
nosotros le damos la callada por respuesta, preferimos nuestras efímeras
seguridades terrenales!.
La
lección que queda para nosotros, es clara. debemos ser fieles a Dios, en medio
de las mayores dificultades, pero Dios no quiere que nuestra fidelidad a él
vaya en contra de la vida de ninguna persona inocente. Matar a una persona en
nombre de Dios es una ofensa gravísima a Dios. Esta voluntad del Dios de
Abraham, es plenamente válida, cuando hoy
grupos islámicos apelan a Ala (el mismo Dios de Abraham), para infringir
la muerte.
El
testimonio de San Pablo, nos es de gran valor para nosotros cristianos en el
siglo XXI. Él es consciente de las dificultades que hay en su vida (también en
muchos cristianos, contemporáneos nuestros), de las persecuciones que sufre, de
las calumnias que han propagado contra él, de la incomprensión de los que
podían y debían haberle comprendido. Él sabe que hay muchos que desean su
muerte, está seguro de que terminará sus días en la cárcel, condenado
injustamente a muerte, a una muerte violenta, al martirio.
Ante
los constatados hechos del amor de Dios, constatados por San Pablo, ¿cómo
podemos permanecer insensibles, cómo podemos caminar de espaldas a Dios, cómo
podemos vivir una vida tan mediocre y aburguesada, cómo podemos olvidar a quien
tanto nos ama?.
Del
relato del Evangelio, ¿cómo no escuchar la voz de quien tanto nos amó?, ¿cómo
no atender las palabras de quien murió por salvarnos?. Oír su doctrina luminosa,
escenificada en el Tabor, hacerla vida de nuestra vida. Subir a la montaña
escarpada de nuestros deberes de cada día, grandes o pequeños; escalar con
ilusión los caminos tortuosos de cada día de nuestra vida, con la esperanza
cierta de llegar a la cumbre y contemplar extasiados la gloria del Señor.
La
Transfiguración del Señor fue un momento esplendido, de felicidad plena, pero
¡que pronto llegó la nube!, y los apóstoles tuvieron que bajar a la áspera y
complicada vida de cada día. ¿Es que la visión del Cristo transfigurado no les
sirvió para nada a los apóstoles? Sí, y mucho, pero en clave de esperanza.
Jesús acababa de anunciarles la inminencia de su muerte y del duro camino que
les aguardaba en la subida hacia Jerusalén. Pedro –siempre tan espontáneo y
hasta temerario- le criticó entonces a Jesús duramente. Jesús le dijo entonces
a Pedro que hablaba como Satanás, porque pretendía suprimir el dolor del camino
de su vida. El Tabor definitivo, la resurrección gloriosa, llegaría a su
tiempo, paro antes tendrían aún que subir al monte del Calvario. Y en esa
historia estamos nosotros, creyentes del siglo XXI.
Hoy,
con el evangelio en la mano, podríamos preguntarnos si en algún momento (ante
los amigos, enemigos, cercanos o lejanos) hemos dado firme testimonio de
nuestra fe. O si, tal vez, por miedo al rechazo preferimos esconder la fe.