Comentario a
las lecturas del XI Domingo del Tiempo Ordinario 18 de junio de 2023
Las lecturas de hoy nos hablan de elección o llamado. Igual que en el
Antiguo Testamento Dios eligió a Moisés, en el Nuevo Testamento Jesús, el Hijo
de Dios, llama a los doce. En ambos casos el Señor busca reconstruir un pueblo
que sea testigo de la salvación ante el mundo. El pasaje de la Carta a los
Romanos recuerda la centralidad que tiene Jesucristo en la obra salvadora de
Dios.
Primera Lectura Éxodo
19, 2-6
( v. 3) Moisés subió a Dios: la Shejiná, dentro de la nube . Desde
el campamento en Er Rehab, el punto de su partida, Moisés probablemente pasaría
por Wady Lejah o Wady Shuweib; luego subiendo por la ladera del monte mediante
un ascenso sinuoso, tal vez la ruta que se suele tomar en la actualidad para
escalarlo, llegaría a la amplia plataforma frente al pico más alto del Sinaí.
Se trata de un espacio amplio y abierto, totalmente
aislado de la vista; y mientras se encontraba en esa elevada soledad, fue
convocado por la voz de Yahvé para recibir el modelo de esa teocracia que ahora
iba a establecerse en Israel. Al parecer, para comunicar al pueblo las bases de
la nueva constitución e informar a Yahvé de su aceptación, tuvo que ascender al
monte más de una vez ( Éxodo 19:3 ; Éxodo 19:6 ; Éxodo
19:8 ; Éxodo 19:10 ) en un día; tres días antes de la
promulgación de la ley. Pero era un anciano sano, en plena y vigorosa actividad
tanto de cuerpo como de mente, y estaba a la altura de tal esfuerzo.
Así dirás... El objeto por el cual Moisés subió fue recibir y
transmitir al pueblo el mensaje contenido en estos versículos, cuyo propósito
era un anuncio general de los términos en que Dios iba a llevar a los
israelitas a una relación estrecha y especial consigo mismo. Al negociar de
esta manera entre Dios y su pueblo, el más alto cargo que ningún hombre mortal
ha sido llamado a ocupar, Moisés no era más que un siervo. El único
mediador es Jesucristo.
(v. 4). Vosotros habéis visto... cómo os llevé
sobre las alas de las águilas: una metáfora bellamente
expresiva, utilizada para describir la totalidad de su liberación de las
escenas de peligro, y la rapidez con la que fueron llevados en seguridad
inexpugnable a un nido de águila distante entre las montañas (cf. Deuteronomio
32:11 ).
Este es el prototipo de la imagen empleada en ( Apocalipsis
12:14 ), para simbolizar a la Iglesia cristiana como una mujer llevada al
desierto sobre las alas de una gran águila.
Y os he traído a mí, es decir, a un lugar donde puedan
dedicarse al servicio de Dios.
( v. 5) . Ahora pues, si escucháis mi voz... y
guardáis mi pacto. Dios había concertado un pacto especial con
Abraham, garantizando la promesa de bendiciones espirituales; y si una gran
parte de su posteridad no se aseguraba un interés en esa promesa, la culpa era
suya. No obstante, Dios, por su amor a sus padres, y por muchas razones sabias
e importantes, consideró conveniente permitirles el beneficio de un pacto
externo.
Este nuevo pacto celebrado en el Sinaí no anuló el
antiguo pacto; era intermedio, temporal y nacional; y así como Dios no puede
tener contacto con los pecadores sin sacrificios y sin un Mediador, así este
pacto del Sinaí fue fundado en sacrificios y tenía un Mediador, Moisés .
Y en un pacto externo, típico, que aseguraba la
prosperidad temporal, no era necesario un despliegue tan grande de la santidad
divina como en un pacto que aseguraba un interés en la bondad amorosa especial
de Dios. Por lo tanto, así como un Mediador de menor valor era suficiente para
el primero, un Mediador típico era el más adecuado para un pacto típico.
Entonces seréis un tesoro especial para mí , propiedad, riqueza, de
caagal, para obtener, para adquirir, lo que está cuidadosamente guardado y muy
apreciado.
Así que los israelitas fueron elegidos como objetos
del favor divino, redimidos de la esclavitud y entrenados bajo el cuidado
divino para fines elevados en los que se representa a los cristianos como los
herederos plenos de las bendiciones espirituales típicamente ofrecidas a los
judíos)]. porque toda la tierra es mía. El Señor añadió esto inmediatamente
después de declarar que en el caso de que 'obedecieran su voz y guardaran su
pacto', serían 'un tesoro especial para él', para mostrar que si los
eligió de entre las naciones, para conferirles privilegios especiales y
muestras de su favor, no fue porque los necesitara o pudiera obtener alguna
ventaja de sus servicios; pues como "toda la tierra era suya", en
cualquier otro lugar podría haber establecido su culto; a algún otro pueblo
podría haberle comunicado el conocimiento de su voluntad y su culto.
Por lo tanto, el hecho de que lo hiciera con ellos fue
un acto de pura gracia. Pero la frase "porque toda la tierra es mía"
se usó sin duda también para dar a entender que el significado del pacto que
ahora se hacía con los israelitas no era la introducción de una religión
nacional, o para el culto de una deidad local, sino que estaba diseñado para el
beneficio final de todo el mundo.
(v. 6) Reino de sacerdotes. Puesto que el orden sacerdotal
estaba separado de la masa común, los israelitas, en comparación con otros
pueblos, debían mantener la misma relación cercana con Dios: una comunidad de
soberanos espirituales.
Una nación santa, apartada para preservar el
conocimiento y el culto a Dios. A partir de las funciones sagradas que, entre
otros privilegios, pertenecían a los hijos mayores de las familias, debían ser
perfectamente capaces de formarse una idea del significado de la declaración de
que iban a ser un reino de sacerdotes; lo que implicaba que, a diferencia de
las naciones gentiles, se les iba a enseñar por revelación directa un
conocimiento del carácter y el culto del verdadero Dios, y que iban a estar con
Él en una relación peculiarmente cercana.
Puesto que Dios se había propuesto salvar a la
humanidad por medio de un Redentor, el cuerpo de los redimidos estaba
representado, hasta el advenimiento de Cristo, por el pueblo elegido, que podía
considerarse colectivamente como una especie de mediador, y que se describía
justamente como "un reino de sacerdotes y una nación santa". Se dice
que los hombres son santificados o hechos santos en sentidos muy diferentes.
La santificación (pues la distinción, aunque antigua,
no es mala) es real o relativa. La santificación real es interna, consistente
en la santidad del corazón y de la vida, o externa, consistente en las
purificaciones externas y en una conducta libre de la contaminación de los
pecados graves. La santificación relativa consiste en la separación del uso
común y una relación especial con Dios y las cosas espirituales.
Aunque los israelitas no se caracterizaban en esta
época por esa santidad que resulta de la excelencia moral o de las gracias del
espíritu, y en cada período posterior de su historia había una gran cantidad de
corrupción que infectaba su sociedad, sin embargo estaban destinados a ser
"una nación santa", en la medida en que se distinguían por una
santidad que consistía en la separación de las demás naciones, en la dedicación
externa a Dios y su servicio, en poseer los símbolos externos de su presencia
entre ellos.
Esa separación de otras naciones en qué consistía
principalmente la santidad de la nación judía ( Éxodo 19:5 ) no
era espiritual, resultante de la rectitud de corazón y una conducta
correspondiente, sino simplemente externa, derivada de la institución de
ciertos ritos y ceremonias sagradas, diferentes u opuestas a las de otras
naciones.
La gloria de la sabiduría divina, no menos que la de
la bondad y la gracia divinas, se manifestó en la elección de los israelitas
para los importantes propósitos contemplados por su separación. En la
simplicidad, así como en el poder de su carácter, se ve ahora claramente la
idoneidad de los judíos para ilustrar el gobierno divino.
Salmo Responsorial (Sal 99 , 1b-3.5).
El salmo 99 nos
invita al gozo y a la alegría. Cristo, victorioso vencedor de la muerte, es
nuestro pastor, y nosotros, sus
ovejas, caminamos, tras él y como él, hacia la
resurrección. Aclamemos, pues, al Señor con alegría, y
que esta hora, en la que Cristo entró en su gloria, aumente nuestra esperanza
de que también nosotros, ovejas
de su rebaño, entraremos un día por sus puertas con acción de
gracias, bendiciendo su nombre.
El salmo 99 es un canto procesional de acción de gracias a Dios
que ha elegido a Israel y lo guía con cuidado amoroso como a ovejas de su rebaño.
Pero Israel -la Iglesia- es un pueblo sacerdotal, es «Lumen gentium», luz
de los gentiles; por ello no puede contentarse con cantar ella sola a Dios.
Toda la tierra, todos los hombres, deben sumarse a esta alabanza: Aclama al Señor, tierra entera.
Nosotros caminamos también procesionalmente siguiendo a Cristo, que ha pasado
ya de este mundo al Padre, y nos dirigimos hacia el verdadero atrio de Dios, el
reino donde Cristo victorioso está sentado a la derecha del Padre. Que la
alegría y el canto sea pues el distintivo de los que creemos en el reinado que,
ya en este mundo, es objeto de nuestra esperanza y de nuestros anhelos.
Así lo comenta San
Juan Pablo II: " 1. En el clima de
alegría y de fiesta que se prolonga durante esta última semana del tiempo
navideño, queremos reanudar nuestra meditación sobre la liturgia de las Laudes.
Hoy reflexionamos sobre el salmo 99, que se acaba de proclamar y que constituye
una jubilosa invitación a alabar al Señor, pastor de su pueblo.
(….)
En el salmo se utilizan algunas palabras características para
exaltar el vínculo de alianza que existe entre Dios e Israel. Destaca ante todo
la afirmación de una plena pertenencia a Dios: «somos suyos, su pueblo» (Sal
99,3), una afirmación impregnada de orgullo y a la vez de humildad, ya que
Israel se presenta como «ovejas de su rebaño» (ib.). En otros textos
encontramos la expresión de la relación correspondiente: «El Señor es nuestro
Dios» (cf. Sal 94,7). Luego vienen las palabras que expresan la relación de
amor, la «misericordia» y «fidelidad», unidas a la «bondad» (cf. Sal 99,5), que
en el original hebreo se formulan precisamente con los términos típicos del
pacto que une a Israel con su Dios.
2. Aparecen también las coordenadas
del espacio y del tiempo. En efecto, por una parte, se presenta ante nosotros
la tierra entera, con sus habitantes, alabando a Dios (cf. v. 2); luego, el
horizonte se reduce al área sagrada del templo de Jerusalén con sus atrios y
sus puertas (cf. v. 4), donde se congrega la comunidad orante. Por otra parte,
se hace referencia al tiempo en sus tres dimensiones fundamentales: el pasado
de la creación («él nos hizo», v. 3), el presente de la alianza y del culto
(«somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño», v. 3) y, por último, el
futuro, en el que la fidelidad misericordiosa del Señor se extiende «por todas
las edades», mostrándose «eterna» (v. 5).
3. Consideremos ahora brevemente los
siete imperativos que constituyen la larga invitación a alabar al Señor y ocupan
casi todo el Salmo (cf. vv. 2-4), antes de encontrar, en el último versículo,
su motivación en la exaltación de Dios, contemplado en su identidad íntima y
profunda.
La primera invitación es a la
aclamación jubilosa, que implica a la tierra entera en el canto de alabanza al
Creador. Cuando oramos, debemos sentirnos en sintonía con todos los orantes
que, en lenguas y formas diversas, ensalzan al único Señor. «Pues -como dice el
profeta Malaquías- desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi nombre
entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio de
incienso y una oblación pura. Pues grande es mi nombre entre las naciones, dice
el Señor de los ejércitos» (Ml 1,11).
4. Luego vienen algunas invitaciones
de índole litúrgica y ritual: «servir», «entrar en su presencia», «entrar por
las puertas» del templo. Son verbos que, aludiendo también a las audiencias
reales, describen los diversos gestos que los fieles realizan cuando entran en
el santuario de Sión para participar en la oración comunitaria. Después del
canto cósmico, el pueblo de Dios, «las ovejas de su rebaño», su «propiedad
entre todos los pueblos» (Ex 19,5), celebra la liturgia.
La invitación a «entrar por sus puertas
con acción de gracias», «por sus atrios con himnos», nos recuerda un pasaje del
libro Los misterios, de san Ambrosio, donde se describe a los bautizados que se
acercan al altar: «El pueblo purificado se acerca al altar de Cristo, diciendo:
"Entraré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud" (Sal
42,4). En efecto, abandonando los despojos del error inveterado, el pueblo,
renovado en su juventud como águila, se apresura a participar en este banquete
celestial. Por ello, viene y, al ver el altar sacrosanto preparado
convenientemente, exclama: "El Señor es mi pastor; nada me falta; en
verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara
mis fuerzas" (Sal 22,1-2)» (Opere dogmatiche III, SAEMO 17, pp. 158-159).
5. Los otros imperativos contenidos en
el salmo proponen actitudes religiosas fundamentales del orante: reconocer, dar gracias, bendecir. El verbo reconocer expresa el contenido de la profesión de fe en el único Dios.
En efecto, debemos proclamar que sólo «el Señor es Dios» (Sal 99,3), luchando
contra toda idolatría y contra toda soberbia y poder humanos opuestos a él.
El término de los otros verbos, es
decir, dar gracias y
bendecir, es también «el
nombre» del Señor (cf. v. 4), o sea, su persona, su presencia eficaz y salvadora.
A esta luz, el salmo concluye con una
solemne exaltación de Dios, que es una especie de profesión de fe: el Señor es
bueno y su fidelidad no nos abandona nunca, porque él está siempre dispuesto a
sostenernos con su amor misericordioso. Con esta confianza el orante se
abandona al abrazo de su Dios: «Gustad y ved qué bueno es el Señor -dice en
otro lugar el salmista-; dichoso el que se acoge a él» (Sal 33,9; cf. 1 P 2,3)."
[San Juan Pablo. Audiencia general del
Miércoles 8 de enero de 2003]
En respuesta al llamado de
Dios, mostramos nuestra actitud de confianza absoluta y alegría desbordante
proclamada en el salmo 99: “¡Aclamad al Señor, servidle con alegría!”.
Segunda Lectura (Rm 5,
6-11).
San Pablo, en su
carta a los romanos, sigue desarrollando su tesis fundamental de que es Cristo
quien nos salva. La fuerza del amor de Dios nos ha salvado y la reconciliación
es gratuita e irreversible. Escuchemos atentos.
(vv. 5-8) San Pablo no puede exponer
los resultados subjetivos de la gracia sin acudir al hecho histórico de la Cruz
como prueba sublime del amor. La realidad histórica de la obra de la Cruz se
imprime como lección de amor en el corazón del creyente por medio del Espíritu
Santo que nos fue dado.
El argumento de San Pablo es
sencillo. En los asuntos normales de los hombres —dice— sería difícil hallar a
alguien dispuesto a arriesgar su vida para salvar la de un hombre conocido como
recto, que daba a cada uno lo suyo, cuidando también de guardar para sí lo que
le correspondía. En cambio, si un hombre bueno, que había manifestado un
interés altruista en sus semejantes, aun a costa de sacrificios personales, se
hallara —digamos— en una casa incendiada, quizá, —como excepción y como última
manifestación de amor— alguien llegaría hasta precipitarse a través de las
llamas, a riesgo de su propia vida, para salvarle. San Pablo destaca el amor
divino sobre el fondo del egoísmo de los hombres en general. Quizá se halle el
héroe que dé su vida por un hombre bueno, llevado por móviles de gratitud o de
admiración, pero Dios presenta el valor real de su amor en que dio a su Hijo a
la muerte por nosotros cuando aún éramos débiles, impíos, pecadores y enemigos.
Es decir, se manifiesta como un amor que no conoce más aliciente ni móvil que
su propia naturaleza divina, puesto que Dios es amor.
( vv. 6-8) San Pablo
declara tajantemente que "todos pecaron y están destituidos de la gloria
de Dios", subrayando una tragedia antropológica que hizo posible que Dios
proveyera una salvación universal. Ésta brotó de la fuente de su gracia, siendo
puesta a disposición de todo aquel que creyera, sin diferencias de raza, de
religión, de sociedad o de moralidad. Vuelve al mismo tema aquí para poner de
relieve el amor de Dios que ha de grabarse en el mismo ser del creyente como
base para toda manifestación de gracia en su vida.
Fijémonos en los términos que
describen el estado del hombre perdido: "débil", porque no halla en
su naturaleza caída fuerzas morales o espirituales que le encaminen a Dios;
"impío", por cuanto lleva adelante su vida en olvido de Dios, lo
mismo si es religioso o vicioso; "pecador", porque nunca llega a
cumplir las exigencias del Dios santo que era su Creador; "enemigo",
a causa de la desobediencia y rebeldía del hombre frente a su Rey. El versículo
8 nos recuerda que todo eso éramos nosotros cuando Cristo murió a nuestro
favor. Los términos que hemos agrupado refuerzan la doctrina bíblica de la
depravación total del hombre como pecador por naturaleza e incapaz de salvarse.
Al mismo tiempo, el amor de Dios, manifestado en la muerte expiatoria de su
Hijo, se fija precisamente en estos seres débiles, impíos, pecadores y
enemigos, sin indicio alguno de preferencias. De hecho, una salvación limitada
por decreto divino a unos cuantos pecadores seleccionados destruiría toda la
eficacia del argumento del Apóstol. Como en todas partes de las Escrituras,
aprendemos que el hombre es un pecador perdido, incapaz de salvarse a sí mismo,
siendo, a la vez, objeto del amor salvador de Dios, y, por ende, salvable. El
propósito de Pablo es el de ensalzar el amor de Dios en el hecho histórico de
la muerte de Cruz frente al mundo pecador. No se halla aquí ninguna teoría que
explique el porqué de la Cruz, sino el sencillo hecho: "Cristo... murió
por los impíos... por nosotros", sin esperar que hubiera mejoría moral en
los objetos de su obra salvadora.
El versículo 6 nos hace ver que la
Muerte fue realizada "a su debido tiempo", recordando, de paso, el
desarrollo del programa divino determinado en la eternidad. Históricamente
varios factores —que percibimos a medias— se combinaron de tal forma que aquel
momento, y no otro, fue el más propicio para la realización de la Obra y para
la extensión del Evangelio, pero la frase notada refiere todo al propósito
divino que regía todo detalle de la gran intervención redentora de Dios en el
mundo .
(vv. 9-11). Si tanto hizo en
el pasado, podemos estar confiados en cuanto al porvenir, pues nuestra
salvación nos ha de librar del día de ira que alcanzará a los rebeldes y vemos
en la vida de Cristo a la Diestra la garantía de una salvación completa. Las
expresiones son ricas en doctrina y necesitan tomarse una por una.
(v. 9) reitera
que somos justificados en su sangre, que recuerda todo el tema de la
propiciación y su fruto en la justificación, enseñando a la vez que esta gran
obra abarca necesariamente la liberación futura del creyente cuando los
nubarrones de la ira divina estallen sobre los contenciosos .
(v.10). Aquí el Apóstol introduce un nuevo
concepto: el de la reconciliación que surge de los términos ya mencionados de
"enemigos" y de "la ira". En la experiencia humana la
reconciliación presupone un estado anterior de enemistad existente entre
ciertos individuos o comunidades y, normalmente, la reconciliación se efectúa
por medio de concesiones mutuas. Si se trata de un súbdito rebelde, éste ha de
acogerse a las condiciones de alguna amnistía promulgada por el monarca
legítimo. Como siempre ocurre cuando se trata de aplicar metáforas humanas a la
esfera de las operaciones divinas, tenemos que tomar en cuenta los atributos de
Dios y los factores que rigen en sus relaciones con los hombres pecadores. A
causa de su justicia esencial e inmutable, Dios no puede ofrecer la amnistía
sobre la sola base de su misericordia. A causa de su depravación el súbdito no
puede ofrecer nada que facilitara la reconciliación. Pero la muerte del Hijo de
Dios ha efectuado la propiciación, que, según la definición que hemos expuesto
anteriormente, satisface la justicia de Dios por medio de un acto divino en la
persona de quien realmente representa la raza rebelde.
El término reconciliación se
entiende a veces subjetivamente, como si todo dependiera de las actitudes y los
sentimientos de los hombres; pero el texto declara el hecho —"fuimos
reconciliados"—
La Muerte terminó con la muerte por
haber quitado de en medio el pecado, de modo que la Vida del Resucitado
encierra en sí la vida y la victoria de toda la nueva raza que se acerca a Dios
por medio de él. No sólo eso, sino el Mediador administra los gloriosos
resultados de su victoria sobre la muerte desde la Diestra de Dios, esperando
el triunfo final sobre todos sus enemigos .
(v. 11). " Y no solo eso, sino que también nos
gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora
la reconciliación". San Pablo nos hace saber que lo más sublime de la vida
nueva es gloriamos en Dios mismo, al quedar el creyente extasiado frente a la
Persona misma, con referencia especial al Dios que es amor (vv. 6-7) .
Es verdad que "hemos recibido ahora la reconciliación", pero lo
importante no es el don, sino su efecto, pues una vez derribadas las murallas de
odio y de rebeldía, llegamos a la presencia de Dios por medio de nuestro Señor
Jesucristo para contemplarle como él es, rindiéndole el homenaje de nuestros
corazones reconciliados.
En este pasaje se nos presenta una de las cimas de la obra de Dios a nuestro
favor al contemplar diversos aspectos de una nueva vida que se ha hecho posible
por la justificación, que, a su vez, depende de la Cruz. Fijémonos en esta obra: a) El Agente que realizó la
obra de gracia: Cristo murió (vv. 6-7); por él seremos
salvos de la ira (v. 9); nos gloriamos en Dios por nuestro
Señor Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación. b) La obra
cruenta que realizó: Cristo murió (vv. 6-7); justificados en
su vida victoriosa que es fuente y garantía de la nuestra: una vez
reconciliados seremos salvos por su vida (v. 10).
Evangelio (Mt 9,36--10,
8).
El pasaje evangélico de san
Mateo nos explica la razón de ser de la misión de los discípulos de Jesús. La
misión propia de Jesús va a prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos
de ayer y de hoy.
Jesús
anda mirando a las gentes. Se deja impresionar, afectar, cuestionar por lo que
vive la muchedumbre. No es una mirada
para acusar, reprochar o escandalizarse. Es una mirada para comprender:
Quiere captar su mundo interior, lo que sienten, lo que sufren, lo que
necesitan, lo que esperan. Una mirada «compasiva»,
que le toca en lo más hondo de su corazón. De algún modo, hace suyo lo que le
llega. No quiere imaginar ni deducir, ni tiene ideas previas. Jesús
escucha, se interesa, pregunta y trata de comprender. No sabemos si aquella
gente era buena, si su vida estaba moralmente en regla, si eran o no
pecadores... Podemos suponer que habría de todo. Pero parece que tienen
algo en común: es gente que sufre. Ésta es la primera percepción de Jesús. Y
Jesús se «compadece» de
ellos, es decir, participa de su sufrimiento y decide (como hizo Dios con
Israel) hacer algo por ellos, en su favor.
Andaban extenuadas y abandonadas,
como ovejas sin pastor. Pero pastores tenían, y en abundancia. Todo
el gremio de sacerdotes, con su milimétrico cuidado del culto del templo, los
letrados y fariseos, bien formados, con la doctrina clara, precisa y minuciosa,
como para resolver todas las situaciones que pudieran plantearse y marcar lo
correcto y lo incorrecto, lo moral y lo inmoral. Expertos en casuística (aunque
no en personas), se consideraban portavoces cualificados de la voluntad de
Dios.
Cuando más adelante Jesús llama
a los cansados y agobiados y les habla
de su yugo llevadero y su carga ligera probablemente
se refiera a que estos pastores y su forma de tratar al rebaño son la causa de
ese agobio y cansancio, de ese estar extenuados y abandonados. Aquellas gentes
no necesitan pastores que multipliquen las normas, que excluyan a los que no
cumplen la voluntad de Dios, que lo regulen todo y que parezca que la Alianza (1ª lectura) - un
pacto de amor y entrega por el que Dios se había convertido en libertador de un
pueblo para hacer de ellos un pueblo de sacerdotes y una nación santa-
consiste en un código de obligaciones y prohibiciones que no les hacía ni más
felices, ni más hermanos ni más libres. Aquellos pastores andaban escasos
de misericordia y desentendidos de los sufrimientos del pueblo, sin
presentarles alternativas ni ayudarles a salir de su penosa situación.
Por eso, llama a «otros». A los que han escuchado el mensaje de
las bienaventuranzas y están dispuestos a vivir de un modo diferente, y que
convierten su relación con Dios en un camino de felicidad, donde el que está
mal es el centro principal del Reino, de la relación con Dios, donde nadie que
excluido.
Son un grupo de
Apóstoles/pastores que reciben un difícil encargo: «proclamad, curad, resucitad, limpiad echad
demonios». Como se ve por todos estos imperativos, se trata en
primer lugar de anunciar con
gozo (sin riñas, ni amenazas, ni obligaciones) la cercanía, presencia y
compromiso de Dios (eso es el Reino). Y esa presencia, para que no se quede en
palabras vacías (de las que ya están muy hartas las ovejas) se comprobará en
que éstas irán siendo reintegradas en la comunidad, se harán conscientes de su
dignidad y su preferencia por parte de Dios, se les aliviará su sufrimiento, se
luchará contra las causas de sus heridas, de su suciedad, de su falta de vida,
de sus sufrimientos. En definitiva: se trata de que pasen de ser «muchedumbre» a ser «comunidades» donde
se aman, lo tienen todo en común y se atiende a cada cual según sus
necesidades. Yo entiendo que esta sería la misión principal de cualquier
Obispo, párroco o agente de pastoral (con la implicación de todos los
demás, claro).
Lo que marca la pertenencia a esta comunidad
no son unas normas rituales o religiosas, sino el compromiso de acoger,
compadecer, compartir y aliviar la carga de los otros. El Reino de Dios está cerca cuando
los que hemos conocido a Jesús ponemos en el centro de nuestra relación con
Dios, en el centro de nuestras inquietudes y preocupaciones a los que están
peor. Sin imponerles, sin juzgarles, sin reñirles, sin reprocharles, sin
ponerles condiciones (tampoco económicas: lo nuestro ha de ser gratis).
Para
nuestra vida
El reino de Dios no es solo una
salvación que comienza después de la muerte. Es una irrupción de gracia y de
vida ya en nuestra existencia actual. Más aún. El signo más claro de que el
reino está cerca es precisamente esta corriente de vida que comienza a abrirse
paso en la tierra. «Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad
enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios». Hoy más que
nunca deberíamos escuchar los creyentes la invitación de Jesús a poner nueva
vida en la sociedad.
Se está abriendo un
abismo inquietante entre el progreso técnico y nuestro desarrollo espiritual.
Se diría que el hombre no tiene fuerza espiritual para animar y dar sentido a
su incesante progreso. Los resultados son palpables. A bastantes se les ve
empobrecidos por su dinero y por las cosas que creen poseer. El cansancio de la
vida y el aburrimiento se apoderan de muchos. La «contaminación interior» está
ensuciando lo mejor de no pocas personas. Hay hombres y mujeres que viven
perdidos, sin poder encontrar un sentido a su vida. Hay personas que viven
corriendo, sumergidas en una nerviosa e intensa actividad, vaciándose por
dentro, sin saber exactamente lo que quieren.
Estamos
en el Domingo Once del Tiempo Ordinario. La Liturgia de la Palabra de hoy
resalta la gran misericordia de Dios llamándonos a ser su pueblo, y enviándonos
como mensajeros de salvación a las ovejas descarriadas, para que nadie se
pierda. Eternamente agradecidos, pidamos al dueño de la cosecha que mande más
trabajadores a recogerla. Además hoy celebramos en Venezuela el día del
Padre, encomendamos a todos los padres presentes para que el Señor los acompañe
y los haga fieles al servicio que Dios les ha encomendado.
Las lecturas de hoy nos hablan de elección o
llamado. Igual que en el Antiguo Testamento Dios eligió a Moisés, en el Nuevo
Testamento Jesús, el Hijo de Dios, llama a los doce. En ambos casos el Señor
busca reconstruir un pueblo que sea testigo de la salvación ante el mundo.
El
salmo de hoy es el 99, que es un himno procesional compuesto para dar
gracias a Dios. De ahí que esté lleno de exultante regocijo. Desde el templo,
lugar de plegaria y síntesis de las maravillosas relaciones de Dios con su
pueblo, surgen los imperativos para que toda la tierra se una a la acción de
gracias. Israel es un invitado especial: él, más que ningún otro pueblo, sabe
quién y cómo es su Dios. Sabe sus maravillas del
pasado y su bondad y fidelidad presentes. Israel expresa su reconocida alabanza
en nombre de toda la creación.
En la
2ª lectura San Pablo centra nuestra atención en una
verdad convincente: Cristo no murió por nosotros porque fuéramos piadosos. Él
no murió por los religiosos ni por los morales ni por los buenos. Murió por
nosotros, los impíos, aunque todavía éramos pecadores.
Es ya muy raro que las personas mueran por otras personas. A veces
leemos acerca de alguien que da la vida en una guerra o en un desastre para
salvar a otra persona. Pablo reconoce que en raras oportunidades pudiera
alguien morir por una persona justa, alguien que merecía ser salvo. Sería una
persona muy notable que dio su vida por salvar a una buena persona. ¿Pero ha
oído alguna vez de alguien dispuesto a morir por un malvado? ¿Moriría alguien
por un hombre miserable, malvado y ruin? Solo Jesucristo lo haría.
Ese es el verdadero amor, el amor del
que la Biblia nos habla. Es la clase de amor que hizo que Cristo muriera por
los peores, no por los mejores. Esa es la maravilla del amor de Dios. Su
asombroso amor hacia nosotros se muestra en que Cristo murió por nosotros
aunque todavía éramos pecadores. El amor de Dios no tuvo nada que ver con
nuestro atractivo o dignidad. Solo tuvo que ver con el carácter de Dios, el
hecho de que Dios es amor.
Cristo no murió por nosotros porque
fuéramos dignos o encantadores o piadosos. Pablo dice que estábamos sin
fuerzas, indefensos e incapaces de salvarnos a nosotros mismos. No había nada
que admirar en nosotros pero Dios nos amó. Cristo murió por nosotros porque
éramos indignos e indefensos. No se puede expresar el evangelio de una forma
más directa que esa: Cristo murió por los impíos, no por los justos. Lo hizo
porque nos ama, no por ninguna otra razón. Un amor que no merecíamos produjo un
sacrificio que no merecíamos. Pero eso es lo que hace la gracia.
Ese amor, ese sacrificio, produce
gratitud en nuestra vida. Espero que usted sienta gran gratitud todos los días,
sin olvidar jamás cuán indigno es del amor de Dios en Jesucristo. No hemos
hecho nada para merecer su misericordia. No tenemos ningún atributo deseable
para atraer su amor. Aunque estábamos indefensos y éramos impíos, aunque
estábamos en rebelión contra Él, Dios mostró su amor por nosotros al enviar a
Cristo a que muriera en nuestro lugar.
El evangelio
de este domingo inicia el discurso apostólico de Jesús, que constituye un
esbozo de una primera teología de la misión; una perspectiva apropiada para
definir la vocación e identidad de la comunidad eclesial en el mundo actual.
Siendo
ya bien conocido, y con numerosos seguidores, Jesús sabe que su permanencia entre
los hombres es limitada en cuanto al tiempo. Tiene que apresurarse en la
formación de un núcleo seleccionado de entre sus prosélitos y comenzar a
entrenarles. Es entonces que nombra a los doce, asignándoles tareas propias de
su misión, a la vez que los envía como avanzada y agentes multiplicadores del
mensaje de salvación.
El creyente se
siente comprometido a la misión, a un cambio de la realidad, fundamentado en la
responsabilidad de toda la Iglesia. Cada creyente es llamado personalmente a trabajar
por el Reino sin caer en el pecado de atender a sus propios intereses.
Si la fe es
una experiencia personal vivida en la comunidad, la misión también lo es. Y la
medida apropiada no es la eficacia inmediata de la acción, sino la fidelidad a
la voluntad de Dios.
Los
ministros de la Iglesia son «elegidos entre los hombres» y están sujetos a las
tentaciones y a las debilidades de todos. Jesús no intentó fundar una sociedad
de perfectos.
Hay
una ventaja en los sacerdotes «revestidos de debilidad»: están más preparados
para compadecer a los demás, para no sorprenderse de ningún pecado ni miseria,
para ser, en resumen, misericordiosos, que es tal vez la cualidad más bella en
un sacerdote. A lo mejor precisamente por esto Jesús puso al frente de los
apóstoles a Simón Pedro, quien le había negado tres veces: para que aprendiera
a perdonar «setenta veces siete».
Rafael
Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com