A una semana de la Ascensión del Señor y dos de
Pentecostés, en este domingo VI de Pascua, la liturgia preanuncia la presencia
de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad: El Espíritu Santo como
continuador de la ausencia física de Jesús.
Es este Espíritu Santo, que hoy colabora en la primera lectura con el discernimiento humano de los Apóstoles reunidos y en el Evangelio es la fuerza que nos permitirá vivir la nueva vida en el Amor. Esta nueva vida es posible gracias al Espíritu que es defensor, maestro, abogado, animador e iluminador de la fe de la Comunidad y de cada uno de nosotros creyentes. El Espíritu nos enseña y recuerda todo lo dicho por Jesús.
La primera lectura del libro de los Hechos de los
apóstoles ( Hech 15, 1-2. 22-29). El capítulo 15
de los Hechos viene a recoger las actas del primer Concilio de la Iglesia, en
el año 49, con toda probabilidad, se celebraba en Jerusalén el Concilio de ese
nombre, el Concilio de Jerusalén. Allí se encontraban los «apóstoles y los
presbíteros», para deliberar y decidir sobre un tema difícil, pero radical.
Pero allí se encontraba también «el Espíritu Santo», para iluminarles y
ayudarles a tomar la decisión: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros».
Está
situado en el centro del libro de los Hechos y es uno de los sucesos más
importantes porque es el momento en que, según Lucas, se produce el definitivo
desprendimiento del judaísmo por parte de la primera comunidad cristiana. Por
debajo de esa decisión oficial está el convencimiento de los apóstoles de que
sólo la fe en Cristo es lo indispensable para salvarse y formar parte de la
iglesia. Pera ellos se separan aun de mandatos y observancias que
tradicionalmente habían sido considerados como voluntad de Dios. Pero
transitoria.
Antecedentes
de la Asamblea de Jerusalén: vv. 1-5: Algunos de Judea bajan a Antioquía y
exigen la circuncisión a los hermanos venidos de la gentilidad como condición
para ser salvos. Esto produjo una gran agitación y discusión en Antioquía y
Pablo y Bernabé son enviados por la Iglesia a Jerusalén (v.3).
Ya
en 13, 3 la Iglesia había enviado al mismo equipo, elegido directamente por el
Espíritu Santo. Los enviados atraviesan Fenicia y Samaria, territorio ya
evangelizado por los Helenistas (en11, 19: Fenicia y en 8, 5ss: Samaría),
"contando la conversión de los gentiles". Cuando llegan a Jerusalén
ya no informan sobre la conversión de los gentiles, sino únicamente "cuanto Dios había hecho juntamente con ellos".
Enviados
por la Iglesia Helenista de Antioquía son recibidos por la Iglesia Hebrea de
Jerusalén (los apóstoles y presbíteros). En Jerusalén algunos de la secta de
los fariseos que habían abrazado la fe son los que plantean de nuevo el
problema: es necesario circuncidar a los gentiles convertidos y mandarles
guardar la ley de Moisés. La circuncisión implicaba la observancia de toda la
ley.
Después
de la Asamblea: vv. 22-35: Los Apóstoles y presbíteros, de acuerdo con toda la
Iglesia, deciden enviar una carta a los gentiles cristianos de Antioquía, Siria
y Cilicia. Lo que deciden es en realidad sólo lo que ya Santiago ha decretado y
sentenciado. La opinión de Pedro es dejada de lado.
Hay una
decisión, de común acuerdo (homothumadón: v.25), de elegir a Judas y Silas para
enviarlos junto con Bernabé y Pablo. La decisión sobre lo que se debe exigir a
los gentiles cristianos es una decisión compartida: "Hemos decidido el
Espíritu Santo y nosotros" (v. 28). Es una solución de compromiso: cada
parte cedió algo: Pedro aceptó las 4 leyes de pureza legal para permitir la
convivencia entre judíos y gentiles conversos, y Santiago aceptó no imponer la
circuncisión a los gentiles convertidos.
Para
San Lucas, el apóstol Pedro ha representado la opinión del Espíritu Santo,
Santiago, con los presbíteros de Jerusalén, la opinión del nosotros . La carta
es recibida con gozo en Antioquía, pero Judas y Silas, que eran profetas,
tuvieron que exhortar con un largo discurso a los hermanos y confortarlos;
también Pablo y Bernabé se quedaron en Antioquía, enseñando y anunciando la
Buena Nueva, la Palabra del Señor.
Con
todo esto la Iglesia de los helenistas fue confirmada en su identidad y en su
fe. Aquí el evangelista Lucas da por terminada la sección dedicada a los
Helenistas (6, 1 hasta 15, 35).
El responsorial de hoy es el Salmo 66 ( Sal 66,
2-3. 5. 6 y 8)
Salmo de petición y alabanza agradecida, asi en la
estrofa-estribillo: " Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los
pueblos te alaben".
Este salmo -de tres estrofas con estribillo
intercalado- parece un comentario poético a la bendición sacerdotal de Núm
6,24-27: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que haga resplandecer su faz
sobre ti y te otorgue su gracia; que vuelva a ti su rostro y te dé la paz»
El salmista sabe elevarse de las bendiciones
temporales otorgadas a Israel a la bendición universal sobre todas las gentes,
como fue predicho a Abraham (Gn 12,3): todos los pueblos deben alegrarse y
felicitarse por el gobierno justo de Dios sobre todo el universo. Estas
alabanzas que ahora dirige a Yahvé el pueblo escogido, deben repetirse por
gentes de todas las naciones; la perspectiva es universal y mesiánica.
(vv. 1-4). El salmista inicia su poema comentando la
bendición sacerdotal de Núm. 6,24-27, dando una proyección universalista. La
benevolencia divina se manifiesta en el resplandor de la faz de Yahvé sobre los
suyos; se dice de Dios que «aparta su faz» cuando priva a alguno de su
protección; y, al contrario, cuando dispensa a alguno su ayuda y protección se
dice que su faz brilla sobre él. El salmista aquí considera al pueblo elegido
como vehículo para dar a conocer los caminos o modos de proceder de Dios para
con los pueblos. La protección dispensada a Israel será como una lámpara que
atraerá la atención de todas las gentes hacia Dios. La glorificación del pueblo
elegido será una prueba de que Dios protege a los que le son fieles, y en ese
sentido es un reclamo para dar a conocer sus caminos.
(vv. 5-6). Todas las gentes deben sentirse felices y
exultantes, porque es el propio Dios quien lleva las riendas del gobierno en el
mundo, y, en consecuencia, sus decisiones tienen que llevar el sello de la
equidad y de la justicia. Ello debe dar seguridad a sus fieles que se conforman
a las exigencias de su Ley. Esto que se manifiesta en la historia de Israel,
debe ser reconocido por todas las naciones, vinculadas al pueblo elegido en
virtud de la bendición de Dios a Abraham sobre todas las gentes (Gn 12,2). Por
eso se invita a todos los pueblos a unirse en alabanza del Dios omnipotente y
justo, que gobierna el mundo conforme a sus designios salvadores.
Todos los habitantes de la tierra, desde sus más
remotos confines, deben reconocer reverencialmente este poder superior de Dios,
que gobierna el mundo con equidad (v. 8).
San Juan Pablo II lo comenta así: " La tradición cristiana ha interpretado el
salmo 66 en clave cristológica y mariológica. Para los Padres de la Iglesia «la
tierra que ha dado su fruto» es la Virgen María, que da a luz a Cristo nuestro
Señor.
Así, por
ejemplo, san Gregorio Magno en la Exposición
sobre el primer libro de los Reyes comenta este versículo, apoyándolo
con muchos otros pasajes de la Escritura: «A María se la llama con razón
"monte lleno de frutos", porque de ella ha nacido un fruto óptimo, es
decir, un hombre nuevo. Y el profeta, contemplando su hermosura y la gloria de
su fecundidad, exclama: "Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago
florecerá de su raíz" (Is 11,1). David, exultando por el fruto de este
monte, dice a Dios: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los
pueblos te alaben. (...) La tierra ha dado su fruto". Sí, la tierra ha
dado su fruto, porque aquel que la Virgen engendró no lo concibió por obra de
hombre, sino porque el Espíritu Santo la cubrió con su sombra. Por eso, el Señor
dice al rey y profeta David: "Pondré sobre tu trono al fruto de tus
entrañas" (Sal 131,11). Por eso, Isaías afirma: "Y el fruto de la
tierra será sublime" (Is 4,2). En efecto, aquel que la Virgen engendró no
fue solamente "un hombre santo", sino también "Dios fuerte"
(Is 9,5)» (Testi mariani del primo
millennio, III, Roma 1990, p. 625)." (San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 17 de noviembre de
2004).
La segunda lectura del libro del Apocalipsis
(Ap. 21, 10-14. 22-23), nos habla de la nueva Jerusalén.
Tras algunos
capítulos dedicados a la descripción de la caída del mundo antiguo (Ap 14-20),
el Apocalipsis describe, en tres oráculos (Ap 21-22), el mundo nuevo ya
presente en la Iglesia y camino de ser un mundo celeste. El primer oráculo (Ap
21, 1-8) es un himno a la Iglesia, lugar de la nueva alianza (reflejada en los
temas de esposa, elección, intimidad, herencia, aplicados a ella). El segundo
(Ap 21, 9-27), del que se ha tomado la lectura que ahora se comenta, describe
la gloria de este nuevo mundo (vv. 10-11) con términos tomados de Ezequiel (40,
1-5; 48, 30-35; 47, 1-12) y del Tercer Isaías (54, 11-12; 60, 1-4). Al dar a
las puertas y a los cimientos de la ciudad gloriosa el nombre de los apóstoles
(versículos 12-14), este oráculo pone de relieve que el mundo de inminente
construcción se edificará sobre el Evangelio y su predicación. El tercer
oráculo (Ap 22, 1-5) canta el aspecto paradisíaco del reino futuro.
El
contexto general de este texto es la victoria definitiva de Cristo y la
consumación de la Iglesia. Se trata en ella de una presentación simbólica o más
bien alegórica del estado final y definitivo de la comunidad de creyentes de
Cristo. Como contenido un elemento esencial es la participación de la comunidad
en la gloria de Dios, su fuente.
Así
queda transfigurada y perfeccionada. También aparece la continuidad en el plan
salvífico de Dios, con las alusiones al Antiguo Testamento a través del número
12. Se recuerdan también los apóstoles. Pero lo más importante es la
repetición, al principio y al final, del tema de la gloria. En la segunda
mención aparece relacionado con Cristo, quien es el causante de ese cambio.
Un
ángel muestra al Vidente "la esposa
del Cordero" (v. 9), la "ciudad
santa" que desciende del cielo como una corona de triunfo para los
elegidos. Esta ciudad, la Jerusalén celeste, se contrapone a la "gran
prostituta", Babilonia, que es la del Anticristo (cfr. 17, 1 ss). A
primera vista la "ciudad santa"
aparece como un foco de luz.
Seguidamente,
después de darnos la visión global, el Vidente la describe procediendo de fuera
a dentro. Las murallas constan de cuatro muros. En cada uno de ellos hay tres
puertas y en cada puerta un ángel que la custodia. Sobre las doce puertas, los
doce nombres de las tribus de Israel. Y en los doce cimientos de los muros, los
nombres de los Apóstoles. Es claro, por lo tanto, que esta ciudad simboliza el
verdadero Israel de Dios, la Iglesia fundada sobre el testimonio apostólico.
Lo
más notable en el interior de la ciudad es que carece de templo. No lo
necesita, porque Dios mismo y su Cordero la llenan con su presencia. Por tanto,
sus habitantes tienen acceso inmediato ante el mismo Dios y no a través de
ninguna institución. El desvelamiento de Dios y del Cordero, la inmediatez de
su presencia, es la causa de que toda la ciudad se encuentre profusamente
iluminada y sea como un foco de luz y un jaspe traslúcido. Por eso carece
también de sol y de luna. Jesús, que fue enviado como "luz del mundo", revela al fin toda
su fuerza y toda su gloria.
Esta nueva ciudad «baja del cielo». Es decir, entronca con el querer básico de Dios que no es otro, que la buena relación en la historia, la fraternidad que anuncia la vida nueva y plena del cielo. Y por eso esta ciudad refleja «la gloria de Dios» que, como lo dijo acertadamente la patrística, no es otra cosa sino que la persona viva, sobre todo que la persona pobre, la que lo tiene difícil para vivir.
El evangelio continua siendo de San
Juan (Jn 14, 23-29), en el capítulo 14,
todo el está envuelto en una atmósfera de despedida. Continuación del domingo
pasado, en la sobremesa, pues, de la cena de Pascua, con Jesús y sus discípulos
como comensales.
Como
el texto del domingo pasado, también el de hoy forma parte de la conversación
de Jesús con los suyos la víspera de su muerte. La situación determina
absolutamente el contenido de las palabras del Maestro, no así su tono, lo más
opuesto a la tristeza y la desesperanza. Su muerte va a ser un ir al encuentro
del Padre. Este modo de ver la situación debe constituir para los discípulos
motivos de alegría y no de desasosiego o de miedo. El que Jesús esté con el
Padre va a significar para los discípulos un mayor apoyo, ya que podrán contar
con el Maestro y con el Padre. La presencia de éstos será real, debido a que en
los discípulos anidará el mismo Espíritu del Padre que anidó en Jesús mientras
estuvo con ellos. Este Espíritu significará también para los discípulos una
mejor comprensión de las palabras del Maestro, una mayor profundización en
ellas.
El
texto de hoy continúa la misma reflexión sobre las relaciones del cristiano con
Jesús, ya no se refiere a la comparación de la vid y los sarmientos. Ahora es
la comunión de vida que esa relación crea, y el fruto que de ello se deriva.
Por
todo ello deben los discípulos sentirse en paz, sentir la paz. No hay ninguna
razón para la intranquilidad o el miedo en quien opta por Jesús, es decir, ama
a Jesús más que a la Ley de Dios. Las palabras que hoy escuchamos a Jesús
arrancan, en efecto, de este presupuesto, sin el cual no es posible nada de lo
que Jesús afirma en ellas.
Jesús
promete que se manifestará a sus amigos, es decir, a quienes le amen y guarden
sus palabras (v. 21).
Judas,
no el Iscariote, acaba de preguntar a Jesús lo siguiente: ¿A qué se debe que
vayas a revelarte nada más que a nosotros y no al mundo?.
Enredado en
los prejuicios de un mesianismo nacionalista, Judas manifiesta su incomprensión
y extrañeza al escuchar unas palabras que le parecen un cambio en el programa.
Jesús sale al paso diciendo que su anunciada venida o manifestación presupone
la fe activa de sus discípulos y que se trata, en primer lugar, de una
manifestación y venida en la fe y por la fe de cuantos crean en él. Tal venida
y presencia de Jesús en el corazón de los creyentes no tiene que ver nada con
los triunfalismos mesiánicos que se imaginaban los judíos de aquel tiempo, pero
no es tampoco la "parusía" o venida sobre las nubes con poder y
majestad.
Los
dos primeros versículos de hoy son la respuesta a la pregunta de Judas. Hay un
hilo conductor, en el supuesto de que se verifique una condición, se seguirán
unos resultados. La revelación de Jesús depende de que antes se le ame. A
partir del v. 25 el centro de atención ya no es la anterior pregunta, sino la
totalidad de lo que Jesús ha dicho a sus discípulos a lo largo del tiempo de
convivencia. ¿Qué va a pasar con lo que les ha dicho, ahora que este tiempo
está tocando a su fin? El Espíritu se lo irá enseñando y recordando. Mientras
tanto les confiere el don de la paz y de la esperanza en el Padre.
El
centro es el amor. Los discípulos han sido introducidos en el mismo círculo de
amor que hay entre el Padre y Jesús, y son llamados a vivir en este mismo amor.
Eso se notará en "guardar los mandamientos", es decir, en seguir la
palabra y el ejemplo de Jesús, que ha amado hasta la muerte. Ciertamente este
proyecto de vida no es fácil, pero el discípulo lo podrá vivir precisamente
porque vive del amor de Jesús y de Dios (y eso se traduce en ser
"amigo" y no "siervo": la llamada a amar hasta la muerte no
es una "obligación", sino una "convicción compartida"). Y
así el discípulo vive la misma alegría que Jesús, a la vez que se sabe escogido
personalmente por Jesús para continuar su obra, bajo la protección del Padre.
¿Qué
amor es éste? El del Padre al Hijo y el del Hijo al Padre (14,8-14). Esta mutua
relación pertenece a la misma esencia y se llama Espíritu. El Espíritu
pertenece al orden del ser y no del pensar. Es la realidad propia del Padre y
del Hijo.
La
mediación humana de esta realidad divina es Jesús. Quien se pone de su parte,
está dentro de esta realidad (v. 23), es decir, vive dentro del Espíritu del
Padre y del Hijo. Es un Espíritu vital, personal, santo. Es un Espíritu crítico
con el orden presente (16,8-11) y defensor del orden ausente, el orden del
amor. Este es el orden que Jesús ha ofrecido como alternativa a nuestros
órdenes (es decir: desórdenes). Es la paz. Un nuevo vocablo que coincide
fonéticamente (sólo fonéticamente; cf. v. 27) con nuestra paz.
La
marcha de Jesús no puede ser motivo de tristeza, porque él va a volver. Pero
esto no significa aquí -como en los sinópticos- "al final de los
tiempos", sino que se habla del Espíritu, o sea, de la realidad propia del
Padre y del Hijo. Por eso, la marcha de Jesús (=su muerte) debe ser motivo de
alegría. Esa marcha significa volver conjuntamente con el Padre, teniendo este
retorno una potencialidad mayor: el señorío del Espíritu.
Para nuestra vida.
En este siglo XXI, son muchas las dificultades que
tenemos los cristianos para vivir nuestra fe. Los cristianos, creemos en la
resurrección de Cristo y creemos (a veces con dificultad practica), como nos
dice en el evangelio de hoy san Juan, que si amamos a Dios existimos en Dios,
porque Dios viene al alma del que le ama y hace en él su mansión. Si amamos a
Dios somos personas habitadas por Dios, espiritualmente llenas de Dios. Lo
importante es que nosotros amemos a Dios como verdad y vida de nuestra vida,
porque si lo hacemos así Dios no nos va a fallar nunca. Si Dios es Amor, Dios
vive en toda persona a la que ama. Si amamos al Dios Amor, no podemos vivir de
otra manera que amando, porque, de lo contrario, no amaríamos al verdadero
Dios. Dejémonos amar por Dios, abramos las puertas de nuestro corazón a Dios, y
Dios vivirá en nosotros como amor. Esto, que es algo gratuito por parte de
Dios, exigirá de nuestra parte un gran esfuerzo, si de verdad nos decidimos a
vivir como linaje de Dios, como hijos amados de Dios. En esta vida no hay nada
más difícil que amar a dios y al prójimo de verdad, como Dios quiere que
amemos.
El que ama de verdad a Dios y al prójimo vive con el
corazón lleno de paz interior, porque sabe que si Dios está en él y con él nada
ni nadie lo podrá derribar espiritualmente. La paz del mundo es una paz llena
de sobresaltos físicos, sociales y políticos; la paz de Dios es vivir en Dios,
con el alma siempre abierta al bien de los hermanos. Aprendamos a vivir
nosotros hoy en paz, en la paz de Dios, aunque las circunstancias sociales y
políticas nos inviten a vivir en continuo sobresalto. Los grandes santos fueron
almas llenas de paz interior, de la paz de Dios.
De estas realidades nos hablan hoy las lecturas.
La primera
lectura nos presenta la síntesis de la vida cristiana, cuando el problema de la
circuncisión obligatoria estaba rompiendo la unidad de la primitiva Iglesia de
Jesús.
El texto nos dice que Pablo, cuando fue invitado por
los atenienses a que hablara en el Areópago para explicarles lo que afirmaba
sobre Cristo, llamándole Dios, les citó a un poeta estoico, Arato, que ya había
afirmado tres siglos antes que en Dios vivimos, nos movemos y existimos. Si
vosotros mismos, como dice vuestro poeta, argumentaba san Pablo, dice que todos
vivimos, nos movemos y existimos en Dios, no debíais escandalizaros de que yo
os diga que el Cristo del que yo os hablo fue Dios. Hasta ahí, parece que los
atenienses escucharon con interés a Pablo, pero cuando le oyeron hablar de la
resurrección de Cristo le abandonaron, considerándolo un charlatán un poco
loco.
Resumiendo el texto bíblico, la primera lectura es un
caso temprano de "altercado y violenta discusión" (Hch 15,2)
de la Iglesia naciente, aún en vida de los Apóstoles. Sabemos que los primeros
cristianos provenían del pueblo judío y en algunos convertidos dentro de sus
comunidades ya cristianas quedaba un rescoldo humano judaizante, que pensaba
que el mundo pagano o gentil, es decir, el mundo greco-romano circundante al
hacerse cristiano debía aceptar tradiciones judías (circuncisión, caducos
legalismos mosaicos de tipo disciplinar, etc.).
Ante esta tensión entre vieja sinagoga judaizante y
nueva Iglesia o evangelio abierto al mundo, es decir, entre AT y NT, Pablo y
Bernabé ya misionando fuera de Palestina, inmersos en la controversia
deciden entrevistarse con los Apóstoles para tomar una decisión (Gal 2,1-10). Y
reunidos "Apóstoles y presbíteros" (Hch, 15,1-2) en Jerusalén
(hacia el año 49), como en un pequeño concilio, que es como pórtico apostólico
de los XXI Concilios Ecuménicos habidos, invocan a Dios, dialogan, para tomar
decisiones, es decir, oración y reflexión, gracia y estudio, que todo eso
significa esa breve, densa y colaboradora expresión literal y con doble sujeto,
así como en familia, como a 50%: "Hemos decidido el Espíritu Santo y
nosotros" Hch 15,28), elemento divino y humano en colaboración.
¿qué hemos decidido? Sobre las dudas planteadas, "Hemos decidido el
Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que las indispensable: que os
abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre de animales
estrangulados y de uniones ilegítimas" (15,28-29). Es decir, ni
idolatrías, ni matrimonios ilegítimos, que vale tanto como cumplir el primero,
sexto y novenos mandamientos; y un residuo transitorio de norma judía de no
comer animales estrangulados, sin haber extraído antes la sangre por creer
erróneamente que el alma estaba en la sangre.
La respuesta de los Apóstoles fue clara: que ni la
circuncisión, ni la ley de Moisés entera podrían salvarles; sólo el amor a Dios
y al prójimo en Dios pueden salvar. Porque el mandamiento nuevo de Jesús era
esencialmente sólo eso: que nos amemos unos a otros como él nos ha amado. No
seamos ahora nosotros tan literalmente legalistas, que olvidemos que el
espíritu de la ley de Jesús es siempre sólo eso: el amor. La famosa frase de
san Agustín, “ama y haz lo que quieras”, bien entendida, quiere decir esto
mismo.
En
esta línea de desprendimiento de cosas no esenciales, la Iglesia actual también
tiene mucho camino que recorrer, aunque eso suponga romper con tradiciones
respetables pero obsoletas. Y no se puede decir razonable- mente que ellas, a
diferencia de las judías, son definitivas. Sólo la fe en Cristo lo es. Las
formas en que se concreta, tanto doctrinales como, mucho más, prácticas, no lo
son. Porque tienen un componente humano muy importante. Y por humano histórico
y sujeto a envejecimiento. La fidelidad a lo esencial nos obliga a encontrar en
cada momento la forma adecuada de expresión y vivencia de la fe.
El responsorial de hoy es el salmo 66,
en él se ha proclamado el reconocimiento
al Creador porque ha bendecido a la tierra con sus frutos, y llama a
todos los pueblos a unirse en esta acción de gracias. Es un mensaje muy actual,
pues implica superar odios y hostilidades para que todos los hombres puedan
sentarse en la única mesa y alabar al Creador por tantos dones que nos ha
hecho.
Así
comenta San Juan Pablo II este salmo: Todos los pueblos alaben a Dios
" 1. Acaba de resonar la voz
del antiguo salmista, que ha elevado al Señor un canto jubiloso de acción de
gracias. Es un texto breve y esencial, pero que se abre a un inmenso horizonte,
hasta abarcar idealmente a todos los pueblos de la tierra.
Esta apertura universalista refleja
probablemente el espíritu profético de la época sucesiva al destierro
babilónico, cuando se deseaba que incluso los extranjeros fueran llevados por
Dios al monte santo para ser colmados de gozo. Sus sacrificios y holocaustos
serían gratos, porque el templo del Señor se convertiría en "casa de
oración para todos los pueblos" (Is
56, 7).
También en nuestro salmo, el número 66,
el coro universal de las naciones es invitado a unirse a la alabanza que Israel
eleva en el templo de Sión. En efecto, se repite dos veces esta antífona:
"Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te
alaben" (vv. 4 y 6).
2. Incluso los que no pertenecen a la
comunidad elegida por Dios reciben de él una vocación: en efecto, están
llamados a conocer el "camino" revelado a Israel. El
"camino" es el plan divino de salvación, el reino de luz y de paz, en
cuya realización se ven implicados también los paganos, invitados a escuchar la
voz de Yahveh (cf. v. 3). Como resultado de esta escucha obediente temen al
Señor "hasta los confines del orbe" (v. 8), expresión que no
evoca el miedo, sino más bien el respeto, impregnado de adoración, del misterio
trascendente y glorioso de Dios.
3. Al inicio y en la parte final
del Salmo se expresa el deseo insistente de la bendición divina: "El
Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros (...). Nos
bendice el Señor nuestro Dios. Que Dios nos bendiga" (vv. 2. 7-8).
Es fácil percibir en estas palabras el
eco de la famosa bendición sacerdotal que Moisés enseñó, en nombre de
Dios, a Aarón y a los descendientes de la tribu sacerdotal: "El
Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su
favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6, 24-26).
Pues bien, según el salmista, esta
bendición derramada sobre Israel será como una semilla de gracia y salvación
que se plantará en el terreno del mundo entero y de la historia, dispuesta a
brotar y a convertirse en un árbol frondoso.
El pensamiento va también a la promesa
hecha por el Señor a Abraham en el día de su elección: "De ti haré
una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y serás tú una
bendición. (...) Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gn 12, 2-3).
4. En la tradición bíblica uno de
los efectos comprobables de la bendición divina es el don de la vida, de la
fecundidad y de la fertilidad.
En nuestro salmo se alude
explícitamente a esta realidad concreta, valiosa para la existencia:
"La tierra ha dado su fruto" (v. 7). Esta constatación ha impulsado a
los estudiosos a unir el Salmo al rito de acción de gracias por una cosecha
abundante, signo del favor divino y testimonio ante los demás pueblos de la
cercanía del Señor a Israel.
La misma frase llamó la atención de
los Padres de la Iglesia, que partiendo del ámbito agrícola pasaron al plano
simbólico. Así, Orígenes aplicó ese versículo a la Virgen María y a la
Eucaristía, es decir, a Cristo que procede de la flor de la Virgen y se
transforma en fruto que puede comerse. Desde esta perspectiva "la tierra
es santa María, la cual viene de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este
barro, de este fango, de Adán". Esta tierra ha dado su fruto: lo que
perdió en el paraíso, lo recuperó en el Hijo. "La tierra ha dado su
fruto: primero produjo una flor (...); luego esa flor se convirtió en
fruto, para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis
saber cuál es ese fruto? Es el Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la
esclava; Dios, del hombre; el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra" (74 Omelie sul libro dei Salmi, Milán
1993, p. 141).
5. Concluyamos con unas palabras
de san Agustín en su comentario al Salmo. Identifica el fruto que ha germinado
en la tierra con la novedad que se produce en los hombres gracias a la venida
de Cristo, una novedad de conversión y un fruto de alabanza a Dios.
En efecto, "la tierra estaba
llena de espinas", explica. Pero "se ha acercado la mano del
escardador, se ha acercado la voz de su majestad y de su misericordia; y la
tierra ha comenzado a alabar. La tierra ya da su fruto". Ciertamente, no
daría su fruto "si antes no hubiera sido regada" por la lluvia,
"si no hubiera venido antes de lo alto la misericordia de Dios". Pero
ya tenemos un fruto maduro en la Iglesia gracias a la predicación de los
Apóstoles: "Al enviar luego la lluvia mediante sus nubes, es decir,
mediante los Apóstoles, que anunciaron la verdad, "la tierra ha dado su fruto"
con más abundancia; y esta mies ya ha llenado el mundo entero" (Esposizioni sui Salmi, II, Roma 1970,
p. 551)".(San
Juan Pablo II. Audiencia general del
miércoles 9 de octubre de 2002 ).
La segunda
lectura tomada del Apocalipsis, nos habla de la
“nueva Jerusalén” que es la ciudad ideal, la ciudad en la que reinará
Dios, el verdadero reino de Dios.
En
la ciudad futura no habrá ya templo (v. 22). Pero, si ya no hay necesidad de
templo, tampoco habrá sacerdotes, ni sacrificios, ni distinción entre lo religioso
y lo humano. En la futura Jerusalén, el culto no solo se hace netamente
espiritual, sino que incluso parece suprimido, al menos como expresión
religiosa. La ciudad, en cierto modo llega a ser "laica", no por
ausencia o falta de Dios, sino precisamente por todo lo contrario: por la
plenitud de Dios, presente en todo (v.22). Toda acción es, a partir de ahora,
un aproximarse de Dios al hombre y de éste a Dios; le bastará al hombre existir
para estar cerca de Dios. No existirá en el nuevo Reino dualidad Iglesia-mundo,
ya que la humanidad glorificada será, en sí misma, transparencia a través de la
cual Dios se mostrará al hombre que, a su vez, será penetrado de El.
La
problemática surgida en nuestros días en torno a la secularización podría sacar
enorme provecho de las perspectivas abiertas por el autor del Apocalipsis, por
cuanto estas hacen posible una sana crítica del fenómeno religioso.
La
ciudad futura es esencialmente comunión. En ella remata Dios su proyecto de
unir a todos los hombres entre sí (tema de los nombres de las tribus que se les
da a las puertas de acceso a la ciudad: v. 12), unidos, al mismo tiempo con la
propia naturaleza ya restaurada (tema del cosmos, presentado como una piedra
preciosa: v. 11).
El
misterio pascual hace caducas muchas estructuras del pueblo elegido. El nuevo
emplazamiento para el culto, el lugar sagrado donde Dios se hace presente a su
pueblo, no es ya un templo de piedras, sino la asamblea de todo un pueblo. Deja
de ser acto religioso esencial la peregrinación a Jerusalén, para das paso a la
presencia de la Iglesia en Dios y en el mundo a la vez. De igual modo, el
despliegue de luz, tan característico en las fiestas religiosas del pueblo
judío, queda ahora totalmente oscurecido y superfluo ante la irradiación de la gloria
de Dios, presente en todos y cada uno.
Fijémonos en la afirmación de que es una ciudad sin
santuario («santuario no vi ninguno»), cuando en la mentalidad de todos los
tiempos una ciudad sin templo no es ciudad. Pero aquí, en la ciudad nueva, el
santuario es el Cordero, la entrega generosa, la donación que posibilita la
fraternidad. Cabe preguntarse qué derroteros habría tomado el mensaje de la
resurrección en una fe sin templos, mezclada a la vida y en lugares de
encuentro seculares y comunes.
En la misma línea se dice que la iluminación de la
ciudad no proviene de los astros, sino de la gloria de Dios y del Cordero. Es
decir: una ciudad es luminosa en la medida en que acoge a gente entregada y
generosa, fraterna y bien relacionada. Entonces hay luz en esa ciudad; de lo
contrario, la oscuridad se cierne sobre ella. Esa luz es la que dimana de la
resurrección de Jesús, el entregado y generoso, lámpara que ilumina la senda de
la historia.
Que la ciudad tenga doce puertas con tres de ellas en
cada punto cardinal está indicando que es una ciudad abierta a toda persona, a
toda cultura, totalmente incluyente. La ciudadanía era limitada a los
ciudadanos de cada ciudad. La nueva ciudad es de todos, toda persona puede
participar en su ciudadanía, basta ser persona, nadie queda excluido. Es el
sueño inagotable y nunca logrado de la fraternidad universal, la certeza de que
la casa de la persona es la persona. Esta es la «ciudad soñada» ya por la
profecía (Ezequiel) y que la resurrección alienta y tipifica.
Que los nombres de los apóstoles estén en el cimiento de la muralla está
indicando que los valores del Evangelio que los apóstoles difunden son los
valores sobre los que se cimienta la ciudad. Una relación humana asentada en
los valores de Jesús que son valores primordiales, comunes, perfectamente
compartibles con toda persona. La resurrección empuja a construir una
ciudadanía de valores y no solamente de mercados.
Hacia esa Jerusalén ideal, hacia ese reino de Dios, es
adonde debemos aspirar a vivir los cristianos de hoy. Una ciudad y un reino que
aún no están por desgracia en este mundo, pero al que los cristianos debemos
caminar con nuestro comportamiento y con nuestros deseos, con nuestro amor.
Para llegar a ella, nuestra única ley, nuestro único santuario, es el Señor
Dios todopoderoso y el Cordero.
Es
importante percatarse de la tensión hacia ese estado final. Lo primero de todo
para caer en la cuenta de que no se está en él todavía. A veces hay expresiones
y actuaciones de la iglesia que indican como si se creyera ya en ese momento.
Lo cual no es cierto ni mucho menos. Debemos ser conscientes de las presentes
limitaciones, defectos y pecados no sólo individuales sino colectivos y
eclesiales. Hablar mucho de la Santa Iglesia no ha de engañar. Ni menos actuar
como si todo fuera ahora así de positivo. Con todo, hay esperanza cierta de ese
final feliz. Por una vez.
El evangelio
de hoy nos sitúa en la víspera consciente del paso de Jesús de este mundo al
Padre. Padre y discípulos son las referencias personales de
Jesús.
Jesús anuncia, promete y revela una nueva presencia
que, sin duda, supone una novedad significativa. Los frutos de la resurrección
son la alegría, la paz y el testimonio de vida. ¿La alegría se nota en nuestra
vida y en nuestras celebraciones?. El Padre como fuente de su vida pasada, los
discípulos como proyección en el futuro de esa su vida pasada. El resultado es
una terna: Padre-Hijo-Discípulos (en el cuarto evangelio sinónimo de
creyentes). A través de ella discurre una misma realidad que se transmite: del
Padre a Jesús: de Jesús a los discípulos; de los discípulos entre sí. Esta
realidad tiene un nombre: amor.
Cuatro veces aparece como sustantivo y seis como
verbo. Constituye el dato central del texto de hoy. Ella colma las expectativas
de gozo de los discípulos (v. 11); ella crea niveles nuevos de relación (vs.
13-15).
El Espíritu prometido por Jesús (V 26) , nos enseña y
recuerda todo lo dicho por Él . Ésta es la gran tarea que Jesús le encomienda.
Es fácil deducir que el creyente no está solo, no es un huérfano. Primero,
porque el Padre no es Alguien lejano y distante; más bien, somos santuario y
morada de Dios mismo: “vendremos a él y haremos morada en él”. Esto lógicamente
supone unas relaciones nuevas con Dios-Padre: no es posible vivir como si todo
fuera como antes; desde Jesús, todo ha cambiado. La muerte de Jesús ha sido
ocasión para ser llenados por la presencia viva del Espíritu, que vive en
nosotros, está en nosotros y nos enseña el arte de vivir en verdad. El creyente
vive animado por el Espíritu, que hace nacer en nosotros el gozo de la fe.
¿Y la paz? Según el versículo 27 Jesús deja a los
suyos la paz como un regalo de despedida. El hecho en sí indica ya que la
palabra ha de entenderse en un sentido pleno y singularmente importante, como
don y como promesa que abarca cuanto Jesús reserva a la fe. En el lenguaje
bíblico el concepto de paz (hebr: shalom; gr. eirene) comprende un campo tan
amplio y vario, que no puede reducirse a una fórmula unitaria. El significado
básico de la palabra hebrea shalom "es bienestar y, desde luego, con una
clara preponderancia del lado físico" (G. von Rad). Se trata de un estado
de cosas positivo, que no sólo incluye la ausencia de la guerra y de la
enemistad personal -ésta es el requisito previo, para la shalom-, sino que
comprende además la prosperidad, la alegría, el éxito en la vida, las
circunstancias felices y la salud entendida en sentido religioso. En su palabra
de salud los hombres de Israel y del próximo oriente siguen hasta el día de hoy
deseándose la paz, shalom. En la aclamación al rey se dice: "Que los
montes mantengan la paz (shalom; otros traducen: salud, bienestar) para el
pueblo; las colinas, la justicia. Que él dé a los humildes sus derechos, libere
a los hijos de los pobres, reprima al opresor. Viva tanto tiempo como duren el
sol y la lluvia sobre el césped, como los chubascos que riegan las tierras. Que
en sus días florezca la justicia y la plenitud de la paz (shalom) hasta que
deje de brillar la luna" (/Sal/071/072/02-07).
La que Jesús nos regala es lo más grande del mundo, es
la plenitud de todos los dones del Espíritu. Si la paz reina en nuestro corazón
seremos capaces de transmitirla a los demás y de construirla a nuestro
alrededor. “La paz os dejo, mi paz os doy”: la paz la ofrece Jesús como un don
precioso. En la Biblia, la paz es uno de los grandes signos de la presencia de
Dios y de la llegada del Reino, síntesis de todos los deseos de bienestar, de
justicia, de abundancia, de fraternidad.
Sólo si Dios es el verdadero rey de nuestros corazones,
si de verdad amamos a Dios, podremos decir también nosotros que vivimos, somos
y existimos en Dios, porque Dios nos amará y vendrá a nosotros y hará en
nuestro corazón su morada, como nos dice san Juan. Esta nueva vida impregnada
del amor de que habla Jesús es mucho más que un mero sentimiento. Está
ratificado con la fidelidad, con el cumplimiento constante de la voluntad de la
persona amada. Es decir, en definitiva, sólo quien cumple con los mandamientos
de la ley divina es quien realmente ama al Señor. Lo demás es palabrería, una
trampa que ni a los mismos hombres engaña, y mucho menos a Dios. Eso es lo que
el Jesús nos enseña: El que me ama guardará mi palabra. Y por si acaso no lo
hemos entendido añade: El que no me ama, no guardará mis palabras. Examinemos
nuestra conducta y veamos si de verdad amamos al Señor. Y en caso contrario,
tratemos de rectificar.
Caminemos con esta persuasión y avancemos alegres por
la vida, desgranando nuestros días en un ambiente de incesante gozo pascual.
Que nada ni nadie nos turbe. Que pase lo que pase, conservemos la calma,
vivamos serenos y optimistas, persuadidos de que Jesús, con su muerte y con su
gloria, nos ha salvado de una vez para siempre. Y nos libera del poder del
pecado y de la muerte.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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