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sábado, 10 de septiembre de 2022

Comentarios a las lecturas del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario 11 de septiembre de 2022

 

Comentarios a las lecturas del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario 11 de septiembre de 2022

Las lecturas de este Domingo hablan de una realidad presente en la historia de la humanidad, presente en nuestra propia historia personal: el pecado. Insistimos en que es una realidad, aunque en nuestra sociedad cada vez más olvidada de Dios se busque negar, ignorar, dejar atrás, diluir, sustituir con otros nombres o explicaciones: «un defecto de crecimiento, una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387).

¿Qué es el pecado? No se puede comprender lo que es el pecado sin reconocer en primer lugar que existe un vínculo profundo del hombre con Dios. El pecado «es rechazo y oposición a Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 386), «es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387). Es un querer ser dios pero sin Dios, es querer vivir de espaldas a Él, desvinculado de los preceptos y caminos que en su amor Él señala al ser humano para su propia realización. El pecado es un acto de rebeldía, un “no” dado a Dios y al amor que Él le manifiesta. Todo esto queda retratado en la actitud del hijo que reclama su herencia: quiere liberarse del padre, salir de su casa para marcharse lejos y poder gozar de su herencia sin límites ni restricciones.

El pecado, que es ruptura con Dios, tiene graves repercusiones. Quien peca, aunque crea que está recorriendo un camino que lo conduce a su propia plenitud y felicidad, entra por una senda de autodestrucción: «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19, 4). Al romper con Dios, fuente de su vida y amor, todo ser humano sufre inmediatamente una profunda ruptura consigo mismo, con los demás seres humanos y con la creación toda.

¿Qué hace Dios ante el rechazo de su criatura humana?. Dios, por su inmenso amor y misericordia, no abandona al ser humano, no quiere que se pierda, que se hunda en la miseria y en la muerte, sino que Él mismo sale en su busca: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15). Dios en su inmenso amor ofrece a su criatura humana el don de la Reconciliación por medio de su Hijo. Es el Señor Jesús quien en la Cruz nos reconcilia con el Padre (ver 2 Cor 5, 19), es Él quien desde la Cruz ofrece el abrazo reconciliador del Padre misericordioso a todo “hijo pródigo” que arrepentido anhela volver a la casa paterna.

 

La primera lectura  tomada del Libro del Éxodo (Ex 32,7-11.13-14 ). Esta lectura del libro del Éxodo nos habla de la capacidad que tuvo Moisés para interceder por su pueblo, porque conocía en corazón de Dios y sabía que su Dios era un Dios misericordioso, que se compadecía siempre de la debilidad humana. "En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: anda, baja de la montaña que se ha pervertido tu pueblo. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado… Entonces se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo".

Nos presenta una vez más al pueblo escogido que se ha olvidado de Dios, que le vuelve la espalda y busca un dios más fácil, más hecho a la corta medida de sus corazones. Un dios manejable, un dios al que traigan y lleven de un lado para otro. Por eso se hicieron un becerro de oro, un ídolo semejante al que habían visto en Egipto.

En un lenguaje antropomórfico Moisés habla con Dios como quien habla con un padre lleno de amor hacia sus hijos. Sabe que Dios ama a su pueblo Israel con un amor entrañable y que esa es la causa de su enfado y de su ira cuando ve que su pueblo predilecto, Israel, le ha abandonado y ha preferido adorar al dinero, a un becerro de oro. Es tanta su ira, al no verse correspondido en el amor, que, por un momento, piensa abandonarlo y destruirlo. Pero Moisés conoce el corazón de Dios, un Dios cuyo corazón es puro amor, y se atreve a interceder por el pueblo que Dios mismo ha puesto bajo su dirección.

El Señor se irrita y Moisés tendrá que interceder a favor de los suyos ya que se han desviado del camino verdadero.

La intercesión-súplica viene descrita en los vs. 10-14 y se apoya en tres argumentos: 1) v.11: ¿Qué significado tendrá la liberación que Dios ha obrado hasta el momento presente si todo viene a destruirse ahora? 2) v.12 argumento del ridículo: si el Señor destruye al pueblo. El quedará en ridículo ante los egipcios perdiendo, por tanto, toda reputación; y 3) v.13: ¿dónde irá a parar la promesa hecha a los padres? Dios debe continuar su obra liberadora si quiere llevar a feliz término la promesa jurada a los antepasados.

Si Dios destruye al pueblo, el único descendiente de la promesa que queda es Moisés. Y el Señor le propone un plan muy halagüeño al sentir humano: "Veo que este pueblo es un pueblo testarudo. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti, sacaré un gran pueblo" (v.10). Pero Moisés no acepta esta honrosísima excepción, y por eso responde: "o perdonas sus pecados, o me borras de tu registro" (v.32). Al solidarizarse con los suyos, si Dios le hace morir, quedan invalidados el juramento y la promesa (algo imposible ya que la promesa debe continuar). Al querer correr la misma suerte que su pueblo, intercede eficazmente por ellos. Así el Señor tendrá que arrepentirse "de la amenaza que había pronunciado".

Tres ideas  en el texto:

Apostasía de Israel.

Intercesión de Moisés.

Perdón de Dios.

*El pecado de Israel fue contravenir la orden divina de no fabricarse imágenes de Dios. De suyo no era esto acto de idolatría, sino obediencia y camino para la idolatría. El Señor muestra a Moisés cuán irritado está por las veleidades y rebeldías de aquel pueblo. Propone a Moisés el plan de abandonar a aquel pueblo y hacerle a él caudillo de otro pueblo más dócil, con el que más fácilmente y más gloriosamente realizaría su obra salvífica.

*Es ejemplarizante la conducta de Moisés en este momento. La propuesta del Señor no halaga su vanidad. Moisés es fiel a la misión que el Señor le confió, de “Mediador” de su pueblo. Y puesto a prueba, demuestra que es el siervo fiel y el intercesor poderoso. De momento parece que su mediación a favor del pueblo va a fracasar: “Déjame” (10), le dice Dios: “Déjame que mi cólera se encienda contra ellos.” Este antropomorfismo indica cómo la oración es eficaz ante Dios. Con la oración trocamos el castigo en gracia.

* La oración de Moisés-Mediador. Moisés en este momento está a la altura de su función. Dios le ha dicho: “Tu pueblo se ha prostituido, se ha desviado del camino que le tenía Yo trazado”. A este reproche de Dios contra Israel, ¿Qué podrá responder el Mediador? “Y Moisés, acariciando el rostro de Yahvé su Dios, le decía: ¿Por qué, Yahvé, se ha de encender tu ira contra tu pueblo que hiciste salir de Egipto?” (11). La oración es “acariciar” el rostro del Padre. Y Moisés asegura el éxito de su plegaria cuando con tanta confianza como habilidad le dice a Dios: “No, Señor, no es “mi” pueblo; no lo saqué yo de Egipto. Es “tu” pueblo; el que Tú sacaste de Egipto; el que desciende de los Patriarcas por Ti tan amados; el portador de la Promesa y de las bendiciones mesiánicas” (11). ¿Cómo no se va a rendir Dios? ¿Qué otra cosa quiere Dios que la conversión del pecador para poderle perdonar? Moisés gana la partida.

El episodio nos descubre una ley esencial de la oración, que debe ser ante todo teocéntrica. Demasiadas veces, cuando nos  acercamos en la oración a Dios como pecadores tratamos a veces de disculparnos, pedimos un perdón que nos restituya la integridad perdida, prometemos obrar mejor en el futuro. Pero todo esto es todavía es muy egocéntrico: nos colocamos en el centro de la oración y tratamos de recuperar una paz y un equilibrio interiores. Moisés se sitúa de muy distinta manera en la oración: contempla a Dios en su benevolencia constante, en su permanente paciencia, en su fidelidad a la alianza. Esta oración es escuchada necesariamente: Dios no puede por menos de proseguir la obra de su misericordia.

Orar es compartir la mentalidad de Dios.

Moisés ha sido presentado frecuentemente como el intercesor por excelencia entre Dios y los hombres.

Este concepto del mediador nace espontáneamente en un contexto en el que el pueblo se encuentra fatalmente pecador y débil frente a un Dios poderoso y severo. Entonces, el pueblo delega fácilmente, para hablar con Dios, en quien se le presenta como el más justo, revestido de poderes divinos. Este concepto de mediador se enriquece en este relato con un punto de vista nuevo y absolutamente decisivo: Dios no reconoce como intercesor habilitado ante Él más que a quien se desposa con la humanidad y se solidariza totalmente con ella, cualquiera sea su pecado. Para Dios, el interlocutor válido no es el "justo" en el sentido legalista de la palabra, sino quien se entrega totalmente al servicio del pueblo, corriendo el riesgo de perderse con él si es preciso.

Dios está mejor representado cerca de los hombres por un servidor que se desprende de todo por ellos, mejor sin duda que por un testigo vengador de su poder y de su santidad.

 

El  responsorial es el salmo 50  (Sal 50,3-4.12-13.17.19) . El salmo 50 llamado  Miserere es el más famoso de los siete salmos llamados «penitenciales» en la tradición cristiana. Se trata de una confesión individual de pecado seguida de una plegaria para obtener el perdón.

La dinámica de este salmo la podemos sintetizar en estos dos movimientos:

a) Confesión sincera del pecado (vv. 1-8).

         b) Oración pidiendo la renovación (vv. 9-21).

El salmista reconoce su pecado. Frente a la confesión sincera de su culpa, de sus delitos, coloca la confianza segura de la misericordia de Dios, de su bondad, de su compasión. El pecado no se quita si no es arrojándolo en el océano infinito de la bondad de Dios. Si el pecado es grande, mayor, mucho mayor es la misericordia de Dios.

Si su sinceridad humana es grande, reconociendo y confesando su pecado, más grande aún es su visión de fe: cree en un Dios que ante todo es bondad y compasión, "lento a la ira, pronto al perdón, rico en misericordia". Y a él eleva su alma, en él desahoga su corazón. Conoce y reconoce su pecado y su recuerdo le atormenta sin cesar, sabe que en su culpa ha pecado contra Dios porque es una iniquidad toda acción que vaya en contra del querer de Dios, la maldad que él aborrece: y todo esto que le humilla lo confiesa a Dios.

En consecuencia, será del todo aceptable la sentencia que Dios dará por su pecado: no le importa tener que padecer, todo lo estimará justo, venido de Dios, todo será bueno si puede recuperar la amistad de Dios, su relación cordial con él.

El salmista manifiesta todo lo que siente. Su sinceridad junto con su humildad es lo que enternecerá el corazón de Dios.

Por esto, a continuación (v. 9 en adelante) pasa a una oración de insistente petición para su renovación espiritual, para su alegría, para su amistad con Dios, para la confirmación de su conversión. Que el hisopo, con el cual se asperjaba el agua del perdón, rocíe su alma y la limpie completamente, que su vida sea una nueva existencia, que recobre la paz, con la certeza de sentirse perdonado y amado. Su alegría le hará olvidar la humillación de los huesos quebrantados por la culpa y el dolor. Ahora todo tiene que ser nuevo.

Esta es la conversión: un reconocerse pecador, confiar en la bondad de Dios, salir de uno mismo, ir al encuentro de Dios, romper con lo anterior, caminar por una senda nueva, fijarse un compromiso: es decir, recibir una nueva existencia, una re-creación llevada a cabo por la gracia misericordiosa de Dios.

El salmista sabe que todo pecado tiene como primer referente a Dios mismo; la culpa llega a su corazón y es sólo él quien, con el perdón, puede recrear. Aunque, efectivamente, el orante tiene una profunda conciencia de ser pecador desde su propia concepción, sabe también con certeza que Dios puede intervenir llevando a cabo una salvación que es una nueva creación.

El orante dirige a Dios, presente en el templo, una acongojada e implorante oración de perdón, apelando a la misericordia del Señor y reconociendo sus propias culpas: «Misericordia, Dios mío; por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado» (vv. 3-5).

A la confesión sincera elevada por el orante a Dios, que siempre se muestra compasivo con el pecador, le sigue la súplica confiada en favor de la liberación de la culpa: «Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (vv. 9-12).

Es la oración de un hombre arrepentido que desea ser liberado del pecado, obtener la alegría de vivir. Quiere que se realice en su vida una nueva creación, un «corazón puro» y una renovación interior. Eso le permitirá volver a encontrar la comunión con Dios, experimentar la salvación, volver al estado de inocencia y estar disponible al servicio de un culto agradable al Señor (vv. 13ss).

Los dos últimos versículos del salmo parecen ser una añadidura posterior en tiempo del exilio cuando el templo estaba destruido y los muros de Jerusalén derruidos, pero sintonizan perfectamente con toda la composición, ya que se refieren al cumplimiento de toda confesión de los pecados: los sacrificios en el templo. Cuando se restablezca y haya de nuevo culto en Jerusalén, estos sacrificios ofrecidos con un corazón humillado y contrito, serán bien aceptados por Dios: la reconciliación será absoluta.

San Agustín nos dice de los últimos versículos del texto de hoy: " Si te ofreciera un holocausto -dice-, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro" (Agustín de Hipona, Sermón XIX, 2s, passim).

 

La segunda lectura de la Primera carta a Timoteo (1 Tim 1,12-17)

La segunda lectura es una densa presentación de la vocación apostólica de Pablo, el que persiguió a la Iglesia, por ignorancia de que en Cristo Jesús estaba la salvación del hombre y la suya propia.

San Pablo nos da en síntesis las tres etapas de su vida:

 - Etapa de perseguidor: Recarga las tintas al hablarnos de aquel período triste. “Fui blasfemo y perseguidor, y ultrajador”. La sincera humildad de Pablo se trasluce al definirse y clasificarse como “el primero entre los pecadores”

.- Gracia de conversión: Cristo ha mostrado su magnanimidad y bondad en el perdón del gran perseguidor. Pablo será en la Iglesia el monumento viviente de la bondad de Cristo.

- Elección para el ministerio del apostolado: Pablo considera esta elección como una predilección y una especial confianza que deposita en él Cristo: “Considerándome digno de confianza me estableció en el ministerio”. Por lo cual está sumamente agradecido a Jesús. Jesús le ha revestido de poder. Este “poder” es la virtud salvífica de Cristo. Ahora está en manos de los Apóstoles, que prosiguen en nombre de Cristo su obra salvífica: “Como me enviaste Tú al mundo, Yo también los envío al mundo” (Jn 17,18). La plenitud de su virtud salvífica la transmite Jesús a sus Apóstoles, y entre éstos está Pablo, elegido personalmente por el mismo Jesús.

El evangelio  de san Lucas  (Lc 15,1-32 ). En el evangelio de San Lucas se describen tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo. En los tres relatos se repiten los binomios, perdido-encontrado y tristeza-alegría. La lejanía de Dios es lo que produce la pérdida y su cercanía la posibilidad del encuentro. La tristeza por la soledad experimentada lejos de Dios se transforma en alegría tras el encuentro. Es Dios quien toma la iniciativa de buscar al extraviado, simbolizado en la oveja perdida, la moneda o el hijo pródigo. Es Dios el auténtico protagonista de las tres parábolas.

En el evangelio de hoy nos ofrece una parábola que es  praxis, declaración programática del Reino que esperamos, y, sobre todo, espejo del amor de Dios por sus criaturas. Es la parábola del Hijo Pródigo tan meditada y esplendorosamente manifestada en esa magnífica pintura del maestro Rembrandt que acoge, en un ambiente de una cierta penumbra al huido y tapa su humanidad arrodillada por la fuerza de sus brazos de padre amoroso.

Comienza el texto con esa afirmación: “se acercaba a él todos los publicanos y pecadores”. Es muy propio de San Lucas subrayar el “todos”, como en 14,33 cuando decía que quien no se distancia (apotássomai) de todos los bienes… Y también merece la pena tener en cuenta para qué: “para escucharle”. Escuchar a Jesús, para aquellos que todo lo tienen perdido, debe ser una delicia. También se acercaban, como es lógico, los escribas de los fariseos, pero para “espiar”.

En esta parábola los fariseos están representados por el hijo mayor que no comprende la actitud del padre, que reclama para sí un trato mejor y para su hermano el castigo y rechazo. Aquel hijo, aunque siempre había permanecido en la casa del padre, se hallaba lejos de él porque su corazón no sintonizaba con el corazón misericordioso del padre. Cegado por la ira, por el enojo, reclamaba un trato duro. Su corazón estaba cerrado a la misericordia, por tanto era incapaz de compartir el gozo que el padre experimenta al recuperar a su hijo. Así se mostraban aquellos fariseos que pensaban que estaban cerca de Dios porque cumplían la Ley, cuando en realidad estaban lejos de su corazón por su falta de misericordia, algo que continuamente les reclama el Señor: «Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9, 13; ver también: Mt 12, 7; 23, 23; Lc 10, 37).

La salvación y reconciliación que el Señor Jesús vino a traer no es exclusiva para los fariseos o para los judíos, sino que es un don del amor de Dios Padre para todos los hombres de todos los pueblos y de todas las generaciones, incluyendo a quienes menos lo merecen pero más lo necesitan. El Hijo de Dios ha venido a buscar y salvar también a los gentiles (Lc 7, 1ss), a los samaritanos (Lc 10, 33ss; 17, 16ss), a publicanos y prostitutas que desean volver a la casa del Padre (Lc 5, 32; 15, 1ss), a los despreciados por la sociedad (Lc 4, 18; 6, 20; 7, 22; 14, 13; 18, 22; etc.). Para Dios nadie está excluido, absolutamente todo ser humano es sujeto de redención porque es sujeto de su amor y misericordia.

 

Para nuestra vida

La historia descrita en la primera lectura  de un modo o de otro, se repite también hoy día. Todos los hombres somos iguales, pueblo de dura cerviz, que se empeña en seguir su propio camino, en lugar de recorrer el que Dios ha señalado... Ojalá que seamos capaces de reconocer nuestro pecado de idolatría y lo abandonemos. Ojalá volvamos nuestros ojos al Dios verdadero, el que de veras nos libra y nos salva, en vez de crearnos dioses a nuestra medida e interés.

En la historia descrita hay un intercesor Moisés. Como resultado de la intercesión de Moisés Dios se arrepiente de su amenaza y perdona, una vez más, a su pueblo. También en este caso, como en las parábolas de la misericordia, vemos que el amor tiene siempre para Dios la última palabra. Fijémonos también, en este caso, en el poder de la intercesión. Moisés intercede por amor y Dios, que lo sabe, perdona también por amor. esa intercesión es la que realiza la Iglesia y tantos creyentes unos por otros. La gran intercesión la realizó Jesucristo.

Profundicemos en el texto proclamado. Mientras que Moisés se encuentra en la cima del monte Sinaí, donde Dios le dio las tablas de la ley, el pueblo permanecía a los pies del monte esperando. Como Moisés tardaba en bajar, el pueblo decidió dar la espalda a Dios y construirse un toro de oro al que adorar. Los israelitas dejaron de adorar a Dios y comenzaron a adorar a este ídolo construido por manos humanas. Decían los israelitas que era el toro el que les había sacado de la esclavitud de Egipto. Por este motivo Dios se enfadó, y decidió exterminar a su pueblo. Así se lo dijo a Moisés, como hemos escuchado en la primera lectura. E incluso le ofreció a Moisés ser el único hombre del que haría un gran pueblo. Pero Moisés suplicó a Dios por su pueblo, intercedió por los israelitas y pidió a Dios que no castigara de ese modo a su pueblo. La ira no es propia de Dios, más bien al contrario. Así se lo recuerda Moisés, que le pide que tenga compasión de su pueblo. De este modo, Moisés consigue que Dios recapacite y vuelva a ser Dios, vuelva a tener unas entrañas de misericordia, capaz de perdonar a su pueblo a pesar de que los israelitas le hubiesen vuelto la espalda. Dios se arrepiente, se compadece y tiene misericordia de su pueblo. Esto sí es propio de Dios.

Sepamos ser también nosotros intercesores ante nuestro Dios para que perdone nuestros pecados y los pecados del mundo entero. Seguro que Dios se va a alegrar cada vez que una persona se convierte debido a nuestra intercesión.

 

 

El salmo nos sitúa ante la realidad del pecado.

El salmo 50 es el salmo cuaresmal por excelencia. Se le sitúa entre los salmos de súplica individual y data del final de la época monárquica. Habría sido compuesto para una liturgia penitencial presidida por el rey. Pero es obvio que ha servido de sustento a la oración de innumerables personas lo suficientemente religiosas para reconocerse en él.

Desde el primer versículo es notable la orientación de esta oración. Lejos de querer declarar inocente al salmista, la súplica se dirige de entrada a Dios para pedir su misericordia, su amor. La salvación del pecador está por completo en las manos de ese Dios que el amor define radicalmente. Por supuesto, no se ignora que Dios es justo, que quiere la verdad y la sabiduría en el corazón del hombre, pero precisamente esta "justicia" de Dios se manifestará, ante todo, en el perdón concedido al pecador. Se podría decir que se trata nada menos que de su honor, ya que el pecador perdonado se convertirá en testigo de Dios: podrá mostrar a los pecadores el camino de la verdad, y "hacia Dios volverán los extraviados". El reconocimiento del pecado tiene, pues, también una dimensión profética. Forma parte de la "confesión" de las obras de Dios.

El salmista reconoce su falta sin rodeos. No teme contemplar ese pecado que siempre "está ante él". El sentido profundo del pecado sólo existe para poder captar mejor la dimensión del perdón divino. El hombre ha pecado "contra Dios" y sólo contra él... Sin duda, conoce las repercusiones sociales de su falta, pero en el acto litúrgico de la confesión pone el acento sobre Dios, que está en el origen de todas las cosas, tanto del perdón como del sentido último de todo pecado. ¡No se puede expresar mejor hasta qué punto está de acuerdo Dios con la vida humana y su condición existencial! La conciencia del salmista es tan viva que se reconoce "nacido en la culpa", "pecador desde el vientre de su madre". No parece que sea necesario buscar en estas expresiones una teología explícita del pecado original, y menos aún del modo como se transmite, ya que el que ora se sitúa aquí a un nivel existencial; tiene conciencia de pertenecer a una humanidad pecadora, a un pueblo pecador en el que ninguna existencia podría escapar al peso de la miseria. Lo veremos mejor cuando apele al Dios creador para que le salve de su culpa. La conciencia de pecado supera absolutamente la dosificación aparentemente justa que un juez podría hacer de las responsabilidades y las circunstancias atenuantes. Se trata nada menos que de la existencia "frente a Dios". Israel es un pueblo santo, y el pecado obstaculiza al mismo Dios.

Son importantes los versículos 4, 9, 12 y 14. Si los dos primeros hacen probablemente alusión a un baño ritual de purificación, los otros interiorizan el proceso e indican que el rito es la cara visible de una profunda renovación del ser. De esta manera, el salmo se inscribe en una gran corriente de pensamiento que va desde los discípulos de Isaías hasta los evangelistas, para definir en términos de bautismo la restauración del hombre y del cosmos.

El hombre contemporáneo busca de todos los modos posibles la manera de cancelar todo sentido de culpa, llamando con frecuencia bien al mal y viviendo en una pretendida autosuficiencia ética, vive uno de los más grandes tormentos y de las más profundas soledades precisamente porque le falta la alegría de recibir el perdón.

En el fragmento del salmo se expresan dos sentimientos: el reconocimiento de nuestro pecado ante Dios y la seguridad de ser renovados por su Espíritu en lo más íntimo de nuestro ser. El pecado es una infidelidad al amor que Dios nos tiene, y no una mera infracción de un código externo. El pecado nos separa de Dios, principio de vida. El perdón que Dios nos regala es una nueva creación, una renovación interior expresada mediante la imagen de "un corazón nuevo". La purificación profunda que el salmista pide a Dios produce la restauración de las relaciones con Dios. El pecador arrepentido se siente perdonado por Dios y quiere que todos los conozcan: "Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza". Quiere que todo el mundo experimente la misericordia de Dios y se hace pregonero de su amor. Dios acepta como única ofrenda "un corazón quebrantado y humillado".

Esta experiencia, que acompaña al ser humano en su historia y que tan bien expresa  el Miserere nos conduce, a un horizonte en el que se puede medir la gravedad de las acciones humanas, porque respecto a todo pecado debemos decir a Dios: «Contra ti, contra ti, sólo pequé» (v. 6). Pero pone también de manifiesto la maravillosa novedad que Dios, en su gran amor, puede llevar a cabo: hace nuevas todas las cosas, o sea, recrea. Por eso la invocación: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro» (v. 12), expresa al mismo tiempo arrepentimiento y experiencia de salvación.

¡Cuántas veces, en efecto, después de una mala acción, tras pronunciar una palabra injusta, nos sorprendemos pensando: podíamos no haberlo hecho. Pero sólo Dios puede cancelar nuestro pecado hasta restituirnos una integridad total; es ésta una fuente de alegría que necesita el corazón humano para recomenzar, para volver a partir con una vida nueva.

San Agustín nos ayuda a meditar este salmo. " «Yo reconozco mi culpa», dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.

¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Qué dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios " (Agustín de Hipona, Sermón XIX, 2s, passim).

 

En la segunda lectura (1 Tim. 1, 12-17)tenemos la confesión de San Pablo a su discípulo Timoteo. Este tipo de testimonios son importantes en la vida cristiana. La sinceridad de nuestra experiencia religiosa manifestada de forma sencilla es una forma perfecta de evangelizar.

En esta Carta San Pablo reconoce haber sido blasfemo y perseguidor de la Iglesia de Cristo. Y habla de cómo el Señor -a pesar de todo eso- le había tenido confianza para ponerlo a su servicio. San Pablo le asegura a Timoteo que “Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores”. Recordemos eso nosotros: el propósito de la venida de Cristo al mundo fue para buscar y salvar a los pecadores. Como hizo con Pablo, quien, en palabras de su Carta, se confiesa el más grande pecador.

La misericordia de Dios Padre se nos muestra a través de su Hijo Jesucristo. Cristo es el rostro de la misericordia del Padre. De este modo, Cristo, Dios hecho hombre que ha venido al mundo para manifestar el amor de Dios, hace visible al mundo la misericordia del Padre. Así lo explica el apóstol san Pablo a Timoteo. San Pablo ha experimentado la misericordia de Dios en su encuentro con Cristo, pues Cristo le llamó y le eligió como apóstol, le hizo capaz, se fio de él. Y eso que San Pablo, como él mismo reconoce, era un pecador, un blasfemo, un perseguidor y un violento. Pero la misericordia de Dios va más allá del pecado. EL amor de Dios puede a todo tipo de mal. Y cuando alguien se encuentra con este maravilloso don del amor de Dios, toda su vida cambia, como cambió la de san Pablo. Y así, el que era un pecador, un perseguidor de Cristo, se convierte ahora en un apóstol de Cristo. Dios, por medio de su Hijo, ha manifestado a Pablo su amor, un amor que perdona, que siente compasión y que elige no al que es válido o al que lo merece, sino que elige al pecador. Porque son precisamente los pecadores los destinatarios de la Buna Noticia de Cristo.

 

San Lucas en la llamada "Parábola del Hijo Pródigo" manifiesta  la ternura de un Dios que nos invita a estar a su lado. Dios Padre refleja en su rostro los rasgos de la vida.

" Me pondré en camino adonde está mi padre". Pero el perdón y la misericordia de Dios requieren de nosotros que demos un paso adelante. Cuando desviamos nuestro camino y nos apartamos de Dios, nos perdemos. Pero Dios no se resigna a perdernos. Él sale en nuestra búsqueda. Y cuando nos encuentra, hace fiesta. Porque para Dios vale más la conversión de un pecador que noventa y nueve que no necesitan conversión. Pero la tercera parábola, la conocida como parábola del Hijo pródigo, nos muestra que no sólo basta con que Dios salga en nuestra búsqueda. Nosotros no somos seres inertes como una moneda, ni seres irracionales como una oveja. Dios nos ha dado entendimiento y voluntad, y espera de nosotros que respondamos a su llamada, que salgamos en su búsqueda. Como el Hijo pródigo, también nosotros hemos de dar un paso adelante y salir al encuentro de Cristo. Cuando lo hagamos en serio descubriremos que ya antes de que nosotros saliéramos a buscar al Señor, Él estaba esperándonos, con los brazos abiertos, como el padre de la parábola, para llenarnos de besos, darnos una túnica nueva, devolvernos la dignidad perdida y hacer una fiesta. Porque la alegría de Dios está en nuestra conversión.

El da vida a aquellos que, libremente, deciden seguirle. Dios Padre nos da vida porque es Amor. Habitar en la casa del Padre es gozar de la misericordia y el cariño de Dios. El hijo menor representa al discípulo autosuficiente que se ha alejado del camino. Lejos de la casa del padre no hay vida verdadera, sino desgracia y muerte. Pero el discípulo decide volver al buen camino y allí goza de la profundidad de la vida.

Cada atardecer se asomaba al camino aquel padre que no podía olvidar a su hijo menor y perdido, deseando su retorno con toda el alma. Por eso cuando le ve venir sale corriendo a su encuentro, lo estrecha entre sus brazos, le besa, ríe gozoso y también llora.

El Padre lo acoge de nuevo y, de alguna manera, vuelve a engendrarlo. La acogida paternal y amistosa del Padre devuelve a aquel hombre la certeza de sentirse querido y lo rehabilita como persona. El hermano mayor es el paradigma del cristiano que siempre se ha creído en el camino adecuado, pero le ha faltado lo más importante: el amor que supone el encuentro personal con el Dios que nos da vida. Había vivido en la misma casa del Padre, ha pertenecido desde su bautismo a la Iglesia, quizá ha trabajado duramente en defensa de su fe, pero no ha experimentado el gran gozo del amor del Padre. Por eso pone dificultades a la misericordia, no entiende a una Dios que perdona siempre sin límites.

El Padre es el auténtico protagonista de la Parábola. Debería titularse: "Parábola del Padre Pródigo en amor". El Dios de Jesucristo es el Dios de la vida. Cuando nos alejamos de El nuestra vida se debilita. Cuanto más estemos lejos del fuego de su amor, más frío tendremos. Nos sentimos solos y abandonados, como la oveja perdida. Cuando nos cerramos a su amor, como el hijo mayor, nos invade la rutina, la desesperación y el desamor. Lo más significativo que nos enseña la parábola no es ni nuestra huida ni nuestra cerrazón, lo más importante es la misericordia y la ternura de Dios, que quiere que vivamos de verdad.

Jesús piensa en el Padre que tanto ama a sus hijos que no ha dudado en entregar al Unigénito para redimir a los pecadores. Reflexionemos en todo esto, dejemos de una vez el andar tras del pecado, retornemos una vez más, siempre que haga falta, pobres hijos pródigos hasta la casa paterna, donde Dios nos espera con los brazos abiertos.

 

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

jueves, 24 de marzo de 2022

Comentario a las lecturas del III Domingo de Cuaresma. 20 de marzo de 2022

 Ya queda un poco lejos el miércoles de ceniza. Ese día el Señor, nos invitó a la conversión. Nos recordó que éramos su viña. Pueblo de su propiedad. Nación consagrada. Y que, esa viña (con higuera incluida) ese pueblo o nación, han de ser cuidados con la oración, la penitencia manifestarse en obras de  caridad. ¿Cómo van esos propósitos? ¿Hemos avanzado en algo? ¿Hemos salido del vacío para llenar nuestra vida de contenido? ¿Hemos socorrido alguna necesidad material o espiritual? ¿Nos hemos alejado de algunos aspectos extremadamente opulentos, artificiales o superficiales? ¿Somos conscientes de la variedad de oportunidades que Dios nos da para realizarnos?.

Los textos bíblicos de este Domingo plantean temas importantes para nuestra reflexión: el de la primera lectura (Éxodo 3,1-8a. 13-15) y el salmo responsorial [Salmo 104 (103), 1-2.3-4.6-7.8 y 11]- se refieren al encuentro con Dios que nos libera; en el de la segunda lectura (1 Corintios  10, 1-6.10-12) el apóstol Pablo exhorta a la vigilancia; y en el del Evangelio Jesús nos invita a la conversión, propia de este tiempo de Cuaresma.

La primera lectura  del libro del Éxodo  (Ex 3,1-8a.13-15) nos encontramos a Moisés en el desierto del Sinaí, en la tribu de Madián, en donde se casa con la hija del jefe y en donde recibe una formación religiosa y jurídica conforme a las tradiciones de los nómadas. Seguramente Moisés encontró al lado de Jetró hasta el nombre del Dios de sus padres y algunos ritos como la circuncisión (Ex. 4, 24-26). Esta experiencia debió de ser particularmente interesante para Moisés, que enriquecía así su formación jurídica y administrativa egipcia con una vuelta a las fuentes tradicionales y una preparación más apropiada al estado nómada que habría de compartir con su pueblo.

En este contexto se sitúa una experiencia religiosa particularmente decisiva. Cuando estaba apacentando los ganados de su suegro, Moisés, que sin duda no estaba suficientemente iniciado en las costumbres religiosas de Madián y desconocía la localización de sus lugares sagrados, penetra casualmente, quizá para ponerse al abrigo de una tormenta (v. 5), en uno de esos lugares, cerca de Horeb (allí donde un día volverá a sellar la alianza; al redactor le gustan estas premoniciones). El recinto rodea un árbol sagrado que es repentinamente fulminado por un rayo (vv. 2-3).

Moisés medita sobre estos acontecimientos misteriosos y esta experiencia mística le lleva a comprender que el Dios de sus antepasados es también el Dios de la promesa (v. 6). La profundización del contenido de esa promesa permite a Moisés abrir los ojos respecto a la desgraciada situación de los hebreos en Egipto y le hace comprender que esa situación no puede eternizarse sin que Yahvé quede por mentiroso. De todo eso llega Moisés a una conclusión: Yahvé no tardará ya en venir en ayuda de los hijos de aquellos a quienes ha prometido una tierra y una descendencia numerosa (vv. 7-8).

El encuentro entre Moisés y Dios es real. Pero Dios está menos en la zarza fulminada que en el corazón de Moisés, que busca un significado a los sucesos que está viendo. 

Pero un enviado no tiene probabilidad alguna de ser bien recibido si no dice en nombre de quién cumple su misión (v. 13).

El nombre que Moisés revelará a sus hermanos es el de Yhwh-Yahvé (v. 15); quizá se trate del nombre de uno de los dioses del panteón de aquella época, especialmente venerado en el Sinaí. Lo que importa es que designe al Dios, un tanto olvidado, de los patriarcas y de las promesas.

El texto da una etimología nueva de la palabra "Yahvé": "Yo soy el que soy" (v. 14). No se trata de una definición metafísica de la naturaleza de Dios, sino de una afirmación de doble vertiente: una vertiente evasiva en primer lugar (como cuando decimos en castellano: "hay que hacer lo que hay que hacer"): Dios, de todas formas, está por encima de todo nombre y no puede ser aferrado, y también una vertiente histórica: podría traducirse, en efecto, con mayor exactitud: "seré el que seré", que vendría a decir: me conoceréis en lo que haré por vosotros: "es la historia la que me desvelará".

Así, pues, el nombre de Dios salvaguarda su misterio y su trascendencia y descubre al mismo tiempo su inmanencia a la historia y a la misión del patriarca. El hombre actual apenas si ha progresado sobre Moisés cuando quiere nombrar a Dios. Posiblemente experimenta con más fuerza la vanidad de los esfuerzos del mundo y de la metafísica para dar a Dios un nombre válido. Dios no está a merced de los proyectos míticos, ni de los fracasos o de los éxitos de la empresa metafísica. Sin embargo, nosotros sabemos que Dios no puede ser encontrado más que en la condición del hombre, sobre todo desde que esta condición encontró en Jesucristo su clave y finalidad.

Hoy el responsorial es el salmo 102 (Sal 102,1-8.11). El salmista desde el principio se siente conmovido por la benevolencia divina y levantando en alto el estandarte de la gratitud; salta desde el fondo de sí mismo, dirigiendo a sí mismo la palabra, expresándose en singular que, gramaticalmente, denota un grado intenso de intimidad, utilizando la expresión «alma mía» y concluyendo enseguida «con todo mi ser».

En el versículo segundo continúa todavía en el mismo modo personal, dialogando consigo mismo, conminándose con un -«no olvides sus beneficios». E inmediatamente, -y siempre recordándose a sí mismo- despliega una visión panorámica ante la pantalla de su mente: el Señor perdona las culpas, sana las enfermedades y te ha librado de las garras de la muerte (v. 3-4). No sólo eso: y aquí el salmista se deja arrastrar por una impetuosa corriente, llena de inspiración:

"te colma de gracia y ternura, sacia de bienes todos tus anhelos y como un águila se renueva tu juventud" (v. 4-5).

No importa que digan que somos polvo y humo, y que, incluso, cada uno así lo experimentemos. La gracia y la ternura revestirán nuestros huesos carcomidos de una nueva primavera, y habrá esplendores de vida sobre nuestros valles de muerte. ¿Por qué temer? Una juventud que siempre se renueva, como la del águila, te visitará cada amanecer; y tus anhelos, aquellos que palpitan en tus estancias más secretas, serán completamente saciados de dicha. Todo será obra del Señor. Miedo ¿a qué? ¿Por qué llorar?

En el versículo 6 el salmista hace una transición: de la experiencia personal pasa a la contemplación de los hechos históricos protagonizados por el Señor a favor del pueblo. Fue una historia prodigiosa. Por su pura iniciativa, enteramente gratuita, el Señor extendió sus alas sobre Israel, que fue tribu nómada primero y pueblo esclavizado después, errante de país en país, y siempre despreciado bajo cielos extraños.

Como protagonista absoluto de la historia, el Señor los defendió contra la prepotencia de los poderosos, oscureció la tierra de los opresores, en vez de lluvia les envió granizo, sus viñas y bosques fueron pasto de las llamas, nubes de insectos asolaron sus campos, y en fin, el terror cayó sobre la tierra entera. Y así, los opresores no tuvieron más remedio que dejar en libertad a Israel que fue conducido amorosamente e instalado en la tierra prometida. Todo esto está sintéticamente descrito en los versículos 6 y 7, y ampliamente narrado en el salmo 105.

Resuena con fuerza la palabra Misericordia.

Desde luego no hay otra palabra que mejor defina a Dios; ella expresa admirablemente los rasgos fundamentales del rostro divino. Es, además, hija predilecta del amor y hermana de la sabiduría; nace y vive entre el perdón y la ternura.

Todas las experiencias vividas por Israel a lo largo de los siglos, y por el salmista a lo largo de sus años, están expresadas en esa fórmula que parece el artículo fundamental de la fe de Israel: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (v. 8).

 

La segunda lectura tomada de I corintios ( 1 Cor 10,1-6.10-12), es un ejemplo característico de interpretación tipológica del AT. Esta interpretación es posible gracias a una determinada comprensión de la historia de salvación, en la que la continuidad de la acción salvífica de Dios permite establecer una relación entre los tiempos de la antigua alianza y los de la nueva. El dato temporal que da Pablo cuando habla de «el fin de los tiempos» (v 11) debe entenderse del momento típico en el cual se sitúan los cristianos: la encrucijada en que acaba el tiempo viejo y comienza el nuevo y definitivo.

La interpretación del Apóstol acepta no sólo la historicidad de los hechos antiguos, sino también la concreta realidad salvífica que significaron para el pueblo de Israel en un momento determinado. Además de signos externos, eran actualización de la salvación de Dios o, si se prefiere, el hecho mismo implica la presencia salvífica de Dios manifestada mediante unos signos.

 -"Nuestros padres... fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar": Todos los cristianos, tanto los que proceden del judaísmo como de los gentiles, son hijos de Abrahán, por su incorporación a Cristo, descendencia de Abrahán. El paso a través del mar Rojo lleva la referencia hacia el bautismo: el paso por el agua como liberación de la esclavitud y del pecado.

-"Todos comieron el mismo alimento espiritual": Unos nuevos hechos del Éxodo ilustran la Eucaristía: el maná y el agua que brota de la roca en el desierto. La expresión "espiritual" se ha interpretado de varias maneras: como sinónimo de simbólico; o por su origen milagroso; pero la mejor lectura es referirlo a Cristo resucitado. La Eucaristía es una comida y una bebida que hacen participar al hombre de la situación gloriosa de Cristo. Notemos cómo Pablo añade una leyenda rabínica sobre la roca que seguía al pueblo en el desierto: la roca se convierte en un símbolo de Cristo.

-"Todo esto les sucedía como un ejemplo": Pese a las maravillas que Dios realizó en favor de su pueblo, algunos cayeron en la idolatría o murmuraron y murieron castigados en el desierto. Conviene que los cristianos lean el AT como una advertencia también para ellos, ya que están insertos en la misma historia de la salvación.

El evangelio corresponde al cap. 13 de san Lucas ( Lc 13,1-9). El texto evangélico se encuentra dentro de la narración del viaje a Jerusalén. Dos episodios violentos dan pie a Jesús para notar que no son sólo culpables los que sufren algún castigo, sino todos: los galileos y los habitantes de Jerusalén. Y que es necesario, por tanto, entrar en el camino de la conversión.

Jesús es informado del asesinato de unos galileos por soldados romanos. -"Se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos...": El primer caso es el de unos galileos que fueron muertos mientras ofrecían un sacrificio. Parecería que se trataba del sacrificio del cordero pascual que debía realizarse en el recinto del Templo. No sabemos a qué hecho se refiere el evangelista; per sí sabemos, por ejemplo, que Pilato actuó violentamente contra los samaritanos cuando subían a su santuario de Garizim, el año 35 d.C.

Nada dice el texto acerca de la intencionalidad de los informantes. Por el comentario de Jesús se deduce que lo que a Lucas le interesa es la lectura religiosa del hecho. Existía entonces, en efecto, la creencia generalizada de que determinadas desgracias personales eran consecuencia de un pecado precedente.

Contando con esa creencia hace Jesús la siguiente pregunta: "¿Creéis que, por haber sufrido tal suerte, esos galileos eran más pecadores que el resto de galileos?"

Las palabras posteriores dejan bien a las claras que la pregunta no es en realidad tal, sino que se trata de un recurso retórico para hacer una afirmación rotunda: Esos galileos no son más pecadores que el resto de galileos. Para a continuación añadir: Y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Este añadido es lo que a Jesús le interesa y no la creencia, en la que Jesús parece más bien no creer mucho. El problema no está en los muertos; el problema está en los vivos, que teorizan dando por sentado que la cosa no va con ellos.

Jesús añade un segundo hecho, a partir del cual formula la misma pregunta retórica cambiando únicamente de personas. -"Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé[1]": En vez de galileos habla de jerosolimitanos. Galilea en el norte, Jerusalén en el sur. Galilea y Judea, es decir, la totalidad de Israel. La totalidad del pueblo de Dios es invitado a convertirse.

Se parecería que es un hecho conocido, recientemente, por los oyentes de Jesús. Uno y otro hecho desembocan en una advertencia: "si no os convertís, todos pareceréis de la misma manera".

El texto concluye con la historia de la higuera que no da fruto, pero a la que no se arranca en la confianza de que lo dará. La parábola desempeña un doble papel, crítico y esperanzador. A su vez ilumina el sentido de la conversión, que no es sólo ruptura con algo mal hecho, sino también realización de algo nuevo y diferente.

-"Y les dijo esta parábola: Uno tenía una higuera...": La parábola que Lucas añade en este contexto refuerza la advertencia sobre la conversión. Los galileos y los que murieron bajo la torre, no murieron porque fueran más pecadores que los demás. Toda muerte repentina debe hacernos mirar hacia nosotros mismos: tenemos un tiempo para nuestra vida y debemos aprovecharlo. La llamada de Jesús es la última oportunidad que se nos da; como en la parábola, a la higuera se le da un tiempo para que no sea improductiva.

 

Para nuestra vida.

La primera lectura nos presenta la relación entre Dios y Moisés, sin duda una de las más asombrosas de toda la Biblia. El propio Señor le enseña a Moisés como ha de comportarse en su presencia. Es, pues, un ejemplo de una insondable belleza y pleno de lógica. Dios anuncia a Moisés que librará a su pueblo de la opresión egipcia y que ha de ser el mismo Moisés quien anuncie a ese pueblo lo que va a hacer el Señor. Y, entonces, la pregunta es sencilla, muy obvia. ¿Y cuál es tu nombre? ¿A quién tengo que anunciar? ¿De parte de quien digo que voy? El texto presenta una grandiosa lección teológica: Dios responde que no tiene nombre, que esta tan grande su realidad que solamente puede ser definido con una frase demasiado obvia y casi oscura: “Soy el que Soy”. Al conjugar ese verbo surge la fórmula del nombre hebreo de Dios “El que es”, Yahvé. Luego, muchos años después, al intentar pasarlo al griego se dio la traducción de una palabra que da una concreción ajena al pueblo hebreo, Teos, Dios.

¿Cómo ocurrieron los hechos?. "En aquellos días, pastoreaba Moisés el rebaño de su suegro Jetró..." (Ex 3, 1). Moisés ha huido de Egipto, se ha refugiado en la tierra de Madián. Él había querido ayudar a su pueblo, se interpuso en aquella pelea de hermanos, entre aquellos hombres que llevaban la misma sangre de los patriarcas en sus venas. Pero no aceptaron su mediación, le echaron en cara el haber defendido con la violencia a un hebreo, tratado con crueldad por un capataz egipcio. Ante aquella actitud desconcertante de repulsa, ante aquel peligro de ser denunciado por la gente de su mismo pueblo, Moisés abandona precipitadamente la corte del faraón y se refugia en la heredad de Jetró.

Ahora su vida ha cambiado, lleva cayado de pastor; su piel curtida por el viento solano del desierto, su vida transcurre por el silencio y la soledad de los campos de Madián. Un día la voz de Yahvé, el Dios de su pueblo, se dejó oír entre el chisporroteo de una zarza que arde: "¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Aquí estoy". La voz de Dios que llama. "El Señor le dijo: He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos" (Ex 3, 7). Israel gime atormentado por la opresión del yugo de su esclavitud. El faraón pretende exterminarlo lentamente, sacándole todo el provecho posible, explotándolo miserablemente. El trabajo aumenta y la ración de comida disminuye. Los hebreos claman en el estrépito del trabajo y en el silencio de las claras noches junto al Nilo. Dios se compadece de aquella situación y decide libertarlos. Ese amor infinito del Señor va a desplegarse en mil prodigios y señales. Él no puede consentir por más tiempo aquella penosa situación. Es como si no sufriera el ver a los suyos maltratados de aquella forma.

Demasiadas veces hoy también hay opresión, también existen injusticias, penas, sinsabores, angustias, miedos, situaciones insostenibles. Hay muchos que gimen y que lloran en mil rincones del mundo. Muchos que pasan hambre, muchos que no tienen fe, muchos que malviven sin ninguna esperanza, muchos que mueren sin un poco de cariño... Una multitud de seres desgraciados que extiende sus brazos escuálidos, pidiendo compasión para tanta miseria. También le pedimos a Dios que vuelva a nuestra tierra, que saque de la esclavitud a quienes están sumidos en ella, condúcenos con mano firme, a través del desierto, hacia la Tierra de Promisión.

Como a Moisés también a nosotros nos llama Dios. Ojalá sepamos responder como Moisés: Ojala digamos "Aquí estoy". El Señor espera disponibilidad, rapidez para secundar los planes que tiene para nuestra  vida. Prontitud para seguir la voz de la conciencia, la voz del Señor que resuena constantemente en nuestra vida de cada día, pidiendo nuestra colaboración, nuestra  lealtad a los compromisos de cristiano, "hijo querido de Dios".

El salmo de hoy, es el gran salmo de la ternura misericordiosa de Dios. El concepto de amor contiene variados y múltiples alcances, y uno de ellos es el de la ternura. No obstante, a pesar de entrar la ternura en el marco general del amor, tiene ella tales matices que la transforman en algo diferente y especial en el contexto de amor.

La ternura es, ante todo, un movimiento de todo el ser, un movimiento que oscila entre la compasión y la entrega, un movimiento cuajado de calor y proximidad, y con una carga especial de benevolencia. En las raíces de la ternura, descubrimos siempre la fragilidad; en ésta nace, se apoya y se alimenta la ternura. Efectivamente, la infancia, la invalidez y la enfermedad, donde quiera que ellas se encuentren, invocan y provocan la ternura; cualquier género de debilidad da origen y propicia el sentimiento de ternura. Por eso, la gran figura en el escenario de la ternura es la figura de la madre.

La Biblia, cuando intenta expresar el cariño de Dios, siempre saca a relucir la figura paterna, debido sin duda al carácter fuertemente patriarcal de aquella cultura en que se movieron los hombres de la Biblia. No obstante, si analizamos el contenido humano de las actividades divinas, llegaremos a la conclusión de que estamos ante actitudes típicamente maternas: consolación, comprensión, cariño, perdón, benevolencia. En suma, la ternura.

Las palabras  del salmo resuenan en nuestros labios, “El Señor es compasivo y misericordioso”.

Entre todas las atribuciones que la Biblia da a Dios, es quizás esta la más frecuente. Antes que juez severo, Dios es padre compasivo; no condena, sino que salva; no nos envía desgracias, sino ternura; no se enoja, sino que tiene una infinita paciencia con nosotros.

Cuando oímos decir a tantas personas que Dios es distante, que no se ocupa de nosotros, que, incluso, se ríe y juega con el mundo; o bien que es cruel y nos somete a duras pruebas, estamos asistiendo a una triste caricatura de Dios, ¡tan errónea! Qué lejos este Dios deformado y espantoso del Dios de Moisés, del Dios de Jesús de Nazaret, del Dios que no espera nuestra búsqueda, sino que sale a nuestro encuentro y se revela, porque le conmueve nuestro dolor y no puede resistir vernos sufrir más…

Pero Dios está ahí, sufriendo con los que sufren, ayudando con los que ayudan, alentando la fuerza de los que luchan por sobrevivir y rescatar la belleza de la vida. Dios nunca se alejó. En todo caso, podríamos preguntar: ¿no seremos nosotros los que nos hemos alejado de Él?

Los versos de este salmo son una esplendida oración que vale la pena recitar, recordar y meditar en el corazón. Dios es nuestra vida. Él nos libera, de la enfermedad del cuerpo y del alma; el nos da alegría, fuerza, inteligencia, capacidad para discernir. “Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles”… Como el sol, que luce para todos, así brilla el rostro de Dios sobre nosotros. ¿Por qué especifica el salmo “sobre sus fieles”? Porque, aunque su amor es para todos, es cierto que no todos sabrán o querrán verlo. Siempre hay quien rechaza la luz… Y a veces necesitamos esos momentos de tiniebla, de tropiezo, de intenso dolor interior, para darnos cuenta de que hemos de cambiar de rumbo y buscar esa luz que se nos ofrece, gratuita, generosamente. En el momento en que giramos nuestro rostro hacia Dios, ha comenzado nuestra conversión.

La segunda lectura, comienza con un aviso para caminantes. “El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga”, dice el apóstol san Pablo a los cristianos de la ciudad griega de Corinto (1 Corintios 10, 1-6.10-12), a quienes él mismo había evangelizado en uno de sus viajes misioneros.

Esta exhortación nos ayuda a reforzar la vigilancia constante para no caer en la tentación, la hace el apóstol evocando la historia del pueblo de Israel después de haber sido liberado de la esclavitud en Egipto, en su camino por el desierto hacia la tierra prometida. Durante ese camino, fueron muchas las tentaciones que experimentaron los hebreos y muchos los que cayeron descuidándose y dejándose seducir por los apetitos desordenados. Pero también hubo un resto de personas que permanecieron fieles a Dios, poniendo toda su confianza en él y esforzándose para no apartarse del camino del bien.

El plan de Dios se va cumpliendo inexorablemente, siglo tras siglo. San Pablo relata el camino recorrido por Moisés y el pueblo hebreo diseñado por “El que es”. Un camino que es válido para los habitantes de Corinto.

Destaca san pablo como en ese peregrinar por el desierto ya estaba prevista la salvación ejercita por Cristo Jesús. Él era la fuente de agua viva necesaria para subsistir en terreno de zarzas y alimañas y, también, alimento venido del cielo para recorrer el camino hacia la salvación. El hecho de haber sido elegido por Dios no da ya al pueblo ninguna garantía mágica de salvación (1 Cor 10,1-6.10-12). Los israelitas durante el éxodo experimentaron las grandes hazañas realizadas por Dios a su favor: estuvieron protegidos por la nube, atravesaron el mar, comieron el maná, bebieron agua que brotó milagrosamente de la roca. Pero esto no les sirvió de nada a muchos que no agradaron a Dios con su conducta pecadora: codiciaron el mal, protestaron.

Lo dicho por San Pablo, no es una historia pasada sino que constituye toda una advertencia de lo que nos puede pasar a nosotros si no nos convertimos en serio. De nada nos servirá el decir que somos cristianos, miembros de la Iglesia, si luego nuestra conducta es más bien la de los paganos.

También a nosotros los cristianos, nos parece exagerado o inapropiado a veces el Antiguo Testamento para nuestro concepto de fe y de religión. Y, sin embargo, todo está relacionado. Dios Padre, “El que es”, procura, intenta, a lo largo de toda la descripción veterotestamentaria, que su pueblo no le olvide, que no adore a ídolos, a dioses extranjeros”. Está, como el Padre de la parábola del Hijo Pródigo, esperando en lo alto del promontorio del camino a que aparezca la figura del hijo perdido. En un momento dado, en un tiempo ya de madurez de la existencia humana, ese Dios totalmente enamorado de un pueblo, siempre díscolo y errático, envía a su propio Hijo –se envía a sí mismo—para lograr la reconciliación definitiva. Si la disponibilidad de Dios está siempre presente, ¿hemos, nosotros, de darle la espalda?, ¿no hemos de corresponder a ese amor entregado con un estado de cosas más afín a lo que el Señor quiere?.

El Evangelio vincula la paciencia con el crecimiento, la vida y los frutos de la higuera.

Unos desconocidos le comunican a Jesús la noticia de la horrible matanza de unos galileos en el recinto sagrado del templo. El autor ha sido, una vez más, Pilato. Lo que más los horroriza es que la sangre de aquellos hombres se haya mezclado con la sangre de los animales que estaban ofreciendo a Dios.

No sabemos por qué acuden a Jesús. ¿Desean que se solidarice con las víctimas? ¿Quieren que les explique qué horrendo pecado han podido cometer para merecer una muerte tan ignominiosa? Y si no han pecado, ¿por qué Dios ha permitido aquella muerte sacrílega en su propio templo?

Jesús responde recordando otro acontecimiento dramático ocurrido en Jerusalén: la muerte de dieciocho personas aplastadas por la caída de un torreón de la muralla cercana a la piscina de Siloé. Pues bien, de ambos sucesos hace Jesús la misma afirmación: las víctimas no eran más pecadores que los demás. Y termina su intervención con la misma advertencia: «si no os convertís, todos pereceréis».

La respuesta de Jesús hace pensar. Antes que nada, rechaza la creencia tradicional de que las desgracias son un castigo de Dios. Jesús no piensa en un Dios "justiciero" que va castigando a sus hijos e hijas repartiendo aquí o allá enfermedades, accidentes o desgracias, como respuesta a sus pecados.

Después, cambia la perspectiva del planteamiento. No se detiene en elucubraciones teóricas sobre el origen último de las desgracias, hablando de la culpa de las víctimas o de la voluntad de Dios. Vuelve su mirada hacia los presentes y los enfrenta consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos la llamada de Dios a la conversión y al cambio de vida.

Jesús toma ocasión de esos hechos en los que algunos han sufrido la muerte, para recordar a sus oyentes. Y a todos nosotros, que es preciso convertirse para no perecer por nuestras culpas, para que si viene el mal nos sirva de salvación y no de condenación. Sí, hemos de arrepentirnos de nuestros pecados, hemos de cambiar a una vida santa, si realmente queremos estar con Dios. Y que nadie diga que él no necesita convertirse. Si alguno piensa de esa forma, es un pobre soberbio que más que nadie corre el peligro de ser castigado por Dios. Recordemos otra vez que el justo peca siete veces al día, pero siete veces se levanta, mientras que el impío cae y permanece en su caída. La diferencia entre uno y otro no está, por tanto, en que uno peca y el otro no, sino en que uno se arrepiente y se convierte, mientras que el otro se obstina en su pecado.

"...y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo(Lc 13, 3).De ordinario tendemos a juzgar con ligereza a los demás. Nos inclinamos a pensar mal acerca de la conducta de los otros. En el pasaje de este evangelio algunos se acercan a Jesús para contarle que unos galileos han sido ejecutados por Pilato. El Señor les escucha y al mismo tiempo lee sus pensamientos. Por eso les pregunta si se creen que aquellos que murieron eran más pecadores que los que se libraron. Si piensan así, están equivocados. Los males que sobrevienen al hombre no siempre se han de considerar como un castigo de Dios. A veces puede incluso ser un bien inapreciable, una ocasión para purificar el alma, un sacrificio que ofrecer al Señor en reparación de los pecados propios y ajenos, una oportunidad para unirse a Jesús crucificado y cooperar con el propio dolor a la redención de las almas. Por tanto, no seamos ligeros al juzgar, ni pensemos que el mal que nos puede sobrevenir es señal de una culpa, que Dios castiga. Alguna vez puede ser así, pero no siempre lo es.

Termina el pasaje evangélico con la parábola de la higuera que no acaba de dar fruto. Tres años sin echar higos, deciden al dueño a cortarla de una vez. Pero el viñador le pide al amo un año más. Él la cavará y la abonará bien, a ver si así da fruto, y si no, se cortará el árbol.

La higuera a la que se refiere el texto evangélico es el pueblo de Israel, pero nosotros deberemos aplicar esta parábola de la higuera estéril a la actualidad de la Iglesia, a la vida de cada uno de nosotros. Confiar en la misericordia salvadora de nuestro Dios no puede llevarnos a ir retrasando nuestro propósito de conversión hasta el último día de nuestra vida. Dios quiere que nos convirtamos ya hoy, que no lo dejemos para mañana. Si la cuaresma es un tiempo especial de conversión, no dejemos que pase esta cuaresma sin un propósito firme de conversión. Para eso, abonemos todos los días nuestro corazón con obras de misericordia, con amor y con espíritu de sacrificio.

La vida crece despacio, tiene sus horas, sus tiempos, nos hace ir por muchos caminos y rodeos, especialmente cuando se refiere a nuestro crecimiento espiritual, muchas veces somos como la higuera del Evangelio. Quien no ama la vida no tiene paciencia con ella. Dios es el gran paciente porque es el amor y fuente de toda vida. Removemos la tierra, quitemos todo aquello que hace infecunda nuestra vida y dejemos que la Gracia de Dios la abone.

Como la higuera estéril chupamos del terreno que hay a nuestro alrededor sin pensar que los demás esperan los frutos. No podemos negar hoy la vigencia de criterios tales como la "utilidad", la "rentabilidad"... a la hora de juzgar, no sólo cuestiones económicas, sino aprecios y valías de las personas, comportamientos sociales y personales. Valoramos lo práctico, lo útil, lo que es rentable. Nos hemos instalado en la mediocridad. ¡Y ni siquiera nos molesta! Hemos acabado acostumbrándonos a ella, como termina uno de acostumbrarse a una vieja prenda o a un vecino desagradable. Se nos ha dado casi todo, pero... ¿Estamos produciendo los frutos que Dios espera de nosotros? Tal vez tu vida esté siendo también estéril... porque estás centrándola en torno tuyo y todo lo  valoras en la medida en que te sirven. Dar fruto significa justamente lo contrario. Es estar pendiente de quien necesita algo de ti: una palabra, un gesto, una parte de tu tiempo... Dar fruto es estar disponible, ser servicial, pensar en los demás, ser capaz de amar al otro sin exigir respuesta... Dios espera que dé frutos. Debes ser capaz de dar frutos si no quieres que tu vida transcurra lánguida y mediocre. Practicar la misericordia y la compasión es dar frutos de amor.

La parábola de «la higuera estéril», dirigida por Jesús a Israel, se convierte hoy en una clara advertencia para la Iglesia actual y para cada uno de nosotros. No hay que perderse en lamentaciones estériles. Lo decisivo es enraizar nuestra vida en Cristo y despertar la creatividad y los frutos del Espíritu.

Miremos nuestra vida, veamos si somos como esa higuera, consideremos que quizá sea este el último año que el Señor nos concede para que demos el fruto debido. Tratemos de rectificar nuestra conducta indolente, nuestra vida vacía de amor a Dios y de buenas obras. Hagamos un esfuerzo para conseguir frutos de penitencia, no sea que el Señor se acerque a buscar nuestro fruto y estemos sin él.

Hoy el evangelio nos reconcilia con el Dios de la misericordia y de la paciencia. Interpretando Jesús unos hechos recientes de muertes violentas y desgracias, enseña claramente que no son castigos, que Dios no entra en ese juego. Lo mismo dirá cuando le pregunten sobre el pecado del ciego de nacimiento. Que nadie juzgue al otro. Que todos nos juzguemos a nosotros mismos.

No acabamos de convencernos de que Dios no castiga, que Dios no quiere la muerte, que todo sucede según las leyes naturales, para malos y buenos. Es casi blasfemo decir, cuando alguien muere prematuramente: «Dios lo ha querido», «Dios se lo ha llevado». ¿Tanta prisa tiene Dios, con toda una eternidad por delante? ¿Le necesitaba Dios más que sus hijos o sus padres? La diferencia entre los buenos y los malos no está en que se sufra más o menos, sino en la manera de sufrirlo.

El Dios de la paciencia. Dios no castiga, sino que espera, como el agricultor el fruto. Una paciencia infinita, un año y otro... y otro.

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 



[1] Se trata de una de las torres de la antigua muralla de Jerusalén, cerca de la piscina, en el torrente Cedrón.