sábado, 9 de marzo de 2024

Comentario a las Lecturas del IV Domingo de Cuaresma 10 de marzo de 2024

Continuamos poco a poco avanzando por nuestra peregrinación cuaresmal, y hoy llegamos al domingo “Laetare”, al cuarto domingo de este tiempo de Cuaresma. En este día, y antes de adentrarnos en la celebración de la Semana Santa, la Iglesia nos invita a contemplar la misericordia del Señor, el ver, nunca mejor dicho, que su luz nos alumbra en medio de todas las oscuridades de la vida.


La Palabra de Dios, nos invita a ser conscientes del amor que Dios nos tiene. Vino en Belén para alegrarnos la vida y subirá al calvario para darnos otra, sin fecha de caducidad. ¿Se puede esperar más del amor de Dios?

En la primera lectura del Segundo Libro de la Crónicas ( 2 Cr, 36, 14-16. 19-23). En este segundo libro de las Crónicas se interpreta el castigo de Dios a los sacerdotes y pueblo de Israel como consecuencia de la maldad de sacerdotes y pueblo. Pero, al final, se dice que Dios, misericordioso y compasivo, se compadece de su pueblo y mueve el corazón del rey de Persia, Ciro, para que permita al pueblo de Israel volver a Jerusalén y reconstruir el templo. Nosotros sabemos hoy que los castigos físicos no son consecuencia necesaria de los pecados morales, pero es bueno que, a la luz de este texto de las Crónicas, nos demos cuenta de que la misericordia de Dios triunfa siempre su ira.

Según el Cronista, la conducta tanto del rey Sedecías (vv. 11-13) como de las autoridades y del pueblo (vv. 14-16) no ha podido ser peor. Todos los males acaecidos sobre el reino y sus habitantes (caída del reino y su deportación: vv. 17-20) son la lógica consecuencia de no haber escuchado a Dios y a sus profetas (cf. vv. 12/21).

-Dos figuras destacan en el relato: el rey y el profeta Jeremías que se encuentran frente a frente.

Sedecías -elevado al rango de rey por Nabucodonosor al reprimir una rebelión de Joaquín- no es malo, pero carece de personalidad.

Consulta y cree al profeta, pero no se atreve a ser consecuente por miedo a sus ministros, partidarios de Egipto. Estos le incitan a la rebelión, se niega a pagar el tributo a Babilonia y así provoca el asedio de Jerusalén del año 587.

A Jeremías le toca vivir la última etapa de su vida. Es ya hombre curtido en la aflicción; a través del oprobio y mofa de sus paisanos, de la persecución del dictador Joaquín, el profeta ha llegado a su madurez humana y profética. Así, sin miedo alguno, al comienzo del asedio anuncia la caída de la ciudad; la deportación del rey depende de si éste se somete o no (Jr 34. 1-7). Asistimos a una falsa actitud: el rey consulta al profeta, en secreto, para que los ministros no se enteren.

Jeremías responde sin temor alguno. Esta claridad del profeta y la indecisión del rey harán que Jeremías se vea muchas veces encarcelado. Jeremías nunca se cansa de exhortar al rey a tomar una decisión para la salvación del pueblo, pero el débil Sedecías no fue capaz de superar sus temores y de oponerse a la obstinación de sus ministros. Es el eterno peligro de la indecisión en todos los terrenos.

-Tampoco la clase dirigente, ni el pueblo, han sido mejores que el rey; han profanado el templo, centro y fundamento del reino, con los diversos cultos paganos. Por el momento, Dios es misericordioso y no les castiga, sino que les envía a los profetas para amonestarles. Su misión es inútil, ya que no les escuchan y llegan a despreciar incluso sus palabras (vv. 14-16).

(v. 15) "Desde el principio" traduce inexactamente una palabra hebrea que significa "a buena hora". Quiere decirse con ella que Dios "madruga", que avisa a tiempo a su pueblo para que no sea sorprendido por la "noche" que es el símbolo de su ira; pues no quiere la perdición de su pueblo, sino que se convierta de sus pecados y alcance la vida.

(v. 16) El autor piensa sin duda en el caso del profeta Jeremías, que no sólo no fue escuchado, sino que incluso atentaron contra su vida por haber alzado su voz y su denuncia.

Ante la obstinación de un pueblo que no quería caminar por los senderos de la Ley, Yahvé se sirve del poder de los "caldeos" (los reyes de Babilonia) para destruir la ciudad y el templo de Jerusalén, en el que los judíos habían puesto su confianza. Yahvé no está dispuesto a consolidar un orden injusto y abomina de un culto que sólo es pretexto para encubrir la corrupción y la injusticia.

(v. 20) También Jeremías (27,7) había dicho que la cautividad en Babilonia duraría mientras reinara en aquella ciudad Nabucodonosor, su hijo y su nieto, esto es, su dinastía, y fuera conquistada por grandes reyes y pueblos fuertes (los persas).

(v. 21) Entre las transgresiones de la Ley que provocaron la cautividad, se menciona expresamente el quebranto del descanso sabático. Por eso, descansarán ahora necesariamente aquellas tierras que fueron explotadas sin pausa y contraviniendo lo que estaba mandado por la Ley. Así se cumplirá lo que había sido anunciado por Jeremías (25, 11) y por el Levítico (26, 34ss).

(v. 23) El año 539 a. de C. Ciro, rey de los persas, conquista Babilonia, y, este mismo año, promulga su famoso edicto de repatriación de los judíos.

Pero la última palabra de Dios no es destruir, sino edificar (cf.Jr 1.). Con el destierro, el Señor intenta construir un nuevo pueblo; los vv. 22-23 nos presentan un final optimista: el primer año de Ciro surge una nueva comunidad. Los que se marcharon al destierro, y no los que quedaron en Judá, constituirán el auténtico Israel, la verdadera comunidad en torno al templo de Jerusalén.

En la lectura se nos muestra la benignidad de Dios. "Yahvé, Dios de sus padres, les envió continuos mensajeros, porque quería salvar a su pueblo y a su templo ".Yahvé había estado siempre al lado de su pueblo, defendiéndolo, conservándolo, multiplicándolo. Era el Dios de los antepasados, el que los padres habían mostrado a sus hijos, el que las madres hebreas habían puesto en el corazón y en los labios de sus pequeños... El Dios de nuestros padres, ese que en nuestra tierra se ha reverenciado durante siglos, ese que nos ha dado a su Hijo como hermano y a María, la más agraciada mujer, como Madre.

 

El Salmo de hoy (Salmo 136), con una expresión fuerte nos invita a recordar las obras de Dios,

Desde el punto de vista literario, este salmo es considerado como una de las perlas del Salterio. En general, predomina el tono elegíaco, aunque al final se impone el acento imprecatorio.

Parece que el autor es un levita recién llegado de la cautividad, que tiene fresco el recuerdo de los tristes años del exilio y se expresa como si aún morase a orillas del Éufrates.

El texto evoca la tragedia vivida por el pueblo judío durante la destrucción de Jerusalén, que tuvo lugar en el año 586 a. C., y el sucesivo exilio en Babilonia. Nos encontramos ante un canto nacional de dolor, caracterizado por una seca nostalgia de lo que se perdió.

La primera parte del Salmo (Cf. versículos 1-4) tiene como telón de fondo la tierra del exilio, con sus ríos y canales, que regaban la llanura de Babilonia, sede de los judíos deportados.

(vv. 1-4) El salmista se traslada mentalmente a su antigua estancia junto a los ríos o canales del Eufrates, en cuya orilla se asentaba la odiada Babilonia. Para un israelita procedente del territorio calcinado, seco y lleno de colinas de Palestina, lo que más le impresionaba era la llanura feraz de Babilonia, con sus múltiples canales de regadío. A la sombra de los sauces se reunían los deportados judíos, recordando, tristes y melancólicos, a su tierra nativa y los trágicos sucesos que los habían llevado a aquellas lejanas tierras. En los árboles colgaban sus instrumentos músicos para meditar sobre el triste pasado. Los soldados que los vigilaban les invitaban a entonar sus canciones patrias y sus himnos cantados en las solemnidades litúrgicas del templo. La petición resultaba sarcástica en labios de sus opresores. La reacción de los deportados es el silencio sistemático: no podían entonar sus cánticos sagrados en tierra extraña y profana (v. 4) VV. 1-2. Los dos primeros versos crean una tonalidad melancólica, de nostalgia. Mientras la memoria, en los himnos clásicos, trae razones para alabar con gozo a Dios, aquí la memoria enerva, y rechaza el acompañamiento musical.

(v. 3) En esta situación de abatimiento, llega la invitación de los deportadores: quizá por curiosidad, como nos gusta a nosotros conocer el folclore de otros pueblos; quizá con ironía, riéndose del llanto de los deportados. El autor parece darle la segunda interpretación.

(v. 4) Los cantos de Israel son «cantos del Señor», que se cantan en la tierra prometida, en el templo escogido. Exigen su contexto.

Hubiera sido traicionar a sus amores patrios y a su religión.

En el v. 4 el salmista habla en plural en nombre de los desterrados y cita la respuesta que dieron horrorizados de la propuesta: Un cántico de Yahvé no se puede cantar contra las leyes cultuales en tierra extraña. Y prosigue en singular hasta el fin, expresando sus propios afectos de indignación. Dirigiéndose a Jerusalén, lanza imprecaciones contra sí mismo, para el caso de que acceda a la sacrílega invitación: Olvídese mi diestra de pulsar la cítara; péguese mi lengua al paladar sin poder hablar ni cantar. Jerusalén es su suprema alegría.

La segunda parte del Salmo (Cf. versículos 5-6) está llena del recuerdo amoroso de Sión, la ciudad perdida, pero que sigue estando viva en el corazón de los deportados.

(vv. 5-6) Con frases vigorosas, el salmista lanza imprecaciones contra él mismo, caso de que acceda a tan sacrílega invitación. Estos juramentos han de ser entendidos dentro del radicalismo de expresión tan frecuente en los escritos bíblicos, obra de autores orientales de imaginación ardiente y de temperamento fogoso.

Los versículos están impregnadas del recuerdo amoroso de Sión, la ciudad perdida pero viva en el corazón de los desterrados.

 En sus palabras, el salmista se refiere a la mano, la lengua, el paladar, la voz y las lágrimas. La mano es indispensable para el músico que toca la cítara, pero está paralizada (cf. v. 5) por el dolor, entre otras causas porque las cítaras están colgadas de los sauces.

La lengua es necesaria para el cantor, pero está pegada al paladar (cf. v. 6). En vano los verdugos babilonios «los invitan a cantar, para divertirlos» (cf. v. 3). Los «cantos de Sión» son «cantos del Señor» (vv. 3-4); no son canciones folclóricas, para espectáculo. Sólo pueden elevarse al cielo en la liturgia y en la libertad de un pueblo.

 

La segunda lectura de la carta a los Efesios (Ef, 2, 4-10),nos dispone a entrar en la obra salvadora de Dios. En esta primera parte del cap. segundo de Efesios el autor de la carta expone un tema fundamental en teología paulina: el cambio operado en el hombre al pasar a la fe. Aunque no toca todos los puntos de este tema, encontramos no pocos de ellos. Son éstos:

La iniciativa y realización completa de este cambio, que puede sintéticamente denominarse "salvación" se debe única y exclusivamente a Dios, de forma totalmente gratuita e inmerecida por parte del hombre. No puede conseguirse ni siquiera con una petición congruente ni por buenas obras ni otra actividad humana alguna. Es puro don debido a su amor (v.4; 7-9). Nadie puede, pues, gloriarse ante Dios, o sea: presentarle una factura para cobrar el cambio de vida acontecido. Evidentemente toda obra humana por buena que sea es desproporcionada para conseguirlo, pues se trata de una participación en la misma vida de Dios. No conviene reducir el significado de la salvación a un mero perdón de lo negativo.

El cambio mencionado se describe como un paso de la muerte a la vida (vv. 5-6). Es así de radical, profundo, abarcando todas las dimensiones humanas. Es una nueva creación, como dice en el v. 10.

Tal cambio se produce por la comunión con el Señor. Obsérvense las palabras "convivificar" (v. 5), "conresucitar" y "consentarse", igual a "sentarse-con" (v. 6). Al estar Jesucristo vivo, resucitado, glorificado, el creyente corre la misma suerte por la solidaridad que tiene con él, porque la fe establece esa comunión. Aquí no se dice muy detalladamente lo que es la fe.

El medio, es abrirse a Cristo, fiarse de él, tomarlo como único punto de referencia.

 Esta transformación ya está dada. No es preciso esperar que comience en el mundo futuro. Habiéndose dado en la Cabeza no puede no darse en los miembros unidos con ella, aunque no haya llegado todavía a la plenitud de todos los efectos.

 Por todo esto, no se puede vivir de cualquier modo, sino con una existencia externa coherente con el ser íntimo descrito. Por eso, aunque las obras no salvan, son el fruto maduro e inevitable de quien vive todo esto. Es una necesidad ontológica, no moral. Si no, es imposible hablar seriamente de lo anterior. Sería una mentira.

 

El Evangelio de hoy, también de San Juan (Jn 3, 14- 21). Este texto está sacado del comentario añadido por Juan al relato de la conversación de Nicodemo y Jesús, una conversación que constituyó una iniciación a la fe y Jesús subrayó que no basta con ver los signos: hay que "ver" su persona, especialmente en su papel de mediador levantado sobre la cruz y en la gloria. Esta visión de Cristo no puede obtenerse sino mediante un nuevo nacimiento.

Las palabras de Jesús a Nicodemo -el primero de los discursos que hallamos en el evangelio de Juan- expresa en forma resumida los principales temas de la revelación de la que Jesús es portador.

Partiendo de la misión de Jesús, el Hijo del Hombre, el fragmento de hoy habla también del Padre que envía el Hijo al mundo y termina con la postura que toman los hombres ante esta oferta de salvación por parte de Dios.

1. La misión que Jesús ha recibido consiste en dar al hombre "vida eterna", la misma vida de Dios, que proviene del "agua y del Espíritu" (cfr. versículo 3) y que se concede a los hombres en virtud del Hijo del Hombre elevado. Ser elevado significa para Jesús no sólo la cruz y la muerte, sino también su resurrección y exaltación junto al Padre. El don del Espíritu, íntimamente unido a la glorificación de Jesús es fuente de vida eterna, definitiva, para cuantos creen en El.

Los versículos 16 y 17 "Tanto amó Dios al mundo..." explican la misión de Jesús, el Mesías, partiendo de Dios, puesto que es El quien tiene la iniciativa de intervenir en la historia. Jesús es "el que bajó del cielo" (cfr. versículo 13) o "el Hijo que Dios entregó al mundo".

Dios se desprende de su "Hijo único" (cfr. Gn 22, Abrahán dispuesto a desprenderse de su "hijo único" Isaac: domingo segundo de Cuaresma) para que los que creen en él "tenga vida eterna", "para que el mundo se salve por él". El móvil de Dios es totalmente positivo y universal. Y este propósito brilla en la vida entera de Jesucristo, pero se manifestará de modo especial cuando sea elevado, entonces, "cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" (cfr. Jn 12, 32, evangelio del próximo domingo).

Poco a poco, el texto termina por referirse a la postura que los hombres toman ante Jesucristo y aparecen, de modo semejante al prólogo del evangelio, los temas de la luz y las tinieblas, íntimamente unidos al de la vida.

La vida entera de Jesús es un gran resplandor ante el cual se pone de manifiesto lo que cada hombres es: cada uno es juzgado y es salvado o condenado no porque el amor de Dios haga excepciones, sino según la actitud personal de cada uno. Se condena aquel que "obra perversamente", el que persevera voluntariamente en el mal, no el pecador ocasional.

 

Para nuestra vida.

Las lecturas hoy nos han recordado que Jesús de Nazaret, es la señal visible, el amor de Dios en forma de carne. Es el amor de Dios para que el hombre encuentre un horizonte de alegría, de paz y seguridad en su vida.

Quien mira, frente a frente a Jesús, se topa con el amor de Dios. Uno siente el vértigo de la eternidad, pero vértigo en positivo, cuando piensa, medita y se asombra ante una persona que es estandarte y altavoz de la bondad de Dios.

El último domingo observábamos que la alianza entre Dios y el pueblo se concretaba en una ley, la cual, sin negar la gratuidad absoluta de la promesa divina, confería al pacto un carácter de compromiso bilateral. Por parte de Dios, la fidelidad estaba absolutamente asegurada: en cambio, podía fallar por parte del pueblo. Y de hecho, falló.

Vamos a fijarnos en la primera lectura en la que se nos nos ha recordado como muchas veces, los planes de Dios no coinciden con los nuestros. Por el contrario, muchos de nosotros, alguna vez, hemos intentado que Dios se ponga de nuestra parte y que nos ayude a sacar adelante cuestiones que, probablemente, no tienen la idoneidad que el Señor busca para nosotros. Y así en el Segundo Libro de las Crónicas se habla con un rey extranjero, Ciro será el elegido para reconstruir el Templo de Jerusalén y dar nuevos bríos al culto que el Dios quiere. Las continuas traiciones del pueblo de Israel crean esa nueva situación. Es posible que muchos judíos, incluso de buena voluntad, no entendiesen ese giro que el Señor estaba dando a la historia, les parecería inconcebible por sentirse pueblo elegido de Dios.

A lo largo de toda su historia fueron llegando quienes daban los consejos de Dios. Venían cargados con palabras bellas, encendidas palabras que animaban y llenaban el espíritu de paz, con deseos de ser mejores. Dios quería salvar a su pueblo. El peligro acechaba a la vuelta de cualquier esquina. Los enemigos se habían conjurado, tenían planes de aniquilación, ansias de reducir el gran templo en un montón de escombros.

El pueblo de Israel había pecado y había despreciado los buenos consejos que Yahvé, su Dios, le había enviado por medio de sus profetas. Yahvé les abandona, el pueblo de Israel es llevado al destierro; el templo es incendiado y Jerusalén es destruido. Todos los días el pueblo clama a Yahvé para que les envíe algún caudillo que les rescate y les lleve de nuevo a su patria. Y Dios escoge a Ciro, rey de Persia, un rey pagano, no judío, para que les libere de la cautividad. Ciro es un rey magnánimo y tolerante, que permite a los israelitas volver a Jerusalén y les ayuda a reconstruir el templo. "Así habla Ciro, rey de Persia: el Señor, rey de los cielos, me ha dado todos los reinos de la Tierra… Quien de vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él y suba!". Es este un buen ejemplo para convencernos de que Dios no hace distinciones y juzga a cada uno según sus obras, sea de la nación o religión que sea. El que hace obras buenas y practica la justicia misericordiosa es bueno y agrada a Dios, sea de donde sea. No estaría nada mal que nos fijáramos hoy en el rey Ciro, como ejemplo de rey justo y tolerante en lo político y en lo religioso. Dios nos juzgará por nuestras obras, no por nuestro carné de identidad político, o religioso.

Los profetas habían criticado la falsa seguridad en el culto de Jerusalén, porque no es el Templo el que se puede salvar, sino la palabra de Dios, que exige continuamente una búsqueda de la justicia. Cuando no existe esa búsqueda, el Templo se convierte en una "cueva de ladrones". A este pueblo que no quiere caminar, que no cree ya en las promesas, que no responde con fe a la Palabra de Dios, el Señor le obliga a caminar. Su falsa seguridad, el Templo, será destruido y todos ellos deportados a Babilonia. Allí aprenderán a esperar, allí renacerá la fe en el Dios de sus padres, el que obliga a caminar, y por eso la Palabra de Dios, una vez más, pondrá en marcha a su pueblo y el Señor lo conducirá de nuevo a Jerusalén en un segundo Éxodo. Así es toda la historia de la salvación, siempre la Palabra de Dios pone en marcha a su pueblo, un pueblo recalcitrante que siempre, una y otra vez, recae en falsa seguridad.

La actualización de esta lección de la historia de Israel puede tomar un doble sentido.

El nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, está continuamente expuesto a apartarse del amor y de la alianza de Dios a través de las múltiples infidelidades individuales y colectivas que cometemos los cristianos. Hay que reconocer este hecho con sinceridad y realismo. Pero, al mismo tiempo, hay que tener una visión esperanzada y optimista, porque estamos seguros de que la fidelidad de Dios es más fuerte que nuestras faltas, y que su amor supera todos nuestros egoísmos.

Hoy día puede pasarnos a nosotros, cristianos del siglo XXI, lo mismo, al pensar que somos “cumplidores” del precepto dominical y de otras normas.

 

El salmo 137 narra una escena de los desterrados judíos en Babilonia. Allí sus captores pretenden que les diviertan con cantos sagrados y ellos se rebelan. El salmo está en sintonía con la primera lectura y marca el deseo de volver a Jerusalén. Nosotros los cristianos siempre anhelamos la llegada de esa otra Jerusalén, la que un día, brillante y luminosa, bajará del cielo.

Así comenta el Papa emérito Benedicto XVI este salmo:

" 3. Dios, que es el último árbitro de la historia, sabrá comprender y acoger, según su justicia, el grito de las víctimas, más allá de los tonos ásperos que a veces adquiere.

Queremos encomendar a san Agustín una ulterior meditación sobre nuestro salmo. En ella, el padre de la Iglesia introduce un elemento sorprendente y de gran actualidad: sabe que también entre los habitantes de Babilonia hay personas que se comprometen con la paz y con el bien de la comunidad, a pesar de que no comparten la fe bíblica, a pesar de que no conocen la esperanza de la Ciudad eterna a la que nosotros aspiramos. Ellos tienen una chispa de deseo de lo desconocido, de lo más grande, del trascendente, de una auténtica redención. Y dice que entre los perseguidores, entre los no creyentes, hay personas con esta chispa, con una especie de fe, de esperanza, en la medida en que les es posible en las circunstancias en las que viven. Con esta fe en una realidad desconocida, están realmente en camino hacia la auténtica Jerusalén, hacia Cristo. Y con esta apertura de esperanza, válida incluso para los babilonios --como les llama Agustín--, para quienes no conocen a Cristo, y ni siquiera a Dios, y que sin embargo desean lo desconocido, lo eterno, nos exhorta a no fijarnos sólo en las cosas materiales del momento presente, sino a perseverar en el camino hacia Dios. Sólo con esta esperanza más grande podemos, de manera justa, transformar este mundo. San Agustín lo dice con estas palabras: Si somos ciudadanos de Jerusalén… y tenemos que vivir en esta tierra, en la confusión del mundo presente, en la Babilonia presente, donde no vivimos como ciudadanos sino que somos prisioneros, es necesario que lo que dice el Salmo no sólo lo cantemos, sino que lo vivamos: esto se hace con una aspiración profunda del corazón, deseoso plena y religiosamente de la ciudad eterna».

Y haciendo referencia a la «ciudad terrestre llamada Babilonia» añade: en ella «hay personas que, movidas por el amor a ella, se las ingenian para garantizar la paz --paz temporal--, sin nutrir otra esperanza en el corazón que la alegría de trabajar por la paz. Y nosotros les vemos hacer todo esfuerzo para ser útiles a la sociedad terrena. Ahora bien, si se comprometen con conciencia pura en estas tareas, Dios no permitirá que perezcan con Babilonia, al haberles predestinado a ser ciudadanos de Jerusalén: a condición, sin embargo, de que viviendo en Babilonia, no busquen la soberbia, los fastos caducos y la arrogancia... Él ve su servicio y les mostrará la otra ciudad, hacia la que tienen que suspirar verdaderamente y orientar todo esfuerzo» («Comentarios a los salmos» - «Esposizioni sui Salmi», 136,1-2: «Nuova Biblioteca Agostiniana», XXVIII, Roma 1977, pp. 397.399).

Y pidamos al Señor que en todos nosotros despierte este deseo, esta apertura hacia Dios, y que también los que no conocen a Cristo puedan quedar tocados por su amor, de manera que todos juntos peregrinemos hacia la Ciudad definitiva y la luz de esta Ciudad pueda brillar también en nuestro tiempo y en nuestro mundo.". (Papa emérito Benedicto XVI: Comentario al Salmo 136, «Junto a los ríos de Babilonia». Miércoles, 30 noviembre 2005).

 

San Pablo en  el fragmento de hoy de su carta a los Efesios, describe a los efesios la realidad de su vida cristiana en la que el Padre les hizo entrar.

En este sentido son de subrayar las afirmaciones del apóstol: "Dios... nos ha hecho vivir con Cristo; nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él". La nueva vida que el creyente posee en Cristo no es sólo la esperanza de una realidad futura, sino una realidad presente fruto de la acción salvadora de Cristo. Lo que Cristo ya ha alcanzado: la resurrección y la glorificación junto al Padre, se afirma también como una realidad para el creyente, porque es uno con Cristo, porque ha sido incorporado a El y posee su Espíritu.

El texto quiere dejar bien claro, que todo ello es don gratuito de Dios: "por pura gracia estáis salvados"; "no se debe a vosotros"; "tampoco se debe a las obras". Es Dios quien hace de cada cristiano una creación nueva y lo llama a vivir de acuerdo con lo que es, dedicado "a las buenas obras". Esta descripción de la vida cristiana, como fruto de la riqueza de la misericordia de Dios, no puede ser más optimista y esperanzadora.

En el texto de hoy, destaca  el renacer a la nueva vida por efecto de la gracia de Jesucristo. Se muere al pecado para resucitar a una vida más limpia, más entregada, más luminosa. El bautismo es nuestra entrada en la gracia de Jesucristo, pero el seguimiento del Maestro produce de manera sensible y consciente los beneficios que San Pablo nos cuenta. Las palabras del apóstol dan idea de una nueva creación, de una nueva naturaleza del género humano gracias al sacrificio de Cristo. Y si recapacitamos un poco en ello veremos que hay pruebas objetivas en nosotros mismos de esa renacer a una nueva vida. Quien ha descubierto el camino se seguimiento de Jesús se siente transformado, renacido. Los viejos tiempos ya no cuentan y una nueva vida se abre ante los ojos de los creyentes.

La garantía nos la da Dios. “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con el que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, no ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia estáis salvados”-. Dios, rico en misericordia, nos ha hecho vivir con Cristo y nos ha salvado por pura gracia; nos dice que incluso nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Pero entenderíamos mal estas palabras si, desconociendo todo lo que en ellas hay aún de promesa, respondiéramos con una fe triunfalista. Por eso, San Pablo trata de hacerles volver los ojos a la realidad cristiana y ésta no es otra que la cruz. Porque sólo el que realiza la verdad se acerca a la luz. Hemos sido salvados en Cristo. Con la muerte de Cristo, el Hijo de Dios, todos hemos sido ya salvados, pero sería prematuro el cruzarnos de brazos para celebrar la victoria sin poner nada de nuestra parte. A la luz se llega a través de la cruz

El estar salvados por pura gracia sólo quiere decir, en san Pablo, que no es la Ley la que nos salva, sino el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús. Las buenas obras son consecuencia necesaria de estar salvados, puesto que Dios nos ha creado en Cristo Jesús para que nos dediquemos a las buenas obras, que Él determinó que las practicásemos. En el Himno al amor, que escribió san Pablo en su primera carta a los Corintios, nos pide que seamos comprensivos, humildes, sacrificados, siempre verdaderos y misericordiosos. Porque el amor es la definición permanente de nuestra relación esencial con Dios y con el prójimo. Por pura gracia estamos salvados y esto lo demostraremos practicando siempre obras de amor, porque creemos en un Dios que nos salva por amor.

 

El evangelio nos presenta la escena de Jesús ante Nicodemo. nos habla de una charla de Jesús con Nicodemo. Aparece en escena este personaje singular, miembro del Sanedrín, convertido a Cristo y que fue, junto con José de Arimatea, quien fue a pedir al Gobernador Pilato el cuerpo de Jesús, ya muerto. La escena descrita es de los primeros momentos en los que Nicodemo se acercaba a Jesús y lo visitaba por la noche para no ser visto. En el silencio de la noche, oculto en la oscuridad de las altas horas, Nicodemo que desciende desde la cima de su posición social -formaba parte del Sanedrín-, pregunta y escucha las palabras de aquel aldeano, el hijo de José el carpintero. Después, y ante su muerte y con la dispersión de los discípulos más cercanos, sería él quien diera la cara ante las autoridades, lo cual, sin duda, fue un peligro para él.

En ella se  despliega la catequesis del hombre nuevo. La de renacer a una vida de luz, alejada de la tiniebla. Jesús enseña a Nicodemo que el episodio de la Cruz es necesario y que forma parte de una realidad salvadora como lo fue la serpiente de bronce que Moisés se construyó para salvar al pueblo errante en el desierto de las mordeduras venenosas de las serpientes.

Juan utiliza la narración de la serpiente de bronce, elevada por Moisés en el desierto, como figura que ilustra proféticamente lo que sucede en la "elevación" del Hijo del Hombre en la cruz. Ve en la crucifixión el momento culminante de la vida de Jesús, la "hora", de su glorificación. La salvación viene del Hijo del Hombre exaltado en la cruz. El plan de salvación no tiene otro fundamento que el incomprensible amor de Dios al "mundo”. Dios envía a su hijo para salvar al mundo y no para condenarlo, Dios quiere la salvación de todos los hombres. Frente a cualquier dualismo de buenos y malos, Dios ofrece a todos la salvación y no sólo a una minoría privilegiada. El nombre del Hijo único de Dios es "Jesús", que significa "Dios salva". Creer en el "nombre", es creer en la misión salvadora de Jesús. Dios quiere la salvación de todos; si, no obstante, algunos se condenan es porque rechazan la salvación. El juicio de Dios es algo que acontece ya cuando el hombre resiste al Evangelio con su mala vida. La "luz" cuestiona a los hombres y les obliga a decidir entre la fe y la salvación, o la incredulidad y la perdición. Muchos se deciden por la incredulidad, porque sus obras no son buenas. Los que obran perversamente se oponen a la verdad con la mentira de su vida y esconden sus malas obras huyendo de la luz. En cambio, los que hacen la verdad buscan la luz, para que se vean sus obras buenas. Nosotros nos juzgamos a nosotros mismos, como dice San Agustín: “Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él (Jn 3,17). El médico viene a curar al enfermo en cuanto de él depende. Quien no quiere cumplir sus prescripciones, se da muerte a sí mismo. El Salvador vino al mundo; ¿por qué se le llamó Salvador del mundo, sino (porque vino) para salvar, no para juzgar al mundo? ¿No quieres que él te salve? Tú mismo te juzgarás”

Una vez elevado en la Cruz, una simple mirada servirá para salvarse. Y es cierto –nadie lo puede negar—que una mirada angustiada dirigida a un crucifijo ha traído la salvación y la paz a muchos a lo largo de más de dos mil años de historia. La profecía de Jesús sigue funcionando. No sabemos lo que Nicodemo dijo a Jesús. Tal vez, le recomendaba moderación y paciencia frente a sus enemigos del Templo y del Sanedrín. Sería el consejo lógico de alguien de tanta altura. Sin embargo, Jesús, una vez más, y como ocurrió con Pedro, no acepta variación alguna en su misión. Y explica que es necesario el sacrificio de la Cruz para que sus hermanos no mueran por las picaduras venenosas del Mal La revelación de Jesús sobre el Padre modifica la concepción de Dios que los hombres tenían. No su realidad intrínseca, porque Jesús viene a mostrar la verdadera cara de Dios Padre, la misma de siempre, pero que los humanos habían modificado en función de sus intereses.

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Esta es la esencia del mensaje cristiano: que Dios es amor y salva por amor. Dios padre envió a su Hijo al mundo para salvar al mundo, no para condenarlo, porque es un Dios amor. Creer en Cristo supone creer en un Dios amor, en un Dios que quiere salvar, no condenar. Naturalmente, esto no quiere decir que todos estemos salvados, independientemente de las obras que hagamos. Para que Dios pueda salvarnos, nosotros debemos creer en el Dios amor y, guiados por la luz de este Dios amor, hacer obras de amor. Es el mismo Cristo el que nos dice que, si detestamos la luz y nuestras obras son malas, Dios no podrá salvarnos, porque serán nuestras malas obras las que nos condenen. Creer en Cristo es dejarse guiar por su luz, es decir tratar de vivir como él vivió, haciendo obras buenas, obras de amor. La vida de un cristiano será verdaderamente cristiana si hace obras buenas, obras de amor. El cristianismo es seguir a una persona, a Cristo, caminar en su luz, tratar de vivir como él vivió. Donde no hay amor no hay cristianismo y donde hay auténtico amor hay auténtico cristianismo. Creer en Cristo no es una simple afirmación teórica, es un compromiso de vida, un propósito continuo de vivir dirigidos por la luz de Cristo, de vivir en el amor de Cristo, practicando obras de amor. Y ya sabemos que el amor de Cristo se verifica en el amor al prójimo, porque si decimos que amamos a Dios, pero no amamos al prójimo, somos unos mentirosos. En este sentido, es verdadera la frase tantas veces repetida, y cantada, de que, al atardecer de la vida, Dios nos examinará en el amor, en nuestras obras de amor.

El mensaje es claro, por nuestra salvación, Dios, es capaz de cualquier cosa.

La  historia se repite y, Dios en la próxima Pascua pretende salvarnos a todos. Y lo hace en la dirección contraria a las soluciones falseadas o maquilladas que nos ofrecen los ilusorios salvadores de nuestra sociedad: el amor es la fuente de la felicidad y no el indagar caminos cortos que, entre otras cosas, producen ansiedad y no serenidad.

¿Qué dificultades existen para creer y aceptar todo esto? Que la realidad sensual del mundo es incapaz de considerar, gustar y definirse por una amistad tan limpia y tan original como la del Señor: se nos excita en conquistas de amores a coste barato. Se confunde amor con placer. Gratuidad con interés. Y así nos va. La felicidad del hombre hace tiempo que está pendiente de un peligroso hilo: el sálvese quien pueda.

 

Todos nosotros formamos parte de  la Iglesia en camino hacia la Pascua; todos tenemos la nostalgia de un mundo nuevo, de una humanidad nueva. Reunidos en oración; vivimos en comunión dichosa, anhelamos una vida nueva con los pobres; en una humanidad nueva, es el mensaje de gracia que hoy se nos ha  revela: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó… nos ha hecho vivir con Cristo”… “nos ha resucitado con Cristo y nos ha sentado en el cielo con él”.

Una vez más henos tenido el gran regalo del evangelio, la locura de Dios que continuamente se nos ha anunciado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él”.

Por si no nos hubiésemos enterado  , recuerda que en esa revelación asombrosa se nos habla de Dios, de su corazón, del lugar que ocupamos  en ese corazón.

Recuerda que en esa revelación se habla de cada uno de nosotros, de nuestro destino final, de que ya somos, misteriosamente unidos a Cristo en los sacramentos, lo que hemos de ser eternamente unidos a él en el cielo.

Recuerda que esa revelación transforma en bienaventuranza tu nostalgia, en súplica tu lamentación, en canto de esperanza tu llanto.

Recuerda que somos hechura de Dios, que somos humanidad recreada en Cristo Jesús, que ya no caben en ti más obras que las de Cristo Jesús, que ya no cabe en ti sino lo que añorabas: las obras “que Cristo Jesús nos asignó para que las practicásemos”.

“Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti”, Dios mío, si  no pongo a Cristo Jesús en la cumbre de mis alegrías, si dejo de soñar un mundo según tu corazón, si dejo de trabajar por una humanidad de hijos de Dios.

¡Ven, Señor Jesús!

rafael@betaniajerusalen.com

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario