Comentario a
las lecturas
del III Domingo de Adviento. 11 de diciembre 2016
Las lecturas
de este tercer domingo tienen un hilo conductor que es el profetismo. Todas
ellas nos hacen una gran reflexión sobre la presencia de Dios en nosotros y en
nuestro mundo y la alegría que esto provoca en cada uno. Hoy es el domingo de
la alegría por la proximidad del nacimiento de Jesús, porque Él es nuestra
verdadera alegría. A este domingo se le
llama “domingo gaudete",
La semana que
empezamos es también la semana que inaugura las siete ferias mayores antes de
Navidad: del 17 de diciembre al 23. Son días de una gran riqueza de textos
bíblicos y eucológicos, fuente de meditación y
alimento espiritual.
Aparecen tres
profetas que anuncian la salvación, los tres animan a tener esperanza, los tres
denuncian la injusticia, los tres son perseguidos por decir la verdad y a los
tres les mueve el amor de Dios.
El profeta Isaías
anuncia a los desterrados en Babilonia que llegará un día en que volverán a su
tierra y "se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se
abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará".
Juan el
Bautista es el segundo profeta que nos presenta la Palabra de Dios de este
tercer domingo de Adviento. Manda una embajada para hablar con Jesús y éste le
confirma como profeta y más que profeta, el mayor de los nacidos
de mujer. La misión de Juan fue preparar el camino del Señor, ser el precursor
del Salvador.
En la carta de
Santiago también aparece el mensaje profético. Santiago habla de la otra venida del señor al final de
los tiempos, la parusía que creía ya cercana. Insta a tener paciencia como el
labrador que espera el fruto de su cosecha, o los profetas que soportaron con
paciencia todos los sufrimientos.
la
primera parte del libro de Isaías.. Los cap 34-35 presentan una visión escatológica de dos escenas
complementarias:
-a) Dios
interviene en la historia humana trayendo la venganza sobre Edom
(cap. 34). La cólera divina se ceba sobre la ciudad y sus habitantes, la espada
"chorrea sangre", "su país se vuelve pez ardiente", los
cardos y ortigas crecen en sus palacios que se convierten, de este modo, en
guarida de chacales y crías de avestruz.
-b) Día de
venganza sobre Edom, pero a la vez "año de desquite
para la causa de Sión" (34, 8; cap. 35). El Señor en persona viene a
liberar a su pueblo.
El tema del texto
de hoy es la vuelta al Paraíso. La venida del Salvador transformará el desierto
en Paraíso (vv. 1-2, 6-7;); todas las enfermedades serán curadas (vv. 5-6)
porque el nuevo Reino no conocerá ya el mal: hasta la misma fatiga desaparecerá
(v. 3).
Se anuncia la
abolición próxima de las maldiciones que acompañaron la caída de Adán: la
fatiga del trabajo (Gn 3. 19), el sufrimiento (Gn 3. 16), las zarzas y las espinas del desierto (Gn 3. 18) no serán ya más que un mal recuerdo.
La alegría es
el "leit-motiv" de todo el texto:
"regocijarse", "alegrarse", "gozo y alegría" (vs
1b.2.10), quedan excluidas toda pena y aflicción (v.10). Alegría que lo invade todo:
la naturaleza como morada cósmica del hombre, la tierra árida
("desierto", "yermo", "páramo" "estepa"
v.1) que recobra la lozanía, su vida ("florece" como las zonas
fértiles del Carmelo, Sarión y Líbano, v.2;), al
mismo ser humano.
-Este gozo y
alegría se deben a la presencia divina que trae la liberación de los
desterrados (vs. 2b, 4b). Las expresiones "manos débiles",
"rodillas vacilantes", "cobardes de corazón" hacen alusión
a todos aquellos seres que en sus manifestaciones externas (manos/rodillas) e
internas (corazón) han dudado, tras el destierro, del poder divino. Todos ellos
contemplan la manifestación liberadora del Señor, el miedo será desterrado y
sus convicciones, externas e internas, adquirirán firmeza, madurez.
-Lo menos importante a los ojos humanos, como son la tierra árida (v. 1), los seres indecisos (vs. 3-4a), los mutilados (ciegos, sordos, cojos y mudos: vs. 6a) serán los primeros en participar del gozo y alegría traídos por el Dios liberador.
-Por el camino
del desierto (v. 8) avanzan los liberados por el Señor (v. 10), el destierro ha
terminado y la vuelta a Sión resulta alegre (v. 10) ya que han sido liberados,
como sus padres, de la esclavitud.
"himno" del reinado de Dios. A partir del
salmo 145, hasta el último, el 150, tenemos una serie que se llama el
"último Hallel", porque cada uno de estos
seis salmos comienza y termina por "aleluia".
En esta forma el salterio termina en una especie de ramillete de alabanza.
Recordemos que la palabra "hallélouia"
significa, en hebreo "alabad a Yahveh",
"alabad a Dios".
El salmista
canta el amor de Dios.
Dios
-Que ha creado
los cielos
-Que mantiene
su fidelidad
-Que hace
justicia a los oprimidos...
-Que da el pan
a los hambrientos...
Yahvéh
-Que libera a
los prisioneros...
Yahvéh
-Que abre los
ojos a los ciegos...
-Que endereza
a los encorvados...
Yahvéh
-Que ama a los
justos...
Yahvéh
-Que guarda a
los peregrinos...
-Que protege
al huérfano y a la viuda...
La tradición
litúrgica judía usó este himno como canto de alabanza por la mañana: alcanza su
culmen en la proclamación de la soberanía de Dios sobre la historia humana.
Así, el hombre
se encuentra ante una opción radical entre dos posibilidades opuestas:por un lado, está la
tentación de "confiar en los poderosos" (cf. v. 3), adoptando sus
criterios inspirados en la maldad, en el egoísmo y en el orgullo.
La otra
posibilidad, la que pondera el salmista con una
bienaventuranza:"Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios de Jacob, el
que espera en el Señor su Dios" (v. 5). Es el camino de la confianza en el
Dios eterno y fiel. El amén, que es el verbo hebreo de la fe, significa
precisamente estar fundado en la solidez inquebrantable del Señor, en su
eternidad, en su poder infinito.
De ello se
sigue una verdad consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos; las
vicisitudes de nuestra vida no se hallan bajo el dominio del caos o del hado;
los acontecimientos no representan una mera sucesión de actos sin sentido ni
meta. A partir de esta convicción se desarrolla una auténtica profesión de fe
en Dios, celebrado con una especie de letanía, en la que se proclaman sus
atributos de amor y bondad (cf. vv. 6-9).
Dios es
creador del cielo y de la tierra; es custodio fiel del pacto que lo vincula a
su pueblo. Él es quien hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos
y liberta a los cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien
endereza a los que ya se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los
peregrinos, quien sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trastorna el
camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres y de edad en
edad.
Son doce
afirmaciones teológicas que, con su número perfecto, quieren expresar la
plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano
alejado de sus criaturas, sino que está comprometido en su historia, como Aquel
que propugna la justicia, actuando en favor de los últimos, de las víctimas, de
los oprimidos, de los infelices.
En efecto, al
final del salmo se declara: "El Señor reina eternamente" (v. 10).
Segunda Lectura : Sant 5,7-10 Este pasaje se
sitúa en la parte última de la carta de Santiago sobre un horizonte
escatológico. Dos grandes temas dominan esta perícopa: la paciencia y la
parusía. Estos dos temas se condicionan mutuamente. La paciencia viene motivada
por la parusía y la esperanza de la parusía pide la paciencia. El ejemplo
perfecto, de esta actitud de espera, es Cristo como modelo de la paciencia de
Dios con los hombres. Abrirse al prójimo exige paciencia y disponibilidad para
la maduración de las relaciones.
La paciencia
como capacidad de encajar la prueba y como firmeza de corazón en la actitud que
conviene a este tiempo de anterioridad a la Parusía. La paciencia es saber
situarse desde la fe en el mundo en que a uno le ha tocado vivir. Desear otra
serie de situaciones inexistentes, de uno a otro signo, es vivir una vida
cristiana irreal.
Respecto a la
parusía, aquí la parusía es más la de Dios que la de Cristo. Santiago está en
este punto más próximo a la mentalidad judía. Este horizonte escatológico se
evoca en la carta bajo varias formas (los últimos días 5, 3; la salvación 1,
21; 2, 14; la corona de la vida 1, 12; el Reino 2, 5; el juicio 2, 12-13; la
gehena 3, 6).
En el evangelio de hoy (Mt
11,2-11) San Mateo recoge una tradición sobre la
perplejidad de Juan Bautista ante la actuación del Mesías. Este Evangelio se
compone de dos partes muy distintas: el relato de la embajada de los discípulos
de Juan Bautista (vv. 2-6) y el elogio de este último por el mismo Cristo
(vv.7-10).
a) La embajada
de los discípulos del Bautista lleva el encargo de investigar si Cristo es
realmente "el que tiene que venir". Hay que comprender esta última
expresión en el sentido que le da Juan Bautista. Está tomada de Is 40, 10 (pasaje que el Precursor conoce bien, puesto que
cita ya el v. 3 en Mt 3, 3), en donde la venida del Mesías va acompañada de
fuerza y de violencia. Ahora bien, para Juan Bautista no hay lugar a duda de
que el Mesías que él anuncia será particularmente violento (Mt 3, 11). El
Mesías, en efecto, debe hacer su aparición dentro del aparato terrible de un
día de Yahvé.
Pues bien,
Cristo desmiente esa espera poniendo de relieve que sus obras mesiánicas están
todas ellas hechas de dulzura y de salvación: en lugar de juzgar y de condenar,
cura y libera.
Aunque, por
otro lado, en todo eso no hay nada que no esté previsto por la Escrituras y
esté en conformidad igualmente con la esperanza mesiánica. Pero hay dos
conceptos opuestos del mesianismo que en aquella época se repartían al pueblo
elegido: los unos esperaban los últimos tiempos como tiempos de poder y de
violencia; los otros, como tiempos de liberación y de felicidad. Oponiéndose a
los discípulos de Juan, Cristo revela un estilo de vida que constituye un
problema para ellos y que no dejará de producir escándalo hasta tanto no se
penetre en el misterio del Hombre-Dios sobre la cruz. Eso es precisamente el
alcance del v. 6 (cf. Mt 13, 54-57; 16, 20-23; 26, 31-33, y ,
sobre todo, 1 Cor 1, 17; 2, 5). Si se produce el
escándalo a causa de Cristo, aun comprendiendo que da cumplimiento a tal o cual
profecía, es porque en El se ha producido algo
inesperado, algo que ninguna profecía podía prever: el misterio del
Hombre-Dios.
b) La segunda
parte del texto se centra en Juan y en su papel dentro de la historia de la
salvación. La interpelación y la pregunta retórica dan a esta parte viveza y
fuerza. El desierto del que se habla es la misma falla geológica del domingo
pasado, paisaje árido y tórrido, salpicado en algunos lugares por matorrales,
arbustos y cañaverales. Siguiendo la margen occidental del Mar Muerto, se llega
a la altiplinicie rocosa, rodeada de barrancos. Su
nombre actual es Masada, que significa fortaleza. Se trata, en efecto, de una
fantástica fortaleza inexpugnable, donde, entre los años 37 a 31 a. de C.,
Herodes había construido un palacio dotado de todos los lujos y comodidades. Un
palacio proverbial, del que todo el mundo contaba mil maravillas.
Para preparar
a su auditorio a la idea de que el Bautista es un profeta, Jesús utiliza una
serie de imágenes: el contraste entre gentes bien vestidas y el hombre vestido
de pelos de camello (Mt 3, 4; 2 Re 1-8), entre el profeta que no tiembla y la
caña frágil (Jer 1, 17-19). Juan es incluso más que un
profeta: es el mayor de los profetas: citando Mal 3,1 y Ex 23, 20, Jesús
define, en efecto, la misión del precursor como la de un servidor que conduce
al pueblo de Dios hacia la tierra tanto tiempo prometida. Y, sin embargo (v.
11), Juan es el personaje más pequeño del reino. Esta observación es capital
para la comprensión del verdadero alcance del Evangelio. Juan es el mayor del
Antiguo Testamento, pero, en cuanto tal, se mueve aún dentro de una
interpretación demasiado humana y demasiado específicamente judía de las
profecías. Por eso es el más pequeño en el reino: le falta, en efecto, la
inteligencia del estilo absolutamente inesperado que Cristo introduce con su
existencia de Hombre-Dios.
Para nuestra vida.
En la primera lectura el profeta Isaías Canta las
grandezas de los tiempos mesiánicos. En medio de las dificultades, en
medio de las tinieblas que envuelven su época, brota su palabra luminosa,
llenando los corazones de alegría, disipando miedos y colmando el alma de paz…
Aquellos campos áridos, aquellos paisajes desnudos, aquella tierra seca, tierra
mostrenca, estéril como la arena. Un día se obrará el prodigio. Florecerá,
reverdecerá, dará copiosos frutos, ubérrimos frutos. Será un bosque de cedros
altos como los del Líbano, brotarán flores, como en el valle del Sarón, como en el monte Carmelo.
El profeta
insiste en animarnos. “¡Sed
fuertes, No temáis, he ahí a nuestro
Dios. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y
os salvará.” Sin embargo tenemos las
manos desfallecidas, las rodillas vacilantes, el corazón apocado. Miedo y
timidez, aprietos del alma, angustia del corazón. Sentimientos indefinidos que
a veces atenazan el espíritu, que ahogan hasta robar la tranquilidad. Siempre
el hombre ha vivido entre peligros y apuros, entre riesgos y pesares, entre
prisas e incertidumbres. Sin embargo, es un hecho irrefutable que el ritmo de
la vida ha crecido notoriamente, es indudable que el bullicio del vivir, la
vorágine de la existencia humana ha aumentado.
Las palabras
de Isaias son
palabras de esperanza y fortaleza para nosotros cristianos del siglo
XXI. Para nuestra vida, tan seca a veces, tan estéril, tan árida. Tierra
nuestra, seca y pobre, un día Dios realizará, en nuestra vida un prodigioso
florecer como en una maravillosa
primavera, un florecer prometedor de ricos frutos.
Los tiempos
mesiánicos de que habla Isaías nos invitan y cuentan con nuestra colaboración. “Se despegarán los ojos del ciego,
los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del
mudo cantará”.
Estas son las obras que, según profetizó el profeta Isaías, hará el Mesías,
cuando venga a instaurar el reino de Dios; estas son las obras que hizo el
Mesías Jesús de Nazaret. Ahora es el tiempo de la Iglesia, el tiempo de los
discípulos, el distintivo del auténtico discípulo de Jesús siempre tendrá que
ser este: trabajar por la justicia, para que en este mundo nuestro puedan oír
los sordos, hablar los mudos, y que podamos vivir todos con dignidad cristiana,
en nuestro caminar.
El salmo 145, es una buena
ocasión de meditar como es nuestra relación de confianza con los otros seres
humanos y la que tenemos puesta en Dios.
Constituye un canto de alabanza al Dios poderoso compuesto con intenciones
didácticas. El motivo de la auténtica confianza unifica este poema antológico.
No se debe confiar en los hombres, aunque sean poderosos, porque sus planes
perecen lo mismo que ellos. Dios, que demuestra su poder con doce acciones
dirigidas a los más oprimidos de la humanidad, suscita la auténtica confianza.
Si el salmo se considera como una alabanza, el verso final proclama su
señorío universal; si es una lección en forma de oración, el salmo se cierra
con un augurio de que Dios ejerza su reinado para que tenga vida plena cuantos
confían en El. Formalmente se compone de una alabanza comunitaria, aunque se
exprese en singular (vv. 1-2). La exhortación que sigue termina con una
bendición (vv. 3-5). Continúa y finaliza con una confesión de fe colectiva a
cargo de la asamblea (vv. 6-10).
De la segunda lectura resuenan dos afirmaciones
importantes: “ paciencia” “cercanía del Señor” “Tened paciencia también
vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca.”.
El Apóstol
Santiago nos invita a tener paciencia (hasta cuatro veces lo repite). Ese
tiempo de paciencia y espera nos ayudará a discernir sobre cómo actuar en cada
momento, sin perder el norte y permaneciendo firmes. También nos ayudará a ver
con más profundidad y descubrir las huellas de Dios, los signos de su presencia
en nuestro mundo y en cada persona: “los ciegos ven, y los inválidos andan; los
leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los
pobres se les anuncia el Evangelio”.
La confesión de
fe que presenta el texto de Santiago resonaba entre los primeros cristianos
como una liberación, una norma moral relativizada y una exigencia de rectitud
ante el inminente juicio. El tiempo fue corrigiendo el error de la comunidad
apostólica y situando con realismo al creyente ante la historia. La misma
confesión ha adquirido así nuevas resonancias.
Por una parte
el Señor está llegando continuamente. Por eso se pone esta perícopa en
Adviento. Nos estamos encontrando cada vez más con Cristo en cada circunstancia
de la vida. Y es lógico que vivamos conforme a lo que somos ya, hijos de Dios,
para que esos encuentros sean coherentes con nuestro ser que, por otro lado, es
el mismo del propio Señor, pues El nos lo ha comunicado. El Señor llega. No
sólo litúrgicamente o simbólicamente. Mejor dicho, la liturgia es símbolo de la
llegada continua de Cristo a nuestras vidas. De ahí que debamos vivir según El.
Por otro lado
la muerte de cada uno es la llegada definitiva del Señor. O de nosotros a El. Es lo mismo. Y eso no sabemos cuándo sucede. Hoy día
tampoco hablamos mucho de ello. El pasado abusó del tema y la reacción ha sido
en sentido contrario. Por eso no quita que siga siendo real. Y nos
encontraremos con el Señor en cualquier momento. Vivamos también conforme a esa
esperanza. No temor, sino deseo de encuentro anticipado en nuestra conducta
concreta.
"Está
cerca". Lo que de El nos separa no es la distancia del tiempo, ni la
magnitud de su grandeza, ni la inaccesibilidad de su misterio, sino la pobreza
de nuestra fe. La fe raquítica, los afanes del mundo y de la riqueza, junto con
la inconsciencia, son velos que oscurecen la contemplación de la gloria del
Señor. Estos obstáculos nos alejan de El, encerrándonos en el egoísmo, la
mentira, la insolidaridad o la desesperación.
"Está
cerca". En el pobre y en el que sufre. En los acontecimientos, cuando
sabemos vivirlos como estímulos al crecimiento y al amor. En la naturaleza,
huella y obra del Creador. En nuestro interior profundo que reclama acercarse a
su origen divino por medio de experiencias positivas de paz, de crecimiento, de
riesgo justificado, de amor, de gozo, de eficacia.
"Está
cerca, pero misteriosamente. Sólo la fe dócil y confiada sabe leer sus mensajes
y presencias, a veces tan raras y sorprendentes.
Hoy el evangelio nos vuelve a presentar la figura
del Bautista.
Lo vemos encarcelado por mandato del rey Herodes. Su vida disoluta y sobre todo
sus amoríos con la mujer de su hermano habían provocado la denuncia abierta del
Precursor. El rey al parecer le tenía cierto respeto, le escuchaba aunque luego
no le hiciera caso alguno. Pero Heroidas no podía soportar que aquel hombre,
surgido del pueblo, la insultara impunemente. Día llegará en que pueda vengarse
y eliminarlo de una vez... Sólo la muerte pudo apagar la voz de Juan que decía
la verdad.
Juan fue un testigo fiel, un signo claro de la verdad que proclamaba. Por eso Jesús elogia su fortaleza en el cumplimiento de su misión. Nada pudo doblegarlo, ante nadie se inclinó. Fue recto y consecuente, prefirió la persecución, la cárcel y la muerte, antes de claudicar. El Reino de los cielos, nos dice Jesús, sufre violencia y sólo los violentos podrán conseguirlo. A primera vista podría parecer que el Señor justifica y aconseja la violencia como tal. Pero no es ese el sentido de sus palabras. Por el contexto podemos decir que Juan es un ejemplo claro de lo que significan las palabras del Señor. La violencia del Precursor fue la de sus palabras, la que ejerció contra sí en una vida penitente y austera, la violencia de la persuasión y de la inmolación del propio egoísmo, la violencia de los signos que él no ocultaba.
Hoy también
hay hombres y mujeres que son perseguidos y encarcelados por defender y
pregonar la verdad. Hoy también hay sonrisas y palabras de burla ante los
voceros de Dios, insultos descarados o encubiertos al paso de un sacerdote que
no tiene reparo en aparecer como lo que es, un signo ostensible, incluso
llamativo, que proclama con sólo su presencia un mensaje divino de perdón y de
misericordia, que ofrece abiertamente el camino de la salvación eterna. En un
mundo paganizado y desacralizado, viene a decir el Papa, es preciso dar relieve
a cuanto significa un vestigio de lo sobrenatural.
No podemos
avergonzaron de ser cristianos, El Evangelio es un mensaje que exige ser
proclamado, que no es compatible con el silencio. Es cierto que no hay que
provocar situaciones límites de tensiones inútiles, es verdad que nunca podemos
ser fanáticos, pero también lo es que no podemos conformarnos con lo que
contradice a nuestro Credo, ni aceptar como bueno, o como indiferente, lo que
desdice de la Ley de Dios. Y hay que obrar así aunque se nos señale con el
dedo, aunque vengamos a ser un signo molesto, o incluso chirriante y que crispa
a quienes opinan lo contrario.
El Adviento es
un camino. De nuestras actitudes depende que lo llenemos de la esperanza y la
alegría que nos propone la Palabra de Dios hoy. ¿Qué signos “vemos y oímos” hoy
entre nosotros? ¿Somos capaces de descubrir signos de alegría y esperanza en
medio de tanta crisis?.
Todas las
lecturas nos han animado a reflexionar sobre nuestro caminar. ¡sigamos caminando y preparando los caminos al Señor! Y, si
podemos, hagámoslo con alegría. El Reino de Dios es paz, amor, alegría. También
alegría, aunque previamente haya que pasar por muchas contrariedades y sufrir
mucho. Pero lo último no es el sufrimiento, sino el gozo indestructible.
El cristiano
debe ser testigo de la alegría: en su talante, en su vida, en sus
celebraciones. La cruz sólo es un medio, no un fin. Es blasfemo presentar a un
Dios triste, enemigo de la vida.
El misterio de
la alegría nace en Dios, es un don, no se compra en nuestros mercados, ni se
encuentra en nuestras salas de fiesta. Brota de dentro y tiene su origen en el
Espíritu.
¿Seremos
capaces de ofrecerle a un Dios humillado y humanado, el regalo de nuestra
alegría por tenerle entre nosotros?
Que nosotros,
ya desde ahora, celebremos, gocemos, saboreemos y nos alegremos de la cercanía
de Dios en un humilde portal.
Desde ahora,
disfrutemos y gocemos con nuestra salvación. Y, como Juan, ojala que a esa gran
alegría, por ser los amigos de Jesús, respondamos –más que con palabras- con
nuestras obras. Es decir, con nuestra vida.
También
observemos que metidos en el tiempo de Adviento, la Iglesia quiere que
reavivemos la virtud de la esperanza. ¿Qué es eso de tener esperanza hoy?.
La esperanza
cristiana es una esperanza global y trascendente. Se eleva por encima de todas
las pequeñas esperanzas, para después centrarlas, purificarlas, integrarlas en
una meta trascendente, único lugar donde cobran un sentido aceptable para el
hombre. Por eso, de alguna manera, no se puede tener esperanza sino en la
medida que uno se siente limitado. El hombre es un ser que necesita una promesa
para poder existir. Se siente menesteroso, limitado, acosado, como un fuego
artificial que se sabe lleno de una vitalidad pasajera. La muerte crece dentro
de él al mismo compás que la vida misma. En ese contexto, del conjunto de
fracasos, de limitaciones, de pequeños anhelos frustrados, surge un deseo global
de un bien ilimitado y trascendente, que englobe y eleve toda nuestra menesterosidad. Sólo quien bucea profundamente en nuestra
existencia terrena es capaz de sentir la necesidad de la esperanza (Ver S.
Agustín). Sólo ése -de alguna manera- es sujeto capaz de esperanza. De una
esperanza global, trascendente y total que, como tal, ya es objeto de gracia,
gratuita, y que necesita un tú absoluto en el que apoyarse: Dios.
Es preciso
pues revisar, reflexionar, profundizar nuestra esperanza. ¿A quién esperamos?
Tener esperanza cristiana es haber elegido a Jesús como futuro nuestro. Y si
nos alejamos de esta esperanza, ¿a quién iremos?
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